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La profecía de O'higgins
La profecía de O'higgins
La profecía de O'higgins
Libro electrónico491 páginas3 horas

La profecía de O'higgins

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¿Qué quiso decir O’Higgins con sus últimas palabras?

¿Qué secreto ocultan los cuadros de La abdicación de O’Higgins y El desposorio de Santa Catalina?

¿Qué misterios encubren la constitución, la bandera y la tumba de O’Higgins?

¿Quién mandó a matar a José Miguel Carrera, Manuel Rodríguez y Diego Portales?

¿Qué enigma descubrieron los Jesuitas que marcharon al sur en busca de un meteorito?

La profecía de O’Higgins es una novela cargada de secretos, conspiraciones, intrigas y persecuciones que convertirán las calles de Santiago en una compleja maraña de acertijos. Un juego de traiciones, muertes y engaños en que nada es lo que parece, creando un relato donde episodios desconocidos de la Historia de Chile, y separados por casi 200 años, emergen combinándose con la ficción, confluyendo en un explosivo desenlace.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 feb 2017
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    La profecía de O'higgins - Raúl Lasagna

    Cerati.

    1

    Patagonia, 1767

    El Padre Murray se estremeció.

    El sacerdote jesuita, al igual que todos los integrantes de su congregación, había sido expulsado de la totalidad de los dominios del imperio español. A diferencia del resto, y junto con ocho hermanos, había optado por huir al sur de Chile tras la huella de la caída de un meteorito, que percibieron como una señal de la divinidad. Por un largo período vagaron hasta dar con el paradero de lo que tanto lo había obsesionado en esos últimos meses: lo que para él no podía tratarse de otra cosa sino de un ángel en su forma más pura.

    Se detuvo frente a los restos de la piedra espacial, extasiado ante una visión casi onírica. La profecía se materializaba ante sus ojos, marcando el inicio de lo que podría considerarse una nueva era.

    Sabía que esto no era cosa del azar. Eso lo hacía sentirse alguien especial. Una suerte de elegido.

    Acercó su mano a la roca, advirtiendo cómo parte del meteorito empezaba a brillar, rodeado por un fuerte resplandor, que al atenuarse dejó al descubierto una serie de signos que causaron la sorpresa del sacerdote, quien intentó emitir un grito, pero este fue ahogado por su propio temor.

    Murray supo que desde ese instante estaba destinado a proteger el hallazgo hasta que llegase el momento de revelarlo.

    –Comenzaremos de inmediato a trabajar sobre la piedra –ordenó al resto de sus hermanos, quienes ya manejaban en detalle los avances de la industria acerera y metalúrgica en Chile–. Padre Gallardo –dijo ahora dirigiéndose al más joven y entusiasta de los jesuitas–. Una vez terminada nuestra tarea, usted será el encargado de esconder este secreto de las tantas manos que querrán hacerse de él.

    –¿Dónde quiere que lo oculte, Padre Murray?

    –Decídalo sin decirle a nadie y no vuelva nunca con nosotros –decretó el sacerdote, a sabiendas de lo importante de la misión que estaba delegando–. La ubicación del secreto debe desaparecer con usted.

    –Me siento bendecido por la voluntad del Señor –contestó Gallardo persignándose, para luego preguntar–: ¿Cuál es el secreto que deberé proteger?

    –Un mensaje –murmuró Murray–. Un mensaje divino.

    2

    Catedral de Santiago, 2005

    Minuciosos trabajos de remodelación se llevaban a cabo en la cripta arzobispal, ubicada en una de las salas laterales del altar de la Catedral. Tras varios días de intensa labor, una pareja de investigadores, que trataba de disimularse entre los muchos obreros, halló finalmente lo que estaba buscando.

    –Lo encontramos –dijo Isidora, señalando un misterioso ataúd, que procedieron a abrir cuidadosamente.

    El aire estaba putrefacto; no así el cadáver que prácticamente no expelía olor.

    Los restos estaban recubiertos de plomo, y con costillas de metal para conservar en mejor estado el cuerpo embalsamado, pero los jóvenes no podían confirmar si era la tumba que tanto habían perseguido.

    Miguel se acercó al enigmático cuerpo y sacó de entre sus bolsillos un extraño tubo de plomo muy bien sellado.

    –¿Estará ahí adentro? –quiso saber Isidora.

    –Es posible, pero debemos llevarlo al laboratorio para poder confirmar su identidad.

