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Stop. Play
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Libro electrónico148 páginas2 horas

Stop. Play

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Información de este libro electrónico

¿Haría lo mismo que Lucía tras su muerte?

Lucía fallecerá en un mes de un cáncer terminal. Sasha, inminente viudo de sesenta y cinco años, graba las últimas conversaciones con ella como un recurso nostálgico. Sin embargo, al escucharlas tras su muerte, las «previsibles» grabaciones le van a regalar sorpresas que lo adentrarán por caminos no imaginados. En tan pocas páginas se mezclan drama y sarcasmo, profundidad e intriga, originalísimo argumento y un final inesperado.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento30 nov 2018
ISBN9788417637408
Stop. Play
Autor

Pedro Muñoz Rodríguez

Pedro Muñoz Rodríguez (Sevilla, 1967). Licenciado en Geografía e Historia por la Universidad de Sevilla y autor de El fantasma del incienso -comedia con toques mágicos, ambientada en el siglo XVII-, nos invita a viajar a la época actual con Stop. Play, novela breve y, en cierta forma, manual de vida para resetearnos por dentro.

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    Stop. Play - Pedro Muñoz Rodríguez

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Stop. Play

    Primera edición: noviembre 2018

    ISBN: 9788417587512

    ISBN eBook: 9788417637408

    © del texto:

    Pedro Muñoz Rodríguez

    © de la imagen de cubierta:

    Gonzalo Pacheco Gras

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España — Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Querida Nica, los padres somos

    un invento de los Reyes Magos.

    La estrella que los guía,

    una cigüeña disfrazada de luz.

    A ti, Lola, si no es mucho pedir,

    prefiero dedicarte el resto de mi vida.

    La carretera de la sierra asciende bajo una bóveda verde con cristales de cielo gris, aunque Sasha no lo llamaría amenazadoramente gris porque le gusta que la lluvia enjuague este bosque, casi un planeta diferente al que dejó atrás hace una hora. De todas formas la tormenta no parece tener prisa y cuando las nubes acaben suicidándose habrá llegado a su destino.

    Busca soledad, o mejor, soledad elegida, de la que acompaña.

    Baja la ventanilla para que se siente el aire húmedo y conecta el CD dando paso a Wolfgang Amadeus —la K 299 para flauta y arpa— mientras sostenida por la montaña se esboza la aldea donde piensa comprar la comida que Quique, amigo y a ratos médico, le ha prohibido bajo la amenaza de acabar sus días más temprano que tarde archivado bajo una lápida; como si le importara, como si el prólogo y un par de capítulos del más allá, tirando por lo bajo, no los hubiese leído. Qué coño sabrá Quique y toda la maldita ciencia de lo que es bueno o malo para vivir con mayúsculas, piensa, así pues como no vislumbra su futuro en el horizonte y su presente agoniza, sonríe y sube el volumen; sin duda prefiere al imbécil de Mozart, el bueno de Quique puede marcharse con su música a otra parte.

    Soledad elegida en su reencuentro con la sierra, sí, eso busca en primer lugar. Pero, para ser sincero, lo que más le importa este fin de semana es un detalle un tanto surrealista: tener cerca su móvil.

    Y no para llamar.

    Ni ser llamado.

    Hemos dicho Sasha, pero en realidad no es su nombre auténtico sino el equivalente en ruso de Alejandro, ya que a su regreso de Moscú, donde dirigió la puesta en marcha de la delegación de su empresa, los amigos decidieron añadirle un toque exótico al tipo que llegaba del frío tras un año en aquella suite con vistas a San Basilio, ese edificio de dibujos animados.

    Pues bien, tanto nos da, el caso es que Alejandro o Sasha llega a la plaza de la aldea no tardando en salir con un par de bolsas de su única tienda, la que renueva un camión que apenas puede con su peso en madrugadas pintadas de negro roto.

    Aquí el tiempo no transcurre porque la prisa no existe ni se la espera, por eso tras guardar la comida prohibida aspira el aroma de siglos a cámara lenta que siempre sobrevive —un olor aún sin denominación de origen— y dedica un vistazo a la iglesia ennegrecida de leyendas y misas con más aforo del necesario.

    Ahora cierra los ojos para ver mejor el entorno.

    Y, tras la visión nítida de cada fotograma, los reabre al ruido de un tractor y al olor a gasoil y nace otra vez una tarde gris marengo, igual pero distinta.

    Se acerca al mirador en el que aún vive el cadáver de un catalejo y observa el paisaje que al poco se vestirá de anochecer mágico, cuando sólo quede un punto de luz y los árboles fundan mil sombras fantasmagóricas.

    Y todas parezcan la de Lucía.

    Aunque no lo contemplará desde ahí, porque media hora después su coche ya duerme varado junto al sauce que regala hojas a la piscina de su finca, el lugar donde hoy van a habitar sensaciones inéditas.

    Enseguida vemos a Sasha abrir la puerta del caserón con un gemido de cerradura rebelde y, tras una bocanada de aire encarcelado, buscar el interruptor para inventar la nevera que mantiene de guardia lingotes de hielo.

    La luz le demuestra que todo sigue como la última vez y que los fantasmas no existen o, al menos, no deberían.

    Recorre pasillos y habitaciones donde aún flota el aroma a naturaleza de alquimia que dejó la última limpieza. Atraviesa un silencio espeso; Sasha desconocía que el silencio tuviese apellidos, pero sí, se percibe distinto, hasta podría convertirse en sonoro si se dejara llevar por la frecuencia que sólo oyen espíritus a los que saben a poco tres dimensiones.

