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La Chica Del Fort Greene Park De Brooklyn
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Libro electrónico724 páginas11 horas

La Chica Del Fort Greene Park De Brooklyn

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IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 mar 2019
ISBN9781506528311
La Chica Del Fort Greene Park De Brooklyn
Autor

J.J. Kovacick

J.J. Kovacick In the first stage of his life as a writer, he dedicated to poetry and fiction. Afterward, he has devoted himself to writing novels, addressing different genres, including a historical novel. Always showing a high sensitivity in dealing with themes. For more than 25 years he devoted himself to teaching at university, along with his vocation as a writer; which he now does full time. From his first novels, which were well received by the public, J.J. Kovacick demonstrated mastery of the genre and great imagination. His books have provoked outstanding reviews from his readers. He lives in the quiet city of Greenville, in the State of Delaware, with his wife, an elementary school teacher.

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    La Chica Del Fort Greene Park De Brooklyn - J.J. Kovacick

    Copyright © 2019 por J.J. Kovacick.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2019902449

    ISBN:                         Tapa Dura                                            978-1-5065-2830-4

                                        Tapa Blanda                                         978-1-5065-2832-8

                                        Libro Electrónico                                978-1-5065-2831-1

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión:07/03/2019

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    790230

    Contents

    Uno

    Dos

    Tres

    Cuatro

    Cinco

    Seis

    Siete

    Ocho

    Nueve

    Diez

    Once

    Doce

    Treces

    Catorce

    Quince

    Dieciséis

    Diecisiete

    Dieciocho

    Diecinueve

    Veinte

    Veintiuno

    Veintidós

    Veintitrés

    Veinticuatro

    Veinticinco

    Veintiséis

    Veintisiete

    Veintiocho

    Veintinueve

    Treinta

    Treinta y uno

    Treinta y dos

    Treinta y tres

    Treinta y cuatro

    Treinta y cinco

    Treinta y seis

    Treinta y siete

    Treinta y ocho

    Treinta y nueve

    Cuarenta

    Cuarenta y uno

    Cuarenta y dos

    Cuarenta y tres

    Cuarenta y cuatro

    Cuarenta y cinco

    Cuarenta y seis

    Cuarenta y siete

    Cuarenta y ocho

    Cuarenta y nueve

    Cincuenta

    Cincuenta y uno

    Cincuenta y dos

    Cincuenta y tres

    Cincuenta y cuatro

    Cincuenta y cinco

    Cincuenta y seis

    Cincuenta y siete

    Cincuenta y ocho

    Cincuenta y nueve

    Sesenta

    Sesenta y uno

    Sesenta y dos

    Sesenta y tres

    Sesenta y cuatro

    Sesenta y cinco

    Sesenta y seis

    Sesenta y siete

    La Chica Del Fort Greene Park De Brooklyn

    Uno

    S hirley Anderson se movió incómoda en la cama procurando esconderse del sonido del teléfono que le importunaba el sueño. La habitación estaba a oscura. Ella sentía que su cuerpo no había descansado lo suficiente y necesitaba seguir durmiendo por muchas horas más. A tientas tomó una almohada y se cubrió la cabeza, tratando de aislarse del impertinente sonido del aparato. Pero el sonido del teléfono seguía hostigándole el sueño. No eran horas para llamar a una casa. Pero sabía que tenía que desconectar el teléfono, si quería seguir durmiendo, por lo que intentó alcanzar el aparato; no lo consiguió; pero el teléfono dejó de sonar por algunos minutos y Shirley Anderson se sintió aliviada. Ahora podría seguir consumiendo las horas a gusto en un sueño placentero y reparador. Pero su alegría duró muy poco. Después de algunos minutos el aparato volvió a su insistente y atroz sonido. Esta segunda vez sabía que debía contestar, aunque fuera para reprochar a quien llamaba. Extendió la mano y logró alcanzar el aparato que estaba en el lado derecho de la mesita de noche. La habitación seguía a oscura, por lo que tardó algunos segundos para contestar. No sabía si estaba soñando o si era realidad que alguien la estaba llamando en horas de la madrugada a su casa. Pensó que se había sacado la lotería de la más impertinente llamada telefónica de la ciudad. Sus ojos pesadamente intentaban abrirse.

    —Hola —dijo con un timbre de voz inentendible. Odiaba que la llamaran en horas de la madrugada. Su ritual de vida implicaba dormir más que suficiente para lograr que su cuerpo descansara y funcionara a la perfección. El sueño era la mejor medicina para su cuerpo, por demás, su trabajo requería que su organismo estuviera totalmente descansado para ser absolutamente eficiente. Shirley Anderson tenía una oficina de acupuntura en el centro de la ciudad de Brooklyn y amaba trabajar con la máxima eficiencia. Ella era perfeccionista y asumía que su cuerpo saludable era la parte fundamental de su trabajo.

    —Buenos días. La llamo para recordarle que tiene a una persona citada para las 10:30 de esta mañana—dijo una voz conocida desde el otro lado de la comunicación. Era la voz de Judith Curry, su asistente en el despacho de acupuntura. La voz de la mujer hizo que Shirley se sintiera menos molesta. Su asistente sabía que no debía llamarla para interrumpirle el sueño. Tenía que ser un asunto de mucha importancia para ella atreverse a llamarla en horas de la madrugada. Hizo un esfuerzo para abrir los ojos y ponerse en alerta para escuchar a su asistente; pero apenas logró incorporarse un poco y percatarse de la oscuridad de la habitación.

    — ¡Pero es de madrugada, Judith! —reclamó aclarando un poco la dificultosa voz que tenía. Seguía con la tensión de sentirse molesta. A pesar de la contrariedad, sus ojos se negaban a abrir.

    Judith pareció sorprenderse por la opinión de la acupunturista. Esperó algunos segundos antes de exclamar:

    — ¡De madrugada! —se escuchó decir escandalizada a la asistente. Debió pensar que había llamado a un teléfono equivocado, pero de Alemania. La persona que escuchaba no parecía hablar el mismo idioma, y por demás, estaba diciendo que donde ella estaba era de madrugada. Estaba un poco turbada y esperó escuchar la voz de su interlocutora para asegurarse de que estaba hablando con la persona que había llamado.

    — ¿Qué hora es, Judith? —cuestionó Shirley frotándose los ojos, y entonces Judith supo que no había marcado un número equivocado ni había llamado a un país europeo.

