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El hombre que atropelló a Jesucristo
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El hombre que atropelló a Jesucristo
Libro electrónico297 páginas4 horas

El hombre que atropelló a Jesucristo

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Información de este libro electrónico

No es recomendable atropellar a quien te juzgará en el juicio final.

Coincidiendo con el inicio de la campaña electoral de las elecciones municipales de la pintoresca población de Castillo del Mar -no tiene ningún castillo y la costa más cercana está a 227 km-, Óscar Mesas, candidato a la alcaldía por el Partido de las Personas, atropella a un hombre en una de las calles de la localidad.

Poco después del accidente, Óscar descubre que el hombre al que ha atropellado es el mismísimo Jesucristo.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento15 jun 2019
ISBN9788417947767
El hombre que atropelló a Jesucristo
Autor

Juan Ignacio Carrasco

Juan Ignacio Carrasco Roig (Peñíscola, 1973) es licenciado en Ciencias de la Comunicación y diplomado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Se ha dedicado al cine desde el punto de vista periodístico, tanto en prensa y radio como en televisión. Ha sido director del Festival Internacional de Cine de Peñíscola, certamen que fue galardonado con el premio Expocine, por la promoción del séptimo arte en el ámbito local. Debutó en el mundo literario con la obra Entre nosotros (Debolsillo, 2010), una novela de vampiros en tono de comedia.

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    El hombre que atropelló a Jesucristo - Juan Ignacio Carrasco

    El hombre que atropelló a Jesucristo

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788417915360

    ISBN eBook: 9788417947767

    © del texto:

    Juan Ignacio Carrasco

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi padre

    1

    NIEVE

    Nevó. Nevó mucho. Nevó mucho para tratarse de un lugar en el que jamás había nevado. Nevó mucho para tratarse de un lugar en el que jamás había nevado, y a pocos días del inicio de un verano septentrional. La comisión permanente del consejo rector del Colegio Superior de Meteorólogos de la Región Sudeste decidió emitir, tras tres horas y veintisiete minutos de reunión, un comunicado con el que se pretendió dar explicación a aquel inusual fenómeno. Al parecer, la nevada había sido consecuencia de la combinación de depresiones deprimentes, aires polares caribeños, un flujo de corrientes oceánicas que habían ido zigzagueando por ahí sin ton ni son, la emisión de gases muy malignos —pero malignos de maldad— por parte de un volcán islandés de Islandia y un alarmante aumento de media décima de grado en la temperatura del agua en la costa norte del mar Caspio. Hay que señalar, no obstante, que, en aquella reunión de meteorólogos subvencionados, uno de los asistentes propuso decir la verdad, y esta no era otra que reconocer que no tenían ni idea de por qué había nevado en un lugar donde jamás lo había hecho antes y, además, en pleno mes de junio. Aparte de recibir el rechazo unánime de sus compañeros, el consejero que propuso dar a conocer a la población las limitaciones de la meteorología contemporánea como ciencia predictiva acabó siendo expulsado del Colegio Superior de Meteorólogos de la Región Sudeste.

    —Con el pan de nuestros hijos no se juega —empezó diciendo el jefe regional de los hombres y las mujeres del tiempo de la parte de abajo a la derecha del mapa del país, tras escuchar aquella absurda propuesta—. No podemos perder nuestro prestigio porque a cuatro paletos les haya nevado en su pueblo. ¡Si ni siquiera llegó a cuajar la nieve! El secretario hará un informe chorra explicando la tontería esa de la nieve, lo colgaremos en la web y fin de la historia. Ah, y a Don Íntegro se le abrirá un expediente disciplinario y, hala, a dar por culo a otro sitio.

    »¿Decir la verdad? ¡Por Dios, qué locura! ¿Cuántos compañeros han muerto para arrancar la predicción del tiempo de las oscuras manos de brujos y labriegos? Es cierto que nos equivocamos mucho, cierto es también que a veces acertamos de casualidad, pero nuestras equivocaciones y nuestros aciertos son en nombre de la ciencia. ¡La ciencia, hermanos! ¿O acaso creen ustedes que debemos hincar la rodilla ante cualquier sujeto reumático o similar que, merced a la más mínima molestia, se atreve a hacer vaticinios meteorológicos?

