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Coreografías didácticas en Educación Superior: Una metáfora del mundo de la danza
Coreografías didácticas en Educación Superior: Una metáfora del mundo de la danza
Coreografías didácticas en Educación Superior: Una metáfora del mundo de la danza
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Coreografías didácticas en Educación Superior: Una metáfora del mundo de la danza

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Se atribuye a Marcel Proust aquella frase de que "el verdadero viaje de descubrimiento empieza con una nueva mirada". Eso es lo que propone este libro, una nueva mirada sobre la enseñanza universitaria, una mirada cariñosa y creativa construida con decodificadores artísticos.

Oser y Baeriswyl (2001) propusieron la metáfora de las coreografías como una de esas nuevas miradas que nos podrían permitir reimaginar la enseñanza desde parámetros tomados del mundo de la danza. Cabalgando a lomos de esa metáfora hemos revisitado, como se dice ahora, la Educación Superior. Y lo que en ella se ve desde mirador artístico es un escenario en el que un conjunto de instancias y sujetos actúan en simultáneo como coreógrafos y bailarines.

Las instituciones de Educación Superior actúan (danzan) en el marco coreográfico que les marcan las leyes y las políticas académicas y a su vez diseñan la coreografía en la que danzarán los docentes quienes, como coreógrafos, marcarán, a su vez, la coreografía en la que deberán danzar sus estudiantes. Y estos últimos, aunque son básicamente danzarines, han de tener, también, la posibilidad de rediseñar para ellos mismos aquella coreografía de aprendizaje que favorezca más su capacidad creativa.

En esa mirada artística sobre la Educación Superior hay un principio que resulta clave: el arte, tal como aquí se entiende, es un juego de equilibrios entre lo establecido (la coreografía) y la expresión individual del artista (la danza). La coreografía es necesaria para evitar el caos, pero no puede sofocar, no puede convertirse en un corsé o un protocolo a seguir de forma mecánica. Las normas coreográficas deben propiciar la singularidad y creación de cada artista, no anularla.

El arte se vincula a la creación y sin libertad para crear no hay arte. Ni educación.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2022
ISBN9788427729186
Coreografías didácticas en Educación Superior: Una metáfora del mundo de la danza

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    Coreografías didácticas en Educación Superior - Miguel Ángel Zabalza Beraza

    1

    Metáforas y analogías

    Se dice de las metáforas que son «una palabra o frase para describir algo de una manera que es diferente a la forma habitual de hacerlo y se hace así para demostrar que ambas cosas tienen cualidades similares y para hacer una descripción más potente» (Oxford Dictionary). Es decir, utilizamos metáforas como una fórmula para enriquecer la significación de algo a través de la analogía y el contraste con otras realidades que nos ayudan a entender mejor lo que queremos describir. Cuando decimos «tenía un corazón de piedra» utilizamos una analogía, la piedra, que nos facilita expresar de forma sencilla la dureza del carácter y la falta de sentimientos del aludido.

    El uso de las metáforas es habitual en el lenguaje. En realidad, se trata de un artificio lingüístico que mejora la capacidad pragmática de los comunicantes. Han sido muchos los autores que se han preocupado por la función de las metáforas en el lenguaje. Van Noppen (1985) dirigió una especie de handbook (que tendría una nueva versión cinco años después) en el que presentó una revisión de las innumerables publicaciones de todo tipo sobre las metáforas como expresión de la capacidad humana para establecer correspondencias entre palabras y realidades. Y concluía que el casi infinito elenco de metáforas disponibles constituye un auténtico tesoro como patrimonio cultural de las diversas sociedades.

    A través de las metáforas buscamos fórmulas ricas en expresividad para codificar experiencias y realidades. La metáfora es una proposición lingüística destinada a ayudarnos a entender mejor algo a través de una analogía. Algunos autores han insistido en que metáfora y analogía son recursos lingüísticos diferentes. Silva (2018, p. 13), tomando como referencia el Diccionario Priberam de la Lengua Protuguesa, nos indica que el término metáfora, que proviene del griego metaphorá, significa que una palabra es sustituida por otra en base a la semejanza entre ambas, mientras que la analogía expresa una relación de semejanza entre objetos o situaciones que son distintas entre sí, lo que nos permite establecer comparaciones y contrastes en un sentido más general y amplio. Por ese motivo ella, en el tema de las coreografías, opta por hablar de analogías. En cualquier caso, sean metáforas o analogías, lo importante aquí es que estamos comparando realidades diferentes entre sí.