    Judith Curry guardó algunos segundos de silencio. Se percató que Shirley no estaba del todo despierta. Unos segundos le darían la oportunidad de despertar y asumir la información. Pero seguía extrañada por encontrar a su jefa en la cama a esas horas.

    —Son las 10:15 de la mañana. ¿Qué pasa con usted? —había sentido la contrariedad que invadía a su jefa. No entendía qué pasaba. Shirley Anderson era una mujer absolutamente comprometida con la responsabilidad de su trabajo. Nunca había tenido que llamarla para recordarle una cita profesional; pero ese día no había tenido otra alternativa. Su costumbre era llegar a la oficina antes que ella para estudiar los expedientes de los clientes y así poderle dar un servicio profesional de primera calidad. No entendía por qué rompía su ritual de puntualidad y de profesionalidad. Algo no estaba bien en la acupunturista.

    — ¡¿Cómo?! —exclamó saltando de la cama y encendiendo la luz de la habitación, la acupunturista. Miró el reloj de pared cerca de su cómoda y se percató de que había dormido muchas horas y que efectivamente era media mañana. Su cuerpo seguía pidiéndole que continuara durmiendo; pero no tenía otra alternativa que levantarse para comenzar las labores del día. Había citado a un cliente antes del horario normal porque necesitaba hacer algunas diligencias que había programado en el día. No entendía el cansancio de su cuerpo. No encontraba explicación por el cansancio que sentía. Se había ido a la cama a la hora acostumbrada y, aunque había leído mucho más de una hora de El Invierno del Mundo, la novela de Ken Follet, el gran escritor inglés, no tenía razones para sentirse tan cansada. De todas maneras, no supo cuando se durmió. El invierno del Mundo, la tenía muy atrapada y era muy posible que estuviera más horas de las normales despierta. En realidad, no supo la hora cuando se durmió.

    —Dile que llegaré un poco más tarde. Ponle una buena excusa, por favor —ahora imploraba, apenada por la falta. Soltó el teléfono y sacudió su cuerpo para recuperar toda su lucidez. Necesitaba ponerse en pie rápidamente para comenzar con sus actividades diarias, que ahora estaban retrasadas.

    Se metió en el baño y se dejó caer el agua caliente sintiendo el placer de sentirse cubierta por una manta deliciosa. Recordó que tenía que realizar una cantidad impresionante de asuntos ese día. Les había prometido a sus padres ir a pasar el fin de semana con ellos a la ciudad de Hockessin, en Delaware, donde vivían y debía resolver un montón de asuntos antes. Era jueves y no le quedaba mucho tiempo para organizar su salida de la ciudad. Tenía un almuerzo con dos antiguas compañeras de universidad que estaban en la ciudad para asistir a un musical en Manhattan; en la noche debía asistir a una reunión con un monje budista que estaba invitado por una organización de la que ella era una miembro prominente. Salió del baño con el cabello rubio un poco mojado. Se miró al espejo mientras se secaba el pelo y creyó descubrir una incipiente arruga en su rostro; pero se miró fijamente y comprobó que era una falsa alarma. A sus 30 años lucía con la fragancia de diez años menos. Conservaba intacta toda su belleza juvenil. Su piel blanca y tersa se mostraba inmaculada; su rostro anguloso y su mirada azul turquesa seguían conservando su aspecto angelical; que contrastaba con su fuerte personalidad. Desde muy joven fue muy independiente. Se había criado en Boston, debido a que su padre era profesor en la universidad de Harvard y su madre dirigía una escuela secundaria de la ciudad. Sus padres se sorprendieron cuando ella le informó, después de terminar el hight school, que no entraría a la universidad ese año y que se iría de viaje a conocer a la India. Ella ya estaba aceptada para estudiar leyes en la Harvard. La sorpresa aturdió a sus progenitores, en el primer momento, pero después aceptaron la voluntad de su hija; pensaron que iba a ser bueno para ella ver otras formas sociales de vida y que la ayudaría a tener una lectura más amplia del mundo que le tocaría vivir. Sabían del fuerte carácter de Shirley, por lo que no pusieron ninguna resistencia. No era malo que conociera otras sociedades antes de sumergirse en el mundillo universitario, que sabían que era muy absorbente. Lo que nunca imaginaron era que aquel viaje cambiaría la vida de su hija para siempre.

    Shirley abrió la puerta para ir a la cocina a prepararse un desayuno rápido y frugal. Apenas tomaría una manzana, y quizás un poco de café. Por el día de hoy, no comería su habitual desayuno de cóctel de frutas con jugo de naranja. Cuando se movió para dirigirse a la cocina se encontró de frente con Texas, su perra que se movía nerviosa, mirándola fijamente. Texas era de raza Labrador Retriever de color blanco con una gran mancha negra en el lomo y una coronilla en la cabeza. Frunció el ceño al recordar que era el día de sacarla a caminar al parque; pero lo lamentaba por Texas, porque ese día no podría llevarla al parque Fort Greene, ubicado en las proximidades del edificio donde vivía, en el barrio Clinton Hill de Brooklyn. No tenía ni un poco de tiempo para llevar a su querida perra a su paseo matutino y, lo lamentaba. Texas gruñó incómoda. Sintió el desapego de su ama. Shirley se arrodilló y acarició la cabeza de la perra para que se tranquilizara. Cuando tocó al animal la sintió alterada y nerviosa. Estaba muy excitada. Algo le estaba ocurriendo al animal. Pero no tenía otra alternativa que ir a la cocina a prepararse un rápido desayuno para salir corriendo a realizar los compromisos del día. —No puedo ir contigo al parque hoy. El día tiene muy pocas horas para hacer todo lo que debo hacer hoy —le dijo lamentándose y tocando el cuello del animal. Cuando dio la espalda, Texas ladró, primero de manera lastimera, pero después lo hizo con energía. Shirley entornó los ojos al observar la reacción de Texas. Seguía comportándose de manera nerviosa y extraña. Shirley se turbó por un momento. Temía que su perra estuviera enfermándose o el estrés de permanecer en el apartamento la estuviera afectando. Pero no podía resolver ese problema esa mañana. Ese día tenía que dejarla sola en la casa debido a que la señora de la limpieza había pedido el día libre. Quiso continuar caminando hacia la cocina, pero la perra siguió ladrando de manera compulsiva. Tomó al animal por el pelaje del cuello y lo condujo hasta la cocina. Se percató que no podía dejar a Texas en esas condiciones sola en el apartamento. Tendría que sacarla a su caminata matinal de todas maneras para que superara el estrés, aunque fuera por algunos minutos. No podía dejarla con la tensión que tenía el animal, sola en la casa. Regresó a la habitación y se puso una camiseta y unos Nike. Se quedaría con los pantalones de color azul, que ya tenía puesto. Llegaría unos minutos más tarde a la oficina. De todas maneras, ya estaba retrasada.