    –Hagámoslo rápido –sugirió ella ansiosa–. Este hallazgo puede cambiar a Chile y con él… el resto del mundo.

    3

    Londres, 1799

    Con tan solo veintiún años de edad, Bernardo O’Higgins conoció en la capital inglesa a Francisco Miranda. El prócer venezolano cautivó de inmediato al joven chileno con su seductora personalidad y, por sobre todo, con sus profundas reflexiones y experiencias adquiridas en los procesos revolucionarios de los que había formado parte, como la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa.

    Un buen período de tiempo había transcurrido desde aquel primer encuentro. Luego de innumerables tertulias y reuniones clandestinas, los dos amigos debían separar sus destinos, sin saber si sería de forma definitiva.

    –Bernardo, recuerda siempre amar la libertad, vivir para ella y para tu patria –dijo Miranda–. Acaricia ese sentimiento constantemente, fortaleciéndolo por todos los medios posibles; te será necesario para enfrentar todos los obstáculos que se te aproximan.

    –¡Así lo haré, maestro! –contestó O’Higgins–. Prometo realizar todo lo que esté a mi alcance para introducir con éxito a mi patria los planes e ideas de gobernabilidad que usted me ha enseñado.

    –Conoces como pocos los detalles de mi vida, y por tanto, puedes juzgar sin temor si mis consejos merecen ser tomados en cuenta –sostuvo el venezolano–.Y es por la confianza que he adquirido en ti en este tiempo que me animo a entregarte una última advertencia.

    –Tenga seguridad que sus palabras no se perderán en oídos sordos.

    –Siempre has de estar atento: tus enemigos no solo vendrán de parte de los españoles que pelearán por no ser despojados de tierras que creen propias, sino también de compatriotas que sentirán que el país que heredan es suyo por derecho, y que pueden hacer lo que les plazca –dijo Miranda enfático, dejando al descubierto los planes de emancipación de América que tanto había preparado los últimos años–. Esos enemigos pueden resultar los peores, ya que querrán confundir a la indocta ciudadanía, con ideas o formas de gobernar muy diferentes a las que tenemos en mente… a las que la Logia Lautarina tiene en mente.

    –¿Qué me aconseja hacer en esos casos?

    –Siempre demostraste ser el mejor de mis alumnos, así que no dudo que sabrás bien qué hacer cuando llegue el momento. Pero recuerda ampararte con los tuyos. Hemos elegido con cuidado a nuestros aliados. No obstante, siempre hay que estar alerta, porque cualquier hombre, sin importar su procedencia, puede representar una amenaza a nuestros planes.

    –Lo sé bien, maestro –afirmó O’Higgins, para luego concluir la reunión murmurando una intimidante frase que brotó de sus labios de forma casi automática–: Que Dios se apiade de nuestros enemigos, porque la Logia Lautarina no lo hará.

    4

    Hacienda La Victoria, 1814

    El sol comenzaba a aparecer con todo su esplendor por la majestuosa cordillera de Los Andes, reflejando sus primeros rayos en los postreros restos de nieve que se apreciaban en las cumbres más altas del macizo cordillerano. Una prueba irrefutable de que el frío y largo invierno estaba por acabar. A medida que la bruma matutina se iba despejando, quedaba al descubierto la magnífica hacienda La Victoria. En esta propiedad, ubicada en la periferia de la capital, vivía la familia Fabres. O mejor dicho, los tres hermanos Fabres, quienes a muy temprana edad habían perdido a sus padres.

    El mayor era Fernando, que recién había llegado a su tercera década. Él era una auténtica tormenta de sentimientos contrapuestos, siendo capaz de odiar y amar con la misma intensidad. Poseía un carácter reservado, parecía disfrutar del encanto de la soledad.

    Luego venía Leonardo, con 28 años, quien pese a ser el segundo se veía mayor que su hermano. Era un hombre noble y responsable. Había forjado su carácter idealista en base a los libros; por lo mismo, no resultaba extraño que, a diferencia de su hermano mayor, hubiera optado por estudiar en Santiago. En el Convictorio Carolino había tenido como compañeros de aula y travesuras a José Miguel Carrera y Manuel Rodríguez, con quienes entabló una profunda y estrecha relación. Amistad que se hacía más fuerte que nunca en aquellos días.

    El menor era Jorge. Este último, pese a tener 20 años, era el único que aún no conseguía consolidar completamente su personalidad. En parte por timidez, pero principalmente por la sobreprotección que ejercían sobre él sus dos hermanos, quienes lo amaban y cuidaban como un verdadero tesoro. No había nada que no fuesen capaz de hacer por él.

