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Los otopames en la época colonial: expresiones lingüísticas y sociales
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Libro electrónico354 páginas3 horas

Los otopames en la época colonial: expresiones lingüísticas y sociales

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Esta obra es una compilación de ejemplos sobre filología indomexicana, enfocada tanto a comunidades de hablantes como a aspectos gramaticales de distingas lenguas otopames que es un conjunto del otomí, mazahua, matlatzinca, pame y chichimeca jonaz. El texto busca abrir un diálogo sobre la aportación de la lingüística misionera, la etnohistoria, la
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 oct 2021
ISBN9786075394947
Los otopames en la época colonial: expresiones lingüísticas y sociales

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    Los otopames en la época colonial - Alfredo Ramírez Celestino

    Introducción

    ———•———

    Alonso Guerrero Galván

    Una de las preocupaciones de todo lingüista es determinar cuál es la historia de los pueblos que hablan las lenguas que estudia. En la mayoría de los casos, el conocimiento de una lengua no basta para entender la forma en que se dieron los cambios en sus variantes, pues muchos de ellos están relacionados con la vida social de las comunidades que hablan esa lengua, su historia política y económica, la forma en que se desarrollaron en un asentamiento o cómo se mudaron a otro. Por tal motivo, es necesario que el interesado en las lenguas del pasado se adentre en aspectos metodológicos de disciplinas como la paleografía, la heráldica, la historiografía, la etnohistoria o la ecdótica. El trabajo interdisciplinario es prácticamente obligatorio para realizar el trabajo filológico, sobre todo si el interés gira en torno a las lenguas amerindias.

    Los textos escritos en lenguas amerindias cultivan diferentes estilos documentales, los cuales varían dependiendo de su motivación histórica y el origen social de sus autores. En ellos confluyen tradiciones escriturales y literarias prehispánicas con las aportaciones de la cultura española. Estos documentos, conocidos generalmente como códices, muchas veces contienen los registros más antiguos de dichas lenguas que se conservan en un soporte blando; algunos de ellos, como los mixtecos y mayas, datan de la época prehispánica y su desciframiento implica la exploración epigráfica de materiales arqueológicos.

    Esta problemática ha sido ampliamente discutida por distintos colegas lingüistas y etnohistoriadores del inah, por lo que nos reunimos en el Seminario de Historia Prehispánica Narrada en el Códice Huichapan (2012-2017), de la Dirección de Lingüística del inah, en el que comenzamos a intercambiar referencias e ideas sobre la metodología adecuada para abordar estos temas. En el transcurso de este intercambio, llegamos a la conclusión de que existen pocos trabajos sobre el tema y encontramos que algunos de ellos se encontraban inéditos, lo que nos motivó a formar un libro con los materiales que son poco accesibles y que pudieran orientar una investigación de esta naturaleza. Se les pidieron textos particulares a investigadores como Mercedes Montes de Oca, Xavier Noguéz, Michael Oudik, Manuel Herman, Klaus Zimmermann, Yolanda Lastra, Patricia Fournier, Gerardo Lara, Fernando López, María Elena Villegas, David Wright, entre otros. Sin embargo, aunque muchos de ellos recibieron nuestra invitación, el trabajo solicitado ya se había comprometido en otra publicación o en algunos casos el tema podría dispersar mucho nuestra área de estudio. Por esta razón decidimos centrar los trabajos en las lenguas otopames, dedicando, en la medida de lo posible, un capítulo a cada una de ellas. El resultado son los seis capítulos que presentamos bajo el título de Los otopames en la época colonial: expresiones lingüísticas y sociales. Cada uno de estos trabajos fue revisado y discutido por los miembros del Seminario: Rosa Brambila Paz, Michael Knapp, Alfredo Ramírez Celestino (†) y Alonso Guerrero Galván, para luego ser dictaminados por un comité de especialistas, el cual fue integrado por Patricia Gallardo, Laura Rodríguez Cano, María Guadalupe Suárez Castro, Osvaldo José Sterpone, Nadiezdha Torres Sánchez y Carmen Herrera. Los textos fueron devueltos a sus autores, quienes los corrigieron y reenviaron para ser preparados para esta edición. Posteriormente, el volumen fue nuevamente dictaminado a ciegas por la Comisión de Publicaciones de la dl-inah y por la Comisión Central Dictaminadora de Publicaciones del inah.

