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El Cerro De La Mancha Azul
El Cerro De La Mancha Azul
El Cerro De La Mancha Azul
Libro electrónico247 páginas3 horas

El Cerro De La Mancha Azul

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“Ella sentía esa viveza, esa libertad, esa chispa que la hacía indivisible como para saltar por encima de los pinos altos o arrebatar a un venado corriendo los cuernos.”
El cerro de Marcelina Cañamiel, de Jovani Jesús, de Juan Manuel y muchos más es la libertad, el arraigo, los afectos, la familia. También lo es el pueblo cercano, un carnaval de colores y olores en época de fiesta, con su gente de tintes variados y turistas.
El cerro y el pueblo, lugares de ensueño aun con su temporada de lluvias eternas se tornan tenebrosos y siniestros por los soldados, siempre presentes y cometiendo abusos con la excusa de proteger de la guerrilla y de los narcos.
“Tenían al pueblo espantado. Les encantaba azorar a la gente. Y no nomás a los de la aldea, sino a todos los habitantes del cerro. Con un poco de reflejo se habrían dado cuenta de que la gente los veía como unos topos incultos, inhumanos y salvajes sin esperanza de redención, perdidos en un egoísmo repugnante.”
La violencia, los abusos, los rencores, la pobreza, los sueños que no avanzaban son la parte oscura de El Cerro de la Mancha Azul y de Charco Seco, el pueblo donde llega un idealista profesor citadino con sus promesas de oportunidades que da la educación. El Profesor, a pesar de su ingenuidad y de la pasión que le inspira Marcelina no puede escapar de la violencia y en lugar de un libro se apoyará en un arma para dar una lección.
IdiomaEspañol
EditorialiUniverse
Fecha de lanzamiento10 jun 2020
ISBN9781532084911
El Cerro De La Mancha Azul
Autor

Salvador Mirabal

Salvador Mirabal fue graduado de California State University Northridge, de la universidad de southern California en Los Angeles y Loyola Marymount. Recibió el título de Maestría en Educación, Orientación Psicopedagógica y Psicólogo Educador. Es autor también de las novelas Sotol y Baile de los Alacranes, publicadas en inglés.

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    El Cerro De La Mancha Azul - Salvador Mirabal

    CAPÍTULO 1

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    E l Profesor caminaba solo del lugar donde lo dejó la camioneta al jacal en donde iba a pasar la noche. No llegó ninguna persona por él. Se animó a arriesgar la corta distancia en la obscuridad y el terreno extraño. Era la primera noche en que se encontraba solo en el cerro oscuro. Entró a un valle pequeño que llamaban El Columpio del Diablo. Caminaba por una senda angosta y serpenteada. No se movía nada en el océano de tinta negruzca. Caminaba paso por paso, pero con mucho cuidado por la espesura. El Profesor comenzó a recordar los cuentos que le habían contado de este mismo lugar en el que se encontraba, solo y abandonado por la luz del día.

    El Profesor no era un hombre religioso y abrazaba más la doctrina de agnosticismo que cualquier otra. Pero en esta noche sin luna, perdido en la más profunda obscuridad en que él se había encontrado en su vida, al Profesor le entró duda en su doctrina de duda. Luchaba con las telarañas que le anublaban la mente. Se esforzaba para recordar un simple rezo o un padre nuestro que le sirvieran como un seguro en esta hora de angustia.

    «Calmado, calmado», se decía para no perderse completamente en el reino ciego del terror. El sudor le corría en chorros. Lo empapaba de cabeza a los pies, como si fuera pasando por una lluvia sin conclusión. La maleta se le hacía al Profesor que pesaba una tonelada. Se sentía anclado en la senda que no tenía fin. Las descripciones diabólicas de muchos cuentos se le transformaban en la imaginación y esperaba en cualquier instante confrontarse con Satanás y sus brujas. Se apareció Satanás, pero en realidad, era en la forma del sargento, Napoleón Moscamuerta.

    —¡Alto! ¡Perro! —rompieron el silencio las palabras como despiertan a un dormido con un choque eléctrico. Al Profesor se le fue el corazón a los pies y se le congeló la voz en la garganta. La luz de la linterna le paralizó la vista y lo helado de la escopeta en la espalda lo dejó inmóvil, como una estatua. Deslumbrado y acorralado, el Profesor pronto comprendió que lo habían enganchado en una trampa, como enganchan al pobre conejo los lobos hambrientos. Lo que más le preocupaba, aparte de su vida, era el campo al que pertenecían los lobos. Guerrilleros izquierdistas, federales asesinos o narcotraficantes, eso era lo que se preguntaba para saber cómo contestar las preguntas que inevitablemente le iban a preguntar y salvarse de una paliza o posiblemente de la muerte.