    Junto a ellos estaba Pumara, descendiente directo del cacique atacameño Pomaire y eterno capataz de la hacienda, quien continuó en sus funciones a pedido de los tres hermanos, que veían en él una figura casi paternal.

    Mientras Fernando y Jorge se habían mantenido indiferentes a los procesos revolucionarios independentistas que sacudían a América y particularmente a Chile por esos días, Leonardo se inmiscuyó de lleno en los afanes emancipadores que emergían con fuerza en la ciudadanía.

    Su amigo de la infancia José Miguel Carrera había tomado las riendas del gobierno, por lo que no dudó en unirse fervientemente a él y a su eterno aliado, Manuel Rodríguez.

    Carrera tomó decisiones enérgicas y las puso en práctica con implacable rapidez.

    Inauguró el periódico La Aurora de Chile, estableció la primera bandera y el primer escudo nacional, fundó el que se convertiría en el prestigioso colegio Instituto Nacional y creó el primer Ejército de la Patria con el objetivo de mantener el orden. Finalmente, como forma de deslegitimar el poder de la corona española, promulgó una nueva constitución, plasmando los derechos y libertades de los habitantes de la república naciente.

    Fabres, Carrera y Rodríguez se sentían muy satisfechos al ver que todas las transformaciones que habían soñado alguna vez en la juventud se estaban llevando a cabo.

    No obstante, todo estaba por cambiar.

    Por esos días José Miguel recibió la noticia proveniente del sur que tanto había estado esperando, desde el momento en que se situó en la cima del gobierno: los españoles retornaban a reclamar las tierras que tanta sangre derramada les había costado adquirir.

    Pero ellos no estaban dispuestos a renunciar tan fácilmente.

    –¡Llegó la hora! –exclamó Carrera tras un hondo respiro–. La guerra por la defensa de nuestra independencia comienza hoy.

    5

    Hacienda La Victoria, 1814

    En la hacienda solo corrían rumores, y poco o nada se sabía de lo que realmente acontecía. Jorge le informaba a su hermano sobre el arribo del poderoso ejército español, comandado por hábiles militares profesionales. A Fernando esto no parecía sorprenderle, ni tampoco importarle. Su ánimo solo se vio alterado cuando Jorge le anunció haber recibido una carta de Leonardo.

    –Léela –solicitó disimulando su turbación.

    "Hermanos:

    En el correr de los días, que cada vez se me hacen más penosos, no he podido dejar de pensar en ustedes. Tengo el alma y el cuerpo destrozados, y no encuentro sino en mi familia el consuelo que revive mi espíritu.

    Solo el recuerdo de nuestra infancia y el deseo de que nuestras próximas generaciones disfruten de estas tierras en completa libertad me mantienen en pie y me ayudan a empuñar la espada que tantas veces he tenido que usar…".

    Jorge levantó los ojos del papel con un movimiento brusco y se quedó mirando a su hermano.

    –La situación anda realmente mal por allá –afirmó absorto, para luego continuar leyendo:

    "Una vez que Carrera sitió Chillán y recuperó Concepción, la guerra se convirtió en un empate imposible de resolver. Ganamos algunas batallas, pero los realistas también nos infligieron varias dolorosas derrotas.

    Esta situación y los constantes ataques de la Junta desde Santiago terminaron por desprestigiar a José Miguel, quien para evitar divisiones internas dimitió en favor de Bernardo O’Higgins. Esta acción no mejoró realmente las cosas, ya que Bernardo mantuvo el equilibrio sin poder tampoco superar las fuerzas enemigas. Para mayor desgracia, luego de una traición proveniente de nuestras propias filas, José Miguel fue hecho prisionero. Dados estos dos últimos sucesos, las deserciones fueron diezmando nuestras fuerzas, razón por la cual el nuevo director supremo nombrado en Santiago en reemplazo de la Junta, Francisco de la Lastra, decidió cobardemente establecer un pacto con los españoles en Lircay. Firmó un tratado que no es más que una farsa que ninguno de los dos bandos pretende respetar; debimos haber luchado hasta la muerte y no negociar con los realistas.

    En fin, la buena estrella volvió hacia nosotros: José Miguel escapó de su cautiverio y junto a sus hermanos, Juan José y Luis, marchamos hacia Santiago derrocando a De la Lastra. Así estamos de vuelta en el poder, pero es en forma relativa porque O’Higgins, quien aún está al mando del ejército, se empeña en desautorizar al gobierno de Carrera.