    El primer capítulo muestra los avances de las investigaciones presentadas en el Seminario de Historia Prehispánica Narrada en el Códice Huichapan, el cual nació con la intención de rescatar la historia otomí que se encuentra escrita en esta fuente. El Códice de Huichapan es uno de los pocos documentos escritos alfabéticamente en otomí que narra la historia de la época prehispánica; fue dado a conocer por primera vez en 1928 por Alfonso Caso, quien hizo hincapié en las discrepancias que presentaba su información calendárica respecto a otras fuentes de origen nahua. En la década de 1970 Manuel Alvarado Güinchar y Lawrence Ecker hicieron distintas lecturas y traducciones del documento, y en 1992 fue editado en forma facsimilar por Óscar Reyes Retana. Actualmente se encuentra en el repositorio de códices de la bóveda de la Biblioteca Nacional de Antropología del inah. Al retomarse su estudio en el Seminario en 2012, notamos que estos trabajos sólo se han ocupado de aspectos particulares del códice, sin hacer un análisis general en el que se estudie la relación entre la historia narrada, el uso alfabético del otomí y los logogramas que presenta, por lo que se propuso discutir la toponimia del texto desde una perspectiva epigráfica, enfocándonos en el análisis de los topónimos que contienen el logograma ‘CERRO’.

    El segundo capítulo presenta un texto fundamental para el estudio de las lenguas amerindias desde el análisis de la trilogía catequística, es decir, de los tres tipos de textos fundamentales que elaboraban los frailes para estudiar una lengua indígena: el arte o gramática; el vocabulario o diccionario, y las doctrinas o catecismos. Con ellos lograban la descripción morfológica, léxica y sintáctica de una lengua. Thomas Smith-Stark (†) nos presenta los elementos mínimos que tiene que tener una crítica textual, así como la forma en que deberían entenderse estos documentos en lenguas indígenas y presentarse en una edición crítica, aportando herramientas lingüísticas para el entendimiento de los textos y de los indicios de la evolución que tuvieron estas lenguas a lo largo de la historia.

    En el tercer capítulo Michael Knapp muestra la utilidad del trabajo con las fuentes, al reconstruir el antiguo sistema de numeración del mazahua, para lo que le resultó sumamente esclarecedora la obra de Nájera Yanguas de 1637. Nos muestra cómo el mazahua tomó un camino particular debido al contacto con el otomí y el español, pero la evidencia permite proponer un estado de lengua muy cercano al proto-otomí-mazahua. A manera de apéndice se presenta una lista con todo el sistema de numeración, material valioso para quien se interesa en el estudio de las lenguas otopames, pues resulta interesante la comparación con otras lenguas emparentadas con el mazahua.

    El cuarto capítulo abunda sobre el tema de lengua y cultura. En él, Martha Muntzel y Aileen Martínez reflexionan acerca de la forma en que los matlatzincas denominaban y clasificaban a las especies animales y vegetales en el siglo xvii, así como los morfemas involucrados con la fitonimia y la forma en que han ido cambiando a lo largo del tiempo. Su estudio analiza la obra de Basalenque de 1642 y sistematiza sus resultados en una serie de vocabularios exhaustivos, muy útiles para el interesado tanto en la morfología del matlatzinca como en los campos semánticos de la flora y la fauna. Incluye también un índice de raíces en esta lengua que es muy atractivo para el trabajo comparativo, pues, como se muestra en este capítulo, es posible establecer un diálogo con trabajos de otras disciplinas; tal es el caso de Uso medicinal de la fauna silvestre por indígenas tlahuicas en Ocuilan, México, tesis de la bióloga Sol Guerrero, de la que se valen las autoras para analizar la flora local y la fauna silvestre.

