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La máquina natural
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Libro electrónico221 páginas3 horas

La máquina natural

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La vida de Francisco, una vida que está alcanzando la vejez, transcurre en la soledad de la ladera argentina de la Cordillera de los Andes. Su casa ni siquiera forma parte del pueblo, aislada entre los nevados declives y los montes de pinos y araucarias, pero ha aprendido a vivir en esas condiciones e incluso ha conseguido que los vecinos sean complacientes con él y sus excentricidades.
En su rutina no cabe nadie más que su perra y un trabajo solitario, de modo que no sabe cómo actuar la mañana en que tres desconocidos armados, dos hombres y una joven embarazada que parecen estar huyendo de alguien, irrumpen en su cabaña. No imagina qué pueden querer de él ni comprende la historia de caos y desolación que traen consigo: dicen que abajo, en las ciudades, en todas partes, la civilización ha desaparecido; dicen que el mundo humano ha dejado de funcionar; dicen que a partir de ahora, todos deberán aprender a sobrevivir. Y Francisco, tan rehén del revólver como de la incredulidad, acabará comprobándolo por sí mismo cuando los guíe hasta el pueblo y lo encuentren vacío, con las casas abandonadas y los animales liberados.
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento13 dic 2017
ISBN9788417263010
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    La máquina natural - Ignacio Fernández

    árbol.

    Cuando, al atardecer, los primeros copos del día les rocen las mejillas y, en su caída oblicua, enturbien la visión de las desoladas laderas chilenas, el burro Número Uno ya se habrá mancado y yacerá a considerable distancia montaña arriba.

    El Hereje encabezará la marcha, haciendo y exigiendo silencio, y tanteará el terreno con una rama reumática y curvada, una reseca rama de pino, porque la nieve de la víspera estará ya derretida y formará barrizales que podrían costarles el burro que les queda. Unos pasos más atrás lo seguirá Fernández y, por último, a una brida de distancia, resoplarán las humeantes fosas nasales de Número Tres, en cuyo lomo Ángeles irá sentada de lado.

    Con la última luz descubrirán que la vegetación ha ido ganando altura. El Hereje cambiará súbitamente de dirección, apuntará su nariz al noroeste no porque conocerá el camino sino porque el viento también habrá virado unos momentos antes y él preferirá recibir la nieve por la espalda. Ángeles se arrebujará en el gamulán y Fernández estará a punto de preguntarle si se siente bien, pero el Hereje se llevará un dedo a los labios y señalará el rancho que se ha de revelar en la penumbra cercana. El fusil no intimidará a nadie pues nadie habrá: afuera dejarán atado a Número Tres; en el fogón enmohecido encenderán el fuego apenas necesario; en el entablado del suelo, Ángeles será la última en dormirse. Aún entonces volverán a sus muslos las oleadas eléctricas de calambres, aunque la cadencia de esas descargas tonificantes será cada vez más espaciada y así, pensará, ha de llegar el momento en que desaparezcan. Pero no estará segura de querer eso porque estos dolores serán la única huella, el único recuerdo.

    El Hereje se retirará a dormir al rincón opuesto que han escogido ella y Fernández: confiará su posesión del fusil y el revólver a los crujidos que los pasos puedan producir en la madera. Y muchos minutos más tarde, acosada por esa vasta intemperie blanca en donde los bosques susurran, Ángeles también tendrá su tregua de sueño, a la cual accederá con un deseo: ver por primera vez un atardecer en el océano: ver, montados a lo largo de las crestas de las olas, los destellos del sol que se hunde y creer realmente que no es un ocaso sino un amanecer que retrocede.

    *

    La nevada de esa noche será mucho menor que la que la precedió, poco más de un día y medio atrás y en el flanco opuesto de la cordillera.

    Esta nevada, este copo que cae ahora.

    Hay una costumbre en la mano de Francisco, un instinto adquirido que lo impulsa a desempañar la ventana para contemplar el mecanismo sutil de la tormenta sin viento. Como ocurre con todas las costumbres, no sabe cuándo se apropió de él, de su mano y de su ventana. A veces piensa que es un atributo de la cabaña, una curiosidad secreta que se ha visto obligado a heredar, porque la cabaña que habita está en el mundo desde antes que él mismo. El interior es amplio pero cavernoso porque todas las paredes, excepto una, fueron levantadas con piedras de la zona y, a pesar de que se trata de granito muy joven, la acción combinada de la humedad, el hollín y quizás también todos estos años de tinta volátil han terminado por darle cierto aspecto de interior de chimenea.