    Tomó apenas una manzana, la mordió y salió con Texas a caminar por el parque Fort Greene. Presentía que ese no sería el mejor día de su vida. Todo parecía funcionar de manera contraria. Le hubiese gustado hacer su acostumbrado tiempo de meditación; pero ni para eso tenía tiempo. La contrariedad parecía ser la norma del día. Cinco minutos tardó en llegar al parque y Texas seguía inquieta, aunque parecía que comenzaba a relajarse.

    El parque Fort Greene estaba como siempre concurrido de jóvenes y mayores que realizaban sus ejercicios matinales. El pequeño bosque del centro de Brooklyn estrenaba un intenso color verde. Los senderos parecían ser pequeños para la cantidad de gente que los colmaba. Los enormes árboles lucían espléndidos, ofreciendo sombras frescas a los visitantes.

    Shirley comenzó a caminar por un sendero rodeado por grandes árboles que estaban llenos de hojas verdes recién estrenadas. Después se movió por la grama verde, recién cortada y se aproximó a un árbol donde Texas levantó una pierna trasera y orinó. El olor a la hierba recién cortada era fantástico. El aroma inundaba todo el lugar. Sintió que flotaba al caminar con sus tenis Nike. Divisó a un grupo de cuatro jóvenes con su entrenador que corrían aproximándose a ella. Ella había regresado al sendero. Tendría que salirse de la senda para dejar pasar a los atletas que parecían que se entrenaban para alguna competencia olímpica. Por la formación que traían podía deducir que era un equipo de atletismo de alto rendimiento de alguna de las escuelas cercanas. El grupo era dirigido por un alto y fuerte hombre que les indicaba a los jóvenes la manera en que debían abordar la carrera. Estaba absorta en sus pensamientos cuando Texas se le soltó de la mano y comenzó a correr en dirección al grupo de jóvenes que hacía atletismo. Cuando levantó la cabeza se impactó al observar que el hombre que dirigía el grupo de los jóvenes caía derribado al suelo. Por unos segundos no supo cómo reaccionar; pero Texas comenzó a correr hacia el pequeño grupo de jóvenes que rodeaban al hombre que había caído en el suelo. Instintivamente comenzó a correr detrás del animal, pero supo que no corría para atrapar al animal, sino que una fuerza poderosa la llevaba hasta el grupo de jóvenes que rodeaban al entrenador que había caído fulminado. Texas llegó primero y ladró fuertemente, lo que provocó que los jóvenes atletas retrocedieran un poco. Shirley llegó de inmediato.

    — ¡Permítanme, por favor! —gritó cuando llegaba hasta la persona que yacía tirada en el suelo, y los jóvenes, que también estaban perplejos por lo que había sucedido, le abrieron paso. Tocó al hombre que estaba tendido en el suelo y supo de inmediato que la respiración se había detenido. El hombre estaba muriendo. Le levantó la camiseta y comenzó a realizarle las maniobras de reanimación. Lo primero que hizo fue golpear y comprimir el pecho del hombre para intentar que inhalara aire; seguido inició la maniobra de darle aire de boca a boca. Recordó que había hecho un curso de CPR, hacía mucho tiempo, como requisito para su licencia de acupunturista. Pasaban los segundos y el hombre no producía ningún signo que delatara que saldría del colapso. — ¡Llamen al 9-1-1, rápido! ¡Se está muriendo! —volvió a gritar cuando dejaba de darle respiración de boca a boca y le presionaba el pecho. Uno de los jóvenes dijo que había llamado al 9-1-1 y que una unidad estaba en camino. Se desesperaba al sentirse impotente para ayudar al hombre que moría en sus manos.

    Texas permanecía muy cercana mientras su dueña realizaba la maniobra de reanimación. Muchos de los caminantes de acercaron y en pocos segundos había una pequeña multitud aglomerada alrededor de Shirley y del hombre que estaba a punto de expirar.

    —Voy a buscar ayuda al Brooklyn Hospital que está aquí mismo —dijo otro de los jóvenes que parecía salía del shock y se enteraba de lo que estaba sucediendo. Comenzó a correr en dirección al Brooklyn Hospital que estaba a unos trescientos metros. El shock que había sufrido le había impedido actuar con rapidez para salvar a su compañero. Eran jóvenes estudiantes y el accidente los tomó totalmente desprevenidos.

    Shirley seguía aplicando el procedimiento de reanimación, pero sentía que todo era un acto fallido. Unos minutos después sintió que unas manos la retiraban del cuerpo del hombre. Era un grupo de paramédicos que había llegado en una unidad del 9-1-1. Se hizo a un lado. Sentía que el esfuerzo hecho no había servido para nada. En el último contacto que tuvo con el joven que estaba tendido en el suelo, había sentido el frío cadavérico. No llegaría vivo al hospital, por más cerca que estuviera.

    En pocos segundos los paramédicos habían subido al hombre a la unidad y partían del lugar. Ella se quedó tan impactada que, por algunos minutos, no supo qué había sido de Texas. Comenzó a llorar sin saber porqué lo hacía. Texas le acarició una pierna y ella le acarició la cabeza; eso la hizo relajarse un poco. Seguía en shock.

    Unos minutos después llegaron caminando dos paramédicos del Brooklyn Hospital para auxiliar al hombre que había caído liquidado por un ataque, que todo indicaba que había sido un infarto fulminante de corazón; pero el enfermo había partido en la unidad del 9-1-1. Cuando los jóvenes le informaron que ella le había dado las primeras asistencias al hombre que había caído para reanimarlo, los paramédicos le preguntaron si estaba diplomada para realizar esas funciones; pero seguía impactada y no sabía cómo responder. Ella no estaba autorizada legalmente para aplicar maniobras de reanimación, debido a que hacía mucho tiempo que había hecho el curso de CPR y no lo había renovado; pero todo había ocurrido tan rápido que ni ella misma sabía por lo que lo había hecho. Todo lo que lamentaba era que el hombre joven que había intentado salvar no hubiese sobrevivido. Se sentía fatal; pero ya no podía hacer nada.

