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La salvación de la Tierra
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Libro electrónico273 páginas4 horas

La salvación de la Tierra

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¿Somos seres eternos destinados a vivir después de la muerte en otros mundos paralelos?

Esta es una historia real. La de un periodista español que ha triunfado en los Estados Unidos después de una vida repleta de emocionantes experiencias. Uno de los «elegidos» para librar la lucha contra el calentamiento global, el cambio climático y la salvación del planeta. Lo más sorprendente es que quien nos la cuenta es un ser muy especial llegado desde otra dimensión del espacio que convive con nosotros en un mundo paralelo.

Esta obra, más que una novela, es un mensaje reservado que premiará a todos aquellos que logren descifrarlo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento4 nov 2020
ISBN9788418369155
La salvación de la Tierra
Autor

José Luis J. Monfredi

José Luis Jerez Manfredi es un reconocido periodista nacido en Huelva, al sur de España. Trabajó para el diario Odiel, la COPE (cadena de radio) y la Agencia EFE, de la que fue su corresponsal en varios países de América antes de convertirse en fundador y director de empresas de comunicación como la revista Carabela, Atlántico Televisión o el diario Odiel Información de Huelva. En la actualidad, es delegado para España de Atlántico Sur, productora de noticias y contenidos audiovisuales asociada a Televisa América; y es habitual articulista de prensa en algunos países de Centroamérica. De sus obras publicadas cabe destacar sus novelas Viaje de ida y vuelta (Premio Ciudad de Huelva) y La vida de Manuel Correa (Premio Pablo Neruda de la Asociación de Escritores y Artistas Latinoamericanos en Nueva York), además de otros títulos que ya superan la docena. También es autor de letras de canciones para primeras figuras de lamúsica en España y en México. Últimamente está especializado en información sobre las investigaciones científicas del universo y los mundos paralelos que se realizan utilizando la megavelocidad de cálculo de la física cuántica.

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    La salvación de la Tierra - José Luis J. Monfredi

    Nota del autor

    Impresores, editores y libreros son los últimos guardianes de los pocos espacios de auténtica resistencia y libertad que aún nos quedan a los habitantes de este maravilloso planeta tan maltratado por la humanidad. Y un libro, cualquier libro, siempre es el mapa que nos conduce a un gran tesoro.

    Aquí tenéis este que acaba de llegar a vuestras manos.

    Al acabarlo estuve dudando a cuál de mis amigos pedirle su prólogo, pero luego preferí no molestarles.

    Os invito a vosotros mismos a que naveguéis conmigo en las páginas que vienen a continuación en busca del mensaje que, a través de esta historia, quiero enviar al mundo. Ojalá haya sabido transmitirlo. Y también, por favor, a que cuando hayáis terminado, seáis vosotros mismos los que escribáis ese prólogo. Cada uno el vuestro, claro. Y que me lo hagáis llegar. De todos los recibidos haremos una selección que publicaremos en la próxima edición de esta obra.

    Cuento con todos vosotros y espero vuestras opiniones:

    Planetajusto-TV@hotmail.com

    I

    Vigila para no quedar encerrado

    en tu zona de confort.

    Puede que el mundo tenga reservado

    para ti algún otro lugar bajo el sol,

    donde te estén esperando.

    Davis (California),

    23 de abril de 1993 (Día del Libro en España)

    Cuando Juan Domingo Caridad de los Santos aterrizó en el aeropuerto internacional de San Francisco, no tenía ni la menor idea de que unos años más tarde sería el elegido para liderar un pacífico ejército. Entonces tenía treinta y siete años, frisando ya los treinta y ocho.

    Su amigo Christian Amador lo había invitado a su boda de manera insistente y persuasiva; imposible negarse. Una boda que se iba a celebrar en Davis, la ciudad más grande del condado de Yolo —aunque no es su sede administrativa—, que forma parte del área metropolitana que conforman los distritos de Sacramento, Arden, Arcade y Roseville.