    Como señaló Green (1971), la metáfora es una comparación implícita que trata de destacar las similitudes entre dos cosas hablando de una de ellas como si fuera la otra. En esa función facilitadora, las metáforas se basan en imágenes que tratan de simplificar el proceso utilizando imágenes conocidas para aclarar realidades menos conocidas. Ya había enunciado Nisbet (1969) que las metáforas son una forma de ir de lo conocido a lo desconocido, «un modo de cognición en el que las cualidades identificadas de una cosa se transfieren de un modo instantáneo, casi inconsciente, a otra cosa que es, por su complejidad, desconocida para nosotros» (p. 19). Es decir, las metáforas se extraen de ámbitos en los que su significado es obvio o fácilmente reconocible para aplicarlo a otras realidades menos definidas. El vínculo que se establece entre ambas situaciones nos ayuda a entender mejor lo que deseamos descubrir o, al menos, a verlo desde otra perspectiva.

    Obviamente, utilizamos un concepto o imagen más clara y expresiva para ayudarnos a entender o comunicar otro concepto o realidad más oscura. Por eso mismo, las metáforas constituyen un elemento cultural y su análisis nos permitiría identificar los referentes semánticos que cada grupo social utiliza como recurso lingüístico que les ayude a entender realidades diferentes a las que el propio término o imagen pertenecen. Esto es, hablamos de metáforas en relación a aquellos términos, conceptos o imágenes que se conocen bien y que, por eso mismo, suelen utilizarse para ayudar a entender cosas más difíciles de comprender. Por ese motivo, en las culturas rurales son más frecuentes las metáforas relacionadas con la naturaleza y, también por ello, esta época que vivimos se ha llenado de metáforas relacionadas con la informática.

    La escritora Irene Vallejo (2020), reciente Premio Nacional de Ensayo, alude al valor que las metáforas han tenido y siguen teniendo en la escritura. Cuenta que, en la Academia platónica, «Hiparquia pensaba, con humor juguetón, que la mente es un gran telar de palabras. Y todavía entre nosotros, en la terminología literaria se continúa empleando esa imagen de la narración como tapiz. Seguimos hablando —con metáforas textiles— de tramas, de urdimbres, de hilar relatos, de tejer historias. ¿Qué es para nosotros un texto sino un conjunto de hebras verbales anudadas?» (p. 174).

    Un componente valioso de las metáforas es, por tanto, la imaginación y creatividad de quien las construye. Las metáforas aportan un modo distinto y original de ver las cosas y eso las vincula a la inteligencia y expresividad de quien las usa (sea individuo o grupo cultural). Es el valor cognitivo de las metáforas al que se refiere Davidson (1978).

    La Educación ha sido, tradicionalmente, un campo abierto a este juego lingüístico de las metáforas. No solo porque constituye una realidad compleja y en la que intervienen agentes muy heterogéneos (desde niños pequeños hasta sabios profesores, desde gestores académicos hasta padres y políticos), sino porque se trata de un espacio de actuaciones muy dependientes del contexto y, por tanto, susceptible de modificaciones permanentes al socaire de los cambios culturales que se producen en su entorno. De esta manera, los docentes han sido comparados con los pescadores, con los coach, con jardineros u horticultores, con los escultores, con los actores, con los exploradores, con los guías, con los guerreros, con los seductores, con los arquitectos, con los informadores… y, ahora, con los coreógrafos. Se les han aplicado epítetos metafóricos caracterizándolos como amigos, padres-madres, vigilantes, diplomáticos, guardianes de la disciplina, sabios, referentes modélicos, etc. «Plantillas icónicas», las llamó Kagan (1990), citando a Reddy, que nos sirven para expresar analógicamente cómo vemos el mundo y cómo nos vemos a nosotros mismos.

    Como en toda comunicación, la pertinencia mayor o menor de las metáforas depende de diversas condiciones, las más importantes de las cuales están relacionadas con el contexto en que se emplean, contexto no solo lingüístico sino social. Entre dichas condiciones adquieren una relevancia especial tanto la audiencia a la que va dirigido el mensaje como la mayor o menor proximidad-compatibilidad entre el ámbito de origen de la metáfora y el nuevo ámbito al que se aplica. Ambos aspectos poseen una relevancia importante en el ámbito educativo. En primer lugar, porque, como ya hemos señalado, se trata de un ámbito lingüístico muy complejo en cuanto a las audiencias (en él habitan desde niños y niñas de Educación Infantil hasta docentes de universidad). Y, en segundo lugar, porque se trata de un contexto muy centrípeto y defensivo en cuanto al lenguaje y los significados.

