Detalles con importancia
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Detalles con importancia - Bárbara Aranguren
Detalles con importancia
Copyright © 2015, 2023 Bárbara Aranguren and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728375006
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
www.sagaegmont.com
Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.
I– DIABLO
Cuando era pequeña vivía muy tranquila sin sospechar que pronto lucharía por salvarme contra el mismísimo Diablo.
En la entrada del colegio había una estatua pintada de la Virgen María que nos miraba sin preocupación alguna pese a que una serpiente, en silencio, trepaba por uno de sus tobillos. En algún momento supe que no era un bicho asqueroso con veneno en la lengua, sino algo más temible: Satanás. Esta revelación turbó para siempre mis noches de infancia católica.
La Virgen sonreía mientras pisaba su cabeza sin inmutarse, aunque conocía la verdad de aquel asunto y sabía que se trataba del Demonio. Comprendí que la belleza y la serenidad de su rostro no eran humanas, que no era como yo, como nosotras. En realidad ella nunca había estado en peligro porque era del mundo de Dios. Por eso vestía ese manto de un color azul celestial que no había en la tierra mientras nosotras íbamos de verde oscuro, como las hojas de la hiedra del jardín, que escondían recovecos por donde se podía colar la serpiente.
Nada más llegar recorríamos las altas y frías naves de piedra de la Iglesia, para asistir a misa. Formábamos una rigurosa fila de dos en dos y avanzábamos con pequeños pasos, todas juntas, como un animal torpe y temeroso. Éramos niñas de apenas seis o siete años. Intentábamos hacer las cosas bien para obtener una sonrisa de aquellas monjas, altivas y antipáticas, que casi no hablaban nuestro idioma porque eran irlandesas.
Una vez aprendido el Catecismo, las monjas se dispusieron a prepararnos para la Primera Comunión. Fue en este tiempo cuando el Diablo llegó a ser una obsesión para mí. Hasta entonces, lo religioso constituía, por así decirlo, un mundo de inagotables maravillas.
Me encantaba el mes de mayo porque todo era diferente. Íbamos de blanco, hasta el velo, y ya no había que ir a misa por esos corredores helados, a las ocho de la mañana, bajo los velos negros que nos contagiaban tristeza. Ahora llevábamos flores en los brazos y atravesábamos la puerta del colegio hacia la luz del sol que calentaba ya un poco o prometía hacerlo. Bajábamos, mareadas por el intenso olor a lirios y nardos, hasta una roca situada al fondo del jardín, donde había otra pequeña estatua de la Virgen. Depositábamos los ramos de ofrendas y, después, entonábamos más canciones y nos sentíamos ya niñas santas y puras, niñas del Cielo. Las monjas, en esos días, sonreían y nos miraban con una dulzura que, aunque me pareciera simulada, atribuía a nuestro derecho a ser tratadas con amor porque la Virgen las vigilaba.
La Navidad también era especial porque representábamos un Belén vivo. Yo era un sencillo pastor pero estaba en el escenario y podía ver a mis compañeras vestidas de ángeles, con túnicas de raso blanco y alas hechas con auténticas plumas. Las monjas elegían, para hacer de ángeles, a todas las niñas rubias y, a pesar de la mortificación que me suponía no ser uno de ellos por un rato, ni poder entrar en la habitación especial donde se vestían, hacían bien con su elección porque el efecto logrado al juntar a todas las niñas de cabezas doradas era que las demás, al menos yo, quedáramos admiradas ante el resplandor del conjunto. Las envolvía un rumor de alas que se acoplaban como en un nido de seres perfectos y luminosos, situado justo detrás del Misterio viviente, en el que la niña más rubia de todas reinaba como la Virgen María, con un manto plagado de estrellitas de plata cosidas por las manos de las propias monjas.
El día de la función de Navidad venían los padres a vernos. Tenía muchas ganas de que los míos vieran como era el Cielo, lleno de ángeles, porque no es lo mismo imaginarlo que verlo, pero no pudieron venir y cuando, más tarde, otro día, les explicaba cuanto brillaban todos los ángeles juntos alrededor de la Virgen, lloré al darme cuenta de que no era capaz, con mis palabras, de hacerles ver la luz del Cielo.
Mamá era muy guapa, pero no era rubia y no se parecía nada a la Virgen María. Era la más joven de todas las madres de las niñas del colegio y siempre estaba riéndose. Llevaba unos peinados muy complicados y los ojos pintados con una raya oscura. También llevaba minifaldas. Algunas veces, cuando venía a mi cuarto para darme un beso antes de salir a cenar con mi padre, le pedía que cerrara los ojos, sin arrugarlos, para poder ver bien esas líneas negras. Me maravillaba que fueran idénticas y que se las hubiera hecho ella. Mi madre hacía prodigios, cosas muy difíciles, como peinarse de esa manera, con moños y pelucas, y maquillarse los ojos. Pero eso no eran milagros que sirvieran para las cosas del Cielo. Lo hacía para sí misma y no para salvar almas. Mamá olía muy bien, y muchas noches, cuando ya se habían ido, me escapaba hasta su baño, donde había estado justo antes arreglándose, y me quedaba allí un rato con la luz apagada, para inspirar despacio su olor que se había quedado.
Ignoraba aún los peligros que me rodeaban, así como la existencia del Demonio y del Infierno, pero no tardé en averiguar la cantidad de cosas espantosas que podían sucedernos. Antes de hacer la Primera Comunión nos dieron algunas clases especiales. De entre todas esas reuniones dos fueron en verdad horribles. Para una de ellas nos visitó un sacerdote muy viejo que acababa de llegar de África. Yo sabía de las misiones que si hacía bolas juntando las cintas de celofán color café que cerraban los paquetes de cigarrillos de mis padres o que recogía del suelo por la calle, para mandárselas a los misioneros, los negritos pasarían menos hambre. También se hacían bolas con el papel de plata que envolvía los chocolates. Había que estirarlo al máximo y aplanarlo muy bien con la uña para que quedara una lámina finísima con la que cubríamos, con pericia de orfebres caseras, nuestras esferas de plata para los niños pobres de lugares lejanos.