    Dos

    A penas se había escuchado el sonido de la puerta trasera de la unidad del 9-1-1 cerrándose, cuando el paramédico asistente gritó a todo pulmón, dirigiéndose al conductor:

    — ¡Al Brooklyn Hospital, que este hombre está a punto de fallecer! No podemos perder un solo minuto.

    La voz del paramédico no se había terminado de extinguir cuando se escuchó al jefe del equipo de emergencia gritar:

    —¡No! Vamos al Long Island College Hospital, conductor. A la emergencia del Long Island College Hospital. No perdamos tiempo—. Sabía que el paciente agonizaba y había tomado una decisión sin consultar con sus compañeros.

    Por unos segundos se produjo un silencio desconcertante en el interior del vehículo. El jefe del equipo había ordenado llevarlo a un hospital que estaba a una mayor distancia. Era un hombre de tez blanca, cabello rubio revuelto y rostro de piel rugosa; tenía 50 años y llevaba gafas de montura de concha con grandes cristales de aumento. Su nombre era Edward Boyle y tenía un timbre de voz muy agudo.

    El asistente levantó la cabeza rápidamente, como si hubiese sido tocado por un impacto, y miró con incredulidad al jefe del grupo de trabajo. No podía creer lo que había escuchado. El responsable de la unidad de emergencia estaba tomando la peor decisión posible del momento. Si tomaban la decisión de llevarlo al Long Island College Hospital estaba decretando la muerte del hombre que estaba en la camilla y que apenas se le sentía la respiración. El paramédico era un hombre de tez oscura y cabeza raspada. Su nombre era David Mulkins y tenía 30 años. A pesar de la contrariedad continuó con el procedimiento de reanimar al colapsado. Se le veía muy afanoso. Ya había colocado los equipos que monitoreaban los signos de vida del enfermo. La contrariedad hizo que, por algunos segundos, sus manos permanecieran quietas. Estaba impactado por las palabras del responsable del equipo de emergencia del Fire Department.

    —El Long Island Hospital está casi a dos millas de este lugar. Este hombre está muy mal —ripostó en un tono desafiante—. Este individuo no creo que llegue vivo a ese hospital. Ni siquiera está presentando signos vitales de vida con claridad. Estamos casi en la puerta del Brooklyn Hospital. ¿Por qué demonios vamos a ir al Long Island? No puedes cometer una barbaridad de esa magnitud. Por favor, vamos al Brooklyn Hospital, que está a pocos metros —reclamó un tanto alterado, aunque suplicante, el auxiliar sanitario.

    El conductor titubeó antes de emprender el camino que seguiría para llegar a un establecimiento de salud. Los dos sanitarios no estaban de acuerdo a dónde debían llevar al enfermo. Esperó algunos segundos a que el responsable de la unidad cambiara de opinión y conducir hasta el Brooklyn Hospital, que estaba a menos de dos minutos. Lo que había dicho David Mulkins era demasiado obvio para que Edward Boyle no entrara en razón y cambiara su decisión de ir al Long Island College Hospital. Pero los segundos que estaba perdiendo eran vitales para el enfermo. Se sintió presionado y esperó con las manos crispadas sobre el volante. Miró el GPS, que esperaba que le marcara el lugar de destino para señalarle la ruta óptima para llegar en el menor tiempo.

    —¡Al Long Island College Hospital, conductor! Vamos a toda velocidad. No podemos perder tiempo—ordenó en voz alta el jefe del equipo, que también manipulaba los equipos médicos que le habían colocado al enfermo. Él también sentía que el hombre que habían recogido en el parque Fort Greene se estaba quedando sin vida. Había tomado la decisión de llevarlo al hospital que estaba en el otro lado de la ciudad, y era lo que haría. Tenía razones muy poderosas para tomar la decisión.

    El conductor del vehículo frunció el ceño, colocó la sirena y se dispuso a conducir velozmente hacía el Long Island College Hospital. Debía cumplir con el mandato del que tenía la mayor autoridad en el grupo, aunque creía que estaba cometiendo un error. Había decidido ir al lugar de mayor distancia en una ruta donde las calles siempre estaban atestadas de vehículos a esa hora de la mañana; no parecía una buena idea la que había tomado. Le indicó al GPS para que señalara la mejor ruta. Pisó el acelerador y arrancó a toda velocidad. Pero dos calles después tuvieron que frenar al encontrarse con un conflicto de tránsito. Tenía que recorrer la Myrtle Avenue, luego la Navy Street, después tomar Tillary Street hasta alcanzar la Clinton Street, a continuación, llegaría a la Atlantic Avenue, hasta alcanzar la Columbus Street, donde estaba ubicado el Long Island College Hospital, Brooklyn Hight. Sabía que se enfrentaría a una ruta muy difícil de superar en pocos minutos. El Clinton Hill, donde estaba el parque Fort Greene, y Brooklyn Hight, donde estaba el hospital, estaban en lugares muy distantes.

    —Estás cometiendo un grave error, Edward. Este hombre se está muriendo. La única oportunidad que tiene de vivir es llevándolo al Brooklyn Hospital —dijo en un tono amargo el asistente paramédico mientras manipulaba los equipos, intentando reanimar al enfermo. El infarto que había sufrido parecía irreversible. Se había estremecido con la reducción violenta de velocidad del vehículo de socorro y se terminaba de convencer del tamaño del error que estaba cometiendo su compañero.

    Edward guardó unos segundos de silencio. Era parte de su ritual de autoridad. El asistente debía saber que el reglamento era muy específico en lo que debía hacer en los momentos de extrema gravedad. La decisión le correspondía a él tomarla y todos debían cumplir sus órdenes.

    —Tendremos que correr el riesgo de que se muera en el camino —contestó Edward, en un tono determinante, aunque un poco sentido. No le gustó el tono desafiante de su asistente—. Vamos a llevarlo al Long Island Hospital. Suceda lo que suceda. Es lo mejor que podemos hacer en estas circunstancias. Correremos el riesgo—reafirmó con determinación.

    David Mulkins volvió a levantar la cabeza y la movió de manera negativa. Lo que estaba haciendo su jefe era un error garrafal. Los dos hombres se miraron directamente a los ojos. Sabía que la decisión era contraproducente; pero se mantendría a la voluntad jerárquica de su compañero. Debía dejar asentado que no compartía la decisión.