    Davis está a poco más de una hora de San Francisco y, entre otras muchas cosas, destaca por la importancia de su universidad, por la que pasaron como estudiantes numerosos personajes que en las últimas décadas del pasado siglo xx y en los albores del xxi se fueron convirtiendo en influyentes gobernantes, notables académicos e importantes empresarios que por aquel entonces, cuando mi protegido estaba llegando a California, ya ocupaban lugares de cierto privilegio en campos tan diversos como la enseñanza académica o la investigación. Sobre todo, en ese tan controvertido mundo de la llamada «revolución digital» o «tercera revolución industrial», que en aquellos momentos ya era protagonizada precisamente por el de las recién llegadas y emergentes compañías como Apple y su sistema Macintosh —de cuya empresa era entonces uno de sus más destacados directivos el doctor ingeniero Bernardo Amador, el papá de Christian—.

    Empresas que primero sobrepasaron y luego dejaron obsoletas a otras que habían sido pioneras en el comercio internacional de las computadoras, los teléfonos celulares y el de las telecomunicaciones en general, como IBM o Motorola.

    El ingeniero Bernardo Amador, el papá de Christian —tercera generación de emigrantes asturianos—, había sido uno de los pioneros en aquellos equipos de investigación y desarrollo que sacaron a la luz uno de los mayores avances de la década de los años ochenta en el mercado de la tecnología digital, el Commodore 64, que contaba con 64 kB de memoria RAM —toda una revolución que vino a relevar a la Commodore MAX Machine—, lo que para entonces significó un tremendo adelanto muy reconocido en todo el mundo.

    Unos años después, el ingeniero Amador vendió la mayoría de sus acciones en la empresa y se convirtió en propietario de una de las más respetables fortunas de California.

    Precisamente aquel día tan señalado en la vida de Juan Domingo, su amigo Christian y su papá habían ido a recibirlo al aeropuerto. La boda se celebraba tres días después.

    Durante todo el trayecto que separa a San Francisco de Davis, los anfitriones le fueron comentando de manera superficial cuantos detalles proponían los lugares por los que pasaban en aquel corto viaje. Algunos tan interesantes como la similitud que existe entre California y el sur de España en el cultivo de la vid y de los frutos rojos. Y, también, eso de las cuatro estaciones del año, que por su clima y la temperatura son muy parecidas a las de Andalucía, donde Juan Domingo había vivido toda su juventud y desde donde ahora llegaba a los Estados Unidos con una maleta cargada de sueños. Curiosas coincidencias.

    Aquella invitación había llegado en el momento justo. ¿Por qué no probar suerte y buscar en California algún trabajo que le permitiera alejarse de aquel terrible problema que en el último año había trastocado por entero su vida; la de Natalia, su pareja, y la del hijo que acababan de tener en común hacía solo unos meses? Así que estaba dispuesto a dejar atrás todo lo que tuviera que ver con España y con aquel suceso que había roto en pedazos todos sus sueños.

    Los Amador también le fueron poniendo al corriente de algunos de los invitados que asistirían a la celebración de la ceremonia. Y en ese pequeño habitáculo, en interior de aquel elegante Mazda 629 que conducía su amigo Christian, fue cuando escuchó por primera vez en California el nombre de quien se iba a convertir en su mentor en los Estados Unidos, Ben Bradlee.

    —Me suena mucho ese nombre —comentó Juan Domingo.

    —No me extraña —le respondió el doctor Bernardo Amador—. Pensé que como periodista habrías oído hablar de él. Mi buen amigo Ben Bradlee ha sido durante más de treinta años el editor y director del diario The Washington Post. Y es uno de los grandes mitos del periodismo en este país.

    —¡Claro que sí, por favor! ¡Ahora caigo! El del Watergate. Ya decía yo que me sonaba mucho ese nombre. Lo que pasa es que cuando sucedió todo aquello del Watergate y el presidente Nixon, yo era todavía un muchachito que andaba correteando por el instituto sin idea de a lo que iba a dedicarme después en la vida. Pero unos años más tarde, ya en la universidad, recuerdo que en varias ocasiones se puso este caso como ejemplo de lo que debe ser el auténtico compromiso del periodismo para con la sociedad a la que debe servir. Y, además, yo vi esa película donde se cuenta todo lo que pasó. Me gustaría mucho poder hablar con él.