    —¿Qué cabrones hace por aquí? —le ladró el sargento Napoleón, su cara pintada negra y con el poder de hombres con armas, autorizados para asustar inocentes y golpear borrachos.

    —Soy el Profesor del pueblo —respondió el Profesor en voz seca y llena de miedo.

    Escuchó una carcajada de risa de hombres que respetaban nada más que el poder de armas de la muerte.

    —¿Para qué cabrones necesitan maestro aquí? A estos salvajes no les interesa nada más que coger con la vieja y ponerse pandos —le contestó una voz de la oscuridad.

    —Tírate de panza, bandido, antes de que te balacee el culo —le gritó otro.

    Un empujón en la espalda y el Profesor probó la tierra en la boca. Le pusieron la luz en las asentaderas y otros abrieron su maleta. El Profesor cerró los ojos, forzándose a salir de la pesadilla. Se le hacía increíble que a él le sucediera esta injusticia y humillación. El Profesor tenía sus papeles en orden y familiares en altas posiciones en el ejército.

    —Bájale los pantalones a este puto y le hacemos una línea —gritó un soldado con una alegría de un niño acercándose a una fiesta—. Yo soy primero porque no quiero sobras como la última vez.

    El Profesor se retorció, pero pronto sintió una bota pesada en la espalda con bastante presión para clavarlo, pero no lastimarlo. Los cuentos que le contaron de los convictos alcahuetes, violando a un hombre detenido por otros en prisiones extranjeras, se le aclararon en la mente y muy reales. Lo que creía que ocurría en otras partes del mundo se le acercó como el olor de patas aguarachadas y botas pesadas con el lodo del campo.

    El Profesor sintió un par de manos estrujándolo y forzándole los pantalones sin desabrocharle el cinto. Arrebató la mano sucia y resbalosa, pero pronto le zumbaron una patada en las costillas. El Profesor, criado en el machismo, educado en altas ideas de respeto a la humanidad, se encontraba en una circunstancia con bastante peligro. Tenía que escoger entre una muerte violenta resistiendo o un golpe físico y psicológico que lo dejaría herido por el resto de su vida.

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    CAPÍTULO 2

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    E l Profesor descansaba en una silla antigua de madera en el patio de la escuelita humilde. El sol dejaba un calor muy cómodo en la solana del patio. El Profesor admiraba los pinos altos del bosque y el aire limpio y fresco; se imaginaba en Suiza. Nubes pequeñas de algodón blanco se correteaban en el cielo azulino. Las golondrinas saltaban y gorjeaban en busca de gusanos y grillos. El sábado era un día de descanso. No quería pensar en los problemas de la escuelita. En nada de eso, solo en su baño de sol y la poesía de Pablo Neruda. Hasta se atrevió a quitarse la camisa y a mostrarle al mundo su pecho pálido y liso, como una salamandra descolorida.

    Todo el bosque se mantenía en calma. Hasta el arroyito que corría por detrás de la escuelita bajaba tranquilo. El Profesor se sentía solo y su soledad le resultaba en horas de reflexión. En tiempos, terminaban en nota dolorosa o en un pantano de lástima. Al principio era una maravilla. Leyó todos los grandes autores que nunca tuvo tiempo de leer en la ciudad. Ibáñez, Kourouma, Durrell, Kazantzakis y otros que trajo para pasar las noches eternas, las que anticipaba con placer. Al principio también se mezclaba con los padres de algunos de los estudiantes. Pero con el tiempo se le hizo muy difícil socializar con un ritmo estable. Existía una inmensa diferencia en la percepción ordinaria de la existencia moderna entre ellos y él. Y a los hacendados ricos no se les acercaba. Ellos eran inflexibles y orgullosos. Les demostraban nada más que desprecio a los pobres. Él mismo se aisló. Escogió sus alrededores y se quedó dispuesto a no meterse en los asuntos de otros.

