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La música de la noche
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Libro electrónico267 páginas3 horas

La música de la noche

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Información de este libro electrónico

Una noche de tormenta Gonzalo decide escapar del orfanato en el que ha pasado la mitad de su vida. Perdido en medio de la extensa pampa, va a parar a una misteriosa ciudad subterránea donde es empleado como aprendiz por una extraña criatura. Este es el inicio de sus desventuras, las cuales incluyen un repertorio variopinto de personajes, algunos vivos, algunos muertos; que se cruzarán en su camino durante una larga, larga noche. "La música de la noche" es una novela basada libremente en el argumento de Oliver Twist, pero reimaginado desde un punto de vista libre y fantástico.

IdiomaEspañol
EditorialH.R. Malkiel
Fecha de lanzamiento22 jun 2021
ISBN9798201680985
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    La música de la noche - H.R. Malkiel

    La música

    de la noche

    H.R. Malkiel

    Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamos públicos.

    © Ruben Hernán Ocampo, 2018

    Créditos de portada:

    https://www.vecteezy.com>Vector illustration credit: Vecteezy

    ––––––––

    Nota del autor:

    Si te ha gustado este libro no te olvides de puntuarlo, recomendarlo y comentarlo. Los autores independientes debemos lidiar por cuenta propia con las correcciones, maquetaciones, etc. Los libros se publican finalmente gracias a un arduo trabajo propio y con la inestimable ayuda de algunos amigos. Si lo ves así, tu comentario es un tesoro para nosotros, y lo es particularmente para mí.

    ¡Gracias!

    Hernán.

    Mail: h.r.malkiel@gmail.com

    Facebook: Hernán R. Malkiel

    Agradecimiento

    Fernando Fernández Palacios ha sido el primer lector y corrector de esta novela. Su tarea fue impecable y si algún error persiste en la obra es porque no he seguido al pie de la letra sus oportunas observaciones. Por ese arduo y desinteresado trabajo y por muchas cosas más: gracias.

    ***

    Índice

    Primer movimiento

    Segundo movimiento

    Intermezzo

    Tercer movimiento

    Cuarto movimiento

    Quinto movimiento

    Sexto movimiento

    Séptimo movimiento

    Intermezzo

    Octavo movimiento

    Noveno movimiento

    Décimo movimiento

    Intermezzo

    Undécimo movimiento

    Duodécimo movimiento

    Decimotercer movimiento

    Decimocuarto movimiento

    Decimoquinto movimiento

    Decimosexto movimiento

    Coda

    ***

    PRIMER MOVIMIENTO

    ––––––––

    En un día cualquiera, para un huérfano cualquiera y en este lugar en particular, acercarse demasiado al paredón era una buena forma de ganarse una paliza. No es que el paredón estuviese recién pintado o algo así, ni siquiera era bonito, y Gonzalo sospechaba que si alguna vez había existido algo bonito allí, hacía rato que se habría vuelto feo. El problema con el paredón, como sucede con casi todo el género de paredes y muros, era lo que había del otro lado. Pero este huérfano conocía las rutinas y había esperado con ansias una noche de lluvia como esa.

    A La Comadreja no le gustaba mojarse, por lo que resultaba improbable que diera su habitual ronda por el patio fumando como si no hubiese un mañana y silbando canciones que en otro momento, en otras circunstancias y de no haber salido de sus labios, tal vez habrían sido bonitas. Las más de las veces, cuando llovía, se quedaba en el cuartito de vigilancia y se echaba unas siestas, pues el spiccato que ejecutaban las gotas de agua sobre los techos ejercía en él un efecto tranquilizador, muy distinto al que provocaba en los huérfanos que allí vivían, quienes a la primera nube debían mover las camas buscando ubicarlas en algún lugar donde las chapas no se llovieran, vale decir, bajo un techo que no fuera más apropiado para colar fideos que para cubrir a alguien. A veces los chicos aprovechaban esas noches de lluvia para escapar hasta la cocina y robar un poco de pan. Era la forma más segura de hacerlo, pero como aquella temporada en la provincia de Buenos Aires no habían sido muchas las ocasiones de lluvia, sucedió que muchas más fueron las ocasiones de hambre.

