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Pastillas para no soñar
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Libro electrónico332 páginas3 horas

Pastillas para no soñar

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Información de este libro electrónico

El mundo real puede ser tan emocionante como el imaginario, y viceversa, solo hay que aprender a viajar por ello.

Un ingeniero informático introvertido, reflexivo y soñador. Una destacada periodista enamorada ciegamente del hijo de un mafioso italiano reconvertido en magnate farmacéutico. Una joven promesa del fútbol alejado de su familia desde muy temprana edad para perseguir su sueño.

Tres personalidades completamente diferentes, todos ellos hijos de una feliz, pero curiosa pareja formada por un pediatra ruso y una enfermera argentina. Él, Médico Sin Fronteras; ella, madre, amiga y confidente de sus hijos.

Un muchacho africano inteligente, vivaz y superviviente, que ha tenido que hacerse cargo desde muy pequeño de sus dos hermanos menores a raíz de la muerte de su madre. Las vidas de estos y otros personajes se irán entrecruzando a lo largo del tiempo para tejer una historia que oscilará entre el mundo onírico y el real...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9788418104954
Pastillas para no soñar
Autor

Pedro Alonso de la Iglesia

Pedro Alonso de la Iglesia (A Coruña, 16 de diciembre de 1971). Cursa primera enseñanza en los colegios Liceo La Paz y Aspace de A Coruña. En este último, además de sacarse el graduado escolar, forma parte del equipo de deportes del centro. Después de 16 temporadas (desde el año 1989) compitiendo a nivel regional, nacional e internacional en atletismo adaptado, consigue batir varios record nacionales y uno mundial. Hacía el final de su carrera deportiva, consigue estar considerado por el CSD/BOE como deportista de alto en dos ocasiones distintas (1996 y 2000). En la actualidad intenta compaginar su antiguo trabajo de diseñador gráfico, con el más reciente de escritor. Publica por primera vez uno de sus poemas, TÜ, en la antología Mar de nubes. En 2014 ya publica en solitario su primer poemario Cuando el mar ya no se mueve, del que existe una segunda edición, y realiza varias presentaciones: teatro colón de A Coruña, fnac... Pastillas para no soñar (2021) es su primera novela.

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    Pastillas para no soñar - Pedro Alonso de la Iglesia

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    Pastillas

    para no soñar

    Pedro Alonso de la Iglesia

    Pastillas para no soñar

    Primera edición: 2021

    ISBN: 9788418104510

    ISBN eBook: 9788418104954

    © del texto:

    Pedro Alonso de la Iglesia

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2021

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A MIS VIEJOS.

    Prefacio

    Hola, bienvenido, amigo lector. Estás a punto de ser testigo de la emocionante aventura que se tejerá alrededor de la familia Smict de las Cuevas. Pero antes de comenzar con esta, permíteme que te presente a algunos de sus personajes claves. Los conocerás en la vida que llevaban justo antes de los hechos que conformarán la historia principal de la novela.

    El único objetivo de esta parte es que empatices más con ellos y así puedas implicarte con mayor facilidad en sus vidas. Con lo que espero que disfrutes plenamente del libro. Bien, comenzaremos con los padres de la familia protagonista.

    Nikov Smict Tolk: es el padre de la familia de las Cuevas.

    Hijo único del que hacía unas décadas había sido embajador ruso en España. Iba a un colegio de religión ultraortodoxa y, a la salida, —sobre todo el padre— le habían impuesto asistir a clases de música para que aprendiese a tocar algún instrumento. Después de probar con varios de ellos —tanto de percusión, viento o cuerda—, se decidió a seguir con el que menos odiaba de todos ellos, el piano.

    Siempre había sido un niño sumamente avispado; sin embargo, también era bastante enclenque y enfermizo. Una piel extremadamente blanca, en el colegio lo llamaban снеговик (muñeco de nieve), debido a lo cual nunca había participado en las actividades deportivas del centro. Los compañeros apenas sabían quién era, y los pocos que se fijaban en él lo insultaban por la inseguridad que mostraba constantemente o, simplemente, se reían cuando pasaba junto a ellos.