    El Profesor trabajaba demasiado durante la semana enseñando a sus encargados para poder tener el fin de semana libre. Paró de escribirle a su novia, a sus pocos amigos y a sus padres. Sentía que ya no había significativa pertinencia en mantener relaciones. Sentía que su grupo lo miraba como una curiosidad, que hablaban de él como una introducción de una conversación y pronto lo olvidaban. A él ya no le interesaba esa gente con sus intereses mundanos; ese diálogo lo dejo atrás. No tenía absolutamente nada que ver con lo que lo enfrentaba aquí en el cerro día y noche.

    El Profesor seguía calentándose con los rayos de sol. No quería pensar en cosas desagradables. Pero el silencio fue destrozado por botas pesadas pisoteando por el bosque, destrozando la vegetación y chapoteando por el arroyito. Los soldados perros no respetaban la naturaleza. Y mucho menos la humanidad, solo el perjuicio y la crueldad.

    —¡Chinga tu puta! —gritó el Profesor cuando vio la patrulla de soldados salir del bosque, como una manada de hienas hambrientas. Pronto se puso la camisa. Viéndolo, los perros le lanzaban besos por bocas abigotadas y con una risa llena de burla.

    «Mariposa, Mariposa», lo llamaban unos. «Gatita, Gatita», lo llamaban otros, burlándose y carcajeando como borrachos mal paridos. Pasaron rápido por la orilla del patio como una pesadilla indecente, dejando al Profesor enrabiado. El Profesor se comió la rabia. En realidad, no se podía hacer nada. Sus manos estaban amarradas, enlazadas con cadena y aseguradas con candado. El jefe de la llave era nadie más que el sargento tirano, Napoleón Moscamuerta. Cuántas veces no se había quejado con el comandante del campo y cuántas veces no lo había despachado con el mismo sargento engañoso. Era obvio quién corría el gallinero. El comandante salía a Europa por meses y dejaba al idiota encargado. Una comodidad para todos, menos para los habitantes pobres con poco poder.

    El Profesor se retiró a su domicilio humilde: dos cuartos pequeños pegados con el posterior de la escuelita. El primer cuarto lo utilizaba como recámara. Tenía su cama al lado de la ventana con una vista del bosque. Un cajón de madera oscura derramándose con libros soportaba una lámpara de petróleo. Al lado, un ropero sin puerta; eran los únicos muebles en la recámara. El otro cuarto era más pequeño o así se le hacía al Profesor. En realidad, eran del mismo tamaño. Una mesa con dos sillas viejas ocupaban el centro de la cocina. En un rincón descansaba un refrigerador mohoso con señas de que nunca prestó servicio. En el otro rincón estaba una estufa que quemaba leña. El Profesor la utilizaba más para calentar los cuartos que para cocinar. En medio se encontraba un fregadero de lata con una llave goteando agua color de cobre y una ventanita colocada encima del fregadero. La única salida o entrada era por la puerta de la cocina. No había puerta para entrar a la escuelita desde los dos cuartos, aunque era el mismo edificio.

    El Profesor sintió un poco de hambre y decidió que era tiempo de comer algo. No tenía ninguna idea de qué iba comer. Filete de solomillo salteado en vino rojo o una langosta colosal, jugosa, saturada con mantequilla.

    «Decisiones, decisiones», pensaba el Profesor. Optó cenar cereal seco y abrió una lata pequeña de leche. Tenía que mantener el sentido de humor, porque si no había peligro de volverse loco. En el fin de semana, su cena de frijoles negros y tortillas de maíz no le llegaba. Suspendían el servicio. Él comía lo poco que compraba durante las corridas al pueblo en domingos. Lo único que nunca compraba era carne de res o de puerco. Y no porque era vegetariano o lo quería ser. La ecuación higiénica siempre le entraba a la mente. Se conformaba con comer cereal, frutas y vegetales. Si lo viera su mamá, le daría un ataque al corazón, pensaba el Profesor. Escuchaba sus famosas palabras: «M’hijo, ¿qué te pasa? Eres nada más que huesos». Pero él se sentía muy bien. Muy sano, como nunca. Y del alimento no se preocupaba mucho. Si lo tenía, comía, si no, pues no. Era mejor no pensar en eso mucho.

    El Profesor se preparaba para quedarse en casa por la noche. Y aunque fuera sábado, no tenía ningunas intenciones de salir a ningún lado. Nunca salía. Al principio sí fue a algunos bailes y fiestas al pueblo. Pero al competir con soldados borrachos por las pocas señoritas solteras, no valía la pena. Se quedaba en su hogar como los ancianos. Escuchaba música en un fonógrafo que había dejado uno de los tantos maestros que utilizaron el hogar. Y mientras que no le cortaran la electricidad, disfrutaba de la música clásica. Leía y, por supuesto, pensaba mucho en el presente y en el futuro.