    Se acepta de mal grado expresiones y terminologías que provienen de otros ámbitos porque se les atribuye efectos contaminantes sobre el pensamiento y las prácticas educativas. Eso ha sucedido con todas aquellas referencias que pudieran provenir del mundo de la empresa o del mercado, del ámbito laboral o profesional ajeno al educativo, de contextos técnicos o económicos. Ciertos términos o expresiones tienen, por su origen, un pecado original que parece invalidarlas para su uso como metáfora en educación (es lo que ha pasado con términos como competencia, técnica, calidad, control, etc.).

    Las metáforas pueden variar mucho en cuanto a su foco y nivel de precisión. Tenemos metáforas muy generalistas que tratan de proyectarse sobre modelos o enfoques globales de la realidad a la que se aplican («la mente humana como un ordenador»). Otras metáforas centran más su foco y lo orientan hacia realidades más específicas («el virus como arma de destrucción masiva»). En educación nos pasa un poco lo mismo, algunas metáforas se plantean como modelos o enfoques globales de la educación («la educación como crecimiento natural») y otras se refieren a aspectos específicos del quehacer docente («el profesor como jardinero» o «el profesor como coreógrafo», como en nuestro caso).

    Amilburu (2002), adopta la primera de esas opciones: analiza las metáforas en su versión más amplia como configuradoras de distintos modelos educativos. Habla así de la metáfora conductista (la educación como condicionamiento conductual basado en refuerzos de premios y castigos), la metáfora del modelado (los docentes como escultores que a través del currículo que desarrollan van configurando a sus discípulos en base a un modelo), la metáfora botánica (educarse es crecer y desarrollarse como hacen las plantas, y la tarea de los educadores es abonar el crecimiento, evitar las interferencias, eliminar las malas hierbas) y la metáfora cultural (educar es facilitar a los sujetos su incorporación al grupo social al que pertenecen: socializar e integrar en la cultura del entorno). Esta autora destaca tres elementos fundamentales en toda metáfora:

    La capacidad evocadora de la imagen usada en la metáfora.

    La relación de la metáfora con la teoría que le sirve de sustento o con la que ella misma sustenta.

    Su forma de expresión estética y su valor tanto ético como práctico.

    Son importantes estos tres elementos. La capacidad evocadora porque refleja la potencia de la metáfora para proyectar nuevas luces sobre la realidad que se desea iluminar. Una buena metáfora tiene que ser capaz de abrirte a nuevas formas de mirar la realidad sobre la que se aplica. Por eso, las metáforas son muy útiles en ciertos contextos donde las terminologías especializadas han acabado por cerrar demasiado el espectro de interpretaciones a realizar sobre las cosas. Los decodificadores se hacen rígidos y los significados se esclerotizan. Una buena metáfora supone una especie de refresh a la hora de analizar y operar sobre ese contenido.

    Por otro lado, las metáforas constituyen, a veces, el punto de partida de una nueva forma de teorizar sobre la realidad a la que se aplican (Schlechty y Joslin, 1984) y resulta obvio que la metáfora tiene que resultar coherente con la teoría a la que se aplica o a la que sirve de base. La metáfora botánica a la que se refería Amilburu casa mal con desarrollos curriculares rígidos y actividades prácticas homogéneas para todos los estudiantes. Finalmente, la expresión estética y la condición ética de las metáforas tiene una gran importancia y más, si cabe, en educación, un ámbito basado en los derechos individuales y en la condición de confianza entre los agentes: la metáfora del modelado no puede, en modo alguno, convertirse en una educación orientada a la doma y modelaje de los sujetos según patrones impuestos.

