Evaluar: Cómo aprenden los estudiantes el proceso de valoración
Por Paola Plessi
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Evaluar - Paola Plessi
Trad.].
Introducción
La operación mental de evaluar
Evaluamos diariamente, aunque no lo sepamos.
Llevamos a cabo muchas acciones sin nombrarlas, sin explicitar su identidad, sin situarlas en una determinada categoría. Evaluar es una de ellas. La evaluación se da, y su aparición no es la consecuencia de una intervención formativa intencionada. Por lo tanto, incluso sin que nadie nos haya enseñado cómo se hace, llevamos a cabo la operación que consiste en atribuir un valor a un objeto.
El acto de evaluar se lleva a cabo con mucha frecuencia, a veces más lentamente, otras más rápidamente: discurre dentro de nuestro día a día como una parte indistinta de los procesos de pensamiento o como una operación consciente y reconocida. Es medio y soporte para otras operaciones o fines últimos.
Quien la asume como objeto específico de reflexión experimenta inmediatamente una dificultad para delimitar una operación que es propia de la mente, pero no sólo; que sigue un determinado recorrido, pero también otros muchos; que rehuye y se confunde con otras operaciones; que cambia de forma según los diferentes fines y los diversos contenidos; que existe incluso cuando no ha sido solicitada ni es necesaria; que busca la verdad y que, a menudo, se encuentra con múltiples verdades.
Evaluamos siguiendo procedimientos y criterios cuantitativa y cualitativamente diferentes. Lo hacemos porque estamos obligados necesariamente a ello por la naturaleza limitada de nuestro ser y nuestro existir; porque no lo podemos vivir todo, ni poseerlo todo, ni conocerlo todo o hacerlo todo. Debemos escoger y la decisión obliga a evaluar.
La estimación del valor de un «objeto» estará determinada por una gran variedad de factores, por una suma de criterios a veces explícitos y conscientes y otras veces implícitos e inconscientes, a ratos subjetivos y personales, a ratos colectivos y compartidos; por razones lógicas y racionales o por motivos afectivos e irracionales.
El valor se reconocerá en el encuentro con la expectativa y el deseo, o en la relación con la necesidad o con el placer, en la propensión hacia el bien común o en la búsqueda del interés individual, en la relación con la historia y con el contexto personal o con la historia y con el contexto social.
Evaluamos diariamente, aunque no hayamos aprendido a hacerlo, aunque nadie nos haya enseñado.
En 1977 Michael Scriven intentó poner orden en todas las reflexiones y los conceptos que habían elaborado hasta entonces sus colegas en el campo de la evaluación educativa. Entre los muchos méritos de su obra Evaluation Thesaurus, actualizada hasta 1991, estuvo el de definir el concepto de evaluación como: «el proceso de determinación del mérito o del valor de algo, o bien del producto de dicho proceso» (Scriven, 1991: 53).
Esta evaluación, que es proceso y producto, aun no siendo objeto de enseñanza, se realiza siempre. Se puede lanzar la hipótesis de que en la mayor parte de los casos ésta se produce por «inmersión» y «absorción».
Si consideramos diferentes momentos importantes de nuestra vida resultará evidente que estamos inmersos, desde la infancia, en situaciones y relaciones en las que nosotros y nuestras acciones son evaluadas, o en las que la necesidad, el placer, el interés o el deseo nos llevan a atribuir un valor a objetos y vivencias específicas. Pero antes que una operación consciente, la evaluación es una experiencia.
Vida cotidiana y evaluación
A través de lo que vivimos y, particularmente, a través de las relaciones significativas que construimos, absorbemos una o más maneras de atribuir valor o construir modelos de lo que es bueno y de lo que está bien, de lo que es correcto, de lo que no se puede hacer, de lo que vale la pena tomar en consideración, de lo que es mejor evitar. Sin ser necesariamente conscientes de ello, y a veces sin dar nuestro consentimiento, interiorizamos jerarquías, indicadores y criterios para distinguir diferentes cantidades y cualidades de valores, que podrán ser puestas en discusión, pero que sobrevivirán, al menos como un modelo del que distanciarse. Dicho proceso de desarrollo de la operación de evaluar por inmersión y por absorción, contextualiza fuertemente esta operación mental que, a pesar de los esfuerzos de traducción en teorías y modelos, ampliamente difundidos por la literatura sobre el tema, conserva un fuerte vínculo con la historia personal y con una forma de interpretación subjetiva.
Si se comparte la premisa, se puede iniciar la investigación en torno al acto de evaluar a partir de las vivencias cotidianas más que desde la representación teórica.
Muchas personas adoran comprar; dicha actividad, usualmente denominada como ir de compras, es un óptimo ejemplo de acción rica en implicaciones evaluadoras. Podríamos intentar analizar esta experiencia distinguiendo al menos entre dos maneras de ir de compras: la «dirigida» y la «explorativa».