    Al Profesor, en la noche, en su cama, le llegaban la soledad y la lástima. Él sentía que una pitón lo enrollaba, sofocándolo lentamente. La pitón lo apretaba desde el cuello a los pies y él batallaba para respirar. Con el tiempo se acostumbró y aceptaba la piel lisa del reptil contra su cuerpo. El Profesor le susurraba palabras cariñosas a la culebra que se envolvía alrededor de su cuerpo como un rollo carnoso. Empezó una amistad con la pitón y la nombró Salomé, presumiendo que era hembra. Salomé, con sabiduría infinita, sabía cuánta presión aplicarle al hombre antes de que reventara como un tomate podrido.

    El Profesor comenzó a depender más y más de la piel gruesa de Salomé. Su pequeña recámara se transformaba en un acuario. Se encontraba encajonado en un mundo líquido, opaco y verdoso. En unas noches de desesperación, Salomé lo sumergía a lo más profundo y lo comprimía con tanta fuerza que sus pulmones gritaban de tanto dolor. Él necesitaba esa presión exacta y personal. A veces ya no quería retornar a la vida, mejor morir en el abrazo de Salomé. Pero algo incomprensible en él lo forzaba a volver y a luchar con la vida que el mismo escogió. Él siempre volvía. Lo esperaban sus alumnos muy temprano. El lunes por la mañana, los niños estaban listos para que compartiera su habilidad y su conocimiento, y para infundirles la esperanza de un futuro que, sin ellos, parecía más desmoralizante.

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    CAPÍTULO 3

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    L a escuelita era pequeña. Se encontraba a una corta distancia de San Antonio, un pueblito más bien conocido como El Charco Seco, muy metido en el Cerro de la Mancha Azul. El pueblo se encontraba en un tiempo muy difícil, como otros pueblos. La gente quería educación superior para los niños. Los maestros nunca se quedaban más de unos dos o tres meses enseñando. La mayoría de los maestros eran de la ciudad y no les gustaba vivir en los cerros con gente tan pobre. El gobierno los mandaba para que se lavaran las manos enseñando a los hijos de los campesinos más pobres del país. Si pasaban la prueba y pasaban el año sin enfermarse y sin reclamar, los mandaban a otra área más deseable.

    El Profesor siempre quiso enseñar en una escuela en el cerro. A este cerro lo mandaron en su primer año de éxito de universidad. Idealista como ninguno, creía que con educación se podían hacer cambios sociales. Pero la condición de la educación, como la infraestructura de esta parte del país, se encontraba con problemas insuperables.

    La escuelita pertenecía a un edificio de adobe con techo de estaño y un baño en otro jacalito a corta distancia, para niños y niñas. Dentro del salón, pisaban en tierra dura. La mojaban con agua de una cubeta de metal para que no se levantara el polvo en el tiempo de calor y sequedad. El agua que tomaban los estudiantes era agua fresca que sacaban de un pozo cercano a la escuelita. También tomaban agua cristalina del arroyito próximo a la escuelita que bajaba de las alturas del cerro verdoso como listones de seda plateada.

    Eso no era lo que mortificaba al Profesor. Lo que le molestaba más era la escasez de libros y otros materiales modernos y necesarios para enseñar mejor a los estudiantes. Él sabía que el gobierno gastaba mucho más dinero en armas y sueldos de soldados que en sueldos de maestros. Los soldados que vigilaban los cerros eran muchos y muy crueles con los habitantes. El Profesor ya conocía el carácter de la mayoría de los soldados. No se le olvidaba el tiempo en que fue interrogado por el sargento perro y sus pelados en su primera noche en el cerro.

    El Profesor comenzaba la semana el lunes al salir el sol. Agarraba un balde, y de una carrera al arroyito volvía con agua fresca y se daba un baño de esponja. No gastaba tiempo en afeitarse porque nomás un mechón le salía y no valía la pena quitárselo. Después, hacía ejercicios de yoga por una hora. Se alimentaba con fruta o cereal seco y salía a abrir la puerta de la escuelita. Unos estudiantes ya lo esperaban. Los de arriba eran los primeros en llegar. Ellos eran un puñado de estudiantes que vivían más lejos, rumbo a la cumbre del cerro. Eran más concienzudos y se veían más serios. Tal vez porque era una lucha que ellos viajaran tan lejos. Pero llegaban la mayoría de las veces guiados por Jovani Jesús Torres, un joven de once o doce años, determinado con su amor en aprender. El joven tenía un apetito gigantesco por leer libros y una memoria retentiva útil para análisis e interpretación de material más incomprensible. Eso lo ponía en desacuerdo con los de abajo, los estudiantes que vivían en el pueblo y cerca de la escuelita, en la altitud más baja del cerro.