    —Pues no te preocupes —le aseguró el papá de Christian—. Yo mismo te lo presentaré en la boda.

    El gran Ben Bradlee (Boston, 1921-Washington, 2014) aquel día cuando conoció a Juan Domingo, ya había delegado el mando del diario, pero se había reservado el cargo de vicepresidente y director de honor del periódico, con un despacho propio a la altura de su prestigio.

    Y es que el gran Bradlee había pasado a la historia del periodismo de los Estados Unidos y de todo el mundo —como muchos de vosotros ya sabéis— por su valiente trabajo al destapar aquel famoso asunto del Watergate, con el que no solo fue capaz de obligar a dimitir de la Casa Blanca al presidente Richard Nixon, sino que además elevó a The Washington Post a los altares del periodismo mundial.

    Al llegar a Davis, la familia Amador le invitó a cenar en su casa. Una mansión con amplia zona ajardinada que rodea un lago artificial y una extensa fauna de patos, ardillas y muchos pájaros en libertad, que destacan por su vistosidad esos azulones muy típicos en California, que por allí llaman rabilargos asiáticos.

    La cena se celebró en la terraza del jardín o, mejor dicho, en su coqueto cenador acristalado, cercado por ramas y arbustos y entrelazado con plantas trepadoras. Juan Domingo jamás había estado en ningún otro lugar parecido, pero recordaba haber visto más de uno en algunas películas americanas. Y allí fue donde su amigo Christian le presentó a la que pronto se iba a convertir en su esposa, la joven Amelíe.

    Aquel fue un gran recibimiento en el que no faltaron los vinos de Sonoma, que ya se había convertido en una de las zonas vitivinícolas más importantes del país; una región que está al norte de San Francisco, muy cerca del océano Pacífico y vecina de la archiconocida y muy turística región del Valle de Napa.

    Acabada la cena, Christian y Amelíe le invitaron a hacer un detallado recorrido en coche para conocer la ciudad y la noche de Davis, indicándole donde estaban las zonas más céntricas, los supermercados, librerías, restaurantes… Hasta que pararon para dar un paseo y tomar una copa en el Wunderbar, un típico restaurante americano. El mejor lugar para despedir un día tan señalado.

    Luego lo acompañaron al apartamento que le había cedido la familia Amador para que se sintiera muy a gusto durante toda su estancia en aquella ciudad.

    —Esta es tu casa, profesor —le dijo Christian—. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Este era el apartamento de mi hermana Laura antes de casarse e irse a vivir a Claremont, muy cerca de San Bernardino y Los Ángeles. Su marido y ella trabajan en la universidad y cuando vienen a visitarnos, como ahora para asistir a nuestra boda, se quedan en la casa familiar de nuestros padres.

    II

    Cuando camines, piensa que hay muchas personas

    que no pueden hacerlo. Disfrútalo como un gran regalo

    que te hace la vida. Y procura hacerlo de manera que tus pies

    en lugar de dañar la tierra la estén besando.

    El jet lag tuvo la culpa de que esa noche mi protegido no pudiera pegar ojo hasta bien entrada la madrugada. Pero en cuanto le sonó el despertador saltó de la cama en busca de una buena ducha que le terminara de despertar. Eran las seis de la mañana, estaba impaciente por salir a pasear y conocer la ciudad. No quería perder tiempo.

    La ilusión de aquel momento —amanecer en California y con tantos sueños y proyectos— ya se encargaba por sí sola de eliminar cualquier lógico rescoldo del cansancio que pudiera quedarle tras el largo viaje del día anterior y de las pocas horas de descanso.

    Después de una reconfortante ducha y un ligero rasurado de su barba, que le gusta mantener muy corta, se enfundó unos vaqueros y se puso su camisa azul preferida; debajo, como siempre, una ligera camiseta azul o negra, de manga corta y cuello redondo.