    Por lo que ven, estamos igual que al principio, con rencillas internas que nos privan de nuestros sueños de libertad. Eso es hasta ahora lo que puedo contar. Estamos en las afueras de Santiago, esperando la llegada de las tropas de O’Higgins que llegan decididas a enfrentarse en una guerra civil, lo que por cierto causa el regocijo español…

    Espero y confío en el sentido común de nuestros camaradas, para que entren en razón y acaben con la locura de querer combatir entre hermanos.

    Se despide afectuosamente.

    Leonardo Fabres".

    Jorge paró de leer y dejó la carta de lado.

    –Esto es lo último que faltaba. La desorganización de los patriotas es tal que están pelándose entre ellos –murmuró Fernando de mala gana.

    –Hay algo más –dijo tímidamente Jorge, haciéndose eco de los rumores provenientes de Santiago.

    –¿Qué más puede haber sucedido?

    –Ha llegado a Chile una nueva expedición comandada por el coronel Mariano Osorio y acompañado por los implacables Talaveras, conocidos por ser los soldados más fieros del ejército del Rey, para intentar dar el golpe definitivo a las pretensiones patriotas –aclaró Jorge–. Al oír esto, O’Higgins depuso su actitud beligerante, colocándose a las órdenes de José Miguel, para rechazar unidos al poderoso enemigo en común.

    –¿Cómo sabes todo esto?

    –En mi paso por Santiago recolecté toda esta información. Además, me enteré de que por causa de la deserción de los milicianos, y debido a la poca gente disponible, se está reclutando a todo hombre que quiera participar en la defensa de nuestro país. Sin importar qué tan bisoño sea.

    –Qué estupidez –refutó Fernando sorprendido–. Creen que con niños que juegan a la guerra podrán detener a un ejército de verdad.

    –No son niños. Son hombres dignos que quieren pelear por sus sueños –musitó Jorge.

    –¡Estás diciéndome que no tengo dignidad! –exclamó Fernando francamente ofendido.

    –No –repuso Jorge endureciendo la voz–. Solo digo que, al igual que yo, son jóvenes que desean ser libres. Y están dispuestos a dar sus vidas por la causa.

    –¿No me digas que estás pensando en enrolarte, Jorge? ¡De ser así te lo prohíbo tajantemente, me escuchas, te lo prohíbo! –gritó el mayor de los hermanos intuyendo una contestación que no quería oír.

    –No se puede prohibir algo que ya está hecho –dejó escapar Jorge–. Ya me enlisté en las milicias, y debo presentarme en mi unidad a la brevedad.

    Fernando retrocedió desconcertado.

    Nunca había visto tan decidido a su pequeño hermano.

    –¿Por qué?–gritó furioso–. ¿Qué tienes en la cabeza?

    –¿Quieres saber por qué, hermano? Pues te lo diré –interpuso Jorge con dureza–. Estoy cansado de vivir a la sombra de Leonardo y de la tuya. Estoy cansado de que se me trate como un niño. No sabes cuánto duele que murmuren a tu espalda pensar que Jorge Fabres partió a esconderse a su hacienda para no verse involucrado en esto. O qué pena que no sacó el coraje y valor que derrochan sus hermanos –dijo en forma vehemente, desahogándose tras años de silencio.

    –Pero eso no es cierto… –alcanzó a decir Fernando.

    –Claro que lo es, hermano. No he hecho nada. Solo me he quedado como un espectador viendo cómo la historia sucede frente a mis ojos –aseveró, ya más aquietado–. Pero eso ya es pasado. Ha llegado la hora de dejar todos mis temores atrás y de enfrentar el peligro con el fin de cimentar los sueños de una nueva patria libre naciente –agregó. Luego se marchó, dejando solo a su hermano.

    El hermano mayor apretó fuertemente su mandíbula y tragó saliva intentando calmarse.

    –Primero Leonardo y ahora Jorge –se lamentó sincero, observando cómo su familia se dividía sin que él pudiera hacer algo.

    Sin conseguir aún tranquilizarse del todo, sintió su angustia crecer al recordar su última conversación con Leonardo. Discusión acontecida unos pocos días antes de que este se decidiera a seguir a Carrera. Altercado que había terminado por alejarlos.

    –¡Cómo puedes vender los caballos que criamos en la hacienda a los españoles, que solo se están preparando para atacarnos y tomar el gobierno! –le reprochó Leonardo a su hermano.