    El hollín proviene de la salamandra; la tinta, del Apocalipsis.

    La salamandra combustiona casi permanentemente: cortezas, piñas, ramas, cualquier extremidad de las araucarias, los pinos y las demás coníferas que crecen por allí. El humo de los árboles más altos del mundo llega al cielo antes que ningún otro. Francisco se ha prometido no quemar jamás ningún ejemplar del Apocalipsis a menos que sea estrictamente necesario, y esa es la razón por la que la cabaña está atestada de periódicos. Atados con cordel en paquetes de cincuenta.

    El interior, entonces, es amplio, pero no tanto por la superficie allí encerrada sino por la falta de divisiones, algo que Francisco siempre ha considerado un inconveniente porque cree que el hogar de un hombre representa al hombre y que cada uno tiene sus divisiones interiores. Al principio acumuló los paquetes de periódicos contra las paredes y le pareció que así ganaba un poco de aislamiento térmico, pero después se le ocurrió involucrarlos en la estructura de la cabaña. Levantó una separación de bloques de papel entre la cocina y el resto de la estancia y luego le quitó las patas a la mesa y las sustituyó por una sólida plataforma de periódicos. Apilando cinco paquetes, ha hecho pequeñas torres que se pueden utilizar como asiento. También hay en un extremo de la cocina tres escalones blandos que permiten acceder con más facilidad a las estanterías superiores.

    La ventana y la puerta son dos recortes en la pared frontal, la que está hecha con troncos. Se abren al valle, a la perspectiva declinada y confusa de la falda de la montaña, pero no ofrecen ningún horizonte porque ese sector de la cordillera es especialmente accidentado y, más adelante o más atrás, siempre surge una elevación, una roca, un pueblo de árboles, un túmulo de nieve que interrumpe la panorámica. En primavera y en verano es posible ver el camino que comienza en su puerta y allí abajo traza una curva y desaparece.

    Tras la ventana desempañada los copos caen a plomo, y son tantos que dibujan rayas en el paisaje. Ahora se da cuenta de que la atracción que ejerce esa especie de vórtice doméstico en el cristal también alcanza a su perra. ¿Lo ha hecho siempre? La perra se ha acercado moviendo la cola, se ha levantado sobre sus patas traseras y así, con las delanteras apoyadas en el antepecho de la ventana, Francisco la encuentra humanizada y ligeramente ridícula. La prefiere canina, impertinente, voraz. Esa fue la razón por la que la recogió. Esa, y la invasión de una culpa que debería haber sido ajena pero que aquí estaba, llegada de la nada al igual que la perra. La vio desde aquí, desde esta misma ventana: una mota negra alborotando la nieve y gimiendo perpleja y condenada. Qué otra opción tenía. Cuando la levantó podía sostenerla con una mano; cuando se terminó el plato de leche vomitó sobre sus botas.

    Es curioso que ella mire hacia ese lugar en concreto, hacia su propia aparición. Pero ha dejado de mover la cola y ha levantado las orejas, y ahora ladea lentamente la cabeza como si estuviera presenciando un naufragio. Son tres personas. No muy definibles a causa del dominante fulgor de la nieve, pero allí están, saliendo de entre las araucarias que las habían mantenido ocultas hasta entonces. Pequeñas, apenas siluetas oscuras, de laboriosa tracción, como barcos a pila en un océano de olas detenidas.

    Francisco sabe lo que ocurrirá en dos, tres segundos: el que encabeza la marcha se detendrá porque ha visto el esponjado cordón de humo de su chimenea, y enseguida sus ojos, hartos de resplandor, conseguirán leer la forma de la cabaña en la ladera, los ángulos de una ventana en la cabaña, la plateada figura de Francisco en la ventana, quizás incluso la falta de sorpresa en su cara porque él sabía lo que iba a ocurrir hace tres, dos segundos, ahora.