    Salió del apartamento sin haber dedicado todavía apenas tiempo para organizar su equipaje. Tenía verdaderas ansias por salir a recorrer las calles de aquella ciudad que ya le había empezado a gustar mucho a su llegada. Y comenzó a caminar sin rumbo fijo.

    Desayunó una ensalada de frutas y unos huevos revueltos con beicon en el primer restaurante que encontró, el Crepeville. Y, como siempre hacía, empezó a anotar todas sus impresiones en aquella libretilla azul de la que nunca se separaba y que sacó de uno de los bolsillos traseros de sus vaqueros. Le gustaba anotarlo todo para poder recordar luego con exactitud los momentos importantes de su vida. Apuntó la dirección, el 330 3rd de la St. Ste. A., y se guardó una de las tarjetas del restaurante en la que venía su teléfono, el 956 164 537. Aquel coqueto lugar le había gustado mucho y estaba pensando que le gustaría poder regresar alguna vez en compañía de Natalia.

    Ese día lo pasó reconociendo minuciosamente la ciudad. Así lo había acordado con su amigo Christian, que debía ocuparse con la familia de ultimar los preparativos de la boda. «Por mí no te preocupes, Christian. Me vendrá muy bien dedicar estos dos días para conocer mejor la ciudad, arreglar y colocar todo lo que traigo en mis maletas y también quiero hacer algunas compras».

    Y así fue. Pasó dos días extraordinarios. Sintiéndose totalmente libre y despojado de todos los problemas que había dejado atrás en España. Y caminando mucho, como él prefería cuando se trataba de conocer algún lugar al que llegaba por primera vez. Pateando sus calles a paso rápido para no perder el tiempo y grabar en su memoria cuanto fuera capaz de atesorar, sin perderse ningún detalle de todo lo que iba observando con una minuciosidad casi científica. Grabándolo todo en su memoria con la misma perfección que habrían exigido a sus directores de fotografía en sus películas maestros del cine tan meticulosos como el mítico Billy Wilder, Federico Fellini, Pier Paolo Pasolini o aquel genio y tremendo transgresor que fue el gran Bernardo Bertolucci.

    Juan Domingo adora el cine y la literatura. De sus dos pasiones aprendió muchas cosas, sobre todo, algo esencial para él: su amor por la independencia. Vivir cada día con intensidad, sin tener que llevar a rastras a nadie que no pueda seguirle su ritmo. «Esa gente —dice él— que durante un tiempo te acompaña en el camino de tu vida y que de repente quiere pararse y bajar con el tren en marcha, sin más; por mero capricho, por aburrimiento, por miedo al qué dirán o quizás porque se acabó el amor y de repente apareció un infundado cansancio».

    En él siempre puede más su corazón que su forma física o la edad. Ama la vida. Y, cuando se presenta la ocasión, se toma esa clase de paseos a paso militar como un trabajo más y muy necesario; sin importarle ni el frío, ni el calor, ni el hambre, ni la sed. Y sin tener que someterse a horario alguno. En definitiva, como ha sido siempre su manera de comportarse ante el mundo, para bien y para mal.

    Doy fe de que en dos días ya tenía, más o menos, pleno dominio de las zonas más importantes de aquella ciudad. Él está convencido de que caminando en forma de largos paseos sin rumbo fijo es la mejor manera de conocer en poco tiempo cualquier ciudad o lugar al que acabas de llegar.

    Cuando le apetecía se paraba a descansar en algún parque o jardín. Se sentaba y repasaba los periódicos que acababa de comprar o los folletos y la publicidad que encontraba por el camino. Todo para él era nuevo y necesitaba mucha información sobre Davis.

    Le había impresionado mucho la enorme frondosidad de aquellos jardines cargados de flores rojas, violetas, blancas y amarillas que adornaban las urbanizaciones y los condominios, como el del apartamento donde le había alojado la familia Amador. Y también todos esos elegantes conjuntos residenciales y parques públicos con los que se iba cruzando. Y todos esos restaurantes en cuyos escaparates llamaban la atención toda clase de mariscos y ceviches, de langostas, de camarones —como en toda América llaman por igual a los langostinos y las gambas—, de cangrejos, de pulpo o de calamares. Y esa típica sopa de mariscos que allí probaría por primera vez, la que se sirve en un cuenco de pan. Todo eso le encantaba y le estaba enamorando.