    La mañana de la gran nevada, el señor Luis Potro se despertó con un agudo dolor en el dedo gordo de su pie derecho e informó a su esposa, María Jesús, de que eso significaba que un acontecimiento extraordinario iba a suceder ese día. La señora María Jesús —conocida en su pueblo como la Pajaritos, por algo oscuro relacionado con un acordeón— no le dio la razón, pues tenía la costumbre de replicar cualquier afirmación de su cónyuge. Esto de replicar siempre, no lo hacía por vicio..., bueno, por vicio también lo hacía, pero la razón principal de llevar la contraria se debía a que su esposo siempre se equivocaba. «Sí, vale, siempre me equivoco, por eso me casé contigo, pero estoy seguro de que hoy va a pasar algo». Nada más empezar a nevar, el señor Luis Potro sacó ese energúmeno que todos tenemos dentro y, llevado en brazos de la «energumenez», comenzó una retahíla de sandeces, exabruptos y reproches. Y sí, el dolorcito del dedo gordo de su pie derecho estaba en lo cierto y ese día ocurrió algo extraordinario. Pero no fue lo de la nevada, sino enterarse, debido al enfado al que había llevado a su señora, de que Luisito, su único hijo, resultaba que no lo era. No es que no fuera único, eso sí, sino lo otro, lo de ser hijo. El espermatozoide que había intervenido en la fecundación de Luisito Potro había sido aportado por el batería de la Orquesta Splendor, un conjunto musical algo lamentable que había actuado once años atrás en la verbena popular de las fiestas patronales.

    Luisito, mientras su familia nuclear se estaba yendo al garete, se encontraba en la escuela del pueblo, mirando boquiabierto cómo nevaba, asomado a una de las ventanas de su aula. Aunque, bueno, para él aquello no era nieve, sino... «¡Está lloviendo leche!». ¡Qué genialidad la del muchacho! No, de genialidad nada, realmente creía que llovía leche. Y es que Luisito era lo que los más insignes pedagogos han definido como un zopenco. Un psicólogo infantil, después de descartar la dislexia, les dijo a sus padres —bueno, a su madre y al esposo de esta— que podía ser que lo que le pasaba al chaval era que fuera superdotado y por eso le iba mal en la escuela, porque el sistema educativo se le estaba quedando pequeño. Pero no, le hicieron un test y, vale, de haber sido un chimpancé, estaríamos ante un ser muy por encima de la media, pero para alguien llamado Luisito los resultados fueron muy preocupantes. Se ha de reconocer que Luisito compensaba sus limitaciones intelectuales con esfuerzo y dedicación. Que era un esfuerzo baldío y que no se sabía muy bien a qué se dedicaba el crío cuando se suponía que se estaba dedicando a algo jamás le importó a su maestra, Anabel Mata —profesionalmente conocida como la Seño—, quien siempre estaba muy atenta a cualquier progreso que hiciera Luisito; algo que podría ser considerado una pérdida de tiempo total para todo aquel que conociera a la criatura. Puede que lo que Anabel sentía realmente por Luisito fuera una mezcla de cariño y compasión, y por eso su única pretensión era que, ya que el futuro bastardo musical no iba a ser una eminencia ni nada que se le pareciera, por lo menos no recordara en el futuro su etapa escolar como algo traumático. Y a ella le hizo mucha gracia que Luisito dijera que estaba lloviendo leche y, mientras todos los críos de la escuela salían al patio para experimentar lo que nunca habían experimentado antes, llamó a su esposo para contarle la supuesta genialidad del hijo del batería de la Orquesta Splendor.

    —¿No te parece graciosa la ocurrencia de Luisito?

    —Pero ¿es una ocurrencia o es que él realmente cree que está lloviendo leche?

    —Lo segundo, Óscar. Yo ya le he dicho que es nieve. Luego, le he intentado explicar lo que es la nieve, pero creo que no me ha entendido.

    —Bueno, también hemos de tener en cuenta que aquí nunca ha nevado.

    —¡Y estamos en junio!

