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Sueños de gloria
Por Martha Shields
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A Hank Eden no se le habría ocurrido nunca que la vainilla fuera un afrodisíaco... hasta que aspiró una bocanada del aroma de Alexandra Miller. El talento de Alex para la cocina empezó a saciar el apetito del ranchero, y ella empezó a ocupar cada vez más espacio en su solitario corazón. Pero eso no podía durar: en unas cuantas semanas, Alexandra iba a reemprender su camino hacia el oeste, y Hank volvería a la vida que amaba, el rodeo.
Pero, desde que ella vivía en su casa, a él ya no le parecían tan importantes sus sueños de gloria en el rodeo...
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Sueños de gloria - Martha Shields
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Martha Shields
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Sueños de gloria, n.º 1098- febrero 2022
Título original: Home Is Where Hank Is
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-542-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
HANK Eden cerró los ojos mientras sentía deslizarse en su boca la suave acidez de la tarta de limón. Si su hermana supiera cocinar así de bien, nunca hubiese tenido que dejar el rancho en un día laborable.
Ni siquiera el ruido de una bandeja repleta de platos lo distrajo.
—Pareces un hombre satisfecho.
Abrió un ojo, y se encontró con el amplio busto de Henrietta Gibb, apoyado en el respaldo del banco de enfrente.
—Diantres, Hen, ¿cuándo ha aprendido Butch a cocinar?
La propietaria del Café Whiskey Mountain dejó escapar una carcajada.
—¿No creerás en serio que mi costilla ha hecho este pastel, verdad? Es incapaz de cocinar nada que no lleve judías —dijo Hen, elevando la voz para asegurarse de que su esposo la oía.
El pique entre Hen y Butch era un entretenimiento para los clientes, que acudían tanto para asistir a las rencillas de ambos, como para tomar las explosivas judías con chiles que Butch preparaba.
—No me digas que has hecho tú el pastel.
Henrietta dejó caer una mano, mientras pasaba la bayeta por una mesa que ya estaba limpia.
—Ya sabes que Butch no me deja pisar la cocina más que para recoger las bandejas con los pedidos. Yo me encargo de la cafetería, y él de la cocina.
—¿Entonces quién…?
—Los ha hecho Alex.
Hank miró alrededor de la ancha figura de Henrietta.
—Me gustaría conocer a ese hombre. ¿Anda por aquí? Supongo que no…
—Eh, que Alex no es un hombre: es una mujer.
—¿Una mujer? ¿Dijiste Alex o Alice?
—Alex. Viene de Alexandra. Su apellido es Miller. Zeke la remolcó a ella y a su coche el jueves pasado. Un cacharro, por cierto. Se le estropeó justo antes de entrar en la reserva natural.
—¿Y la habéis contratado?
—Pues la verdad es que no. No nos lo podemos permitir. Ni siquiera hay suficiente trabajo para mí. La pobrecilla trabaja sólo por las propinas, a ver si reúne lo suficiente para pagar el arreglo del coche.
—¿Está buscando trabajo? —preguntó Hank.
—¿Le puedes dar uno?
—Sí, si sabe cocinar. La señora Johnson se ha marchado con su hijo a Texas. Llevamos dos semanas comiendo lo que Claire nos prepara —Hank hizo una mueca al recordar la cena de la noche anterior—. Mis hombres me han amenazado con marcharse si no encuentro a alguien que sea capaz siquiera de preparar un café decente.
—Yo no puedo responder más que de las tartas. Pero digo yo que unas masas así solamente le pueden salir a alguien que se sepa mover en la cocina. Iba camino de California cuando se quedó tirada aquí. Según parece, iba a estudiar con un chef de uno de esos restaurantes estirados donde lo sirven todo con salsitas de colores.
—¿Y dónde está viviendo?
—Hablé con Henry para que le hiciera una rebaja en el Motel Horse Creek, y, aún así, apenas saca dinero para pagarse la habitación.
Hank arqueó una ceja.