    Los tres tuercen el rumbo y comienzan a ascender hacia él siguiendo azarosamente, Francisco está bastante seguro, el camino que no pueden ver bajo la nieve. El magnetismo de los caminos. Llevan parkas y anoraks con capucha, pero aun careciendo de rostro él sabe que no son de la zona. El que va en medio camina de un modo afectado, como si sus caderas no estuvieran del todo articuladas, y a medida que aumentan de tamaño crece también en Francisco la certeza, la resignación de que no podrá negarles asilo. ¿Qué se supone que debe hacer? ¿Qué se espera de alguien como él? Su vida no admite intrusos. La oleada de hastío que siente subir desde su estómago no se debe solo a la mera importunación. Ciertamente, los tres extraños no han de interrumpir nada importante, ni siquiera podría decir qué estaba haciendo cuando se levantó a mirar por la ventana. Pero es una vergüenza muy concreta la que opera en todo esto, y es consciente de que no sabrá ocultarla. Porque lo que no podrá ocultar es la causa de esa vergüenza: su vida, los hábitos que conforman su vida, los objetos. Come cuando tiene hambre, a veces una sola vez al día, y no se prodiga en los detalles sensoriales: el hambre es un hueco físico que hay que llenar. Duerme con la ropa puesta; hace años que ha superado el malestar que eso le provoca por las mañanas, la presión de las costuras sobre la piel, las extremidades atrapadas dentro de fundas estrechas. No tiene una ducha que ofrecer, ni siquiera un baño o café. Un peine. Él no se peina más que con los dedos entreabiertos. Depende de las miradas de los demás para recordar en qué se ha convertido, pero como normalmente se trata de contactos breves y más bien bruscos, todo lo que esos juicios externos consiguen es reafirmar sus costumbres. Pasa demasiado tiempo solo, no tiene oportunidades diarias de revisar y componer su identidad. Aun así, esos contactos se producen fuera de su casa. Recibirlos aquí, en cambio, es distinto: es obsceno. Obligado a abrir su puerta, sus brazos. Turistas de sus miserias.

    Así que, ¿qué puede hacer? Echa más leña en la salamandra y se queda estupefacto, sin más ideas de anfitrión. La perra suelta algún ladrido agudo mientras da vueltas en círculos. Pero transcurre un tiempo excesivo sin que se escuchen los golpes en la puerta, como si allá afuera se estuviese arribando a una decisión, de modo que se le ocurre la cortesía de abrir él mismo para recibirlos. Los encuentra susurrándose unos a otros a pocos metros y, ahora que ha salido, uno de ellos avanza sonriendo y le enseña... algo con la mano en alto, algo que agita rápidamente, como si se tratara de un objeto que todos habían dado por perdido. Ahora puede verlo: es un papel plegado, ve líneas irregulares de puntos, marcas rojas y no comprende hasta que quiere bajar la vista a los ojos del sujeto y se queda absorto ante el alma ciega de un revólver que casi se apoya en su frente. Una sonrisa, de contradictoria amabilidad, le lanza destellos y comunicaciones desde un plano posterior.

    —Abuelo, no se lo va a creer, pero lo estábamos buscando.

    Con sesenta y dos años de edad, voluntariamente recluido en esta vastedad, Francisco ha llegado a creer que había sido perdonado por la vida. En realidad, pensaba que la vida lo había olvidado pero para él el resultado era el mismo: la paz de los cielos abiertos, el prodigio óptico de las seis de la tarde en marzo o abril en su reducido mundo intacto, la luz púrpura y magenta fugándose en vectores ilusorios por debajo de las nubes de vientre plano, por encima de las cumbres y los árboles que siempre se ven negros en un paisaje nevado, el olor original del viento, todas las sombras que hay en una cordillera, la humildad de los animales que la habitan y él en medio de todo eso, en los suburbios de la humanidad, dejándose evolucionar del modo más honesto que su mente puede concebir... la suerte adecuada a las necesidades del espíritu.

    Cuando tenía ocho años robó dinero de la caja registradora que el panadero no tuvo la precaución de cerrar. Entonces vivía en los suburbios de verdad, en el espejismo gris y pobre y concéntrico de Buenos Aires, más gris y más pobre a medida que el radio se hunde en los campos del interior. Por alguna razón (por cobardía, por su culpa cristiana) no acabó convertido en un delincuente, pero pronto se encontró siendo vecino, amigo y espectador del crimen. Ese era el sueño agitado que había más allá de sus párpados. Cree que en Santa Fe tiene una hija que ya nunca podrá perdonarlo: él olvidaba cumpleaños, perdía empleos y mentía al respecto, se despertaba sin saber dónde había dejado el coche, frustraba los ahorros de la manera más tonta, conseguía que el dinero nunca pudiera hacer promesas y, sobre todo, se precipitaba entre las piernas de mujeres de aspecto extraño, mujeres exageradas, y solo en los intersticios de todos estos actos llegaba la aprensión, el momento de caminar en círculos mirando el suelo y preguntarse cuándo lo perdonaría la vida.