    —Sí, eso, y encima estamos en junio. Es normal que le sorprenda algo así y, no sé, a lo mejor eso de la leche demuestra que no es un caso perdido, ¿no? Por lo menos ha acertado con el color.

    —Sí es un caso perdido, Óscar. Pobrecito.

    —Oye, ¿y qué me dices de la nevada? —preguntó Óscar para cambiar de tema, pues acababa de notar cierta tristeza en el tono de voz de su esposa.

    —Una cosa rarísima.

    —A ver qué explicación dan los meteorólogos.

    —No darán ninguna, Óscar. Seguro que se inventarán cosas absurdas para salir del paso y ya está.

    —No, mujer, son científicos, no harán eso.

    —Sí lo harán. Nadie puede saber por qué está nevando en un sitio donde nunca lo ha hecho y casi en verano. Además, a lo mejor ni se molestan en dar explicaciones, porque van a acabar siendo cuatro copos mal contados que ni siquiera van a cuajar.

    El tono apagado de Anabel seguía gobernando en la conversación del matrimonio, y Óscar decidió rendirse y decirle a su esposa que debía colgar porque tenía mucho trabajo. Mentira. En aquel momento, en Letras Dulces solo estaban Óscar y su empleado a tiempo difuso y cuñado Marcos. Este era cuñado por parte de Anabel; o sea, que era su hermano, hermano de ella, claro, no de Óscar, porque entonces no sería su cuñado, sería su hermano, el suyo, el de él, no el de ella; bueno, de ella sí era hermano, por eso era cuñado de Óscar por parte de Anabel. Y Letras Dulces era una cafetería papelería bollería librería, pero no en este orden. El nombre había nacido del ingenio de Julia, la hija menor de Óscar, quien por aquel entonces rozaba los ocho años por arriba. El ingenio de la cría consistió en darse cuenta de que su padre iba a montar un negocio de cosas con letras y de cosas con azúcar. Como el avispado lector habrá deducido, si Julia era la menor, quiere decir que no era hija única. Bien deducido. Julia tenía una hermana mayor, Elena, una joven sumergida en la edad del pavor —que es como la edad del pavo de toda la vida, pero con redes sociales y música insufrible—. Elena propuso como nombre para el negocio de su padre «Vaya Mierda!»; así, sin signo de exclamación al principio, porque ponerlo se ve que era de gente medieval. El nombre fue rechazado ante el asombro y la indignación de Elena, que se tomó aquello como una afrenta personal que provocó, a su vez, un berrinche con palabrotas en inglés y la amenaza de hacerse un tatuaje en una parte de su cuerpo que su madre dudaba mucho que pudiera tatuarse, y que nadie se atrevió a explicarle a Julia lo que era y dónde estaba. Vaya Mierda!, aunque parezca mentira, acabó recibiendo más votos que la propuesta hecha por Marcos. Él apostó por Puticlub Outlet. En cuanto a Anabel, ella creyó que al negocio le iba a ir de narices el nombre de La Magdalena de Proust, pero, después de que su marido preguntara qué cosa era un prus, retiró la propuesta y acabó apoyando la idea de Julia. Esto no sentó bien a Elena, que consideró que aquello era un favoritismo arbitrario y condescendiente hacia una personita que ni siquiera sabía lo que era el clítoris.