    El capítulo quinto se ocupa de la distribución de las lenguas pameanas y de cómo se fueron fragmentando dialectalmente a lo largo del virreinato. Alonso Guerrero y Patricia Gallardo analizan varios documentos coloniales para dibujar cómo fue la dinámica territorial de estos grupos, pero principalmente recurren a la obra de fray Guadalupe Soriano de 1767 y a la de fray Francisco Valle de ca. 1731 para ejemplificar lingüísticamente dicha fragmentación, reforzando con ello las hipótesis existentes acerca de la historia de los pames y su relación con otros grupos étnicos.

    Nuestro último capítulo fue escrito por una lingüista con posgrados en historia y antropología, pero es el único que no toca temas específicamente lingüísticos. Verónica Kugel intenta mostrar la interacción de distintos grupos étnicos y sociales en comunidades cuya población mayoritaria es de origen otomí. Para ello la autora usa el ejemplo de las mujeres mencionadas en documentos de archivos parroquiales que aún se conservan en las comunidades del Valle del Mezquital. Describe el modo en que las denuncias en tribunales eclesiásticos exponen los conflictos sociales, familiares y vecinales, al tiempo que recrea episo­­dios de la historia local en los que el orden moral era un tema sumamente delicado, por lo que todo aquel que se salía del statu quo era fuertemente castigado. Las mujeres indígenas eran frecuentemente acusadas de maleficio, idolatría o hechicería, con lo que se buscaba desde el enajenamiento de su pecunia hasta el sufrimiento de sus personas.

    Consideramos que, tanto en lo individual como en el conjunto, los temas tratados en los diferentes capítulos hacen del presente libro una obra de gran valor filológico, con aportes teórico-metodológicos importantes para el estudio de las lenguas indoamericanas y de las dinámicas sociales por las que pasaron estas comunidades de hablantes en el pasado. Además, contiene amplios apéndices con vocabularios y datos de corpus, antiguos y modernos, que pueden ser de gran utilidad para los interesados en las lenguas y culturas otopames. Por todo lo anterior, esperamos que sea de gran interés tanto para los estudiosos y especialistas como para los miembros de las comunidades que aún hoy hablan estas lenguas.

    I. Análisis de los topónimos

    compuestos con el logograma

    ‘cerro’ en la región otomí

    del centro-norte

    ———•———

    Rosa Brambila Paz¹ Alonso Guerrero Galván²

    Alfredo Ramírez Celestino (†)² Michael H. Knapp Ring²

    Introducción³

    Según el Códice Mendocino y la Matrícula de Tributos (cf. Sepúlveda, 1991), durante el Posclásico tardío (1200-1521 d. C.) el poderío nahua del Valle de México sujetó 14 provincias con hablantes de otomí: Ocuilán, Toluca, Malinalco, Xocotitlán, Cuautitlán, Cahuacán, Atotonilco de Pedraza (sólo en el Mendocino), Xilotepec, Axocopan (sólo en el Mendocino), Hueypochtla, Atlan (Puebla), Atotonilco el Grande, Acolhuacan, Tepeyacac (Puebla). En esos documentos las representaciones de topónimos están marcadas con la glosa , aunque durante el periodo virreinal muchas de estas poblaciones también recibían el nombre de villas, ciudades, aldeas, etcétera.

    Este trabajo se enfoca en la idea de pueblo en su sentido amplio: como localidad y como un conjunto de personas. La tomamos de esta manera por ser más conveniente para el estudio de la territorialidad de los otomíes del centro-norte, la cual está condicionada por el patrón de asentamiento disperso, en el que los habitantes viven junto a sus parcelas en procura del alimento cotidiano. Se trata de un acercamiento distinto a la representación de topónimos, pues su significación no necesariamente sintetiza un conglomerado humano (casas construidas por el hombre), como sucede en los mapas europeos de la época, sino que se optó por sintetizar su representación con elementos de la naturaleza como el agua y el cerro, a la que en varias lenguas se le denominó por medio de un difrasismo, dos palabras o frases que en combinación crean la metáfora del pueblo, que en náhuatl es altepetl: ‘agua-cerro’.

