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Los niños de Babel
Los niños de Babel
Los niños de Babel
Libro electrónico457 páginas5 horas

Los niños de Babel

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Los niños de Babel es una colección de historias reales recopiladas por diferentes rincones del mundo. El hilo conductor es la infancia, pues son experiencias contadas por los mismos niños que las protagonizan, acercándonos sus paisajes, culturas, tradiciones y costumbres.

A través de sus propios ojos descubriremos experiencias como la guerra en Ucrania o Yemen; el drama de la emigración en Marruecos, Yibuti o Venezuela; las culturas y costumbres de los guaraníes y los diaguitas; la epidemia de cólera en Haití; el tráfico de diamantes por el Rio Congo; las ancestral espiritualidad de los gnaoua; la religiosidad afrocubana, la musicalidad en Brasil…

Experiencias únicas en vidas irrepetibles.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento13 sept 2022
ISBN9798215318164
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    Los niños de Babel - Alvaro Vadillo

    Los niños de Babel

    Álvaro Vadillo

    © Alvaro Vadillo 2022

    Ilustraciones de interior: Virginia Vargas (salvo la de Ucrania)

    DEDICATORIA

    Para la realización de este libro he contado con experiencias inolvidables y personas excepcionales que me han hecho conocer de cerca y amar sus propios países. Personas a las que dedico este libro y con las que deseo algún día encontrarme de nuevo, aunque algunas de ellas ya se hayan ido para siempre.

    Los niños de Babel está dedicado a Raouf Ziade (Líbano), Cynthia Brizuela (Paraguay), Robert Geilimo (República Democrática del Congo), Ahmed H. (Yemen), María Luisa (Argentina), Safia Sami (Iraq), Mohamed Rami (Marruecos), Ylenia (Cuba), Jacinto (Guatemala), Hugues Bienaime (Haití), Ravinandra (Sri Lanka), Abdeslam Habou (Mauritania), Humberto Gross (República Dominicana), Vincent Masumbuko (República Centroafricana), Nikita Didenchuk (Ucrania), Roger Montes (Colombia), Rahima Zouad (Argelia) y Moktar Ahmed Omar (Yibuti).

    ÍNDICE

    Introducción

    Haití

    Líbano

    Sri Lanka

    Argentina

    Mauritania

    Guatemala

    Yemen

    Paraguay

    República Democrática del Congo

    Cuba

    Irak

    España

    Marruecos

    República Dominicana

    Ucrania

    Venezuela

    República Centroafricana

    Mali

    Colombia

    Argelia

    Bielorrusia

    Yibuti

    Brasil

    Introducción

    Los relatos que forman este libro están basados en experiencias reales vividas en los mismos lugares que se describen. Allí donde no me ha sido posible llegar, me he tomado la libertad de transcribir los testimonios de sus propios protagonistas, incluyendo interpretaciones fantásticas o místicas de los hechos.

    Los niños de Babel es un mosaico de culturas donde el hilo argumental es la experiencia traumática de los niños al enfrentarse por primera vez al mundo de los adultos, ya sea a través de la violencia, las guerras o los abusos. Como escenario he elegido veintitrés países para tantos otros relatos en los que intento demostrar que este trance es similar en cualquier parte del mundo. Sin embargo, la manera en la que este se desarrolla y expresa es diferente según la cultura.

    He querido que las ambientaciones de paisajes, colores, aromas y sonidos sean fundamentales en cada relato. No obstante, y como sugerencia al lector, se adjuntan unas canciones para que escuchen antes o durante la lectura. Todas han sido seleccionadas para ayudar a viajar de la mano de la música a cada uno de los países.

    frame

    Haití

    Baraderes, 2011

    Tenía que darse prisa para llegar a casa de Maguá antes del anochecer tal y como le había ordenado su madre. Era la hora en la que las casitas de madera al borde del mar tomaban el mismo color, dejando de ser verdes, amarillas, azules o rojas para volverse del tono ocre de la puesta de sol.

    Murie corría entre las chozas en busca del anciano, que era el más conocido y respetado de los huganes¹ vudú de esa parte de la provincia. Desde todos los rincones de la isla venían a consultarle, a pedirle intercesión con los loás², incluso para ganarse el favor de Bondyé, creador de todas las cosas de la Tierra y regente del mundo de los espíritus.