    Óscar no propuso ningún nombre para su negocio porque en ese tema había decidido limitarse a hacer lo que su esposa considerara oportuno. Y es que la idea de poner en marcha Letras Dulces había sido de Anabel; en realidad, no era otra cosa que un intento de que su esposo superara una profunda depresión que estaba hundiendo a su familia. Óscar se había pasado media vida ejerciendo de contable en una empresa quesera. Contaba quesos. No era un trabajo muy emocionante. No, no lo era. En los varios lustros que pasó Óscar en la quesería Hijos del Difunto Nuño Alpuente ­­­­­—«Queseando la vida desde 1953»—­­­­­­­­­­­ solo le ocurrieron dos cosas de un cierto interés. La primera fue encontrarse un ojo de cristal, azul turquesa, incrustado en un queso fresco. Eso sí, el ojo era muy bonito. La segunda cosa interesante fue el cierre de la quesería. Al parecer, según eminentes estadistas y reputados economistas, a miles y miles y miles de malas personas no se les ocurrió otra cosa que vivir por encima de sus posibilidades y esto se ve que provocó una crisis económica sin parangón que, de rebote, afectó a los belgas que habían comprado la quesería a los huérfanos del señor Alpuente y el negocio quebró. A Óscar le dieron una buena indemnización, una elogiosa carta de recomendación escrita de aquella manera y cuatro kilos de queso fresco rancio, pero sin ojos. Óscar, por entonces un incipiente cuarentón optimista, se tomó aquello como un reto y, muy seguro de sí mismo, hizo suyo el refrán: «Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana». Pero, al parecer, esto al final solo es aplicable si eres Moisés o trabajas de cerrajero en el Vaticano. A nadie le interesaba contratar a un señor con edad de haber visto caer el muro de Berlín y que era un «esperto conteiro de fromajos», como rezaba su carta de recomendación. El poco trabajo que había era para jóvenes predispuestos a cobrar una miseria y que supieran qué era un CM. Los contables ya no eran útiles porque ya no había casi nada que contar. Y Óscar, como contable que era, se dio cuenta de que ya no era útil, pero no solo para trabajar, sino para la vida en general. Había pasado de ser uno de los pilares de su familia a sentirse una carga. Anabel intentaba animarlo diciéndole que aquello no era más que una mala racha y que estaba segura de que él encontraría un buen trabajo, ya que era una persona muy activa y preparada. Pero los ánimos de su esposa fueron interpretados por Óscar como los reflejos de la compasión hacia un derrotado por la vida. Óscar fue encerrándose cada vez más en sí mismo, sintiéndose culpable de cualquier contratiempo que aconteciera en su hogar. Y llegó un día en el que quiso desaparecer. Y Anabel se rindió.

    Una mañana, a la hora del recreo, Marcos se acercó a la escuela del pueblo. Anabel charlaba con un compañero en una esquina del patio mientras ambos vigilaban de reojo a todos los críos que pululaban por el lugar perpetrando maldades varias. Las hemorragias nasales habían descendido en dos puntos porcentuales en el último trimestre, pero los mordiscos a traición habían seguido con su crecimiento exponencial y cualquier vigilancia era poca. Cuando Marcos estaba ya junto a la valla que separaba la escuela del mundo de los vivos, soltó un silbo gomero sacado de contexto que hizo que todos los bichos escolares aquellos se quedaran un instante paralizados y que Anabel y su compañero se giraran automáticamente hacia él.

    —¿Pasa algo? —le preguntó Anabel a su hermano tras acercarse a la valla.

    —Pasar, lo que se dice pasar, pasan muchas cosas, Anabel.

    —Sí, pasan muchas cosas, pero solo una de ellas te ha traído hasta aquí.

    —Óscar.

    —¿Le ha pasado algo? —preguntó Anabel muy asustada.

    —Sí, perdió el trabajo hace más de un año, y ahora creo que va a perder todo lo demás —sentenció Marcos con un tono que jamás había utilizado para hablar con su hermana—. Ya sé que no tienes muy en cuenta nada de lo que digo, pero...

    —Sí tengo en cuenta lo que dices.

    —No es verdad, porque solo suelo decir tonterías. Así que no me mientas, hermanita. Digo tonterías porque no me gusta que la gente sepa lo que pienso realmente, aunque lo único en lo que pienso realmente es en mi invento. Y puedo entender que creas que estoy obsesionado con él...

    —Hombre, veinte añitos con el asunto ese, pues sí, podría considerarse una obsesión.

    —No es una obsesión, es mi vida. Y tu vida es Óscar y las crías. Y los tres van juntos. Si pierdes a Óscar, perderás primero a Elena y poco después a la pequeñaja. Y todo lo que has hecho hasta llegar aquí no habrá servido para nada. Sé que no soy un buen hermano, y te juro que me duele no serlo, pero no puedo dejar de ser como soy. Tal vez me equivoque y esté como una puta regadera, pero quiero pensar que no y que un día te recompensaré por todo lo que has hecho y sigues haciendo por mí. Me importas, y mucho. Y te necesito. Soy como cualquiera de esos enanos que tienes aquí a tu cargo, con la diferencia de que ellos no saben quién eres realmente y todo el bien que eres capaz de hacer.