    Una perspectiva similar es la que adoptó Ma. Teresa González (1987) a la hora de describir las instituciones educativas. Ella las denominó «imágenes metafóricas» puesto que, en su perspectiva, la metáfora se arma conceptualmente hasta constituir una especie de esquema mental simplificado que trata de caracterizar (y ayudar a entender) fenómenos complejos y abstractos. Esas imágenes metafóricas ordenan los fenómenos que pretenden iluminar destacando en ellos no solamente sus componentes sino la relación existente entre ellos. Y desde esa perspectiva, la autora va analizando las escuelas desde diversas imágenes metafóricas: la escuela como burocracia; la escuela como anarquía organizada; la escuela como organización institucionalizada; la escuela como sistema político.

    En esa función de caracterización analógica de un proceso, las metáforas pueden llegar a configurar un cuerpo conceptual e ideológico particular, de manera que unas metáforas (una forma particular de leer la realidad) se oponen a otras metáforas. Kuhn (1970) vinculó las metáforas a su idea de paradigma. Las metáforas son un componente más, junto a teorías, creencias y valores, que comparten el grupo de científicos e investigadores alineados en un paradigma específico. Ese espacio común de ideas (shared commitments) les permite entenderse y coincidir en la determinación de los ejes de organización de su trabajo. Las metáforas compartidas actúan, así, como un elemento de creación de identidad y de compromiso paradigmático. Es decir, abren y delimitan, en simultáneo, el espacio legítimo de trabajo de quienes pertenecen a ese grupo. Dotan de identidad grupal a quienes las asumen y, a la vez, los separan de quienes se sitúan en otras metáforas diferentes. Y entramos así en la dinámica de los conflictos de metáforas (paralela al competing paradigms de Kuhn) que ha caracterizado la historia y el desarrollo de la ciencia. Y de la educación.

    En nuestro caso, la metáfora que vamos a desarrollar en este libro tiene que ver con las coreografías. En ella residen todas las características que hasta ahora hemos ido señalando en relación a las metáforas: es una expresión que proviene del mundo de la danza, ámbito en el que hablar de coreografía pertenece al lenguaje habitual y se refiere a realidades fáciles de entender. Aquí la aplicamos al mundo de la educación que resulta distante de aquel del que la metáfora proviene, pero con el que posee similitudes que permiten y hacen eficaz esa transferencia.

    Como veremos en los capítulos siguientes, hablar de coreografías en relación a la educación nos permitirá iluminar espacios del proceso de enseñanza-aprendizaje y facilitar así su comprensión y mejora operativa. El mundo del arte ha sido siempre un gran océano nutricio de ideas y sugerencias prácticas para la docencia. Tiene esa frescura, esa riqueza de matices y de posibilidades, esa capacidad de regeneración y resiliencia que resulta perfecta para actualizar permanentemente nuestros marcos de referencia.

    Dicho todo lo anterior, no podemos acabar esta especie de introducción sobre las metáforas sin aludir a los peligros que su uso comporta. Algunos autores hablan, en ese sentido de metáforas peligrosas. Tiberius (1986) las denominaba dead metaphors (como opuestas a las living metaphors) y Perelman (1989) metáforas latentes. Están muertas porque las tomamos en su sentido literal, olvidándonos de que estamos usando una analogía:

    «Su inferencia está tan envuelta en la costumbre y el hábito, su comparación tan envuelta por la ciega convención del pensamiento cotidiano que la metáfora controla lo que pensamos. Son metáforas peligrosas. Con frecuencia oscurecen preguntas filosóficas útiles que queremos plantear y nos obligan a enmarcar nuestras investigaciones dentro de límites innecesarios» (Tiberius, p. 146).

    Son metáforas que se han introducido de manera insidiosa en nuestra forma de pensar la realidad. Ya no las vemos como una expresión que proviene de otro espacio y nos es ajena, sino que organizamos nuestra comprensión de la realidad a través de ellas. Y acabamos tan familiarizados con la metáfora y su sentido que acabamos siendo inconscientes de cómo está influyendo nuestra forma de entender y operar en la realidad. La consecuencia es que, al final, la metáfora no solo no nos ha ayudado a entender mejor la realidad sobre la que la proyectamos sino que la ha desnaturalizado al constreñir nuestros significados y modos de actuación a los que serían pertinentes en el ámbito de origen de la metáfora.

