Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Adiós papá: Novela erótica
Adiós papá: Novela erótica
Adiós papá: Novela erótica
Libro electrónico187 páginas2 horas

Adiós papá: Novela erótica

Calificación: 1 de 5 estrellas

1/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Erotismo sí, puro y duro, sin niños ni violencia, pero con alegría, placer, amor, delicadeza, pasión, cariño, respeto, afecto...

Erotismo sí, puro y duro, sin niños ni violencia, pero con alegría, placer, amor, delicadeza, pasión cariño, respeto, afecto...

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 mar 2020
ISBN9788418073892
Adiós papá: Novela erótica
Autor

Antonio Riera

Antonio Riera nació en la ciudad catalana de Barcelona (España).

Relacionado con Adiós papá

Libros electrónicos relacionados

Erótica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Adiós papá

Calificación: 1 de 5 estrellas
1/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Adiós papá - Antonio Riera

    Adiós papá

    Novela erótica

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418104046

    ISBN eBook: 9788418073892

    © del texto:

    Antonio Caralps

    © del diseño de esta edición:

    Penguin Random House Grupo Editorial

    (Caligrama, 2020

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com)

    © de la imagen de cubierta:

    Shutterstock

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A la memoria de Juan.

    Antonio Caralps

    Adiós papá

    Novela erótica

    Erotismo sí, puro y duro, sin niños ni violencia,

    pero con alegría, placer, amor, delicadeza,

    pasión cariño, respeto, afecto...

    Antonio Caralps nació en la ciudad

    catalana de Barcelona (España).

    Primavera

    Era primavera. Bajaba, como cada día, por la calle Balmes, en su coche. A aquella hora de la mañana el tráfico era muy importante, pero fluido. En algunas de las paradas en los semáforos, Luis miraba al cielo estudiando las nubes, también como siempre. Ese día había nubes altas divididas, o sea, cirros. Las nubes eran blancas y el cielo tenía un color azulado. A Luis le gustaba el cielo de Barcelona. Esta fue la razón por la que compró un sobreático en el Putget, desde donde podía dominarlo; también el mar, en las raras ocasiones en que era visible, y los tejados de una gran parte de la ciudad. Torció a la derecha por la ronda Universidad, recorrió un tramo de la calle de Sepúlveda y subió por Aribau hasta la avenida Roma, que siguió hasta la calle Tarragona, donde, como cada día, observó unos instantes el monumento de Miró, con su negra y obscena huella digital en el mismo centro del vientre. Y enfiló después la Gran Vía de las Cortes Catalanas hacia su puesto de trabajo, en el hospital de Bellvitge.

    Se encontraba bien, aunque una ansiedad terrible que él luchaba por borrar de su vida iba y venía como una marea desde «aquello». Las relaciones con su mujer eran aceptables ahora y su trabajo experimental ofrecía buenas perspectivas. Había diseñado un protocolo para intentar demostrar el fenómeno del cáncer por la existencia de cambios fundamentales en fragmentos definidos del ADN. Le corría mucha prisa aplicarlo, porque en otros laboratorios que él conocía bien, casi con seguridad iban a seguir líneas de estudio parecidas. Pero había ahora ese maldito problema de los ratones y de sus jaulas, cuya compra no había conseguido introducir en el presupuesto anual del hospital.

    Cuando se sentó ante la mesa de su despacho pidió a Carmen, su secretaria, que buscara enseguida el teléfono del subsecretario de Educación. A Luis le pareció que Carmen estaba ojerosa y algo marchita. Llevaba la bata blanca muy poco ajustada, pero en su fina textura se dibujaba fácilmente su ropa interior cada vez que una parte de su cuerpo se pegaba a ella. Carmen llevaba sujetador y sus bragas eran probablemente bastas y de la marca Fémina. Luis seguía perfectamente su dibujo cuando Carmen se ponía en cuclillas o se inclinaba hacia delante o se sentaba. Luis no se sentía atraído por Carmen, aunque no podía explicar el porqué. En un tiempo, cuando empezaron a trabajar juntos, cinco años atrás, Luis meditó la posibilidad de vivir una aventura con ella, pero finalmente desistió. En un análisis superficial podía encontrar por lo menos tres razones para ello.

    A. Tenía algunos dientes de oro, aunque solamente se veían si soltaba una carcajada.

    B.En ocasiones, se adivinaba una compresa debajo de la braga.

    C.Y, finalmente, algunas veces su cuerpo despedía un ligero pero indiscutible hedor.

    El subsecretario no estaba en su despacho. Luis indicó a la telefonista la urgencia del caso y ella prometió dejar el recado para que el subsecretario pudiera telefonear en cuanto fuera localizado. Luis desconfió de la promesa y prefirió volver a llamar un poco más tarde.

    Cerró la puerta del despacho, redujo las aberturas de la persiana graduable para quedar en penumbra, se arrellanó en su sillón, puso los pies sobre la mesa y meditó sobre el protocolo del trabajo experimental.