    »Tuviste mala suerte; papá y mamá murieron en muy mal momento. Y murieron a traición. Al principio sentí que había sido culpa mía. Aquello fue difícil de superar. Pero unos meses después nació Elena y me di cuenta de que la vida es lo que es. ¿Y qué es? Pues lo que tú quieras que sea. Y eso que tú quieras que sea es lo que llaman el sentido de la vida. Yo solo tengo eso, Anabel, un proyecto que puede que acabe en nada, pero tú tienes algo real para darle sentido a tu vida: Óscar, Elena y Julia. No puedes perder lo que ya has logrado. No puedes dejar que pase eso. Así que espabila de una vez y rescata a Óscar, porque, si no lo haces, nos iremos todos a pique y, entonces, sí, la vida será una puta mierda.

    Marcos dejó de hablar, invitando con ello a su hermana a que comenzara a hacerlo, pero Anabel estaba más preocupada en dejar de llorar que en pensar en qué decirle a su hermano. Sonó el timbre que informaba a los pequeños salvajes de que debían regresar a sus celdas colectivas, al tiempo que Anabel embadurnaba la manga derecha de su blusa con mocos y lágrimas.

    —Creo que has de entrar, ¿no? —dijo Marcos, intentando hacerle ver a su hermana que lo del timbre también era un aviso para ella.

    —¡Que se vayan todos a la mierda! —exclamó Anabel, entre dientes, si es que se puede exclamar así—. Estoy muy jodida, Marcos, muy jodida. No puedo con lo de Óscar y las niñas empiezan a agobiarme mucho. Mi marido se ha convertido en un dato estadístico, en un minúsculo puntito en una raya roja de una gráfica. Y yo me siento un daño colateral. Y no hay gráficas de daños colaterales. Y puede que no te lo creas, pero tú eres lo único que se mantiene en pie de lo que era mi vida perfecta. Hemos sido una panda de ilusos. Vivimos una mentira. Nadie nos preparó para esto. Óscar no ha podido asumir lo que le ha ocurrido y yo no he podido asumir que él no haya podido asumirlo. Y no sé qué hacer.

    —Haz algo diferente a lo que haces normalmente y, a lo mejor, eso te sirve para ver las cosas de manera más clara.

    —No te entiendo.

    —Cada día haces lo mismo, ¿no? Desayuno, niñas, cole, depresión de Óscar, cena, niñas, más depresión de Óscar y dormir. Rompe con eso un día, a ver qué pasa. Por ejemplo... Por ejemplo, ¿por qué no os vais Óscar y tú un fin de semana lejos de aquí, a un millón de kilómetros, sin las crías, y os metéis en una suite de lujo de un hotel caro y no paráis de follar hasta que os tengan que llevar a urgencias?

    —¡Marcos, por favor!

    —¡Ni por favor, ni par favar! ¡Hazlo! Óscar y tú solos, sin las niñas, sin mí, sin este pueblo asfixiante. ¿Desde cuándo no habéis pasado un día a solas los dos? Puede que ese sea el problema, que tú y Óscar hace tiempo que no sois tú y Óscar solamente. A lo mejor, Óscar necesita a Anabel y no a su esposa, a la madre de sus hijas y a la hermana de su cuñado pirado. Te juro que seré muy responsable y que cuidaré bien de las crías en vuestra ausencia.

    —Sí, puede que tengas razón... ¡Vale, lo haré!

    —¿En serio?

    —Sí, dalo por hecho. El viernes por la tarde nos iremos a donde sea. No voy a esperar más.

    —Pues me alegro mucho.

    —Pero te he de pedir una cosa a cambio.

    —Dime.

    —Sé que no quieres explicarme nada sobre tu invento hasta que lo termines, pero creo que, por todo lo que pasó, me deberías decir al menos por qué te echaron de la Armada.

    —Es que eso tuvo que ver con el invento.

    —No se lo diré a nadie, te lo juro, pero, por favor, ¿no crees que después de todo este tiempo merezco saberlo?