    Poco antes de venirse a vivir a España, sus padres, cuando faltaban un par de semanas para su decimoséptimo cumpleaños y por primera vez en su vida, le quisieron hacer algo especial. La madre le había dicho: «Invita a tus mejores amigos a tomar algo en casa».

    El joven Nikov estuvo esas dos semanas intentando que algunos aceptasen, pero le decían siempre que no y le ponían alguna excusa.

    Ese invierno pasó y cuando los primeros rayos de sol comenzaban a derretir las últimas nieves, un jet privado los llevaba a él y a sus padres en su metálica, fría y aislada panza al nuevo destino del cabeza de familia. Al llegar, el exiguo calor de hogar que habían dejado en la gran mansión de Moscú, al joven Nikov ahora se le antojaba extremadamente cálido, casi de una calidez infernal.

    Cuando comenzó la universidad, una vez aprobada la selectividad de acceso a la carrera de Medicina, con tan solo diecisiete años, las cosas comenzaron a mejorar a nivel social. Ya no era tan blanco —enfermizo— como antes y, gracias a un pequeño gimnasio que tenían en la embajada, también había adquirido cierto tono muscular.

    El primer año de universitario había sido un desastre en lo académico; no obstante, en el apartado lúdico fue muy popular desde el principio. Las fiestas nocturnas y las «convivencias de amistad» de los setenta eran coto de caza para él. Entre sus amigos de clase se le conocía con el bonito apodo de Saraoman. Al finalizar ese primer curso, el señor embajador —léase señor papá— lo llamó al orden.

    Desde que Nikov tenía apenas seis años, recordaba a su padre con el carácter inflexible de un pitbull. Ahora, cuando cierta mañana de agosto este lo había citado en su amplio y luminoso despacho del edificio más alto de Madrid y, aunque el chico no tenía ningún miedo a sufrir daño físico alguno, le seguía imponiendo mucho respeto. No en vano, el chico siempre había oído una historia que se decía sobre su padre; mucho tiempo antes de ejercer de embajador, había sido uno de los interrogadores «becarios» de la famosa KGB (Comité para la Seguridad del Estado). Aunque nunca se había logrado demostrar tal cosa; ni el mismísimo gabinete de prensa de la embajada lo había logrado desmentir nunca.

    Desde esa encantadora conversación —mejor dicho, desde que había asistido a ese encantador monólogo por parte de su progenitor—, con un año de adelanto, el joven Nikov consiguió acabar la carrera, aprobar el mir obteniendo un buen número, lo que le permitió elegir la especialidad de pediatría en el Hospital Clínico de Salamanca, formación que complementó con un máster en «Nuevos tratamientos para la medicina del próximo siglo XXI». Cuando habían pasado unos pocos días desde su treinta cumpleaños, recibió una llamada de un importante hospital español. Al mes de eso, ya era médico pediatra en el madrileño Hospital Universitario La Paz.

    Ana de las Cuevas Touceda: es la madre de la familia Smict de las Cuevas.

    Era la mediana de tres hermanos —la mayor era otra chica y el pequeño un chico— y eran oriundos de Argentina. A causa de un carácter excesivamente «peculiar», sus padres habían tomado la decisión de meterla en un internado holandés en el que realizaría toda la educación primaria y secundaria durante sus primeros diecisiete años de vida.

    Al acabar esta, había regresado un año a la casa familiar en Buenos Aires (Argentina). En ese periodo, además de estar trabajando media jornada en una librería y media en un banco local de unos conocidos de sus viejos, Ana también había encontrado tiempo para pensar en la carrera universitaria que le gustaría hacer. Al final, se decidió por la de Enfermería.