    La noche en que Gonzalo saltó el paredón era, a pesar del clima, bastante agradable. Cinco años transcurrieron desde el momento en que fue ingresado hasta que logró escapar. Cinco años, en la vida de un chico de diez, es mucho. Media vida.

    Cayó sobre un charco de barro y esperó unos segundos. La comadreja no lo había visto, lo sabía porque ya conocía el sonido de un escape frustrado: el timbre que despertaba a todos en plena madrugada anunciando que alguien la pasaría mal muy pronto, un agobiante retintín que a los chicos internados allí les helaba la sangre.

    Aquel hombre se llamaba Ramírez. Nadie conocía su nombre de pila, pero todos lo llamaban la comadreja. Era un poco portero y un poco guardia. La falta de personal, en el transcurso de los años, había redundado en que su ocupación original quedara un tanto desdibujada, pero todos los chicos estaban de acuerdo en que aquello que más disfrutaba hacer era repartir palizas y cinturonazos, y aunque esto no fuera estrictamente parte de su trabajo, lo hacía gratis y por amor a la vocación. El apodo se lo habían dado antes de que llegara Gonzalo y se debía a que siempre llevaba unos pequeños anteojos oscuros, los cuales sumados a su rostro pálido y de aspecto ratonil recordaban vagamente a ese animalito que en el campo llaman comadreja overa. Pero además, hombre y animal compartían una costumbre teatral análoga: cuando una comadreja overa se encuentra en peligro finge estar muerta y desprende un olor desagradable. Ramírez siempre desprendía un olor desagradable, pero también era común que fingiera dormir para intentar atrapar a algún chico cometiendo una falta. Roncaba y todo, pero detrás de sus lentes oscuros sus ojos escudriñaban y no perdían detalle.

    Gonzalo no esperó más, se levantó y comenzó a correr tan rápido como sus piernas y el barro se lo permitieron. Hacia dónde no importaba, con tal de alejarse de aquel lugar. Sus planes de fuga empezaban y terminaban por escapar del orfanato, el resto era imposible de planificar por razones que explicaré a continuación.

    El orfanato había sido fundado tiempo atrás en medio de una llanura interminable que los antiguos habitantes indígenas dieron en llamar pampa, lejos de todo, con la intención de que funcionara como monasterio para una orden de monjes cartujos, muchos años antes de que la Cartuja San José fuera emplazada finalmente en la provincia de Córdoba. Pero el lugar no había resultado ser del todo adecuado y cuando se descartó la idea donaron las instalaciones para un orfanato, y esa era la causa de que estuviese tan apartado.

    Arquitectónicamente hablando, el edificio no recordaba ni por asomo los aires palaciegos de la Grande Chartreuse. Ni siquiera se parecía a la ya nombrada Cartuja San José, muchísimo más modesta aunque no menos acogedora. Esta era una construcción mal planeada y peor ejecutada, pequeña y achaparrada, en la que no se había puesto el menor empeño a la hora de diferenciar el claustro de los talleres o la panadería. El único rasgo verde (y vale decir agradable) era un solitario ceibo en el centro del patio, con flores rojas que se abrían llegada la mitad de la primavera. El resto, la tierra descarnada y polvorienta, las paredes y los techos de viejas chapas eran de color marrón o, como mucho, color óxido.

    En su mayoría, los chicos que allí vivían no sabían qué era un cartujo ni qué santas y religiosas necesidades los obligaban a permanecer aislados del mundo, pero sabían que, en caso de escapar, lo único que tendrían por delante sería una extensión de tierra interminable, sin caminos y sin señales, lo que con cierta reverencia y solemnidad llamaban El mar verde.