    —De acuerdo, te lo diré, pero jamás volveremos a hablar de este tema, ¿vale?

    —Vale.

    —Me expulsaron de la Armada porque pensaron que era un espía.

    El doctor Cifuentes era uno de esos médicos que tienen la santa manía de hacer un diagnóstico muy grave y luego rebajar la peligrosidad del asunto a niveles de catarro mal curado. No lo hacen porque sean unos psicópatas con bata, sino porque la alegría que le dan al paciente al saber que se ha librado de algo que podría ser mortal actúa como placebo y, además, hace que crea que el médico ya le ha curado sin haber hecho nada. Esto ocurre porque el «celebro» humano —que es la parte de nuestro cerebro que no acaba de funcionar de manera lógica— entiende que las enfermedades no existen por sí solas, sino que son los médicos las que las asignan. Tú estás sano hasta que el médico te dice que estás enfermo. En el caso de Óscar, lo que le dijo el doctor Cifuentes, cuando ingresó acompañado por Anabel en las urgencias del Hospital Provincial aquella mañana de un sábado, fue lo siguiente:

    —Uy, si nos ponemos en lo peor, esto puede ser un cáncer testicular.

    —¿En serio? ¿Tan grave es? —preguntó Óscar, en este caso más acojonado que asustado, mientras Anabel le asía la mano derecha con fuerza.

    —No se precipite, he dicho que si nos ponemos en lo peor —aclaró el médico—, porque una inflamación monstruosa como la de su pezón izquierdo puede ser un síntoma de un cáncer testicular, pero también puede ser consecuencia, no sé, de una reacción alérgica, por ejemplo.

    —¡Gracias, doctor, muchas gracias! —exclamó Óscar, dejándose llevar por su «celebro».

    —Es usted una eminencia —añadió Anabel, «encelebrada» también.

    —Lo más seguro es que haya usted desayunado algo a lo que es alérgico. ¿Tiene usted alergia a algún alimento?

    —No, que yo sepa —contestó Óscar—. Además, no he desayunado nada. Lo del pezón me ha pillado en la cama.

    —Vaya, pues la cosa se complica —dejó caer el galeno—. Hay que hacerle pruebas ya mismo.

    —No me diga usted eso, por favor —rogó Óscar, cuyo «celebro» le había vuelto a hacer entender que el médico le había endosado un cáncer—. Lo que pasa es que puede que sea alérgico a la tela de las sábanas de la cama.

    —Muy rebuscado —replicó el doctor Cifuentes, demostrando que también era de esos médicos a los que no les gusta que los pacientes se autodiagnostiquen—. Esto es hormonal, creo yo, y por eso...

    —¿Y si fuera por culpa de la cera caliente? —preguntó entonces Anabel con un tono que denotaba cierto arrepentimiento.

    —¿Qué cera caliente? —preguntó el médico.

    —La que he vertido sobre el pezón de mi marido.

    —¿Y por qué ha hecho usted eso? —preguntó sorprendido el doctor Cifuentes.

    —Porque me quedé sin trabajo hace más de un año —decidió contestar Óscar al ver que Anabel no sabía qué decir—. Yo era contable. Contaba quesos. Contaba quesos en la quesería Hijos del Difunto Nuño Alpuente.

    —Buenos quesos —señaló el médico.

    —¿Usted conocía nuestros quesos? —preguntó Óscar, extrañamente animado de repente.

    —Sí, me gustaban mucho, pero dejé de consumirlos el día en que me encontré un ojo de cristal en un taco de un añejo de oveja. Fue muy desagradable.

    —¿De qué color era el ojo?

    —De color azul.

    —¡Ah!, menos mal...

    —Pero no entiendo la relación existente entre que usted se quedara sin trabajo y que su esposa le vertiera cera caliente en el pezón —confesó el médico—. ¿Es algún tipo de venganza?

    —No, es un tema erótico festivo —contestó Anabel, muy avergonzada—. Pero es evidente que estas cosas no se me dan bien.

    El doctor Cifuentes decidió que no debía hacer ninguna pregunta más y, media hora después, Óscar y Anabel compraron

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