Nos reunieron a todas las candidatas en una sala muy grande de aquel convento en la que nunca antes habíamos estado. Las monjas parecían especialmente sigilosas y serias esa mañana. Nos hacían sentar sin dirigirnos la palabra. Cuando estábamos ya en las sillas nos empujaban por los hombros hacia abajo. Recorrían los pasillos que se habían formado de una punta a otra, como si hubieran perdido algo y, afanosas y en silencio, se empeñaran en encontrarlo. Su actividad incesante me hacía sentir culpable porque no podía ayudarlas. Ni siquiera nos dejaban preguntar qué buscaban. Todo era especial y raro. Sabíamos que esperábamos a alguien muy importante. Delante nuestro había un aparato complicado, subido en un pupitre sobre unos libros para que estuviera más alto. Unos metros más lejos, colocaron una pantalla sujeta en un insólito trípode. Pertenecía a aquel sacerdote que iba a hablarnos. De pronto las monjas se fueron todas a la vez, como insectos que se juntan, hacia una puerta que parecía comunicar con el mundo donde ellas vivían y al que sólo ellas entraban, jamás las niñas.
Volvieron a aparecer, esta vez apiñadas en torno a un hombre muy mayor vestido con una sotana blanca. La vestimenta me impresionó por sus pliegues tensos que se rozaban cuando caminaba, como si susurrara cosas al pasar, con miles de botones de nácar desde el cuello hasta los pies. Estaba gastada, amarillenta, y esa vejez le daba majestuosidad, como si fuera una vieja sabia. Sobre la cabeza llevaba un pintoresco sombrero blanco, bastante sucio, por si el sol africano le llegaba hasta dentro del convento.
Unas monjas y otras se desperdigaron por los pasillos laterales y, las más importantes, incluida Mother Superiour, a la que nunca había tenido tan cerca, acompañaron al misionero hasta el lugar donde estaba la máquina sobre el pupitre y los libros. Entonces sucedió la revelación más cruel que jamás había escuchado: una monja tomó la palabra y nos dijo que aquel hombre tan bueno había vivido casi toda su vida en África, para ayudar a los negros. Había creado escuelas y misiones en las que convirtió a muchos de ellos a la religión y, por lo tanto, había salvado sus almas. Imaginé a aquel anciano rodeado de negritos medio escondidos entre sus acartonadas faldas, dándoles nuestras bolas hechas de papel de plata y de tiras de cajetillas de tabaco con una mano, mientras los bendecía a todos con la otra. Tanta bondad me emocionaba, así como la seriedad con que nos hablaba la monja, como si fuéramos mayores y respetables y, por primera vez, nos contaran algo de auténtica relevancia.
Luego, la monja se puso nerviosa. Nos dijo que no todo el mundo en África quería a ese señor. Algunos, no los niños, los mayores, sus padres o sus vecinos, eran salvajes y no entendían lo que el hombre de la sotana blanca les decía sobre Jesucristo. Un buen día se lo llevaron lejos de la misión, lo metieron en la selva y le hicieron cosas horribles porque eran personas que no se iban a salvar jamás ya que no habían sido bautizadas y no querían hacer caso de lo que el viejecito les decía. Para que no hablara más de las cosas de Dios, le cortaron la lengua.
Lo más espantoso de aquel día fue que el misionero, mientras la monja hablaba, sacó de pronto la lengua de su boca y nos la enseñó. Vimos cómo salía un trozo morado de carne que se quedaba corto, pues apenas llegaba hasta los dientes, mientras él giraba a un lado y a otro, y se ponía de perfil para que todas pudiéramos ver qué poca lengua le había quedado. Las monjas nos miraban con fiereza, no se nos fuera a ocurrir a alguna hablar en alto o emitir sonidos de espanto o asco. Sin necesidad de palabras, comprendimos que debíamos imitar esa actitud de respeto y valentía ante los hechos atroces que podían suceder a los que predicaban por África.
Ahora veía a los africanos tirando con fuerza a aquel hombre las bolas de plata y de tiras de tabaco que habíamos hecho, como nosotras nos tirábamos en invierno bolas de nieve en el jardín, pero con más rabia. Así que el señor de blanco estaba mudo, pensé unos instantes, pero me equivoqué porque no sabía que, a veces, los mudos pueden hablar, aunque no se les entienda. El misionero, después de enseñar bien el corte limpio de su lengua, manipuló el aparato sobre el pupitre y comenzó a emitir unos sonidos que eran coherentes, frases enteras con sus tiempos y sus silencios, con exclamaciones y hasta con risas, de las cuales no comprendíamos una sola palabra.
Sobre la pantalla del trípode surgieron estampas de niños negros, de misiones y de árboles muy raros. Aunque esas imágenes fueron sin duda de mucho interés para mí, que nunca había visto proyecciones de filminas, ninguna de ellas quedó en mi recuerdo, pues sólo podía atender en mi cabeza a la visión de aquella lengua amoratada y firme que había visto y que ahora imaginaba moviéndose con mucho espacio en la boca del misionero, como un animal sin cabeza, con la intención de hacer palabras sin conseguirlo.
Muy adentro, diferente a todo lo que hasta ese momento me había dolido, estaba la revelación de que los negros de África no estaban salvados por Jesucristo y cortaban las lenguas de la gente ya que, al no