    Por supuesto, no habían faltado intentos de escape, pero el implacable castigo y el inevitable fracaso, aun cuando fuera posible alejarse varios kilómetros del orfanato, habían terminado por minar las intenciones del ánimo más dispuesto. En particular, todos recordaban la historia acerca de un antiguo internado, un chico anónimo que en un periodo impreciso del pasado había logrado fugarse, solo para que su cuerpo fuera hallado días después, a varios kilómetros de distancia, roído por las sabandijas. Nadie sabía si la historia era cierta, pero no se ponía en duda que fuera muy probable. Gonzalo sabía esto, lo había contemplado los días anteriores a la fuga, pero el imperante anhelo de encontrar aquel lugar que buscaba y la certeza de que el camino que lo llevaría hacia allí no había sido construido por la mano de ningún hombre habían contribuido a que finalmente se decidiera a tomar ese riesgo.

    Cerca de las tres de la madrugada, cuando ya había conseguido alejarse un buen trecho, la lluvia cedió paso al verdadero temporal. La tormenta le produjo sensaciones encontradas: por un lado, los relámpagos contribuían a quebrar la oscuridad total en que se había movido hasta ese momento. Por el otro, temía que alguno fuera a caer cerca de él. Finalmente llegó a la conclusión de que el temor de romperse la pierna en alguna vizcachera o de rodar de cabeza directo a un arroyo o laguna extraviados en plena oscuridad era menos probable, y con timidez decidió que debía sentirse agradecido, a riesgo de ser cocinado por un rayo en plena pampa.

    Pero a Gonzalo se le estaba dificultando avanzar y sus piernas flacas se enredaban en los pastos ásperos que dominaban aquella región, una variedad de maleza que alcanzaba la altura de sus rodillas, no lo suficientemente alta como para que te pudieras refugiar en ella, ni lo suficientemente baja como para caminar sin tropiezos. Era algo así como la burocracia del reino botánico.

    Un rato más tarde, las espesas nubes que acariciaban el horizonte hacia el este comenzaron a hacerse más claras, señal inequívoca de que amanecía. Encontró al fin un grupo de cardos lo suficientemente tupidos como para proveerle de cierto refugio a quien fuera capaz de soportar los pinchazos y se encogió con relativa comodidad sobre el nido abandonado de un carancho. En un par de horas más los chicos del orfanato se desayunarían con la noticia de que Gonzalo se había fugado, y si las cosas no se salían de la rutina habitual probablemente fuera lo único que desayunarían.

    *

    Para cuando descubrió que se había quedado dormido, el sol ya dominaba lo más alto del cielo. Se arrastró fuera de la espinosa guarida con la ropa cubierta de abrojos y se sentó acurrucado bajo los cálidos rayos con toda la apariencia de un pollito mojado.

    A medida que el ambiente se calentaba y desaparecían los últimos jirones rezagados de las nubes comenzó a elevarse a su alrededor un tenue vapor. Pocas cosas restablecen tanto la confianza como la tibieza materna del sol luego de una noche a la intemperie. El mundo parece una cosa nueva, como si lo acabaran de sacar del horno y aún no se hubiesen ensayado en él las primeras miserias. Huele como el pan recién hecho, como la panadería del orfanato los días martes, como la corteza candeal de... Gonzalo se detuvo un momento en sus cavilaciones: aquello olía a pan en serio. Se puso de pie y su estómago soltó un rugido hambriento. No podía estar equivocado porque, si algo había practicado mucho en su vida, esa cosa era sentir hambre. Podía considerarse un experto en sentir hambre y, por lo tanto, también en distinguir el aroma real de la comida del tantas veces imaginado o soñado. Dio algunos pasos en todas direcciones hasta que por fin su nariz lo llevó nuevamente hacia los cardos. Allí encontró un paquete misterioso. El olor no mentía. Gonzalo sabía lo que había dentro: era pan. Lo que no alcanzaba a comprender era cómo había llegado ahí. Desató el cordel y fue abriendo el paquete con cuidado. Se quedó observando la hogaza redonda que se descubrió ante él tan fijamente como si tratara de hipnotizarla. Contempló con recelo el momento en que una hormiga exploradora se topó con su pan y huyó a tempo prestissimo en la dirección contraria. En su cabeza Gonzalo pensó: Eso no estuvo bien. Por el contrario, su estómago aventuró la siguiente afirmación: ¡Más para mí!.