    En aquella ocasión, su mamá le había enviado para que obtuviese protección de Mamá Brigitte, diosa poderosa que protege las almas que nacen y guía a las que se van. Según Maguá, se la podía ver por las noches paseando por el cementerio, cantando y bailando bajo la luz de la luna. Decía que era una mujer de rasgos dulces, con el pelo largo color negro intenso y de ojos claros. Quería que Mamá Brigitte intercediese con el gran Bondyé para impedir que la niña quedara encinta. Nadie debía saber de aquella visita al brujo, y menos su propio tío. Su madre había empezado a albergar ese temor desde que él comenzara a tomar la costumbre de venir a su casa por las noches en busca de la menor. Por si acaso, ella ya tenía reservada su gallina negra que sacrificaría en honor a Mamá Brigitte en el momento en que su primer bebé naciese, para que lo protegiera en su viaje desde el mundo de los espíritus al de los vivos.

    Maguá era un hombre bueno, el más sabio y respetado de todos los huganes. Era enemigo de emplear la magia negra que tantos sufrimientos y miserias había traído en el pasado. Él mismo podía hablar con los espíritus de la Guinea, ese lugar de África de donde decía que procedían todas las almas y a donde habrían de ir una vez muertos. A menudo venían a visitarle desde la capital con el deseo de comunicarse con los difuntos o para que intercediera con Bondyé en asuntos que él nunca revelaba.

    En una casita de láminas de yagua, techo de guano y suelo de tierra, vivía junto con una cantidad ingente de amuletos sagrados y otros fetiches que albergaban un poder sobrenatural que solo él conocía. Sobre una larga mesa iluminada con velas disponía su colección de huesos, semillas, botellas, cajitas de maderas sagradas, calaveras de animales y vasijas con líquidos de colores que empleaba en sus conjuros. Del caballete del techo pendían pájaros secos, racimos de hojas, serpientes, metales con extrañas formas; todo envuelto en oscuridad perpetua, ya que decía que eso mantenía tranquilos a los loás. La estancia solía estar envuelta en un denso y dulce olor a brasas de hierbas y óleos. Sabía que a los espíritus les gustaba oler bien y que, cuando aparecían en su casa bajo su invocación, era conveniente que el lugar estuviese a su gusto.

    La confianza que tenían los loás en él era recíproca y estos lo visitaban con frecuencia en la intimidad de la noche. Le gustaba recibirles con clerén³ y tabaco, sobre todo para Ayizán, pues era de sobra conocida su afición a los vicios terrenales y a otros que Maguá no se atrevía a contar.

    Nadie conocía con certeza su edad. Su largo cabello blanco y las arrugas de su la piel eran atemporales y ni él mismo acertaba a saber cuántos años creía que llevaba entre los vivos. La luz de sus ojos y su forma cálida de sonreír desprendían bondad y sabiduría.

    Al llegar a su casa, el anciano la estaba esperando junto a una hoguera en la que quemaba ramas impregnadas de aceites aromáticos. Murie debía pasar por encima de las llamas para purificar su cuerpo y alma antes de acceder a la choza del hugán. En ella iban a encontrarse con puertas sagradas al mundo de los espíritus y era conveniente limpiarse antes de entrar en contacto con ellas. Al saltar el fuego, la recibió con sus delgados brazos abiertos y llenos de amor como hacía con todos sus visitantes.

    Escondida en la penumbra tenía preparada una palangana de metal con agua enrojecida a base de hierbas mágicas, donde la niña debía introducir los pies para poder andar pura por el mundo de los espíritus. Permaneció en pie a la luz de las velas mirando curiosa a Maguá mientras éste pronunciaba sus primeras plegarias a Papá Legbá, único mediador entre el hombre y los loás, para que les guiase por el mundo de los espiritus.

    —Oh, buen Legbá, escúchame: ábreme la barrera. Papá Legbá. Ábreme la barrera para que pueda entrar. Vudú Legbá, ábreme la barrera. Daré gracias a los loás cuando vuelva. Ababó.