    —Lo correrás tú. A partir de este momento toda la responsabilidad será tuya. Tú ha sido quien ha tomado la decisión y debe ser responsable de las consecuencias —respondió bajando la cabeza para monitorear el pulso del enfermo. Seguía trabajando afanosamente con el Desfibrilador para restablecerle la actividad eléctrica en el corazón del paciente. El infarto había sido muy fuerte y el corazón quedó casi sin actividad. Estaba muy decepcionado con la decisión tomada; pero no podía hacer nada más que lo que había hecho. El conductor sólo seguiría la orden emanada del responsable de la dirección de la unidad de Emergency Medical Services, EMS, del Fire Department.

    Edward Boyle lo miró con un dejo de desprecio. No esperaba una reacción de tan poca lealtad de su compañero. Él seguía monitoreando los equipos médicos para asegurarse del real estado del enfermo. No permitiría que sus decisiones fueran puestas en entredicho por su asistente. Estaba muy consciente de la decisión que había tomado y no creía cometer ningún error.

    El conductor miró por el espejo retrovisor a los dos hombres. Él también despreciaba la decisión tomada por el responsable de la unidad de emergencia. A pesar de creer que había cometido un error conducía hacia el lugar señalado por Edward Boyle. Todo lo que podía hacer era intentar llegar en el menor tiempo posible, cosa que se le dificultaba. El atasco parecía no terminar. Se saltó una isleta central de la Tillary Avenue para superar a un grupo de coches que estaban apilados en el centro; pero cuando aceleró, a pocas calles se encontró con otra dificultad para avanzar rápidamente.

    —En Long Island College Hospital está el equipo médico más entrenado en procedimientos de reanimación extrema —comentó Edward Boyle, rompiendo un breve silencio—. Ellos han estado aplicando un novedoso método para enfermos de máximo riesgo que podría salvarle la vida a este hombre. Con los procedimientos protocolares que aplicarían en Brooklyn Hospital, estoy seguro de que este hombre no sobreviviría. Tiene un infarto masivo en el corazón y no creo que tenga mucha oportunidad de vivir. Lo mejor que podemos hacer es llevarlo al Long Island Hospital. Tal vez es el único lugar donde tenga una oportunidad de sobrevivir —era la manera de justificar su decisión. Estaba convencido de que estaba en lo correcto.

    David Mulkins mantenía una expresión de contrariedad. A pesar de lo explicado por Edward, no creía que había tomado la mejor decisión. En el Brooklyn Hospital había un equipo de médicos especialistas en emergencia de reanimación y podían tener tiempo para aplicar los procedimientos de reanimación.

    —Pero no podrán aplicarle ningún procedimiento novedoso de reanimación si llega muerto —ripostó el asistente que seguía creyendo que el responsable de la unida había tomado una mala decisión. El problema no era una maniobra de reanimación, sino que llegara vivo a un establecimiento de salud.

    Edward Boyle sintió las palabras de su asistente como un reproche inaceptable. No permitiría que contradijera su decisión. Sabía que había tomado una decisión muy riesgosa, pero era la que creía más conveniente. Debía parar en seco la discusión para preservar la disciplina del grupo.

    —Yo correré con toda la responsabilidad —puntualizó Edward Boyle—. Es a mí a quien le corresponde tomar la decisión y la he tomado. Que no se diga más —cerró el debate sentenciando con la última frase.

    Un silencio desconcertante se instaló en la cabina de reanimación de la unidad del 9-1-1. Los dos hombres seguían afanosamente intentando lograr que el hombre que estaba en la camilla volviera en sí. Se tragaron sus reproches para evitar un descuido fatal.

    El conductor intentaba superar las atiborradas calles del centro de Brooklyn, pero parecía que los automóviles producían un muro insuperable, cuando menos en el tiempo que podría permitir que el hombre que yacía sobre la camilla llegara con vida al lugar de destino. El tiempo que se tomaba la unidad EMS decretaba un desenlace inminente.

    — ¡Más rápido, conductor! —gritó David Mulkins al percatarse de que el paciente estaba entrando en una etapa de no retorno. Había desaparecido casi todo el pulso y los equipos que monitoreaban al enfermo delataban un deterioro acelerado.

    —Voy lo más rápido posible. Creo que han salido a esta hora todos los coches de Brooklyn. Parece que más adelante se ha producido un accidente. Los conductores no pueden retirarse de la vía que llevo —contestó el conductor, un hombre de tez oscura y de unos 30 años de edad—. Me he saltado algunas isletas centrales; pero no puedo avanzar más rápido. Este maldito tránsito parece que no escucha la sirena.

    En el interior de la unidad del 9-1-1 se había instalado un ambiente tan cargado que notificaba que estaba a punto de producirse lo peor. Edward y David se miraron y no pronunciaron ni una sola palabra. Ahora sus miradas reflejaban la angustia de que habían perdido toda esperanza. Todo indicaba que el esfuerzo realizado no tendría ningún resultado positivo. El hombre que estaba tendido en la camilla comenzaba el proceso de fallecer.

    — ¡Maldita sea! ¿Cuándo vamos a llegar? —exclamó desesperado Edward Boyle, pero el conductor optó por guardar silencio. Sabía que la tensión se hacía insoportable dentro de la unidad EMS y cualquier cosa que dijera no ayudaría a mejorar, sino a empeorar el ambiente.

    Los dos sanitarios comenzaron a entrar en una angustia desesperada.

    — ¡No vamos a llegar nunca! —volvió a exclamar David Mulkins en un tono de impotencia atroz. Estaba perdiendo la batalla por salvar la vida del paciente.

    La agónica espera parecía no terminar. Después de 18 minutos el vehículo comenzó a entrar por la puerta de la emergencia del Long Island College Hospital. Los dos hombres saltaron al suelo y corrieron con la camilla hacía el interior de las instalaciones médicas, llevando al enfermo. No podían perder un solo segundo. Ni siquiera sabían a ciencia cierta si conducían un enfermo o un cadáver. Cuando entregaron el cuerpo del hombre que habían recogido en el parque Fort Greene de Brooklyn con un infarto fulminante al corazón, sabían que había entrado en una etapa de no regreso a la vida.