    Con algunas dificultades al comienzo, se acababa de instalar en la ciudad donde realizaría la carrera. Un ritmo de vida completamente distinto a lo que había conocido hasta ese instante; el estrés constante de la presión de una competencia exacerbada y la percepción de una sociedad omnipresente y opresora la inquietaban hasta límites que lindaban con la depresión. Hasta el punto de que al año siguiente estuvo a punto de abandonar la universidad de aquella ciudad tan caótica. Sin embargo, al final se armó de coraje y se decidió a intentarlo una vez más. Tuvo que repetir el primer curso, ya que solo tenía aprobadas dos asignaturas de este. En esa ocasión algo cambió, y mucho. Desde el segundo trimestre había cogido carrerilla y superó el primer curso sin problemas con una calificación de notable; ya tenía menos secretos para ella la ciudad de las corrientes de aire, Chicago.

    A los veinte años consiguió finalizarla y, gracias a una especie de bolsa de trabajo que tenían en la facultad, había conseguido entrar para hacer un año de prácticas en uno de los principales hospitales de la capital de España.

    Gracias a unos amigos que casualmente tenían en común, Nikov y Ana se seguían viendo fuera del hospital. Una noche, uno de sus jefes había organizado una cena en su chalet de la urbanización para repartirse las tareas del grupo de trabajo. Solo entrar por aquel portalón de cerezo oscuro… «¡Hostia puta! Hasta las cagadas de ese grupito de ibis rosas de porcelana deben de costar más que mi jodido coche y apartamento juntos», pensó el joven pediatra ruso Nikov.

    Apenas sí había alguien más de sus mismas edades, por lo cual gran parte de la velada la habían pasado juntos —Nikov y Ana—. Este hecho también había propiciado que comenzara a arraigar una semilla entre los dos, y aquella «necesaria» conversación se fue tornando —con el tiempo— en múltiples charlas placenteras.

    Susana Smict de las Cuevas (la Su, Miss Pulitzer, princesita…): es la mayor de la familia Smict de las Cuevas.

    Una personalidad desenfadada y divertida, optimista y bastante soñadora, reflexiva e impulsiva a la vez siempre la había acompañado. Las dos asignaturas en las que destacaba más —aunque la verdad era que en todas era brillante— eran Lengua y Literatura. Cuando llegaba el recreo, solía preferir irse a jugar al fútbol, aunque a veces también se iba a charlar con Rosalía, su mejor amiga.

    La clase de Educación Física no tenía secretos para ella. Todos los años la superaba con las mejores calificaciones —incluso superaba las de los chicos—; no se cansaba nunca o, al menos, no lo parecía. Según iba creciendo, aunque seguía prefiriendo rodearse de amistades masculinas durante toda la primaria y secundaria, jamás se la había visto con una pareja.

    Se había decidido a hacer una carrera a la que ella misma llamaba sarcásticamente la Compañía del Anillo. Tiempo después, tanto sus amigos como sus familiares más cercanos descubrirían el porqué de esto, opinaba que le iba como anillo al dedo —y se reía al decirlo—. Desde la primera clase a la que había asistido, y que pronto se convertiría en una costumbre rara avis —ya que fue la primera y la última—, no se había sentido muy cómoda. Quizás fueran cosas suyas, pero tuvo una sensación extraña. Cuando ya llevaba dos semanas sin asistir, mientras caminaba hacia la biblioteca anexa a la uni, ¡¡¡de pronto!!!, se había topado con una cafetería que le moló mucho.

    El rótulo exterior rezaba: «Taberna del Loro Parlanchín»; le hizo mucha gracia y entró. Una iluminación intimista de luces bajas la recibió. En el ambiente una amalgama de diferentes olores de cafés y frutas silvestres pugnaban por solaparse mutuamente. La melódica y débil música clásica, de vez en cuando sustituida por alguna balada pop, te invitaba a sentirte relajado y, al mismo tiempo, concentrado. Sin embargo, al poco de haberse instalado en una de las mesas, abierto el portátil y esparcido unos cuantos libros de texto y apuntes, había entrado un grupito muy gritón. Se trataba de unos chicos jóvenes y con unos tamaños de espaldas ciclópeas. Parecía que podía tratarse de algún tipo de equipo deportivo. «Joderrr, ni Bob Esponja sería capaz de absorber tanta cerveza», pensó ella. Media hora después, «las esponjitas parlanchinas» —como los había apodado cariñosamente— no se piraban y, además, ahora en precario equilibrio se sostenían sobre los taburetes.