    –Ya te he dicho que para mí son todos iguales. Dicen querer lo mejor para Chile, pero cuando tienen la posibilidad de cambiar, el poder los ciega –contestó Fernando irritado.

    –Pero nosotros los jóvenes podemos hacer el cambio.

    –La inexperiencia solamente traerá anarquía. No se puede cambiar un sistema de gobierno establecido durante siglos por otro completamente opuesto sin esperar grandes problemas.

    –Está claro que habrá contratiempos. Pero los enfrentaremos y sabremos superarlos por un futuro mejor.

    –Para de hablar en plural –insistió Fernando–. ¡Mi país es esta hacienda, mi pueblo es mi familia y mi gobierno soy yo!

    –Un gobierno que sigue de rodillas ante su amado Rey.

    –¡No digas estupideces! –exclamó enojado Fernando, a la vez que tomaba por el cuello a su hermano–. Tú mejor que nadie sabes que no tengo rey.

    De vuelta a la realidad, Fernando colocó ambas manos sobre su rostro, sin saber cómo actuar. Por primera vez desde su infancia rezó. No porque sus hermanos volvieran pronto a casa, pues no creía en los milagros; oró por encontrar las respuestas para conseguir protegerlos del calvario que de seguro se les avecinaba.

    6

    Ciudad del Vaticano, 2005

    El cardenal Montella, uno de los más cercanos colaboradores del sumo pontífice, estaba en su despacho observando el vitral con la imagen de San Pedro ubicado frente a su escritorio. Con sus manos temblorosas arrugó el documento que acababa de recibir y lo lanzó a la chimenea que se mantenía prendida. Luego, intentando volver a la calma, sujetó en su mano derecha el crucifijo que colgaba de su cuello, y sintiendo cómo la corona de espinas de Jesucristo oprimía sus dedos, se animó a hablar con el hombre que paciente lo esperaba de pie.

    –Hemos sido traicionados y el papa quiere que seas tú quien se haga cargo.

    –Me honra –respondió el individuo sin titubeos.

    –Deberás tener cuidado, porque nuestros enemigos están al acecho en todos lados.

    –Siempre lo he tenido.

    –¿Comprendes que en el objeto que deberás recuperar está alojado el secreto que regirá el destino de nuestro presente y futuro?

    –No es necesario que me lo repita.

    –Nunca me ha agradado tu exceso de confianza.

    –Nunca me ha interesado agradarle.

    –Siempre tan sincero, Berardi –dijo Montella con una mueca que denotaba ironía, pero también cierto cariño. Luego realizó un gesto indicando al hombre que abandonara su despacho.

    –Pronto tendrá noticias de mí –sentenció Berardi, y rápidamente desapareció como una sombra en la penumbra.

    7

    Santiago, 1814

    Sentencias, órdenes y proclamas brotaban de la mente de los oficiales patriotas.

    Nunca antes había sido tan insegura la vida de quienes no contribuían con todo su esfuerzo a la defensa de la causa libertaria. Dentro de este agitado escenario, Leonardo descubrió sorprendido a su hermano menor entre las filas patriotas.

    –¿Qué haces aquí? –le preguntó contrariado.

    –Preparándome para la batalla al igual que tú –respondió Jorge, molesto por sentirse reprendido frente a sus nuevos camaradas–. Me he puesto a las órdenes de la división de O’Higgins, porque solo un sacrificio total puede conducirnos a la salvación de nuestra patria.

    –¿Fernando está al tanto de esto? –inquirió Leonardo nada convencido de que su hermano entrara en combate.

    –Lo está y nada pudo hacer para disuadirme. Ya soy un adulto, y la decisión es mía y de nadie más.

    –Sí, pero… –alcanzó a cuestionar Leonardo.

    –No aceptaré ningún pero, hermano –interrumpió Jorge desafiante–. Si no me apoyas, mejor vete, ya es tarde para reproches.

    –Muy bien –dejó escapar Leonardo, consciente de que persuadirlo de que volviese hacia la hacienda sería imposible. Entonces optó por decir–: Pero no me puedes negar luchar junto a ti.

    Tras explicarle a su amigo José Miguel las razones por las que abandonaría temporalmente su división para sumarse a la de O’Higgins, marchó junto a su hermano; pasaron la noche en vela. No podían sacarse de la cabeza el hecho de que avanzaban hacia lo que, ambos bandos lo sabían, sería la batalla decisiva por definir el futuro del país.