    Tal era su punto de vista. Su esposa (la familia de su esposa), en cambio, pensaba que era un inútil. Incluso un inútil inofensivo, y por eso no le temía. Lo trataba como a un artículo defectuoso. Años después de haberse casado, ella acabó por sincerar toda su irritación. Solía terminar sus ataques diciendo: ¡Dios Santo, papá tenía razón! Se refería a la casa. Francisco y su suegro, que era albañil, la construyeron en un terreno barato que hubo que allanar a mano, con palas y azadas. La casa llevó dos años de trabajo durante los fines de semana y en las horas muertas del atardecer. Francisco nunca podría ganar ese duelo lentísimo contra su suegro y toda su experiencia. El hombre resoplaba, miraba hacia el horizonte con las manos en la cintura mientras su atolondrado yerno intentaba corregir su último error.

    Pero por aquellos años les parecía que todo se trataba de recompensas. Al igual que con los sofocantes arrebatos sexuales en el baño (vivían con los padres de ella), la determinación, el esfuerzo y la concentración, conducirían a un resultado satisfactorio. Soñaban con quedar extenuados, respirando sonoramente y saciados de costumbres burguesas. Un matrimonio joven y pobre aspira a eso cuando se despide por las mañanas, entre calles de tierra y casas habitadas con prisas, sin jardines, sin acabados. Ya llegarían la tranquilidad, la progenie que los justificaría como hombre y mujer, el televisor nuevo, el coche familiar. Él lo lavaría los domingos y saludaría a los vecinos.

    Nada de eso ocurrió. Sí tuvieron una hija, al menos. Formaron un hogar en el que nunca había buenas noticias.

    Por eso aceptó un poco contrariado una llamada a cobro revertido del único tío que le quedaba con vida, hermano de su madre. Un trabajo no ya temporal sino específico. Ni siquiera le hablaron de dinero, pero incluía un viaje en tren y cierta clandestinidad, y con eso elaboró una fantasía: sería algo que podría contar con un vaso en la mano, en reuniones familiares. Vería esta anécdota en los labios de su hija transmitiéndosela a sus propios hijos y a ellos volcándola en el futuro sin él. Viviría dentro de esa historia, incluso muchos años después de haber muerto.

    No le dijeron nada sobre el asunto hasta que se presentó en el lugar que se le había indicado. Una estación de trenes de un ramal secundario, cinco de la mañana. Perros durmiendo bajo los asientos del andén como pelusas latentes. Era uno de esos apeaderos perdidos en los que se percibe que la civilización está cerca: hay gritos y detonaciones no vinculados, o música de pronto. Como estar de visita en una mente. Primero oyó el sonido y luego vio la luz. Por la noche ocurren estas cosas. La formación se acercaba bramando desde el sur y solo entonces, ante esta inminencia ferroviaria, surgieron de las sombras formas humanas, bigotes, miradas examinadoras. Cuatro hombres.

    —¿Usted es el sobrino?

    Francisco asintió, sonriendo, tratando de mirarlos a todos a la vez. Pensó que cuatro hombres eran demasiado como para que él no se tomara esto en serio. No agregaron nada más, acaso aguardaban a que llegara el tren.

    —No hace tanto frío, ¿no? Menos mal.

    Lo dijo pensando que sería un comentario amable con el que todos se sentirían más cómodos, pero la verdad es que no estaba seguro de estar sintiendo frío o calor.

    El que había hablado antes le dijo «no hable, esto todavía está muy silencioso», y consiguió hacer que se sintiera inexperto, inadecuado. Debía tener aspecto de que el mundo no iba a alterarse si algo le pasaba.

    Cuando el tren estuvo más cerca le explicaron la situación. Casi lo decepcionó: debía custodiar una imprenta hasta la cordillera. Estaba desmontada y embalada en siete bultos que ya habían sido acomodados en un vagón suplementario. No le dijeron mucho más: prensa clandestina, evidencia de sedición, debe desaparecer, su tío lo espera con un camión.

    El tren se detuvo apenas unos minutos y Francisco observó a los hombres acoplando las vías auxiliares a la principal. Tiraban de palancas, hacían señales con linternas en dirección a la locomotora. La formación retrocedió hasta alcanzar la conexión con el vagón de la imprenta, el cual seguramente no constaría en el registro oficial del viaje pero, ¿quién cotejaría eso?

    Cuando, a través de la abertura que se permitió dejar en la puerta lateral, vio que el tren había salido de la noche y ahora era un estrépito

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