    Volvió a probar suerte al día siguiente. Esta vez, el grupito levemente irritante era uno de unos seis o siete mozalbetes y de edades que oscilarían entre las sesenta y noventa primaveras.

    Algunos de ellos no debían de haberse percatado ni de que existía una cosita desde hacía algún tiempo llamada real decreto que prohibía fumar en locales públicos. Tampoco debían de haber reparado en la hermosa placa de latón de la entrada, que lo ponía en una bonita letra gruesa, ya que habían sacado a relucir sus elegantes cigarros, puros y pipas.

    La Su no era de las que se dan por vencidas a las primeras de cambio, así que lo intentó una tercera vez. Al entrar, la llamaron. «Perdone que me entrometa, señorita —le dijo el camarero—, creo que estaría más cómoda en el sótano. Apenas baja nadie allí y podría trabajar con más tranquilidad».

    Efectivamente, era un espacio algo menor y con las paredes forradas de madera oscura hasta el techo, a excepción de una que estaba pintada de un precioso verde inglés. Al fondo, una gran mesa de billar que, de inmediato, había despertado su instinto de periodista de investigación. Una rápida búsqueda en su móvil —de los de la manzanita, en su última versión— la había ilustrado en que se trata de una mesa de snooker, una modalidad de billar. Era un deporte de origen británico, aunque se había creado en la India cuando estaba bajo la administración de este imperio. Desde aquel día, el sótano de la Taberna del Loro Parlanchín se había convertido en su biblioteca particular para el resto de la carrera.

    En el segundo semestre del cuarto curso comenzó una extraña relación con un compañero del siguiente grado. A la semana de empezar a salir juntos, ya habían decidido alquilar un apartamento —esta palabra era un mero eufemismo—. Tan solo era una recogida habitación de una parte de la azotea; teóricamente para vivir ambos todo lo que les restaba de ambas carreras. Pero lo que sucedió fue que, al mes de la experiencia, ella volvió a su antigua habitación de la residencia y él siguió una temporadita en el «zulo» que habían compartido.

    Óscar Smict de las Cuevas (mamonceteee, el Intelectual, el Bohemio, Viajero sin maletas, Perdido Filósofo…): es el mediano de la familia de las Cuevas.

    A los pocos días de haber nacido, el padre ya tuvo que volar hacia su primer destino con Médicos Sin Fronteras en Costa de Marfil (África). Hasta que Óscar había cumplido los seis años, tan solo conocía a Nikov por unos pocos vídeos y algunas fotografías que le había enseñado su mamá. ¡Ni tan siquiera en la guardería había dado algún problemilla!

    Desde que había nacido, siempre fue un niño extremadamente tranquilo; no obstante, también era bastante popular entre la gente que lo rodeaba.

    A los cinco años, acababa de comenzar el cole. Cuando apenas llevaba un año en el centro, algunos de sus profesores opinaban que tenía un carácter extremadamente tranquilo o racional para un chaval de su edad, por lo cual, habían decidido celebrar una reunión con sus padres para transmitírselo. Al final, solo había podido asistir su madre. Esa noche, Ana, preocupada, había telefoneado a Nikov para contárselo. Una vez finalizada la conversación, decidieron llevarlo a visitar a una psicóloga. Esta le dijo a Ana: «No hay motivos para preocuparse, simplemente es una persona con una percepción distinta del mundo que lo rodea. Actualmente hay estudios que dicen que se trata de personas con más masa gris y —añadió esta— se sienten más cómodas pensando antes de actuar. Mi opinión profesional es que tengan paciencia —cuenten hasta diez, pensó la terapeuta, aunque sin verbalizar estas palabras— antes de responderle. En este tipo de personalidades, en el mundo interior propio es donde muchas veces hallan gran parte de las respuestas».