    Al mismo tiempo que lo invocaba, iba dibujando en el suelo el vevé⁴ de Mamá Brigitte con un puñado de harina de maíz: un gran corazón en el centro y un triángulo que representaba su feminidad. Según Maguá, esa rogativa era muy poderosa y cualquier loá de las cuatro familias podía descender a la tierra, pues ya se habían abierto todas las puertas. Cuando el dibujo estuvo terminado, le indicó a Murie con un gesto que sacase los pies de la vasija y que se sentara en un taburete adornado con plumas negras. El hugán tomó de la mesa un enorme puro, que ya estaba encendido, y espiró el humo alrededor de ella para protegerla de los malos espíritus. Maguá decía que, cuando se conectaban los dos mundos, ese poder de invocación era tan fuerte que se corría el riesgo de que alguien no deseado se pudiera colar sin haber sido invitado. Se situó junto al dibujo mientras cerraba los ojos y agitaba su pequeña maraca de piel repleta de huesecitos de pájaro. El viejo respiraba profundamente, inclinaba la cabeza hacia arriba y extendía los brazos. Durante un largo rato solo oía su pesada respiración quebrada por el monótono chasquido del instrumento.

    De repente, dejó de agitarla y despertó. Abrió sus ojos y miró a la niña con una ternura diferente a la del maestro. Mamá Brigitte por fin había llegado.

    Aunque Murie estaba acostumbrada a tratar con los espíritus, pues acompañaba muchas veces a su propia madre a invocar a Ayizán, la presencia de cualquiera de ellos siempre la inquietaba. Miraba fijamente a Maguá segura de que ya no era él mismo. Olía diferente y sus movimientos habían dejado de ser los de un anciano. Sin embargo, su cuerpo seguía siendo el del anciano.

    —No temas niña. Yo te protegeré a ti y a tu bebé cuando nazca. Guárdate de los malos espíritus y acuérdate de dejarme flores blancas en el cementerio.

    —Sí, Mamá Brigitte, así lo haré.

    El hugán bajó la cabeza y se sentó en el suelo. En esa postura permaneció inmóvil durante largo rato para permitir que los loás que habían bajado a la tierra a través de él pudiesen volver en paz a su hogar. La niña esperaba pacientemente a la luz de las velas, oliendo a hierbas quemadas y madera antigua mientras contemplaba los objetos colgados del techo. Le llamaba la atención un búho disecado con dos trozos de carbón en lugar de ojos y como corona una mandíbula de perro con todos sus dientes.

    Ya era de noche y se impacientaba por volver a casa cuanto antes. El anciano movía lentamente la cabeza a los lados al mismo tiempo y mascullaba oraciones incomprensibles. En la aldea creían que usaba la lengua de los loás, que únicamente él conocía y que le fue revelada por el mismísimo Barón Samedi, el varón del cementerio y esposo de Mamá Brigitte. Nadie se explicaba cómo Maguá guardaba buenas relaciones con ese espíritu, el mismo que infundía un terror irracional al resto de los mortales. Sabían que vivía en los cruces de caminos a la espera de las almas errantes que regresaban a Guinea y, era tan impaciente y malvado, que a veces cavaba sus tumbas allí mismo y los enterraba aun estando vivos.

    Murie se apresuraba de vuelta a casa pues a su madre no le gustaba que anduviera sola a esa hora, menos desde que por aquellas montañas se había desatado el mal de ojo que mataba a la gente de las maneras más horribles. Decían que secaba a sus víctimas en un santiamén y las dejaba hechas un puñado de piel y huesos. También se murmuraba que era una maldición de los loás contra los que los que les habían invocado en vano o para procurar el mal a los demás. Algunos decían que los huganes de la zona se habían puesto de acuerdo para atraer a ese mal, que era culpa de ellos, pues eran los únicos que tenían acceso directo al mundo de las sombras. Nadie creía a Maguá cuando aseguraba que, en realidad, se trataba de una enfermedad que habían traído los blancos y que la llamaban cólera.

    Ya se había dado un primer caso en la aldea. Fue el de un bebé que había muerto en brazos de su madre. Ella misma había perdido la cabeza relatando cómo lo vio con impotencia secándose hasta convertirse en una rama quebradiza.