    Cortó un pequeño trocito y lo llevó hacia su nariz. Parecía normal, o tan normal como cabe esperar de un pan que aparece misteriosamente. Lo probó con timidez pero, tan rápido como el sistema sematosensorial llevó el sabor desde la lengua hasta el lóbulo parietal, aquella timidez se volvió impaciencia. El siguiente bocado se pareció más al bostezo de un hipopótamo que a una mordida humana. Para Gonzalo, el decoro era prerrogativa de los estómagos llenos, y si él lograba llenar el suyo sería todo lo decoroso que le pidieran.

    Hay un dicho que afirma que las cosas buenas, si breves, son doblemente buenas. Un chico extraviado en la pampa, que acaba de comer un pan aparecedor, tendría todo el derecho de protestar contra tal afirmación, sosteniendo que en su vida parecía producirse un pequeño desajuste en todo aquel sistema filosófico merced al cual las cosas buenas, más que breves, eran efímeras, y tan distanciadas las unas de las otras que el encargado de organizar aquellos misteriosos calendarios aparentaba haberse emocionado con los feriados. Por desgracia, nadie se había tomado la molestia de señalarle a Gonzalo la oficina de quejas en aquella incierta Condición Humana, S.A.

    En efecto, el pan había sido bastante efímero, pero no lo suficiente como para no sentirse agradecido, y antes de considerar la utilidad del acto se encontró pronunciando un gracias que se desvaneció en el aire sin llegar a oídos de nadie.

    Satisfecho consigo mismo, se recostó en el pasto y comenzó a retirar los abrojos que llevaba prendidos a su ropa. Luego se quitó las zapatillas y las medias, para que se secaran sus maltratados e hinchados pies, y comprobó que no tenía idea de dónde se encontraba. Todavía podía distinguirse en el terreno el surco que sus pasos habían trazado la noche anterior. El pasto reverdecido por la lluvia no se había acomodado del todo aún y al menos quedaba claro en qué dirección no debía viajar.

    Observó el cielo. Los pájaros siempre sabían hacia dónde tenían que ir. Constantemente volaban hacia acá o hacia allá, no parecían meditar mucho sobre ese asunto. Lo mismo ocurría con las mariposas y con todos los animales y bichos que volaban. Quizás porque en el cielo los caminos no quedaban marcados como en la tierra, donde uno ve un sendero y se dice a sí mismo: Hay que ir por allá, y parece lo más lógico y razonable. En el cielo cada camino siempre es nuevo. El problema nace cuando en la tierra no hay senderos y ese por allá se torna casi tan infinito como el horizonte. Por supuesto, su fuga había tenido un propósito claro. El dilema que presentaba encontrar ese lugar al que deseaba llegar era que aquel sitio siempre cambiaba de nombre. Si al menos figurase en los mapas... En definitiva, que un lugar cambie de nombre no es tan extraño. Allí está el ejemplo de Estambul, que antes supo llamarse Bizancio, Nueva Roma, Constantinopla y quién sabe qué más. Pero al menos ha tenido la decencia de permanecer siempre en las mismas coordenadas geográficas. Lo que buscaba Gonzalo era, en cambio, bastante más esquivo.

    **

    La botella de agua que se había traído para el viaje ya estaba por la mitad y él todavía no se había movido de la zona en que lo encontrara aquel mediodía. Esto se debía en parte a que Gonzalo había leído que cuando uno viaja por el desierto conviene hacerlo de noche, y aquel paraje estaba bastante desierto, si de personas se trataba. Pero la razón extraoficial (por decirlo así) era que había esperado durante todo el día a que su benefactor regresara a visitarlo, y por qué no, con otro pan tan bueno como el anterior. No había sucedido ninguna de las dos cosas y la amenaza de quedarse sin agua antes de encontrar un arroyo le preocupaba. En el orfanato el agua siempre había sido bastante gratis (que no del todo), pero no desconocía que la sed era mucho peor que el hambre, porque el hambre te mataba despacito, decía cosas como: Por favor, tenga la amabilidad de irse muriendo los próximos días, mientras que la sed tenía la sutileza de un perro con rabia, y mordía más fuerte.