    Los de abajo se hacían bola con un chavo apodado el Perro Negro, a causa de su nariz chata y piel prieta. Y en realidad, sí le daba un parecido a un perro chato y todo el mundo lo decía. El Perro Negro era un aprovechado y utilizaba tácticas de intimidación y violencia cuando le resultaba en ventaja. Su papá trabajaba en el campo militar y en la cocina, y mantenía el jardín. Su mamá les lavaba la ropa a los soldados. En unos días cocinaba y les vendía comida en su casa. El Perro Negro tenía accesibilidad a más cosas materiales, mucho más que los otros estudiantes. En vez de hacerlo más gente, lo hacía más malicioso y desgraciado con los otros, especialmente con los de arriba. Pero su animosidad estaba dirigida con venganza a Jovani Jesús, a quien odiaba con todo el odio que su edad podía soportar, así le parecía al Profesor.

    —Buenos días, mis queridos alumnos. —Así comenzaba el Profesor el día en la clase. Y lo decía con tanta sinceridad, que a los estudiantes les daba una risa. —Espero que hayan tenido un fin de semana saludable.

    —Buenos días, Profesor —contestaban los estudiantes.

    Los estudiantes eran todos muchachos. Los padres les prohibían a sus hijas que asistieran a clases. Era una tradición cultural o un tipo de tabú. El Profesor no sabía y no tenía ningunas intenciones de enfrentar ese tema.

    —Vamos a seguir con la lección de inglés y después vamos a estudiar más matemática —les explicó el Profesor—. Inglés, como cualquier otro idioma, tiene importancia y valor en aprenderlo. Entre más idiomas aprendan, más puertas se abrirán en el futuro. La vocal «i» en las palabras en inglés da problemas, pero se vence con tiempo y práctica. Por ejemplo, la palabra en inglés, poison, veneno en español, suena como poyson. Muchas palabas se escriben exactamente igual en español y en inglés. Pero se pronuncian diferente. Como la palabra inevitable, que significa la misma cosa, se escribe igual, pero se pronuncia diferente.

    El Profesor escribió más ejemplos de palabras en el pizarrón, que parecía que lo utilizaba como tiro al blanco. Los estudiantes apuntaban las palabras en sus cuadernos. Y otros ejemplos que escribió el Profesor en el pizarrón, que tenía la textura de un queso suizo.

    —Bueno, basta con la gramática —dijo el Profesor después de enseñar gramática e inglés por cuarenta y cinco minutos.

    No quería aburrirlos con gramática. Quería discutir un tema antes de que llegaran los estudiantes más chicos de edad. Ellos llegaban a las diez de la mañana. Ponía a Jovani Jesús de tutor con ellos y él les enseñaba a los mayores. Era más práctico de esa manera que mezclarlos a todos en un grupo tan temprano.

    —Hablando del futuro —continuó el Profesor, acercándose a los estudiantes—, ¿qué plan tienen ustedes para el futuro? ¿Qué esperan cumplir en el tiempo que van estar en este planeta? Nunca es muy temprano para tener un objetivo, un plan. Un plan para prepararnos para el futuro. El tiempo pasa rápido. Quiero que lo piensen o comiencen a pensar en ese objetivo tan importante.

    El silencio reinó supremo. Los muchachos pelaban los ojos como tecolotes en un bosque lejano, buscando ratones en una noche sin luna. Esperaban que el Perro Negro abriera la puerta con un replicado sarcástico. O que Jovani Jesús respondiera práctico e inteligible, mientras los otros se mordían las uñas o se rascaban los huevos, contentos de no sentarse en la silla caliente, expuestos a un asalto mortal del Perro Negro rabioso o a una circuncisión estratégica por Jovani Jesús. Mejor quedarse calladitos y escuchar. Si entraban con una simpleza, no había garantía de que la salida no sería llena de mordidas con burla necia por un día o una semana.

    La mano prieta del Perro Negro explotó como un gancho zurdo a la

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