    Esa hipertrofia funcional de las metáforas se ha producido con frecuencia en Educación. Pensemos, por ejemplo, en la metáfora empresarial aplicada a las instituciones universitarias. Quizás fuera una metáfora útil para destacar algunas condiciones de gobernanza y funcionamiento efectivo y viable en sus orígenes, pero deja de serlo cuando se convierte en la forma de ver y analizar los procesos académicos y a la propia institución. Y otro tanto sucede cuando aplicamos la metáfora de la lucha de clases que puede resultar clarificadora para resaltar la mayor o menor visibilidad y poder de los diversos colectivos y para iluminar la diversidad de intereses y estatus entre empleadores, profesores y estudiantes; pero deja de serlo cuando utilizamos de forma literal esa analogía para analizar la interacción didáctica.

    En resumen, queremos comenzar este trabajo rescatando algunas ideas sobre las metáforas que habremos de tomar en consideración a la hora de trabajar con una de ellas, las coreografías:

    Las metáforas son expresiones que se toman prestadas para iluminar la realidad que deseamos estudiar o sobre la que deseamos operar.

    Se precisa que sean expresivas, pertinentes y valiosas.

    No pueden utilizarse de manera literal puesto que la realidad de la que provienen es diferente de aquella a la que se aplican.

    Tienen capacidad para configurar formas nuevas y creativas de ver y pensar la realidad a la que se aplican.

    Entran en competición con otras metáforas que establecen decodificadores diferentes.

    2

    La metáfora de las Coreografías Didácticas

    El verdadero viaje de descubrimiento

    empieza con una nueva mirada.

    Marcel Proust

    Como hemos visto en el capítulo anterior, utilizamos las metáforas para iluminar un espacio de la realidad utilizando términos, palabras o ideas provenientes de otros campos. Tomando la cita de Proust que encabeza este capítulo, lo que hacen las metáforas es propiciar una nueva mirada sobre aquel espacio sobre el que se proyectan, entendiendo que una forma de cambiar las cosas es cambiar la forma en que las miramos y nos acercamos a ellas. Eso es, exactamente, lo que sucede cuando aplicamos el término «coreografía» a la enseñanza para poder pensarla y actuar en ella de otra manera. La «mirada» y las palabras en que esa mirada se expresa configuran una especie de esquema analítico previo a cualquier análisis y, a partir de ahí, condicionan de manera clara la forma en que nos relacionaremos (como actores, como investigadores, como espectadores) con esa realidad. Así, las miradas se convierten en recursos hermenéuticos para interpretar lo que vemos. Lo ha dicho con palabras sencillas Jackson (1991, p. 36):

    «La promoción de una visión nueva de las cosas altera invariablemente el modo en que pensamos y actuamos luego, aunque las conexiones entre percepción, pensamiento y acción estén considerablemente atenuadas y resulten casi imposibles de comprobar. Así sucede tanto en el arte como en la ciencia que suscitan constantemente en nosotros una visión modificada del mundo».

    Y si eso es así, solo nos queda preguntarnos: ¿son el arte y la danza espacios adecuados para ayudarnos a ver de otra manera el mundo de la enseñanza? La idea de partida es, por tanto, que las metáforas no solo son un «artificio lingüístico» (otra forma de decir las cosas), sino que llegan a configurar un nuevo espacio de conocimiento (otra forma de ver y pensar las cosas) y una nueva forma de actuar sobre ellas (otra forma de hacer las cosas). Y, puesto que hablamos de educación, parece claro que necesitamos acercarnos a ella con nuevas miradas (pensarla y decirla de otra manera para poder modificar la forma de actuar en ella). Y lo necesitamos porque la forma en que vemos la educación ha ido alejándose de aquellas ideas originales del crecimiento personal, del bienestar, de la cohesión social, de la equidad, del aprendizaje. Cada vez nos acercamos a ella con palabras que resuenan más a burocracia, a normas, a procedimientos estandarizados y resultados medibles. Nos interesan más las estadísticas que el aprendizaje y el bienestar; más la rendición de cuentas que la creatividad y el disfrute de la etapa escolar. Hay muchos ingenieros y abogados y funcionarios gestionando la calidad de la educación y pocos artistas. Incluso la Pedagogía se ha ido alejando del arte.

    Por eso es urgente construir nuevas miradas sobre la educación. Miradas frescas, lúdicas, atractivas que nos permitan resetear nuestros enfoques sobre la naturaleza de los procesos educativos y aproximarnos a la educación con otros recursos tanto semánticos como operativos. La polisemia natural de lo educativo combina bien con la riqueza expresiva de las metáforas. La propia educación no deja de ser una «metáfora de la vida» (Farinelli, 2000).