—¿Tan mal le va? ¿De dónde viene?
—Sólo sé que es de Alabama, y eso porque quise saber de dónde era su acento.
Hank asintió. La tradición del Oeste nunca había permitido hurgar en el pasado de la gente, y esa especie de código seguía respetándose. Pero Wyoming estaba muy lejos de Alabama y Hank se preguntaba como había llegado a parar allí.
—Me pregunto si…
—¿Estás ahí, Hen?
La voz de mujer provenía de la cocina, y ambos volvieron la cabeza hacia las puertas batientes.
—Es ella —dijo Henrietta, y luego alzó la voz para llamarla—. Ven, Alex, hay aquí una persona que te quiere conocer.
Las puertas se abrieron, y lo primero que Hank vio fue un par de piernas que daban la impresión de alzarse desde el suelo al cielo. Con los ojos cada vez más abiertos, siguió la sinuosa curva del ajustado pantalón hasta las caderas bien marcadas, pero desde éstos para arriba, no podía juzgar, ya que una chaqueta de tela vaquera, varias tallas mayor de lo necesario, impedía apreciar nada. Mientras Hank se decía a sí mismo que era ridículo sentirse estafado, observó los prismáticos que la chica llevaba colgados al cuello, y topó por último con un par de ojos castaño dorado, que lo miraban con desconfianza.
Parpadeó al fin:
—¡Si eres casi una niña!
Alex se puso rígida.
—Yo también estoy encantada de conocerlo, señor —dio media vuelta y se encaminó a la cocina.
Hank se levantó.
—¡No, espere! —ella se detuvo y volvió la cabeza— Perdone, es que es usted tan joven…
La espesa cabellera de la joven relucía con destellos rojizos en la penumbra del café. Le llegaba a mitad de la espalda, y Hank tuvo que hacer un esfuerzo para dejar de pensar en cómo sería la sensación sobre su pecho desnudo de aquella mata de cabellos derramándose. Qué diablos: no podía contratar a esa mujer, porque si él reaccionaba ante ella como un conejo en celo, los tres peones solteros que él tenía no se concentrarían en el trabajo.
—Tengo veinticinco años, si tanto le interesa —dijo ella, alzando un poco el mentón.
Henrietta se aclaró la garganta:
—Alex, éste es Hank Eden, y no suele ser tan brusco. Necesita una cocinera para su rancho, ¿te interesaría trabajar un tiempo para él?
Alex lo miró de arriba abajo, evaluándolo como hombre y como patrón y, aunque tenía seguridad en sí mismo en ambas capacidades, tuvo que hacer un esfuerzo para no temblar bajo el examen.
—¿A cómo lo paga? —preguntó por fin, alargando las palabras, y, por primera vez, Hank se dio cuenta de su marcado acento sureño. Su voz se derramaba sobre él como miel caliente.
Hank se sorprendió a sí mismo al sugerir una cantidad ridículamente baja.
—Puede que sea joven, señor Eden, pero no soy tonta.
Alex volvió a echar a andar hacia la puerta y, segundos después, Hank oyó el ruido de la puerta de atrás.
Se quedó mirando las puertas batientes de la cocina hasta que dejaron de moverse. Había sentido miedo. Algo le decía que Alexandra Miller le traería problemas. Jamás había respondido físicamente de esa manera ante una mujer. Nunca había sentido el impulso de arrastrar a la cama a una mujer con la que apenas había cambiado veinte palabras. Hasta ese momento.
—¿Por qué has sido tan grosero?
Se volvió para mirar la cara de incredulidad de Hen.
—No lo sé.
—¿Quieres una cocinera, no?
Tomó aliento con fuerza y lo soltó mientras se dejaba caer en el banco tapizado.
—Tengo que encontrar una. Con lo que Claire cocina, nos morimos de hambre.
—Pues yo no conozco a nadie más por la región que busque trabajo de cocinera, ¿y tú?
—Tampoco.
Hen alzó las manos.
