El resto de sus vidas
Por Renee Roszel
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Beau Diablo, el futuro hijastro de Amy, hacía honor a su apellido: era un vaquero endiabladamente atractivo. Pero Beau no pensaba dejar que su padre hiciera el ridículo casándose con aquella rubia ambiciosa y estaba decidido a impedir el matrimonio a toda costa.
Renee Roszel
Renee is married. To a guy. An Engineer. When they were first married Renee asked her hubby how much he loved her, and he said, "50 board feet." Renee tells us she was in heaven. She assumed '50 board feet' was something akin to 50 light years - you know, the length of time it would take a board to travel to the sun or something - times 50. Okay, so Renee admits she's no math whiz. It took a lot of years before she found out 50 board feet actually meant 50 feet of board. She confronted her husband with this knowledge, demanding, "You mean, when we were first married, and you were at your most passionate, most adoring, that was all you could come up with - You loved me 50 board feet?" But Renee admits it was her own fault. When she was dating, she specifically looked for a man who was good in math. She was so lousy at it, she had a horror of ever having to help children of her own with their arithmetic. So, once a man she dated let it slip that he couldn't multiply in his head, it was goodbye Sailor! If you want to know how Renee's 'looking-for-Mr.-Sliderule' worked out, well, by the time her children were fifth graders, they were better in math than either she or her husband. Besides that, they also spelled better. As it turned out, by marrying a smart man, Renee says she got an unexpected bonus! Smart kids! Who'da thought? You may have already discovered one reason Renee loves writing romances. Yes, she can make up dialogue for the hero that bears no resemblance at all to 'I love you 50 board feet, darling.' Another reason Renee says she loves writing romances is because they're feel-good books. They help women find better, stronger paths in life. Renee says even she has become stronger due to writing spunky heroines. Once, when she was being belittled for what she wrote, she was preparing to be defensive, backing away flinching, when suddenly, in her mind, she screamed at herself, Good grief, Renee, your heroine wouldn't be cringing and cowering like this! So she stood up to the woman who was disparaging her, telling her what she really thought. Interestingly, instead of getting a scowling dressing-down, the disparager blinked, stuttered and disappeared into the crowd. Ah, power! The power of having the courage of our convictions. Renee firmly believes that's what romance novels help us find - those of us who read them, as well as those of us who write them. So now you know who Renee Roszel is and why she loves what she does. Oh, one other thing - Renee adds, "I love you 50 board feet...." With over eight and a half million book sales worldwide, Renee Roszel has been writing for Mills & Boon and Silhouette since 1983. She has over 30 published novels to her credit. Renee's books have been published in foreign languages in far-flung countries ranging from Poland to New Zealand, Germany to Turkey, Japan to Brazil. Renee loves to hear from her readers. Visit her web site at: www.ReneeRoszel.com or write to her at: renee@webzone.net or send snail mail to: P.O. Box 700154 Tulsa, OK 74170
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El resto de sus vidas - Renee Roszel
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1995 Renee Roszel
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El resto de sus vidas, n.º 1416 - noviembre 2021
Título original: To Lasso A Lady
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-182-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
EL ALTO vaquero entró en la tienda acompañado por una ráfaga de viento y nieve. Incluso después de cerrar la puerta tras de sí, un escalofrío pareció quedar flotando en el ambiente.
Su aspecto era rígido, desafiante, casi furioso. Tenía los brazos separados del cuerpo, como si fuera Gary Cooper en Solo ante el peligro y parecía dispuesto a desenfundar la pistola.
Amy no podía resistir la tentación de echar una mirada a su cara para ver si coincidía con el aspecto de malo de película del oeste, pero se sintió decepcionada al ver que sus facciones quedaban escondidas bajo el sombrero Stetson. Aún así, con la nieve derritiéndose sobre su chaqueta de cuero, era una visión espectacular.
No era como los hombres que frecuentaban el bar de Chicago en el que había trabajado como camarera durante los últimos cuatro años. Aquel hombre, con sus botas de cuero y sus vaqueros gastados, era un vaquero de verdad, pensaba, sin poder evitar un temblor de femenina admiración.
Él se había quitado el sombrero y lo golpeaba contra su pierna para quitarle la nieve. Amy siguió el movimiento con los ojos y se percató de los fuertes músculos que marcaba el apretado pantalón. De esa forma se diferenciaba un vaquero de verdad del que no lo era, le habían explicado sus compañeras en el bar. Los vaqueros de verdad tenían los músculos de los muslos muy desarrollados por las horas que pasaban sobre la silla de montar. Amy tuvo que tragar saliva, incapaz de recordar un par de piernas masculinas más atractivas; excepto quizá en los juegos olímpicos.
Cuando el hombre se pasó la mano enguantada por el pelo negro, su mirada siguió de nuevo el movimiento y se sorprendió al ver que la estaba mirando.
Su mirada era descarada, hostil, del mismo azul plomo que el cielo aquella tarde. Antes de que pudiera reaccionar, él empezó a sacudirse la nieve de los hombros, mirando alrededor como si buscara a alguien.
La mayoría de los pasajeros del autobús que se habían refugiado en la tienda hacían cola delante de la cabina de teléfono, buscando alojamiento para aquella noche o llamando a sus familiares para decirles que estaban retenidos por la gran nevada.
Amy oyó las fuertes pisadas del vaquero sobre el suelo de madera y vio que se dirigía a la cabina telefónica. Sus movimientos eran pausados y parecía capaz de controlar cualquier situación. Sin embargo, tenía la mandíbula apretada, como si estuviera contrariado, y aquel era un hombre al que ella nunca desearía contrariar.