    Y ahí es donde entra en juego la metáfora de las «coreografías», una metáfora proveniente del mundo del arte (de la danza y el teatro) que nos permite ver la educación como un conjunto rico y variado de escenarios dispuestos para que los sujetos puedan desarrollar al máximo sus capacidades personales. La danza es ese espacio expresivo donde los sujetos no solo tienen que atenerse a un guion, sino que tienen que ser capaces de expresar lo mejor que tienen de sí mismos. Igual que en la educación: no se trata solo de asimilar lo que el currículo me impone como tarea, sino de hacerlo siendo yo mismo (profesor o estudiante) y poniendo en valor lo que tengo de diferente y propio. Lo que está sucediendo en la educación es que las escuelas funcionan más como estructuras de modelización de los sujetos que como escenario de construcción de identidades diversificadas.

    Da la impresión de que existe un modelo de sujeto (el que marca el currículo oficial) y todos tenemos que atenernos a él, asimilarlo, modelarnos según ese modelo. Y nuestro valor escolar se establecerá en función de la fidelidad con que hayamos asumido el modelo: más iguales al modelo, mejor valoración. La otra parte, la más artística, aquella que nos vincula con lo que cada uno de nosotros tiene de distinto y original, por lo general desaparece en las escuelas, queda fuera de foco educativo. Una mirada artística de la educación nos debería llevar a iluminar de nuevo esa zona opaca del crecimiento personal diferenciado. Y, en ese sentido, da lo mismo que estemos hablando de profesores o de estudiantes.

    2.1. Arte y educación: ¿miradas compatibles?

    En unos tiempos como los nuestros en los que se reclama una mirada científica sobre la realidad, puede resultar chocante proponer una metáfora artística para referirnos a la enseñanza. Nunca como durante este tiempo pantanoso de pandemia que estamos atravesando se ha hecho tanto hincapié en el valor de lo científico y los científicos para explicar la realidad y reglar los comportamientos.

    En realidad, esta controversia entre arte y ciencia ha sido una constante en el debate pedagógico de todos los tiempos. Y en él seguimos. Por un lado, los manuales de Didáctica definen esta disciplina como «la ciencia que estudia la enseñanza y el aprendizaje», entendiendo que se trata de una aproximación científica a ese objeto de estudio. Algunas propuestas sitúan la condición artística no tanto en el enseñar, como proceso neutro, sino en el hacerlo bien. Así, por ejemplo, la Real Academia de la Lengua (RAE, 1970) que define la didáctica como «el arte de enseñar» o el diccionario Larousse que lo concreta aún más señalando que es «el arte de presentar las cosas de tal manera que sean fáciles de enseñar». Lo mismo hace Haigh (2010) que titula su libro Enseñar bien es un arte.

    En los años setenta, Gagné escribió un libro clásico en Didáctica que casi consiguió la cuadratura del círculo: The scientific basis of the art of teaching. Cierto es que esas definiciones aclaran poco las cosas: desde el punto de vista epistemológico, ¿se puede ser arte y ciencia a la vez? Parece una pregunta conceptual y propia de eruditos, pero resulta una cuestión relevante, también, para quienes actúan como personajes activos en el proceso de enseñanza y aprendizaje. Lo es porque a partir de la respuesta que se dé, se abrirán o cerrarán puertas a la forma de entender y operar en educación. Los planteamientos científicos tienden a buscar regularidades contrastadas y estables que permitan hacer previsiones, mientras los enfoques artísticos tienden a ser más situacionales y más dependientes de las variables personales e idiosincráticas de la situación y de los agentes implicados.

    Hacer arte requiere de un artista. Gallagher (1970) era tajante al respecto. En su opinión para que algo pueda ser llamado arte es necesario que pocas personas posean la habilidad de desarrollarlo (pocos pueden ser llamados artistas porque el serlo se vincula a la posesión de ciertas dotes naturales y/o de ciertas capacidades muy desarrolladas). El arte pertenece a ese arcano personal que ni siquiera los propios artistas son capaces de explicar de qué se trata (es algo que está en la «caverna platónica» que cada uno lleva consigo; algo que se puede ayudar a que florezca y salga al exterior). Podemos ayudar a que mejore la capacidad artística que cada uno lleva dentro de sí, pero el arte no se puede enseñar. Uno de los artistas más notables de nuestro tiempo, el chino Ai Weiwei, lo decía en una reciente entrevista:

    «El arte es un signo de libertad y esa libertad pertenece a cada individuo. Incluso las sociedades más primitivas crearon arte, tuvieron la imaginación para dibujar en las rocas y hacer utensilios. El arte siempre ha estado ahí. Hoy se ha convertido en una profesión, lo cual es engañoso, todas esas escuelas enseñando habilidades para ser artista, no; yo creo que el arte no puede enseñarse, es una llamarada de libertad, lucha, pasión e imaginación y cada uno tiene que encontrar su propio lenguaje» (El País Semanal, 24-X-2021, p. 50).

