Puerto del río Tuxpan, México, 25 de noviembre de 1956. Cubierto con una larga capa, Fidel Castro supervisa la carga de un pequeño yate de recreo de 14 metros de eslora bajo la intensa lluvia. Las provisiones son escasas: 2000 naranjas, dos jamones rebanados, 48 latas de leche condensada, una caja de huevos, 100 tabletas de chocolate y cuatro kilos de pan. Todo, para 82 expedicionarios barbudos y desaliñados entre los que se encuentra su hermano Raúl y un médico argentino llamado Ernesto Guevara. Está a punto de comenzar el viaje que iba a acabar con una de las dictaduras más famosas del siglo XX: la de Fulgencio Batista en Cuba.
En los años previos a la Revolución, en los clubes y academias de baile de La Habana arrasaba La engañadora, una canción que contaba la historia de una joven de tremendas curvas que iba a bailar a un famoso salón de la calle del Prado. Aquel tema pegajoso del violinista y compositor Enrique Jorrín, por aquel entonces director artístico de la Orquesta América, fue el primer chachachá de la historia, cuyo ritmo revolucionó la música popular cubana en la década de 1950. Su éxito fue tal, que hasta Nat King Cole viajó hasta la isla para grabar El bodeguero con Richard Egues, el célebre flautista de la Orquesta Aragón.
El chachachá atrapó al mundo como antes lo habían hecho el son, la rumba, el mambo y otros ritmos salidos de Cuba. Pero entonces, todo cambió. El 1 de enero de 1959, tras más de dos años de lucha en Sierra Maestra —con la música igual de presente en las hogueras de los campamentos, según reconoció el mismo Che Guevara—, Fidel entró en La Habana aclamado por cientos de miles de compatriotas. Ese día, la Revolución provocó una transformación radical no solo en la política y en la sociedad cubanas, sino también en