    Recibió dos o tres llamadas que le distrajeron y, finalmente, más tranquilo que a su llegada, llamó otra vez al subsecretario de Educación y otra vez la llamada fue inútil.

    Había recurrido a fundaciones benéficas para conseguir el apoyo económico necesario, pero las dos con las que contactó habían cubierto su cupo de ayudas para aquel año. Lo mismo ocurría con los laboratorios farmacéuticos. El enojo por haber sido rechazado su proyecto de investigación por la Comisión Delegada para Investigación del Instituto Nacional de Previsión persistía todavía; no había podido saber el nombre del responsable del rechazo, pero se imaginaba que era Chueca, el catedrático de Fisiología de Madrid, que iba muy retrasado en sus investigaciones y no quería permitir que Luis se adelantara. Además, Chueca no había felicitado nunca a Luis tras una conferencia, especialmente, tras la del congreso de Córdoba, que, le constaba a Luis, había impresionado profundamente al auditorio. Había descrito una nueva vía para el conocimiento del origen del cáncer que Chueca no había ni siquiera vislumbrado en su parlamento de introducción. Y en el intermedio huyó literalmente del recinto para no verse en la necesidad de celebrar su aportación. Luis pudo adivinar aquel día, por la acentuación de su palidez, que Chueca se había sentido herido en lo más profundo por el descubrimiento de su colega.

    Hacia las doce buscó entre sus libros, como siempre, Camino recto y seguro para llegar al cielo, escrito en 1858 por el arzobispo de Cuba don Antonio Claret, y escogió al azar una oración que leyó fervorosamente:

    Miradme, ¡oh, mi amado y buen Jesús!, postrado en vuestra santísima presencia. Os ruego con el mayor fervor que imprimáis en mi corazón los sentimientos de fe, esperanza, caridad, dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderos, mientras que yo, con todo el amor y con toda la compasión de que soy capaz, voy considerando vuestras cinco llagas, comenzando por aquello que dijo de vos, ¡oh, mi Dios!, el santo profeta David: «Han taladrado mis manos y mis pies, y se pueden contar todos mis huesos».

    Rezó después tres padrenuestros y los ofreció a la santísima Virgen para alcanzar la humildad, la pureza y el amor. En su agenda de tapas negras de plástico, anotó cuidadosamente, como hacía en el colegio, las indulgencias de la oración —veinticinco días— y las sumó a la cifra anterior, con lo que dio un total para ese mes de ciento cincuenta y siete días.

    Poco antes de ir al comedor del hospital, llamó a Lola para que tuviera preparada en su casa a Flor a las 3:27 en punto. Había sentido el aguijón del deseo en el epigastrio, cerca del apéndice xifoides, y, tras un leve intento por desistir, hizo finalmente la llamada

    * * *

    En aquel tramo de la calle Entenza era difícil aparcar el coche, pero lo consiguió finalmente, aunque con mucho trabajo, de modo que se preocupó brevemente pensando en la dificultad de la salida.

    El zaguán de la casa de Lola era oscuro y refrescante y la lucecita roja del techo permitía leer la cifra de la edificación grabada sobre el vidrio: 1881. Subió por la escalera de puntillas, vigilando por el hueco para evitar a algún vecino, y se detuvo ante la puerta del entresuelo primera. Se pegó a ella para quedar cubierto por la oscuridad y apretó levemente el botón del timbre.

    Lola entreabrió la puerta y Luis entró sin decir palabra, agarrando un instante el pubis de la anciana mujer. Recorrió el corto pasillo y entró en la habitación de sus citas. A través de la cortina presentía a Flor, sentada tristemente, como siempre, sobre el borde de la cama que quedaba frente al balcón. Luis musitó un «¡Hola!» que procuró llenar de cordialidad y en pocos segundos se desnudó del todo. Se acercó al lavabo, lavó con agua el glande y el prepucio y, procurando no mirar a la mujer, se echó sobre la cama. Flor había preparado las almohadas como a él le gustaba, es decir, una en el lado del cabezal y otra en el lado de los pies, y procedía a desnudarse.

    Luis tenía los ojos cerrados y podía oír el ir y venir de Flor, que él gustaba más de imaginar que de ver. Flor, la filipina Flor, levantaba su vestido floreado y lo sacaba con cuidado procurando no despeinar los rizos de su cabeza. «¿Llevaba sujetador?». Sí, y Luis oía el clic del cierre, que se abría simplemente presionando sobre uno de sus lados. Los pechos, pequeños, enhiestos, quedaban liberados de su sujeción, pero, debajo de ellos, sobre la piel, podía verse la señal de la apretura durante unos minutos. La piel morena brillaba ahora con alguna de las luces que se filtraban por la persiana y el estor del balcón. Flor no se sacaba nunca las bragas en la habitación de la cama, sino en la del lavabo, tras la cortina, inmediatamente antes de lavarse en el bidé. Luis oía correr el agua y el casi cantarín chapoteo de las abluciones genitales. Adivinaba a Flor secándose con la toalla y poniéndose las bragas otra vez. A Luis le gustaba que Flor entrara en la habitación, dejara la toalla sobre una silla, se tendiera suavemente a su lado y se acurrucara junto a él. Él, entonces, tiraba suavemente de sus bragas hacia abajo y ella protestaba infantilmente, haciendo como que se resistía a ello.