    Tres

    S olamente había transcurrido un cuarto de hora del ingreso de la persona que había caído fulminado con un ataque al corazón en el parque Fort Greene, cuando un hombre alto, cabello rojizo, piel clara y pecosa, con un gran crucifijo colgado del cuello, entró al Long Island College Hospital y se dirigió directamente al módulo de información. Se presentó como el padre Richard Parker, párroco de la iglesia de la Epifanía, del sector de Williamsburg, de Brooklyn. Preguntó por la situación del padre Jacobo Fernández, que era el nombre del hombre que había sido ingresado con un infarto en el corazón. En el primer momento la recepcionista no supo contestar, pero el sacerdote le dijo que se trataba del hombre que había sido traído por una unidad del EMS desde el parque Fort Greene. La mujer le tomó los datos y después le solicitó que esperara en un salón que estaba en el frente del módulo de información. El sacerdote vestía de pantalones, camisa y chaqueta de color negro.; su camisa llevaba paracuello blanco. Era un hombre delgado, con el rostro cuadrado, nariz perfilada y grandes manos. Tenía 55 años y era el responsable de la iglesia católica de la Epifanía, de la calle South 9 th de Brooklyn. El sacerdote caminó hasta el salón señalado por la recepcionista, se sentó, cubrió su rostro con las manos, inclinó la cabeza y rezó una breve oración. Después levantó el rostro, como si quisiera cerciorarse de la realidad de lo que estaba aconteciendo. Miles de pensamientos comenzaban a agolparse en su mente. La situación del padre Jacobo Fernández lo había tomado tan desprevenido que estaba un tanto noqueado.

    El padre Richard Parker había sido avisado por parte de Saint Joseph’s College, donde el padre Jacobo Fernández era instructor de atletismo, de que éste había sufrido un infarto al corazón cuando entrenaba al equipo de la universidad en el parque Fort Greene. Los estudiantes que acompañaban al sacerdote habían informado que creían que había muerto. Por lo informado, esperaba la peor noticia del día. Recordó cuando conoció al padre Jacobo Fernández en una reunión de sacerdotes del Opus Dei, en la universidad de Navarra, en España. Transcurría el año 2010 y él había sido designado, meses antes, para dirigir la iglesia de la Epifanía, en Brooklyn. Cuando le presentaron el joven sacerdote, que se disponía a partir a Roma a terminar su doctorado en teología, nunca pensó que aceptaría venir a la diócesis de Brooklyn y compartir una pobre iglesia donde el 98% de los habitantes eran judíos ortodoxos. Él mismo, en ese tiempo, no creía que pudiera levantar una feligresía en la parroquia. Era la única iglesia que tenía el Opus Dei en el área, y le fue cedida por la diócesis porque ninguna congregación la aceptaba. Le ofreció la plaza de ayudante de párroco y el joven sacerdote le dijo que lo pensaría y que le respondería antes de terminar el encuentro, que duraba una semana. La universidad de Navarra era el lugar del encuentro de sacerdotes del Opus Dei más importante de la prelatura, en España. Al final del encuentro, cuando se alistaba para salir hacia Estados Unidos, se le presentó el joven sacerdote y le comunicó que iría por un año a Roma a terminar su doctorado y que después lo acompañaría en la iglesia de la Epifanía, aunque fuera por poco tiempo. Para el padre Richard Parker fue una alegre sorpresa. Sabía que tenía que aceptar las condiciones del padre Fernández. Pocos sacerdotes se interesarían por ir a una iglesia sin ningún futuro. Previamente se la habían ofrecido a varias congregaciones religiosas; pero cuando conocían de la situación del lugar donde estaba ubicada y las precariedades con las que funcionaba, rechazan la oferta. Todo indicaba que en poco tiempo el arzobispado no tendría otra alternativa que cerrarla definitivamente. Ya la diócesis la había cerrado por algún tiempo en el pasado, y solamente la autorizó abrir cuando él acepto regirla. Ni la propia organización del Opus Dei estaba de acuerdo con la decisión que había tomado.

    Un año después, cuando estaba a punto de renunciar de la iglesia de la Epifanía, debido a que no había podido lograr obtener una feligresía mínima para que funcionara, llegó el padre Jacobo. Pensó que con el trabajo de los dos las cosas cambiarían para mejor y lograrían conseguir una población mínima de creyentes en Jesucristo. El problema era que la iglesia estaba rodeada de edificios habitados por judíos ortodoxos. Inclusive, los sábados ni siquiera podían programar eucaristía porque el territorio era absolutamente cubierto por las actividades de los creyentes en el judaísmo. El sector era normado por las costumbres de los ortodoxos que claman por Abraham. La sinagoga era el lugar más concurrido de todo el sector. Durante más de un año intentaron levantar la parroquia, pero el trabajo de los dos sacerdotes no daba ningún fruto. Inclusive tuvieron que buscar trabajos alternos para el mantenimiento de la iglesia. Era una enorme iglesia y requería de mucho esfuerzo de mantenimiento. Las condiciones que imponía el arzobispado era que debían cubrir todos los gatos de la iglesia, incluyendo el mantenimiento de la edificación. Aunque la sede central del Opus Dei de España le enviaba un poco de dinero, esos recursos no cubrían ni los mínimos gastos en que incurrían.

    El Opus Dei, aunque era una organización religiosa, inmensamente rica y poderosa, sometía a sus consagrados a situaciones de trabajo extremo, donde debían exhibir una gran voluntad y una férrea actitud para permanecer en la fe que exigía la prelatura.

    Después de un tiempo razonable, una tarde llamó al padre Jacobo para informarle que había tomado la decisión de solicitar al obispado que clausurara la iglesia. No podían seguir intentando lograr lo imposible. Habían hecho todo lo posible por hacer que la iglesia progresara, pero todo había sido inútil. El padre Jacobo Fernández aceptó la decisión con resignación y le informó que regresaría a España para reportarse a la sede del Opus Dei de su país. Dos noches después, en horas de la madrugada, escuchó que tocaban la puerta de su habitación. Sabía que solamente podía ser el padre Jacobo. Cuando se levantó y abrió la puerta vio al sacerdote español con una extraña expresión en el rostro y una sonrisa que le iluminaba toda la cara. El padre Jacobo le dijo que no debían abandonar la iglesia de la Epifanía y que el Señor estaba muy triste con ellos por flaquear en la misión que les había asignado. Para expiar su desobediencia debían someterse a un cilicio extremo. Debían castigar sus carnes por la debilidad de dudar del camino señalado por el Señor. Esa noche se auto flagelaron hasta el amanecer. En la mañana sus cuerpos sangraban y llevaban cilicios en los muslos de sus piernas derechas hasta que la iglesia se levantara. Habían rectificado y decidido luchar hasta el final de sus vidas por levantar la iglesia de la Epifanía de Brooklyn, New York, en los Estados Unidos de América.