    En muy contadas ocasiones a Nikov le habían permitido en la ONG pasar los días de Navidad con su familia. Por ese motivo, la Su tenía que asumir un papel de «papá» con sus dos hermanos menores. Sobre todo con Óscar, que era el que tenía más cerca. Sabía que este, muchas veces al regresar del colegio, solía irse al escaparate de una tienda de informática retro a ver un ordenador que tenían expuesto en el escaparate.

    Cuando la chica acababa de recibir uno de sus primeros sueldos por un trabajo que había hecho para un cliente que había requerido sus servicios periodísticos, la Su había decidido pasarse una semana antes de Nochebuena por la tienda. Aunque no era de ese tipo de personas… «Anda, uno de los de The Big Bang Theory se ha escapado de la serie», se había sorprendido pensando la chica.

    Era un tipo alto y delgado, muy muy delgado, pelo negro y cortado al uno, o a lo sumo al dos, las típicas gafas de pasta negras —hasta tenía la tira de cinta aislante blanca en la unión de los dos cristales—, una muestra de lo que el almidón puede hacer por una camisa blanca y varios bolígrafos Bic Naranja y Bic Cristal en el bolsillo pechero de esta. Malévolamente —no lo pudo evitar— lamentó profundamente que el mostrador le impidiese admirar la mitad inferior de la indumentaria del dependiente.

    —Buenas tardes, señorita —dijo él mientras se subía las gafas con el dedo corazón—, ¿en qué puedo ayudarla?

    —Buenas, Sheldon, ups, perdón, se me escapó.

    «¡¡¡Imbécil!!!, qué cagada. Eres una jodida y puta esnob», se autoflageló ella.

    —Tranquila, no te preocupes. Si cada uno que me ha llamado así me hubiera dado, aunque tan solo fuera un mísero céntimo de euro, ni Rockefeller hubiera tenido na que hacer contra mi multimillonaria fortuna —se rio él—. Emilio, me llamo Emilio. Mmmm, antes de que hagas tú el chistecito, lo hago yo. «Agitado pero no revuelto, por favor, Moneypenny» —le dijo el chico a lo Bond, James Bond.

    —Ja, ja, ja —rio ella, sin comprender del todo el último chiste del falso Sheldon—. Verás, el caso es que —dijo girándose para señalar el escaparate— tenéis expuesto un ordenador antiguo que a mi hermanito le mola un hue…, quiero decir, un cigoto.

    —Ven, señálamelo. Tenemos varios expuestos en el «acuario» —dijo él guiñándole un ojo.

    —Ese, ese negro, ese. —Lo señaló con el dedo ella. Por el rabillo del ojo había visto una pequeña filtración de agua en una de las esquinas del escaparate.

    «Debe de ser ese el motivo por el cual el chico se había referido con ese nombre al expositor —se dijo a sí misma—, ¡¡¡afortunadamente el ordenador se hallaba en el extremo opuesto!!!».

    —Ah, sí, fue todo un icono en su época —dijo él—. ¿Quieres que te cuente una pequeña historia de este «mozalbete»?

    «¡¡¡Oh, oh!!!, menuda chapa me va a largar Emilito-Sheldon —pensó la chica, y con motivos—. En fin, paciencia; además, quizás me valga pa soltársela al friki de mi hermanito».

    —Sí, claro. Dime, Emilio.

    —Apareció en el mercado —comenzó a decir este— por primera vez en 1986. Ese modelo de ahí —lo señaló con el boli Bic Naranja— es concretamente el Sinclair ZX Spectrum +2, con una velocidad de procesamiento de 4 MHz, que daba su flamante Zilog Z80A. Usaba una arquitectura de unos estupendos ocho bits. ¿Te estás enterando de algo por el momento? —le preguntó Sheldon.

    —¡¡¡Ja, ja, ja!!! Sí, no problem. Pero ¿tendrías algo donde poder apuntarlo?, ya sabes,

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