    Se diría que lo suyo con Davis fue un amor a primera vista.

    De vez en cuando se detenía para tomar un café o un refresco. Y tomaba nota de los restaurantes con los que se iba encontrando porque quería elegir alguno muy especial para su primer almuerzo en Davis. Lo que no se hizo esperar demasiado.

    Poco después de las doce, se decidió a entrar en El Toro Bravo, un mexicano del 231 D St. Pidió una cerveza, un taco y una enchilada de camarones. No imaginaba que allí todos los platos los servían con mucha generosidad y tuvo que dejar todas las patatas fritas que le pusieron para acompañar.

    Estuvo luego en dos centros comerciales. Primero en el Davis Center, donde se compró dos camisas y algo de ropa interior. Luego en el University Mall. Pero allí estuvo dando vueltas y tan solo se dedicó detenidamente a observar a la gente para intentar comprender el estilo de vida de aquellos californianos. Luego, sin parar de caminar, regresó a su apartamento. Tenía mucha tarea por hacer.

    Empezó por deshacer las maletas y colocar en los armarios, estanterías y cajones la poca ropa y los muchos libros que traía. También, los regalos que había comprado en España para los novios. Y todo lo propio para el aseo, que fue colocando cuidadosamente en el cuarto de baño como siempre le ha gustado, porque Juan Domingo es un maniático del orden.

    Todavía apenas eran las tres de la tarde. Y se sentía agotado de la larga caminata, así que decidió ponerse cómodo. Se echó en la cama y, apenas empezó a repasar uno de los folletos turísticos sobre la ciudad, se quedó profundamente dormido.

    Despertó sobre las cinco o poco más. Se metió en la ducha. Y cuando aquella agua tibia tan reconfortante, ni demasiado fría ni muy caliente, le caía sobre su cabeza, sus hombros y su espalda, se sintió sencillamente una persona privilegiada y feliz; sin más motivos. Aunque en cierto modo también se sentía algo culpable por tener tanta suerte. Y pensó que aquello tal vez fuera un premio. Poder estar allí muy lejos de todos los problemas que había dejado aparcados en España. Y con la suerte de poder iniciar una nueva vida que nada tuviera que ver con todo ese pasado que tanto le pesaba.

    Poco antes de las seis se hizo de nuevo a la calle, pero teniendo ya un cierto dominio de las coordenadas de aquella ciudad.

    Ya empezaba a recostarse el sol de la tarde y se encendían las farolas de las calles y las luces de neón de los bares, los restaurantes y de los escaparates. Buscaba algún lugar para tomar y comer algo.

    Primero le llamó la atención uno de esos luminosos y entró en un mexicano, la Taquería Guadalajara, en el 640 de la W Covell. Pero una vez dentro sintió que no era lo que buscaba y tampoco tenía hambre todavía. Allí solo pidió un chupito de tequila y brindó consigo mismo por su futuro y por el de Natalia y el de Sebas, el hijo que tenían en común.

    Se animó y después se tomó otro más en la Taquería Davis del 505 L St. No podía ocultar sus preferencias por todo lo que tenía que ver con México, donde había estado unos años antes en un congreso sobre periodismo iberoamericano, que se celebró en la ciudad de Puebla y en el que los participantes fueron invitados después a visitar la capital, México D. F. Aquel fue también un viaje que le dejó grabados muchos recuerdos. Y estaba de suerte porque en California, y más concretamente en ciudades como Davis, lo mexicano se ve por todas partes. Sin embargo, al final se encontró de frente con el Mikun Japanese, un sushi bar en el que se decidió a entrar y que le causó muy buena impresión. Allí pidió una sopa miso, una bandeja de sushi y media botellita de sake mientras aprovechaba para hacer algunas anotaciones en su pequeña libreta de bolsillo. Cenó frugalmente y se fue pronto al apartamento, estaba

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