    Murie debía llegar temprano a casa para encender el carbón con el que hacían el pan que su madre vendía por las mañanas. Aunque la aldea estaba a oscuras, el brillo de las estrellas y la luz de algunas lumbres eran más que suficientes para que pudiese encontrar el camino de regreso. Quedó sorprendida al divisar por encima de los árboles una fila de no menos de diez luces amarillas que descendía apresuradamente por el sendero del bosque. Corrió asustada a esconderse en la zafra mientras la hilera brillante continuaba deslizándose. Poco a poco iba distinguiendo siluetas de hombres portando antorchas. Oculta entre las cañas pudo reconocer a alguno de ellos. Allí estaba uno de sus primos, su propio tío y un hermano que hacía tiempo que se había ido de casa. Le estremecía la forma con la que blandían los largos machetes y gritaban sin cesar.

    Ante la orden del que parecía ser el líder, guardaron silencio y formaron un círculo bajo las ramas de un mango. Murie alcanzaba a escuchar lo que decían desde su escondrijo.

    —¡Debemos acabar con todos ellos! ¡Esos malnacidos nos han traído la maldición que nos está matando a todos! ¡Ya ha muerto gente en Roseaux, Gomier e incluso en Jeremie! ¡Si no nos damos prisa, pronto no quedará ninguno de nosotros vivo! —gritaba el líder del grupo.

    —Pero no todos son culpables —replicó su primo Jean—. Maguá es un hugán también, pero es un hombre bueno. Él no sería capaz de algo tan horrible.

    —¡Mentira! —respondió airado el líder— ¡Son todos iguales! ¡Encontramos los fetiches que usan para invocar a Barón Samedi! ¿Para qué? ¿Para qué más se puede querer hacer bajar al mundo a un espíritu tan siniestro? ¡Dime!

    La asamblea enmudeció al escuchar del líder el relato de cómo esas maldiciones duraban mucho tiempo si no se extirpaban de raíz y que no había forma que los hombres pudieran detener la fuerza y la crueldad de ese loá. Les advirtió que, si no actuaban raudos y con decisión, nadie sobreviviría en toda la isla.

    Al oír sus palabras, Murie abandonó su escondite en busca del camino por el que podría alcanzar la casa del maestro sin ser vista. Se deslizaba entre las estrechas calles de la zafra que conocía de sobra, pues ella misma bajaba cada día a llevarles el almuerzo a los braceros. Brincaba con todas sus fuerzas angustiada por el peligro que corría el pobre anciano y determinada a advertirle cuanto antes. No podía creer que esos seres tan malvados creyeran que hubiera sido capaz de cometer algo tan horrible.

    Al salir de la espesura se encontró con la casa de Maguá y corrió a su interior. Presa de los nervios, apenas atinaba a contarle lo que acababa de oír y lloraba temiendo por su vida. El anciano recogió sus amuletos más poderosos y, después de despedirse de la niña, se apresuró hacia el bosque por donde él mismo solía dar sus paseos en busca de hierbas mágicas. Ella lo observaba desapareciendo entre los arbustos, cojeando trabajosamente con ayuda de su bastón de caoba.

    Nada más perderlo de vista, se dio media vuelta y tomó de la choza un candil de aceite. Lo apretó entre sus brazos y corrió por entre las casas en dirección a la suya propia, apresurándose para llegar antes que los malvados. Al llegar a su destino, lo arrojó contra las paredes de yagua de la casa de su tío. Las llamas rugían con fuerza devorándolo el techo de guano con ansiedad. Al ver llegar al grupo desenfrenado, se arrodilló fingiendo un llanto lo más desesperado que pudo.

    —¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Ha sido por mi culpa! ¡Tropecé al entrar y se me rompió el candil! ¡Lo siento!

    Su propio tío emergió del grupo como una exhalación y se dirigió hacia ella encolerizado apretando con fuerza los dientes y los puños.

    —¿Qué has hecho? ¡Has destruido la casa! ¡Maldita! ¡Ahora verás lo que es bueno, maldita niña! —gritaba enloquecido mientras se quitaba la correa del pantalón— ¡Voy a darte una paliza! ¡Te voy a matar!

    Se abalanzó sobre ella mientras los demás se afanaban en apagar el fuego, pues sabían que en las cosas de esa familia no debían meterse y menos con ese hombre tan violento y cruel.