—¿Entonces, estás loco o qué? Sólo te ha faltado decirle que, si quería el trabajo, tendría que poner dinero ella. Mira, Hank: ella no corre tras los hombres, si eso es lo que te preocupa. Si de algo peca, es de tímida. Aquí estuvieron el otro día un par de vaqueros, intentando pegar la hebra con ella, y Alex se refugió en la cocina con Butch.
Hank sintió el apremio de preguntar quiénes eran aquellos vaqueros para poder pegar también él, pero no lo expresó. ¿Cómo diantres podía sentirse tan posesivo con una mujer a la que en realidad no conocía?
—Es demasiado joven.
Hen dio un resoplido.
—A las sartenes y los cazos no les importa la edad que tenga la cocinera. Además, tú tenías un año menos que ella cuando te hiciste cargo del rancho.
—Eso es distinto. Cuando murieron mis padres, Travis tenía sólo catorce años y Claire, además de ser chica, sólo nueve. No había nadie más para responsabilizarse.
—Al igual que no lo hay para hacerse cargo de tu cocina. Parece que te la haya enviado el cielo. ¿La vas a dejar escapar?
Hen llevaba razón: tenía que contratar a esa muchacha que había aparecido en donde la necesitaba cuando le hacía falta. La única otra posibilidad era poner un anuncio en el periódico y esperar a que respondiese alguien, lo que podía tardar semanas. De todos modos, si todo marchaba según sus planes, sólo iba a necesitar cocinera unos meses. Detestaba tener que contratar a alguien para tan poco tiempo, pero necesitaba una cocinera.
Hank echó un vistazo en dirección a las puertas de la cocina. Desde el primer momento en que puso los ojos en Alex, se sintió como un becerro al que hubieran enlazado y atado, cuando todo lo que quería era poder marcharse del rancho. Le había dedicado ocho años de su vida, a la espera de que crecieran sus hermanos. Travis había terminado en el instituto hacía cuatro años y Claire se iba a graduar en mayo. Por fin empezaba a ver cerca el día en que pudiese soltarse del lazo, y lo último que necesitaba era una nueva cuerda que lo atase.
Murmurando una maldición, sacudió la cabeza para aclararse las ideas.
Alex Miller era una mujer, como las demás. Necesitaba una cocinera, y ella sabía cocinar. Eso era todo. Mientras pudiera verlo así, todo iría bien.
—¿Tienes idea de a dónde ha ido? —le preguntó a Henrietta.
—No debe andar lejos. Le gusta mirar a los bichos con los prismáticos de Butch.
Hank se levantó y dejó dinero de sobra en la mesa para pagar el café y la tarta, luego tomó el chaquetón y se dirigió a la puerta.
Un silbido agudo lo condujo hacia la parte de atrás del edificio. Alex estaba sentada sobre la trasera de la camioneta de Butch, palmeándose los muslos para llamar al perro. El gran labrador negro de Butch se lanzó a la carrera, gozoso de que le prestara atención.
Aunque no lo miró, Hank supo de inmediato que ella sabía que se estaba aproximando. Se quedó inmóvil una fracción de segundo, y luego enfocó los binoculares de Butch hacia Whiskey Mountain. Las botas de Hank hacían crujir la grava a su paso, pero Alex no se movió cuando llegó hasta ella y se sentó a su lado, haciendo descender el vehículo bajo su peso.
—En el verano tendrá una mejor panorámica de los muflones —le dijo él—. Tenemos la mayor reserva de Norteamérica: cerca de mil.
—Ya me lo dijo Hen.
—Cerca de aquí se ha construido un centro nacional dedicado a los muflones. Tiene un…
—Fui a verlo antes de ayer.
—Bueno, ¿y qué tal es? Yo todavía no he ido.
Alex hizo una mueca y bajó un poco los binoculares, pero no dijo nada.
—Mire, lamento lo que le dije ahí dentro. Es que todas las cocineras que he contratado antes tenían suficiente edad como para ser mi madre, y encontrarme con usted
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