    No obstante, los hechos se precipitaron, y quedaron sitiados en la plaza de Rancagua.

    Una vez amurallados en dicha ciudad, se dio inicio a la batalla.

    La resistencia ya estaba organizada.

    En las cuatro calles se colocaron barricadas y trincheras.

    El abanderado Ignacio Ibieta, tras orden del propio O’Higgins, izó la bandera de Chile en conjunto con un crespón negro, en señal de que el combate sería hasta la muerte.

    Así, en un abrir y cerrar de ojos, Rancagua se convirtió en un infierno de gritos de dolor, valentía y muerte. Los realistas, seguros de una fácil victoria, se lanzaron al ataque de la plaza sitiada, ansiosos por terminar rápidamente la batalla. Pero la respuesta de los chilenos fue vehemente: recibieron a los españoles con descargas, sables y bayonetas que no les permitían el paso. La defensa parecía inexpugnable para los realistas, quienes al darse cuenta de que no podían quebrar la resistencia retrocedieron temporalmente.

    Las bajas y heridos se contaban en gran cantidad en ambos bandos.

    La batalla parecía alargarse mucho más de lo esperado a los ojos de los españoles; desesperados, estos dispusieron un recurso tan efectivo como cobarde para acabar con el sitio.

    Procedieron a incendiar la plaza de Rancagua, y cortaron la acequia que surtía el agua. Después, aprovechando el desconcierto criollo, se ordenó una arremetida general.

    Sin embargo, no hubo rendición.

    Los patriotas, como una bestia acorralada, sacaban sus lados más salvajes, conteniendo todos los ataques. Empero, el agotamiento fue apoderándose irremediablemente de los cansados cuerpos de los chilenos, quienes ya no guardaban fuerzas ni siquiera para llorar a sus compañeros fallecidos.

    Leonardo, agotado de tanto combatir, se escudó por unos instantes tras una trinchera, procurando reponer sus fuerzas. Luego de recobrar su aliento, se preguntó cómo habían llegado a esto. El cansancio no le permitía pensar con claridad, por lo que dar con las respuestas correctas le parecía casi imposible.

    Lo que sí sabía con certeza era cómo había empezado toda esta serie de sucesos que lo tenían atrapado en esa infernal plaza.

    Santiago, 18 de septiembre de 1810, pensó entrecerrando sus ojos.

    …Ese día, y sin mayores inconvenientes debido a la gran organización mostrada por los patriotas que repletaron el lugar, principalmente con adherentes a su causa, fue aprobada por aclamación popular la formación de una junta nacional presidida por don Mateo de Toro y Zambrano. Dicho consejo tendría por función dirigir los destinos de Chile mientras el rey español estuviese encarcelado por Napoleón Bonaparte.

    No obstante, estos acontecimientos hicieron que Chile se separara en dos bandos irremediablemente antagonistas: los realistas y los patriotas.

    Los primeros veían como una farsa encubierta la declaración de obediencia al Rey por parte del actual gobierno, mientras que los patriotas percibían la junta como algo superficial, y deseaban cambios más profundos.

    Fue el propio José Miguel Carrera quien, después de poco más de un año y tras sucesivos golpes de Estado realizados junto a sus hermanos, los llevó a cabo.

    Sin embargo, Carrera, con su actitud altanera, no solo despertó las antipatías de la poderosa aristocracia que se sentía desplazada por tan arrogante joven; también debió enfrentarse a la creciente influencia de O’Higgins, quien solapadamente comenzaba a orquestar los planes diseñados con Miranda.

    Sus continuas rencillas y enfrentamientos los llevaron a dividir a la ciudadanía patriota en dos posturas contrapuestas, y debilitaron las fuerzas de sus tropas frente al enemigo que tenían en común. Este desencuentro se tornó insostenible al momento de decidir la estrategia para detener al ejército realista, que se acercaba a paso seguro hacia la capital.

    Mientras Carrera prefería levantar fortificaciones en la Angostura de Paine para cerrarle así definitivamente el paso al enemigo, O’Higgins, quien observaba receloso cómo el plan de emancipación se estaba llevando a cabo sin la necesidad de contar con él, diseñó una táctica alternativa que le devolvería el protagonismo perdido.

    Bernardo esta vez no dio su mano a torcer, y logró un acuerdo que lo dejó satisfecho: su división actuaría como primer obstáculo de resistencia; si su defensa se hacía imposible de mantener, se replegaría

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