    En el salón observa la chimenea alquilada por troncos y una pila de periódicos. El primero enseña a toda plana una fotografía amarilleada de la última final de Wimbledon y Sasha prevé que cuando arrecie la lluvia arderá la pista central; le entusiasma la droga que destilan el fuego y la tierra mojada. Los muebles siguen anclados en un tiempo sin fecha y el lienzo del bodegón no se cansa de ofrecer manzanas con brillo irreal.

    Pulsa el temporizador para que en breve y gracias a los focos atrincherados en la hierba, el jardín se convierta en un Belén a escala 1:1 sin más figuras de barro que la suya propia.

    Sólo entonces rebobinará las escenas recientes de su vida.

    ¿Rebobinar es lo mismo que revivir?

    Quizá remorir, quién sabe.

    En unos minutos la cascada de la ducha y la que ya se desploma desde el cielo caen cada una a un lado de la mosquitera mientras el gel fabrica espuma contra su cuerpo. El vapor difumina los cristales y se condensa en el aire travistiéndose del azul mágico de las baldosas que Lucía eligió cuando la vida aún tenía ese color.

    Cuando decaen las sensaciones del agua y el jabón y llaman a la puerta las otras, las que le persiguen día y noche, ordena a su cabeza no pensar, no sentir; una tarea imposible, lo sabe, aunque cierre los ojos para rodar sólo imágenes en negro y aplique todo el mindfulness que conoce.

    Sale de la ducha, con la camisa sucia limpia el espejo para que deje de reflejar seres vaporosos y evalúa los desperfectos que las últimas semanas han originado en su cara, la fotografía más fiable del alma.

    En la cocina se sirve una cerveza al tiempo que el sonido del teléfono comienza a tropezarse por el pasillo. Sólo puede tratarse de su hijo, el único en conocer que ha venido a inyectarse una sobredosis de vivencias contradictorias, por eso finge una tímida sonrisa para intentar mudarse unos minutos al hombre que nunca más va a ser.

    —¿Has llegado?

    —O he llegado, o soy un ladrón dispuesto a desvalijar la casa. Elige.

    Sergio sonríe. Se alegra de oír a su padre en ese tono, aunque no intuya que el sarcasmo surge tan artificial como el zumo de naranja que está bebiendo mientras habla.

    —Entonces me figuraré que eres tú. ¿Y el tiempo?, ¿de mil demonios como aquí, no?

    —A mí me gusta la lluvia, ya lo sabes, y así de paso me ahorro los aspersores del jardín. Dos por el precio de uno.

    Nace un silencio que Sasha aprovecha para mojarse los labios de amarga espuma mientras Sergio se prepara para adoptar un tono solemne que no acaba de casar con su personalidad.

    —¿Por qué has ido, papá?

    —¿Y por qué no?

    —Porque ahí estás solo.

    —Bueno, en casa también. Y aquí en el fondo no estoy solo, sino rodeado de recuerdos a los que me tengo que enfrentar sí o sí. Es mejor pronto que tarde.

    —Ya, claro… sólo quiero que estés bien.

    —Todo lo bien que puedo estar dadas las circunstancias, no te preocupes. ¿Y el niño?

    —¿Te refieres al que tiene veintiún años y hace mucho que dejó de ser un niño?

    —A ese.

    —Pues conociéndolo, a estas alturas del fin de semana ya debe andar persiguiendo faldas.

    —Ha salido a ti.

    —Ah, no… me temo que no, el muy cabrón es guapo. Yo me llevé lo peor de la herencia genética, ¿recuerdas?

    —Pues lo siento, pero se me han terminado las hojas de reclamaciones.

    —Tranquilo papá, no pensaba pedirte daños y perjuicios. Y hablando de daños, ¿no habrás comprado la comida basura que Quique te ha prohibido, verdad?

    —Verdad.

    —Verdad, ¿qué?, ¿que sí o que no?

    —Elige tú.

    —Déjate de zarandajas.

    —En la nevera sólo hay cosas verdes, palabra.

    —Te va a crecer la nariz, papá.

    Cuando concluye sale al jardín para detenerse a unos pasos del ángel de la fuente, esta noche con problemas de próstata. Las luces ya en funcionamiento visten la hierba de verde brillante y una vez más el entorno se asemeja a un Belén sin figuras mientras la lluvia regala el primer aroma a tierra húmeda.

    Sasha se deja mojar.

    El fingido buen humor de la conversación con su hijo le dice adiós como si la realidad tuviera prisa por volver a su cauce, al tiempo que bebe el último sorbo de una cerveza a la que apenas le quedan recuerdos de espuma.

    Regresa a su soledad buscada.

    En la mesa del salón sigue durmiendo el móvil que no quiere tener lejos, el mago que muy pronto va a inventar un deseo.

    Sin necesidad de llamar ni ser llamado.

    Aunque aún no es el momento, por eso se relaja y observa el cielo. Lástima, estrellas y lluvia son incompatibles y las primeras se han tomado la jornada libre para dejarle huérfano de una noche a pensión completa. No hace demasiado frío, no se esperan grandes bajadas de termómetro, pero desea prender la chimenea y que los viejos periódicos se conviertan en un volcán en miniatura para drogarse con una dosis de fuego y, como prólogo de las próximas horas, situar los recuerdos por enésima vez en el kilómetro cero de su reciente historia.

    La historia es pasado. Pero la suya, además, carece de futuro.

    Dejemos que nos lo cuente el propio Sasha:

    Sí, claro que recuerdo la llamada de Quique aquella mañana que fue casi tan gris como lo ha sido hoy.

    Me dijo que ya tenía el resultado de las pruebas de Lucía. Nada de importancia, añadió. De todas formas algún tratamiento requería, por eso aprovechando que acababa de surgir un hueco en su

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