    Al mismo tiempo, Maguá trotaba envuelto en la oscuridad de la noche, huyendo de la aldea a la que jamás volvería. Conforme avanzaba entre los árboles, sus pies se hacían cada vez más ágiles y su fatiga iba desapareciendo hasta que se sentía tan liviano, que arrojó su bastón y echó a correr. Notaba que las piernas ya no le pesaban y que eran cada vez más ágiles. De repente, sus ojos se llenaron de vida, devolviéndole la expresión de juventud a su rostro. Su cuerpo desprendía una luz cálida que iluminaba el sendero por el que huía. Allá por donde pasaba, las plantas florecían como hacen en la claridad del sol y los pájaros dormidos se despertaban apresurados para cantar al creer que ya estaba amaneciendo. Corrió hasta desaparecer para siempre del mundo de los vivos que nunca había llegado a comprender y que se había empeñado durante años en mantenerlo los más cerca posible al que él realmente conocía, el mundo de los espíritus.

    Líbano

    Beirut, 2014

    Hacía mucho tiempo que no recordaba cómo era la vida fuera de esa habitación. Cuatro paredes desconchadas, un camastro y una mesita rebosante de tazas de café, paquetes de tabaco y casquillos de munición. Se sabía de memoria todos y cada uno de los agujeros de bala sobre los muros, los dibujos de la cerámica sobre el suelo y hasta la forma de las manchas de sangre. En un rincón, alguien había apilado cuidadosamente cristales rotos junto a los restos de una hoguera.

    Realmente ya no quería rememorar cómo era la vida más allá de los límites de aquella estancia, aunque a veces ella misma atravesara sin avisar las paredes para recordarle por qué estaba escondido en aquel lugar.

    Hacía mucho tiempo que no estaba seguro de cómo había llegado a esa habitación y, lo que era aún peor, ni el motivo que le impedía salir de allí, escapar, olvidar para siempre esa prisión sin carcelero ni rejas. Durante sus interminables vigilancias hacía lo posible en no pensar por el miedo a encontrarse con la respuesta.

    Se esforzaba por mantenerse concentrado en su única tarea: mirar por un agujero sobre la pared. Esa era su escasa conexión con el mundo exterior, con la vida de la que, por alguna razón, estaba huyendo. Pasaba las horas observando a través de él las mismas tres calles por las que rara vez alguien se atrevía a transitar. Desde allí alcanzaba a ver parte de Gouraud desde su extremo oeste hasta terminar en la Plaza de los Mártires, donde la visión se le perdía entre los edificios. Examinaba incansablemente las callejuelas de Achrafieh repletas de vestigios coloniales y de arquitecturas otomanas que rodeaban la Iglesia de Tierra Santa. Al fondo, imponente, se elevaba el barrio armenio y, en el centro, la Iglesia de San Jacob con su cúpula estrellada. Contemplaba indiferente toda aquella belleza en un silencio que ocasionalmente lo rompían los disparos.

    Apostado frente su agujero, pasaba el día abrazado a su rifle, pensando en que aquel paisaje le estaba ocultando deliberadamente la vida que seguía empeñada en existir bajo los tejados. Recorría con la cruceta del visor todas y cada una de las azoteas. Las vigilaba con paciencia a la espera de alguien que hubiese olvidado que aquellas calles ya no servían para caminar. Ese era el único sentido de estar allí encerrado: observar. Buscar la próxima víctima.

    Hacía tiempo que, para él, todo había dejado de tener sentido, aunque no recordaba desde cuándo. Las interminables jornadas de soledad y aquel ambiente demencial le habían despojado del escaso sentimiento de compasión que conservaba después de tantos años de lucha. Toda su vida se había reducido a aquel agujero en la pared por donde miraba durante horas. Había perdido la cuenta de a cuántas personas habría abatido desde ese macabro escondite y, por esa razón, prefería no contarlas. No sentía ninguna lástima por aquellos a los que les había arrebatado la vida. De todas formas, desde su escondite, apenas alcanzaba a escuchar los gritos de agonía de los que veía caer a través de su visor.

    Una vez al día, un soldado acudía a traerle su ración diaria de manushi⁵, tabaco y ocasionalmente algún guiso de carne. Mientras se mataban ahí fuera. el mercado negro seguía funcionando sin problemas, pues, al final, todo giraba en torno a la cuestión de sobrevivir.