El ir de compras «dirigido» es una acción planificada, guiada por el objetivo de adquirir un producto específico del que se ha elaborado un modelo, que puede ser más o menos consciente y predefinido, pero que existe como previsión del objeto que hay que adquirir. La búsqueda es selectiva porque el modelo esperado (vinculado a una necesidad primaria o a un deseo) representa la imagen ideal que permite discriminar entre aquello que satisface las demandas del comprador y aquello que no les satisface. La evaluación de los diferentes productos es, inicialmente, el resultado de esta primera comparación entre el modelo y el objeto real. El producto que más se acerca a lo que se va buscando, en cuanto objeto necesario, deseado, bonito, recibe una buena evaluación, un consenso que se traduce en una decisión para la acción de adquirir. Se debe añadir, que el acto de la compra viene acompañado también por una serie de otras valoraciones, de entre las cuales las más significativas son, probablemente: la relación calidad/precio y la relación precio/posibilidades económicas del comprador. La calidad de un producto es el resultado de una serie de características relativas a la funcionalidad respecto al objetivo, al aspecto físico (dimensiones, peso), al material de producción o a la previsión de su duración que, evidentemente, juegan diferentes papeles en la construcción de la calidad de un determinado objeto.
El ir de compras «dirigido» es adecuado para personas que tienen las ideas claras y que saben reconocer en la realidad las señales del modelo de objeto de calidad que puede satisfacer su necesidad.
El ir de compras «explorativo» depende más del contexto. No parte de la elaboración de una imagen del objeto «bueno» al que se le atribuye previamente un valor, porque dicha imagen se construye en el encuentro con objetos reales, existentes, y por lo tanto la búsqueda está abierta a considerar una multiplicidad de objetos que podrían tener el mismo valor. El ir de compras explorativo podría también no estar motivado por una necesidad o un deseo; en este caso el valor del objeto dependería menos de su función. No se debe olvidar, además, que en la actividad de ir de compras el proceso de atribuir un determinado valor a un producto pasa también por la comparación entre productos, particularmente cuando se quiere evaluar la conveniencia de dicho producto (palabra que podría traducir, respecto a la actividad que nos sirve de ejemplo, el concepto de evaluación de los costes y los beneficios).
La evaluación de la política, de las políticas y del gobierno de un país es una cuestión muy compleja, pero no tan alejada de la vida cotidiana. Diariamente nos encontramos en situaciones que derivan de la elección realizada por nuestros representantes, locales o parlamentarios, y por aquellos que gobiernan. Los servicios ofrecidos a la ciudadanía son objeto de una evaluación continua, que toma forma en la reacción instintiva, en la conversación en el bar, o en reflexiones más razonadas y en investigaciones más sistemáticas sobre la percepción de la calidad de un servicio (pensemos en las numerosas investigaciones y en los sondeos dirigidos a poner en evidencia la satisfacción del usuario de un servicio o el disfrute de una determinada iniciativa). La democracia es, no sólo la posibilidad de escoger a aquellos a los que se quiere entregar el poder de decidir en nuestro nombre, sino también la expresión de dicha evaluación a través del ejercicio del voto. El voto expresa la evaluación, exactamente como en la escuela.
El juicio político se basa en una multiplicidad de factores, no todos ellos lógicos y racionales. Entre ellos es posible distinguir dos criterios que funcionan como guía para la evaluación de muchos procesos de la política, del gobierno y de los servicios al ciudadano: la eficacia y la eficiencia.
La medida del éxito, en la política como en otros muchos sectores, viene dada por la consecución de los objetivos declarados. La congruencia entre el programa de gobierno y su realización son argumentos que están presentes cotidianamente en los telediarios. Así como aquellos que se refieren a la eficiencia, es decir, a la capacidad de funcionar eficazmente conteniendo el gasto.
Estos dos criterios gobiernan la mayor parte de los procesos evaluadores: en la economía, en los puestos de trabajo, en el deporte, etc.
¿Cuáles son los jugadores de fútbol que reciben la mejor clasificación en los periódicos de los lunes? Aquellos que han llevado al equipo hasta la victoria, que han alcanzado el objetivo, que han marcado un gol (que, no por casualidad, en su origen anglosajón significa objetivo, meta final). O en todo caso son aquellos que han actuado según el objetivo atribuido a su rol.
Esto es así también aplicado a la escuela. ¿Cuáles son las mejores escuelas? Aquellas en los que los estudiantes alcanzan el objetivo que la sociedad atribuye a la escuela. ¿Quién es el estudiante que vale más? El que alcanza, en el tiempo previsto, los objetivos de aprendizaje, correspondiéndose, así, con el modelo de joven escolarizado diseñado por la política y por la cultura de la sociedad en la que está inserto.
Frente a las citadas situaciones evaluadoras, podríamos aun así encontrar en nuestras vivencias también evaluaciones que no nacen de la comparación con un modelo (ansiado por corresponderse con una determinada necesidad o deseo) o de la eficacia y eficiencia en la realización del objetivo que se le atribuye. Todos poseemos objetos inútiles y sin ningún valor material a los que aun así atribuimos un «valor afectivo» y que percibimos como insustituibles e impagables. En este caso el valor nace del sentido del objeto, de aquello que representa, de aquello que suscita, del hecho de ser símbolo, de recordarnos una vivencia significativa. Buena parte del arte equivale a este valor, en tanto en cuanto puede ser definido como una dimensión intangible que transforma a un objeto común en algo que supera con creces su valor