    Abandonó sus esperanzas cuando el sol descendió su total redondez tras el horizonte, fulgurante como una moneda calentada al rojo vivo, y retomó su viaje siguiendo la misma dirección que llevara la noche anterior. Las estrellas no le decían nada, ignoraba el nombre de las constelaciones, salvo el de aquella que, según decían, era la huella que un ñandú había dejado en el cielo.

    Sería la medianoche y caminaba ya casi dormido cuando un débil reflejo brillante llamó su atención. Parecía una lejana luz verdosa posada allí donde el horizonte estaba cosido al cielo, probablemente de una casa, aunque carecía de la solidez propia de la luz de las lámparas y danzaba como una llama o una estrella que parpadea remota en el firmamento. Aquello lo despertó de súbito: las casas tenían gallinas, las gallinas ponían huevos, y los huevos... bueno, iban muy bien dentro de la panza de uno.

    Aceleró el ritmo, esfuerzo que no le resultó sencillo, pero pronto lo invadió la sensación de que no se acercaba tan rápido como debería. Se detuvo un momento para afinar la perspectiva, cosa complicada en aquella oscuridad, y comprobó que en efecto la luz se movía alejándose de él de forma lenta y pausada, pero constante. Tenían que ser personas.

    Se acomodó la ropa y se ajustó el cinturón, suspiró un par de veces y se lanzó a correr: hizo dos pasos y cayó de boca al suelo. Había tropezado. Se levantó al tiempo que se frotaba una rodilla magullada y cuando quiso saber qué objeto había atajado su decidida carrera descubrió que se trataba de un largo y vasto trozo de metal. Paralelamente corría otro, ambos en dirección este-oeste: eran los rieles de una vía ferroviaria.

    Pero lo peor de la caída no fue el golpe sino comprobar que una de sus zapatillas se había roto. Se lamentó con tristeza de este acontecimiento y aunque nunca habían sido nuevas, contaba con que le durasen varios meses más. Cuando no hay manera de solucionarlo, la pérdida o la rotura del calzado provoca una punzante angustia, pues significa que acaba de cortarse el hilo que lo mantiene a uno gozando al menos de cierta mínima dignidad. Un hombre descalzo contra su voluntad es una criatura indefensa y desgraciada. Se limpió una solitaria lágrima que rodó por su mejilla sucia y retomó el paso avanzando entre las vías.

    La luz no parecía alejarse, pero tampoco se acercaba. No podía caminar más rápido por miedo a que su zapatilla se deshiciera del todo con el trabajo, pero a ese paso tendría que detenerse para descansar antes de conseguir dar alcance a aquellas personas, y el exiguo trecho ganado iba a perderse otra vez. Se preguntó si serían capaces de oírlo en el supuesto caso de que se animara a gritar, una idea que orbitaba alrededor de su cabeza desde que descubrió que la luz se movía, pero que todavía no se atrevía a posarse sobre ella.

    Finalmente desistió. Se miró la zapatilla rota para comprobar cuánto quedaba del calzado y decidió que no daría un paso más sin antes intentar lo del grito. Tomó aire, formuló la palabra esperen en su cabeza y cuando se suponía que debía soltarla tan fuerte como su garganta se lo permitiera, lo único que salió fue una enorme y silenciosa duda. No es que tuviera miedo de aquellas personas que en plena noche avanzaban por el campo llevando una luz verdosa por delante, es que todo a su alrededor guardaba un silencio, lo que se dice, sepulcral. No había grillos ni lechuzas, canto de sapos ni zumbidos de insectos. Todo estaba calladito y extrañamente sereno, y le pareció que gritar en semejante circunstancia iba a producir el equivalente sonoro de despertar de una tranquila siesta con una bomba de estruendo explotando bajo la cama.

    Era una de esas ocasiones en las que cuanto más piensa uno, menos actúa, como robar pan de la cocina del orfanato una noche de lluvia. El

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