    Siempre hacían lo mismo. Él buscaba con sus labios la boca ancha, carnosa, y la besaba profundamente, introduciendo su lengua entre los dientes, acariciándolos ano a uno con su punta. Con la mano tiraba de sus pezones ligeramente y ponía su muslo entre los de ella. Él gemía suavemente y le decía al oído obscenidades que parecían excitarla, porque, cuanto más obscena era la frase, más se removía Flor y gemía a su vez. Después, siempre con los muslos entrecruzados, Luis bajaba la mano por el vientre hasta acariciar su vello pubiano, negro y espeso, hasta introducir el dedo entre los labios y juguetear con el clítoris.

    Para Luis era importante colocarse con la cabeza sobre la almohada situada a los pies de la cama y acariciar el periné de la muchacha a la vez que ella entreabría ampliamente las extremidades inferiores, colocando un pie a cada uno de los lados del tronco de él. Luis cerraba los ojos y repasaba mentalmente la anatomía de los músculos que acariciaba. De Flor le gustaba especialmente acariciar el borde del gran ligamento sacrociático, que hacía vibrar como una cuerda de violín a uno y otro lado de la vulva. Descendía después su dedo pulgar entre los labios mayores y menores, permitía que se insinuara en el interior de la vagina y acariciaba el fruncido orificio del ano, que se contraía al contacto, buscando dos o tres largos pelos de alrededor, cuya presencia le excitaba mucho.

    Luego, Flor ponía a Luis bien tendido sobre la cama y, en cuclillas, manteniendo asombrosamente el equilibrio, se situaba encima de él e introducía su pene en la vagina. A Luis le excitaba sobremanera esa visión que percibía en la penumbra: Flor en cuclillas moviéndose acompasadamente y un largo pene introducido, o colgado, de la sombra de su periné, en una imagen claramente sugestiva de introducción en el movimiento descendente de Flor, y de defecación en el ascendente.

    Luis permanecía atento al orgasmo de Flor, más atento aún que al suyo propio. Flor tenía un orgasmo breve pero violento. En cuclillas como estaba, entrelazaba los dedos de sus manos con los de Luis y se movía violentamente hacia adelante y atrás al tiempo que gritaba: «¡Vamos, vamos!». Después, caía suavemente sobre el tronco de él y quedaba acurrucada, palpitante su corazón, que él sentía sobre el suyo, unos minutos. Entonces, su frente siempre se cubría de sudor, aun en lo más crudo del invierno, que en casa de Lola era casi igual de crudo que en plena calle.

    Al salir de la casa, el arrebol pasional que Luis había sentido al entrar se convertía siempre en tedio, porque el sexo sin pasión le parecía repetitivo. Pero eso duraba poco. Y comenzaron los remordimientos. Ese día comenzaron en la misma escalera de casa de Lola, justo debajo de los dígitos grabados en el vidrio de la entrada: 1881. Recorrió con el coche un tramo de la avenida Mistral, bajó por Rocafort y se dirigió Paralelo abajo, hasta la calle Vila Vilá. Siguió por ella, torció por Conde del Asalto, atravesó el Paralelo y dejó el coche aparcado de cualquier manera, sobre la acera, en la calle del Abad Zafont. Cada vez más nervioso, anduvo hasta el huerto de San Pablo y penetró en la iglesia.

    * * *

    Se resistió a leerla como acostumbraba, pero cedió a la tentación como solía hacer también. Estaba desayunando en el bar Cleries, de rambla de Cataluña esquina con Diputación, comiendo tortilla de patatas y leyendo La Vanguardia Española. La esquela estaba insertada entre otras muchas: «Laura ha fallecido a los dieciocho años».

    Era un tormento para él esa lucha que comenzaba al leer el periódico y que acababa cediendo a la tentación. Aquel día se opuso tenazmente a su violento deseo. Acudió al edificio oficial del paseo de San Juan, donde el subsecretario de Educación había resuelto finalmente recibirle. El ambiente era muy fresco y contrastaba con el calor de la calle. Le hicieron esperar en un amplio salón, sentado en una butaca sobre una alfombra notablemente espesa, junto a un gran mueble lleno de incrustaciones de nácar, en cuya parte alta se podía leer: «Recuerda el pasado, construye el presente, provee el futuro». Una señorita opulenta le advirtió que debería esperar unos minutos. Iba vestida con un espeso traje, demasiado ancho para que Luis pudiera adivinar los relieves de su ropa interior, aunque se distrajo imaginando los modelos que podían corresponder a las características de la mujer. La falda era muy larga y asomaban por debajo dos gruesas pantorrillas con músculos prominentes que se afilaban con exageración en el tendón de

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1