    Después de la ocupación de su país natal, había tenido que huir para instalarse en Jordania. Allí se unió a los que planeaban regresar a su tierra a través de la lucha armada. En aquella época había tomado la decisión a la desesperada de enrolarse en la Organización para la Liberación de Palestina, donde había recibido entrenamiento junto a camaradas drusos y musulmanes del Movimiento Nacional Libanés. En aquellos campamentos a la ribera del rio Jordán había aprendido técnicas de guerrilla, aunque él se había destacado como francotirador, lo que resultaba un perfil muy demandado y necesario en las batallas urbanas que les esperarían años después en Beirut.

    Aunque progresaba considerablemente y había llegado a convertirse en un pistolero destacado de la OLP, pocos años después, él y toda su familia tuvieron que volver a emigrar durante el Septiembre Negro, esta vez al Líbano, cuando los expulsaron de los campos de palestinos en Jordania. Finalmente, él y su familia aceptaron resignados a que a su pueblo no los querían en ningún lugar.

    Después de participar en una sonada batalla en la que habían avanzado hacia las montañas del centro del país, lo ascendieron al cuerpo de francotiradores. En aquellos días, el frente de Beirut permanecía estable y pensaba que era un buen lugar para tomarse unas semanas de descanso.

    Al llegar a la ciudad, comprobó que lo que antes había sido la plaza de Los Mártires hoy no era más que un paisaje desolado. De las palmeras y jardines que habían sido símbolo de la ciudad más moderna de Oriente Medio ya no quedaba ni rastro. Sólo el monumento a los héroes se mantenía en pie en el centro de la plaza, rodeado de fachadas cosidas a balazos. El bullicio que él recordaba se había remplazado por explosiones, disparos, llamas y un humo espeso que inundaba la ciudad.

    Lo destinaron a ocupar un escondrijo en lo que antes había sido uno de los hoteles emblemáticos de la capital. Por su puerta pasaba la invisible Línea Verde, que separaba el Beirut Este del Oeste, las dos zonas en guerra.

    Le asqueaban las noticias que llegaban del frente, fuesen buenas o malas, pues estaba convencido que los mandos las distorsionaban con la intención de mantener la moral de los soldados. Odiaba tener que depender de las mafias locales hasta para comer, las mismas que controlaban el mercado y contaban con todas las facilidades pasar de una zona a otra sin problemas. Sabía que esos mismos estaban haciendo fortunas y que eran lo bastante influyentes como para no permitir que la guerra fuese a terminar demasiado pronto. La sola idea de que él mismo estaba contribuyendo a todo ese circo de horror le resultaba insoportable. Por esa razón, había decidido no pensar más en nada que no fuese observar y matar en silencio.

    Aquella mañana había amanecido gris y húmeda. Llevaba sin llover varios días y el hedor a humo y basura se hacían insoportables. Se sacudió el polvo sin mucho entusiasmo y, envuelto en su manta y recostado sobre un viejo colchón, se dispuso a pasar otra jornada mirando por el agujero. Hacía varias noches que no había oído ningún intercambio de disparos y eso casi siempre indicaba que iba a poder tropezarse con alguna victima despistada.

    Dirigió el visor de su fusil a la calle Gouraud y, como siempre, la encontró desierta. Sin embargo, él no se impacientaba: sabía que sólo era cuestión de tiempo. Tarde o temprano solía cazar fugazmente a alguien corriendo entre los edificios y barricadas buscando el abrigo de los francotiradores.

    Notó que una sombra se movía junto a la puerta de la Iglesia de Tierra Santa, a la que alcanzaba a ver de perfil. Se trataba de una más de las que siempre encontraba en ese mismo lugar aguardando el mejor momento para arrancar a correr de portal en portal. A veces podría pasar mucho rato hasta que el objetivo se decidiera a moverse, pero pensaba que en esa ocasión no iba a tardar demasiado. Durante un largo rato, esperó a que saliese de su escondrijo, pues lo poco que se dejaba asomar no era suficiente como para alcanzarle.

    Súbitamente, le sorprendió la figura de un niño que irrumpía entre los escombros mientras perseguía una pelota. Al fijar el objetivo sobre él, alcanzó a ver que la sombra de antes era una mujer que ahora se asomaba agitando los brazos desesperada por que el menor volviera sobre sus pasos. Este

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