    A menos que estés dotado para ello, es difícil llegar a ser artista. Esta visión del arte, de todas formas, tampoco ha sido ajena a los enfoques vocacionales y cualitativos proyectados sobre la figura docente: para ser profesor o profesora hay que tener condiciones especiales (poseer una «especial disposición personal», lo denominaron Dunkin y Biddle, 1974), tienes que tener vocación, tienes que llevarlo dentro.

    En realidad, se trata de un dilema más que de una dicotomía de posiciones incompatibles. Como sucede en todos los dilemas, el problema aparece cuando se privilegia cualquiera de ambos polos del enunciado (arte vs. ciencia), siendo que la solución está en el equilibrio entre ambas posiciones.

    La educación rehúye, normalmente, posicionamientos rígidos y reglas fijas, pero, a la vez, si todo depende de variables situacionales y/o de la voluntad y la pericia de cada uno, queda poco espacio para un saber sistemático. En favor de la mirada científica hemos de reconocer que la educación ha avanzado mucho como ciencia en la medida en que ha sabido superar los iniciales planteamientos acientíficos que originaban propuestas más doctrinales y apriorísticas que empíricas, que establecía catálogos de normas y consideraciones no sometidas a contraste, que poseía una escasa sensibilidad a lo que son las exigencias de rigor y precisión en el manejo de datos y situaciones. Como contraposición a ese momento de «infancia» epistemológica, se busca ahora un enfoque más «científico» y contrastado de los saberes sobre la enseñanza (Von Cube, 1981). En ese sentido, la presión hacia la cientificidad, la exigencia de evidencias, el seguimiento y contraste de resultados, etc., han permitido ir mejorando la enseñanza en todas las etapas escolares.

    Pese a todo lo que ese afán de cientificidad ha aportado a la mejora de la enseñanza (o quizás a causa de ello, es decir, a causa del impacto uniformizador que la imposición indiscriminada de reglas y protocolos educativos ha ido provocando), la dimensión artística de la enseñanza se ha ido haciendo cada vez más ausente y, en simultáneo, más necesaria. En su justa medida, obviamente. Para muchos profesores y bastantes teóricos la enseñanza es un arte y no cabe, no tiene sentido, intentar buscar regularidades científicas pues las acciones docentes y las reacciones discentes son variadas e imprevisibles (Eisner, 1982). De ahí se deriva la idea tan extendida de que no existe «doctrina» o «teoría» general posible sobre la enseñanza, sino que los buenos docentes nacen de y se hacen en la práctica. Esa era, por ejemplo, la idea de Becker (1984) quien hace ya décadas señalaba que: a) la idea de que la enseñanza pueda realizarse siguiendo un protocolo es falsa; b) no existe ningún protocolo y, de todas maneras, no podría existir ninguno que pudiera hacerse obligatorio; c) las secuencias de la enseñanza son siempre singulares dependiendo del tiempo disponible, las exigencias de aprendizaje, el contenido, etc.

    Quienes priorizan lo artístico frente a lo científico suelen contraponer lo situacional e individual a las regularidades y normas científicas. La formación docente es secundaria, dicen. Lo importante es la experiencia, la experimentación. En la universidad sabemos mucho de eso. Se mitifica el valor de la «discrecionalidad profesional» como categoría legitimadora de las decisiones docentes individuales: cada quien es libre de hacer como mejor le parezca, pues las formas posibles de actuación son infinitas y nadie tiene legitimidad para decir a otro cómo se debe enseñar.

    La consecuencia más notable de dicha convicción es que se convierte en irrelevante el conocimiento experto substituyéndolo por la mera experiencia individual. Es como si hubiera que estar inventando constantemente las cosas al albur de cada docente. Nos guiamos por nuestra propia experiencia y criterios sin necesidad de acudir a documentarnos buscando las constancias emanadas de lo que han hecho otros y de los resultados que han obtenido (algo, por cierto, que nunca haríamos en relación a la investigación).