    La sede del Opus Dei en Estados Unidos, ubicada en un céntrico y exclusivo sector de Manhattan, se negó a ayudarlos en los momentos más difíciles. Los responsables de la organización en el gran país del norte de América no creían que pudieran levantar una feligresía de una parroquia que estaba en medio de un barrio de judíos ortodoxos. Para ellos el camino era clausularla.

    Una mañana, después de algunas semanas, se presentó a la oficina del padre Jacobo Fernández una mujer con una imagen de la Virgen de Guadalupe para que la bendijera y aceptara colocarla en el templo. A partir de ese momento comenzó a llegar, de distantes barrios de la ciudad, docenas de feligreses en procura de encontrarse con la imagen de la Virgen patrona de México. Los feligreses llegaban desde Manhattan, Bronx, Queen, Staten Island y de la periferia de Brooklyn. La mujer era una devota mexicana de la Virgen que se le había aparecido al indio Juan Diego, el 12 diciembre de 1531.

    Después de algunos meses, un milagro se comenzaba a producir en la parroquia. La iglesia se llenaba cada semana de feligreses que iban a la celebración de la eucaristía. En pocos meses tenían una iglesia que debía programar misas en horarios especiales para cumplir con la demanda de los feligreses que la colmaban. El milagro de la iglesia de la Epifanía estaba muy ligado al esfuerzo y a la fe del padre Jacobo Fernández. Si ahora se moría no sabía si las cosas funcionarían igual. Él había hecho una gran empatía con los creyentes latinos. El milagro de la iglesia iba de la mano de la manera de realizar las celebraciones eucarísticas en español por el padre Jacobo. El propio Parker no sentía que dominaba el idioma de Cervantes para impregnar la fuerza y la fe que le imprimía el joven sacerdote español. Temía que todo lo logrado se viniera abajo.

    El corazón del padre Richard Parker estaba lacerado. Precisamente en el momento en que la iglesia había logrado superar sus grandes dificultades, el padre Jacobo Fernández se estaba muriendo. A pesar de su fe, no le parecía justo. Quien había imprimido pasión y juventud al trabajo apostólico en la iglesia de la Epifanía era el padre Jacobo. Pensar en la muerte del sacerdote lo desolaba. Estaba seguro de que las cosas en la iglesia no serían iguales, aunque encontrara otro sacerdote que oficiara en español.

    Estaba tan absorto en sus pensamientos que no se percató que un hombre vestido con indumentaria médica había entrado en el salón y caminaba hasta el lugar donde él estaba. Era hombre de mediana edad y traía espejuelos con cristales pequeños y redondos. Llegaba con una expresión enjuta y sus ojos entornados. Era un hombre de tez blanca, cabello negro y caminar lento. En el salón, las personas que estaban conversando hicieron silencio cuando vieron entrar al galeno.

    — ¿El padre Parker? —cuestionó el hombre dirigiéndose a él. El padre Parker se levantó rápidamente y fue al encuentro. Sintió que su corazón comenzó a latirle aceleradamente. Temía por lo que le informaría el facultativo.

    —Para servirle, señor —fue todo lo que pudo decir. El hombre que tenía de frente percibió el terror que sentía y le pareció que estaba a punto de entrar en pánico. Esbozó una leve sonrisa para endulzar la expresión de su rostro.

    —Soy el doctor Gerard Jurden de la Unidad de Cuidado Intensivo del hospital. Tengo a mi cargo el cuidado del padre Jacobo Fernández —se presentó el galeno con un tono de voz suave, procurando bajar la tensión que percibía en el padre Parker.

    — ¿Cómo está, doctor? —cuestionó impulsivamente y de manera atropellada—. ¿Cómo está el padre Jacobo?

    El médico esperó algunos segundos para contestar. Parecía que buscaba las palabras precisas para informar sin que produjera un mayor dolor. Parker presintió lo peor. La expresión de preocupación que reflejaba el médico denunciaba que no tenía buenas noticias. Seguía en ascuas. Debía tranquilizarse para abordar la situación, pero no lo conseguía.

    —Ha sufrido un ataque masivo al corazón y de milagro está vivo, aún. Hemos hecho todo lo que está a nuestro alcance para salvarle la vida. No ha superado el estado crítico; pero su juventud ha hecho que resista, hasta ahora. En estos momentos respira con una unidad de respiración asistida. Por el momento el pulmón artificial lo mantiene con vida. Ha llegado en coma, por lo que no hemos tenido que inducir esa situación para intentar estabilizarlo.

    Entre los dos hombres se produjo un breve y desolador silencio, cuando el doctor Gerard Jurden calló. Parecía que ninguno de los dos estaba dispuesto a aceptar la verdad de lo que acontecía. El padre Parker no quería escuchar que el padre Jacobo no tuviera ninguna esperanza de vida, y el médico parecía aborrecer informar una verdad, cuando era terrible.

    — ¿Puede salvarse, doctor? —cuestionó con la voz quebrada. El tiempo que habían permanecido junto al padre Jacobo Fernández lo había aprendido a amar con todo su corazón. Se resistía reconocer que el padre Jacobo pudiera morirse en cualquier momento.

    El doctor Jurden movió su cuerpo como si quisiera escapar de la pregunta. Dio dos cortos pasos y después miró fijamente al sacerdote.

    —No podemos asegurar eso. Es más, lo más probable es que no salga del coma en el que está. Ha llegado al hospital casi moribundo. Hemos podido detener el deterioro; pero no podemos asegurar que sobrevivirá. Estamos aplicando un tratamiento experimental para intentar hacerlo reaccionar. Es todo lo que podemos hacer, en estos momentos. Esperaremos hasta mañana para poder darle una información con mayor certeza. En estos momentos estamos aplicando una terapia de hipotermia, usando una solución salina que creemos que puede darle una oportunidad de vida. Lo lamento padre. Estamos haciendo todo lo que está a nuestro alcance para salvarlo —dijo el facultativo apesadumbrado por el dolor que observaba en su contertulio.

    El padre Richard Parker se secó con las manos un fino sudor que cubría su frente. Todo su cuerpo estaba en tensión y ansioso.

    —Gracias doctor. El Señor utilizará sus manos para regresar a la vida al padre Jacobo —dijo el sacerdote como si informara de una decisión divina. El doctor Gerard Jurden lo escuchó y sin decir ni una sola palabra se alejó. Sabía que el religioso estaba destrozado y cualquier información que le diera solamente incrementaría su tristeza.