    En el caso de las lenguas otomangues, como el mixteco y el otomí, se cree que es un calco de origen náhuatl, para el primer caso fray Francisco de Alvarado (1593) lo registró en su vocabulario en la entrada (yucu+nduta, cerro+agua), pero en la jerarquía política de la Mixteca la unidad más común que encontramos es el ñu (‘pueblo’) versus el yuvuitayu (‘asiento del gobernante’) (Laura Rodríguez Cano c.p. 2015). En otomí actual el calco (an=dehe+n=toho, sg=agua+sg=cerro), que fray Alonso Urbano (1990 [1605]) incluye en su entrada de Pueblo de todos juntamente, ya está en desuso; hoy la forma para pueblo es hnini, que Urbano incluye en ciudad o tähnini (‘pueblo grande’).

    Cabe mencionar que en los códices indígenas no siempre aparecen los dos elementos formando un logograma compuesto⁵ (A[t]L-TEPETL ‘agua-cerro’), de hecho, en la Matrícula de Tributos y en el Códice Mendocino, únicamente se representa al cerro. Esto coincide con lo que registra Urbano (1990 [1605]) para el otomí, pues en su entrada de ciudad incluye la forma tättoho (tä+toho, grande+cerro) ‘gran cerro’. Para entender los diferentes niveles de complejidad del todo social que expresa la información documental, un ejercicio útil es la observación detallada de la toponimia. La manera en que los grupos humanos nombran un lugar denota hechos culturales, geográficos, plasma algún aspecto de la cosmovisión o hace referencia a un hecho histórico del lugar.

    Se hace un recuento de las representaciones de los topónimos del centro-norte (la delimitación de esta región se explicará más adelante) en las que aparece el logograma CERRO, que puede ser leído como tepetl en náhuatl y t’oho en otomí (1). Se seleccionó puesto que se considera como marcador toponímico desde, por lo menos, 500 a. C. Marcus Winter (2006), Javier Urcid (1992), Joyce Marcus (2008), León-Portilla (1983: 40), entre otros, afirman que la plataforma escalonada se registra por primera vez en Mesoamérica en Monte Albán I, en la estelas 12 y 13, como indicativo de lugar, y posteriormente se registró en la fase Monte Albán II (200 a. C.), donde se cuenta con lápidas de conquista, en las que hay anotaciones con nombres de lugar cuyo elemento base es ‘cerro’, pues el tema es el registro topónimico como logograma central. Metafóricamente, el cerro connotó la idea de ‘pueblo’, debido a que hace la asociación con un ‘lugar’ en el espacio.

    En la escritura mixteca y náhuatl durante el Posclásico tardío se retomó este valor semántico, por lo que partimos de la idea de que lo conserva en los documentos hechos por otomíes durante el periodo Virreinal, sobre todo cuando está compuesto también por el elemento agua, pues el difrasismo náhuatl altepetl con el sentido de ‘pueblo’ también se registra en otomí como dehe t’oho ‘agua-cerro’ (véase Urbano, 1990 [1605]).

    Para tener una idea más clara de este proceso de transmisión y contacto escritural y lingüístico, así como de la relación entre lo escrito y lo referido, en los siguientes apartados se describe la región centro-norte y los grupos otomíes que la habitaban en la época prehispánica, para después comparar las representaciones toponímicas con t’oho / tepetl en los documentos de origen náhuatl y los hechos por otomíes.

    La transcripción de los logogramas (1a) se escribe con mayúsculas (1b en náhuatl y 1c en otomí), cada núcleo nominal o componente glífico es transcrito por separado, la glosa original (1d) se escribe entre corchetes angulares <...> respetando su ortografía, basándonos en ambas lecturas realizamos su interpretación fonético-morfológica en náhuatl y otomí, según fuera el caso (véase 1e y 1f), y su transliteración se presenta en cursivas, indicando los lindes morfemáticos (afijos con guion -, composición con signo de más +) y entre paréntesis se reconstruyen los fonemas o formas faltantes; se anexa la glosa en letras redondas, con la abreviatura de los morfemas en versales y entre comillas simples una traducción libre.