Apartando la atención del extraño, Amy miró su reloj, preocupada. Ira debería haber estado esperándola para llevarla al rancho Diablo Butte, su nuevo hogar, en el que pensaba pasar el resto de su vida como esposa del ganadero, pero no había señales de él. Habían quedado citados en aquella tienda, la única de Big Elk, el pueblecito de Wyoming donde el autobús había tenido que finalizar su trayecto a causa de la nieve y, si no acudía a la cita, tendría que buscar un sitio donde dormir. Esa era precisamente la causa de su preocupación, porque sólo le quedaban siete dólares en el bolsillo.
Amy volvió a fijarse en el extraño cuando éste se dirigió a una joven que viajaba con ella en el autobús. Lo único que Amy sabía de ella era que se había pasado el viaje entero fumando como una chimenea y contando a quien quisiera escucharla que era bailarina y que iba de camino a Hollywood y se preguntaba lo que podía tener en común aquel alto y formidable vaquero con una mujer que tenía un piercing en la nariz y el pelo rubio platino. La chica llevaba un vestido corto de rayas, botas de cuero blanco y un abrigo de piel sintética y, al verlos juntos, pensó que parecían Madonna y John Wayne.
Madonna negaba con la cabeza ante la pregunta del hombre, echando el humo de su cigarrillo por la nariz y el vaquero se dio la vuelta, mirando de nuevo alrededor. O a aquella mujer no le gustaban los vaqueros impresionantes o él le había preguntado algo que no sabía. Debía de ser lo último, pensaba, calibrando el atractivo del hombre y la mirada que la chica tenía clavada en su imponente espalda.
Amy se preguntaba por qué se estaba fijando en aquel vaquero cuando tenía tantas preocupaciones en la cabeza y apartó la mirada. Probablemente, Ira estaría de camino, pero lo mejor sería llamar al rancho para asegurarse.
Amy rezaba para que fuera una llamada local, porque sus siete dólares en el bolsillo eran todo lo que tenía y no pensaba llamar a cobro revertido. Él le había contado que, en el pasado, había tenido mala suerte con las mujeres y Amy estaba decidida a probarle que no quería casarse con él por su dinero y que intentaría ser una esposa modelo, pero aún no era su mujer; no lo sería hasta el día de San Valentín, tres días más tarde.
Amy se acercó al empañado escaparate de la tienda para ver si veía a su prometido, pero lo único que veía a través del cristal era nieve y más nieve cayendo de un cielo gris plomo.
–Usted debe de ser la señorita Vale –dijo una voz profunda a su espalda.
Sorprendida al oír su nombre con un tono tan poco amistoso, Amy se dio la vuelta.
Lo primero que vio fue una mandíbula cuadrada y unos hombros anchos bajo una chaqueta de cuero. Quien se dirigía a ella era el vaquero al que había estado observando y, cuando levantó la mirada, se encontró con unos ojos azules que la miraban tan hostiles como cuando había entrado en la tienda.
–Sí. Yo soy Amy Vale –dijo ella, sorprendida.
–Ira me ha enviado a buscarla. Él no ha podido venir porque la carretera hasta su rancho está cortada –dijo el hombre con un brillo caústico en los ojos.
Amy se sintió un poco desilusionada, pero no sorprendida. El viaje al oeste había empezado mal desde el principio y se había temido que ocurriera aquello.
–Agradezco su oferta, pero no puedo aceptar, señor…
Él se echó hacia atrás el sombrero y miró a su alrededor, como si no hubiera oído su negativa.
–¿Dónde está su maleta?
–Perdone, pero le acabo de decir que no puedo aceptar.
–Ya la he oído –replicó él–. Mire, a mí me gusta ésto tan poco como a usted, pero Ira me ha pedido que venga a buscarla y eso es lo que voy a hacer. Tardaremos casi una hora en llegar a mi rancho, así que dígame de una vez dónde está su maleta.
Amy se quedó mirándolo, indignada. Él era muy alto y estaba tan cerca de ella que la ponía nerviosa. Además, la miraba con una insolencia incomprensible. Ella estaba acostumbrada a soportar las insinuaciones de los hombres, pero tenía que hacer un esfuerzo para sobreponerse a la fría animosidad que había en los ojos de aquel vaquero.
–Le doy cinco segundos para que se aparte de mí –dijo ella, intentando que su voz sonara firme–. O me pondré a gritar.
–Mire, señorita Vale, no soy un secuestrador –dijo él, cruzándose de brazos–. Ira me ha pedido que la lleve a mi rancho durante un par de días, hasta que abran las carreteras, así que le estoy haciendo un favor –añadió. Amy no estaba muy segura de qué debía hacer. El hombre intentaba parecer cordial, pero su actitud seguía siendo tensa–. Y ahora dígame dónde está su maleta porque nos queda un largo camino por delante.
Amy seguía mirándolo con desconfianza. En su trabajo había visto muchos hombres dominantes, pero aquel tipo se llevaba la palma.
–Espere un momento –dijo ella, acercándose al dueño de la tienda–. Perdone… –intentó hacerse oír en medio del ruido de voces–. ¿Conoce a ese hombre? –preguntó, señalando al vaquero.
–¿Beau? –preguntó el hombre, levantando la mirada–. Claro.
–¿Tiene un rancho cerca de aquí?
El hombre sonrió de oreja a oreja, mostrando unos dientes de caballo.
–Yo diría que sí, señorita. Si ochocientos acres de tierra le parecen suficientes para un rancho.
Amy no entendía mucho de