    Esta percepción excesivamente abierta y situacional de la enseñanza (atractiva y peligrosa, a la vez, por cuanto incluye de desregulación e improvisación) ha entrado en conflicto con la pormenorizada legislación y burocracia educativa que ve un peligro en cualquier diferencia. Y tampoco combina bien con la progresiva relevancia otorgada a los derechos de los estudiantes y sus familias. El profesorado ya no puede actuar tan libremente como a algunos les gustaría en aquellos casos que afecten a derechos de los estudiantes como, por ejemplo, el acceso, la evaluación, el trato personal, la configuración de los programas o la definición del nivel de exigencias. Por otro lado, la investigación didáctica también ha ido aportando datos sobre la variabilidad en los resultados y los factores que les afectan. No todas las prácticas docentes resultan igualmente válidas para propiciar aprendizajes, y siendo así, no parece ni ética ni científicamente válido mantener la idea de que pueden obviarse esas evidencias y actuar como si no existieran. Es cierto que las investigaciones están aún lejos de ofrecer datos consistentes y regularidades estables.

    Son muchos los factores que afectan al aprendizaje de nuestros estudiantes y la actuación de los profesores es solo uno de esos factores. Pero si las investigaciones no permiten aún establecer reglas universales, sí permiten identificar constancias y patrones de actuación que son más válidos que otros. Y permiten, igualmente, descartar ciertos tipos de prácticas o, al menos, ponerlos en cuarentena desde el punto de vista de sus efectos sobre los aprendizajes.

    Sirva todo lo anterior para sostener la idea de la doble naturaleza epistemológica del saber y la práctica pedagógica. Siendo real el carácter artístico de la enseñanza, también lo es la necesidad de controles y de ciertas «evidencias» que avalen las propuestas que se ponen en marcha. La dimensión artística y la científica deben complementarse y enriquecerse mutuamente. Necesitamos contar con ciertas regularidades y pautas justificadas «científicamente» y necesitamos espacios para la experimentación y el desarrollo de iniciativas innovadoras que actualicen y refresquen las rutinas consolidadas. Y es ahí, donde la metáfora de las coreografías viene como anillo al dedo.

    Lo decía Van Dyke (2005) con respecto a la danza: cuando se reclama de los y las danzantes la necesidad de dominar la técnica, no se trata necesariamente de imponerles límites sino de desarrollar la posibilidad de optar por un conjunto de opciones que ya dominan, así como el estar capacitado para el manejo de herramientas, para explorarlas y utilizarlas según las necesidades. Cita a Lavender (1996) para señalar que dado que ninguna danza es igual a otra, tampoco vale ninguna regla general puesto que su valor artístico puede «mejorar algunas obras y arruinar otras». Y, en un sentido similar, Schwab (1983) era claro con respecto a la condición artística de la enseñanza y a sus limitaciones:

    «Cualquier arte, tanto si se trata de la enseñanza, del esculpir una piedra o del control judicial de un tribunal (…) tiene sus reglas, pero el conocimiento de las reglas no le hace a uno artista. El arte surge en la medida en que el que ya conoce las reglas aprende a aplicarlas apropiadamente en cada caso particular. Tal aplicación, por su parte, requiere una aguda consciencia de las particularidades de cada caso y de la forma en que la regla podría ser modificada para adaptarse al caso sin que se produzca la completa abrogación de la regla. En el arte, la forma ha de ser adaptada a la materia. De ahí que la forma haya de ser comunicada de una manera tal que se clarifiquen sus posibilidades de modificación» (p. 265).

    No siendo aplicables a la educación las condiciones y exigencias de las ciencias experimentales, el concepto de «ciencia» o «científico» puede ser tomado como un «continuum» de condiciones (racionalidad, sistematicidad y justificación) respecto a las que deben posicionarse los diversos ámbitos de conocimiento y de desarrollo didáctico. No es lo mismo, tampoco en educación, elucubrar, opinar o impartir doctrina que presentar hechos contrastados o hacer propuestas apoyadas en investigaciones previas.

    Por otra parte, los avances de la investigación didáctica, en Pedagogía y Psicología, en ámbitos como la cognición

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