    Las reconstrucciones de náhuatl y otomí aquí presentadas intentan ceñirse a la fonología de cada lengua, sintetizada en los siguientes alfabetos: náhuatl a, e, i, o, ch [tʃ], k, kw, l, m, n, p, s, t, tl [ʎ], tz [ts], w, x[ʃ], y [j],’ [ʔ]; otomí a, a [ɔ], ä [ã] e, e [ɛ], ë [e͂], i, o, ö [õ], o [ə], u, u [ɨ], ü [u͂], b, ch [tʃ], d, f [ph], g, h, j [kh], k, k’, kw, khw, kw’, l, m, n, p, r [ɾ,r], s, t, th, t’, ts, tsh, ts’, w, x[ʃ], y [j], z, ’ [ʔ]. Cuando existen glosas se citan entre corchetes angulados con la ortografía original.

    La región centro-norte

    El análisis de la distribución de los restos materiales —edificios, áreas de actividad, unidades domésticas, bienes muebles, etcétera— es una de las técnicas más utilizadas por los arqueólogos para conocer el pasado de un pueblo. Las inferencias a partir de este tipo de estudios tienen que ver con el uso del suelo, el número de residentes por casa, por sitio o por región, tasas de crecimiento, relaciones sociales, organización del trabajo, religiosidad, etcétera. Ordenar temporalmente la manera en que las diferentes sociedades utilizan el espacio, hasta ahora, se ha hecho a través de una línea continua donde en un extremo están los sitios esparcidos y en el otro los grandes conglomerados, las ciudades. El binomio centralizado/disperso se leyó como una disyunción entre orden y desorden. Este supuesto implica que las sociedades que no son urbanas no tienen concierto ni generan un orden; en el mejor de los casos, son simples. Esta dicotomía ha marcado, con mucho, las interpretaciones de la historia antigua de México,⁷ pues los mesoamericanistas operan, de manera implícita o explícita, con la visión de que las sociedades se desarrollaban, obligatoriamente, hacia el poder de un Estado. Esta posición ha sido una traba para comprender plenamente las sociedades otomíes. Por fortuna, las investigaciones arqueológicas del centro-norte, tienen otra dirección y están aportando datos para comprender mejor la historia antigua de estos grupos.⁸

    La región entre los 21º grados de latitud norte y los 99º y 101º grados de longitud oeste fue ocupada en diferentes momentos históricos por los otomíes. Abarca el noroeste del Estado de México, el suroeste de Hidalgo, el sur de Querétaro, el nororiente de Michoacán y una porción del Bajío. Desde el punto de vista de la geografía no conforma una unidad ecológica, pues va desde la Sierra de las Cruces hasta las estribaciones de la Sierra Gorda. Este territorio otomí se conoce como centro-norte.

    A partir de los estudios glotocronológicos se cree que la población otomí ocupa desde tiempos muy antiguos la parte central de Mesoamérica (cf. Manrique, 2000). Por esta razón se ha discutido la filiación entre los otomíes y las ciudades arqueológicas de Teotihuacán y Tula. Orozco y Berra, Chavero, Charnay, Manuel Gamio, y Beyer proponen la presencia de grupos otomíes en la cultura teotihuacana. Propuesta refutada, con diferentes argumentos, por Mendizábal, Soustelle y Noguera.⁹ De esta discusión se concluyó que la población de Teotihuacán era fundamentalmente nahua, consideración que, podemos resumir, expulsó a los otomíes de la historia que va de 100 a. C. a 700 d. C. Su ausencia, subyacente en los estudios del Clásico, contradice los mencionados descubrimientos de la lingüística.

    Las investigaciones

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