    El padre Richard Parker pareció perder la noción del tiempo y se quedó con la mirada perdida. Ni siquiera vio alejarse al médico. Nunca había imaginado vivir unas circunstancias tan tristes. Si de los dos sacerdotes, uno debía morir, ese debía ser él. Él tenía 55 años y el padre Jacobo Fernández apenas tenía treinta y cinco años. ¿Por qué el Señor había dispuesto una cosa así? —se cuestionó sin respuesta. Todo lo que podía hacer era entrar en un periodo de oración continua y buscar un instrumento de cilicio para castigar su carne hasta purificarla.

    Cuatro

    D e manera compulsiva, Shirley Anderson le dio tres vueltas al perímetro del Fort Greene Park, incluyendo la cancha de baloncesto y la de tenis, después que la ambulancia partió del lugar con el enfermo del corazón. Subió las pendientes de las colinas pobladas de majestuosos árboles a paso doble. Texas la seguía rápidamente detrás y disfrutaba del paseo matinal. Shirley necesitaba relajarse, volver a la calma acostumbrada y lo quería lograr agotando su cuerpo; pero, por más que lo intentaba no podía sacar de su mente lo sucedido con el hombre que cayó desplomado de un infarto cardíaco. Los senderos que cubrían los 30.2 acres del viejo parque nombrado en honor del héroe de la American Revolutionary War , general Nathaniel Greene, le parecían distancias cortas. Al final, Texas se tranquilizó, pero la dueña seguía exaltada. El parque comenzó a despoblarse de caminantes cuando ella tomó el camino de regreso a la casa. Atrás quedaban los enormes árboles y los hermosos senderos del área verde de Brooklyn. El cielo estaba escaso de nubes, y el sol, en el firmamento, se erigía poderoso. La temperatura comenzaba a subir.

    Cuando llegó a la casa se sintió un poco tranquila. Parecía que la impresión recibida por el incidente del parque comenzaba a quedarse atrás. Pero cuando tomó el auricular del teléfono para informarle a su asistente que llegaría en poco tiempo a su oficina, vio sus manos con un leve y persistente temblor. Supo entonces que no podía trabajar ese día. No estaba en condiciones de colocar las agujas de acupuntura en el cuerpo de un paciente. Todo lo que hizo fue indicarle a su asistente que cancelara todos los compromisos del día. Necesitaba tranquilizarse para regresar a la normalidad de su vida. El incidente que había sucedido en el Fort Greene Park la seguía inquietando. Texas seguía a su lado mirándola con ojos dulces sin saber qué le estaba ocurriendo a su dueña. Shirley le dio comida a la perra e inmediatamente se metió en el baño. Una buena ducha caliente la relajaría. Después se tendió sobre la cama y cerró los ojos. Pero cuando cerró los ojos volvieron las imágenes de los hechos que se produjeron en el Fort Greene Park, cuando vio derribarse a una persona que se ejercitaba. Rogó en su pensamiento que el hombre no hubiese muerto, aunque los últimos datos que tomó del cuerpo del caído eran de que se estaba muriendo. Volvió a abrir los ojos para intentar despejar las imágenes que le enviaba su cerebro y que la intranquilizaban. Se sentía rara. Nunca antes un hecho de esa naturaleza la había afectado tanto. Ella trabajaba con personas que tenían enfermedades y estaba acostumbrada a ver el dolor en el semejante. No tenía explicación de porqué su cuerpo y su mente actuaban tan novedosamente. De todas maneras, sentía que esa mañana tenía una súper sensibilidad que la desconcertaba.

    Se incorporó y sintió que todo su cuerpo estaba en tensión. Pero sabía que necesitaba desconectarse de todo el mundo para poder regresar a su normalidad. Tenía que superar la impresión que le había causado el suceso. Volvió a tenderse en la cama y poco a poco sintió que se dormía. Texas estaba al pie de la cama, acostada, esperando por ella. El animal seguía pendiente a cada movimiento de la mujer.

    La habitación estaba media iluminada. Por un gran ventanal, donde se habían recogido parcialmente las cortinas, entraba un tenue chorro de luz. El ventanal permitía a Shirley tener una vista de la ciudad desde su propia cama, cuando toda la cortina estaba recogida. Cuando cerraba todas las ventanas y las puertas, la habitación se oscurecía totalmente; pero cuando se recogían las cortinas y se abrían las puertas, la iluminación se hacía de manera natural. Era una habitación pequeña y acogedora.

    No supo cuántos minutos durmió; pero cuando despertó aún tenía el leve temblor en las manos. A pesar de que se sentía un poco menos nerviosa, seguía afectada. Decidió quedarse todo el día en el apartamento. Se levantó y se encaminó hasta la cocina a buscar una fruta. Su estómago le pedía un poco de alimento. Tomó una pera verde del refrigerador y se la llevó a la sala para comérsela mientras veía un poco de televisión. Se sentó en un sofá de piel, color beige y estructura de metal niquelado, y encendió el televisor de 52 pulgadas. Tenía como costumbre no tener televisión en su habitación, sino en la sala. Buscaría relajarse viendo un programa ligero. Sabía que a esas horas la mayoría de los programas eran de cocina. Aunque no le gustaba mucho cocinar, trataría de ver uno para evadir la impresión que la asaltaba. Cuando encendió el televisor apareció el canal de noticias local. Se movió para accionar el control remoto del aparato y cambiar el canal, cuando escuchó a un presentador de color decir:

    Información lamentable. Esta mañana los servicios de emergencia han recogido una persona que sufrió un ataque cardiaco en el Fort Greene Park de Brooklyn.

    Se dejó caer de espaldas en el sofá de piel, color beige, y no tocó el botón de cambio de canal del control remoto del aparato. Le impactó lo que había escuchado. Era la noticia del hombre que ella intentó auxiliar para salvarle la vida. Supuso que había sucedido lo peor y esperó más detalles. Sabía que los noticieros disfrutaban las noticias policiales y de muerte. Se quedó sin voz por algunos segundos, esperando. El locutor terminó de leer la noticia.

    La persona fue trasladada por una unidad de EMS al hospital Long Island College Hospital. Se cree que ha fallecido.

    El presentador de noticia cambió a otro tema, pero Shirley sintió que la sangre de su cuerpo comenzaba a hervirle. Sus nervios se encrespaban y tuvo que sostener con firmeza el control remoto del televisor para que no se le cayera de la mano. Lo que había escuchado era algo inimaginable. La unidad de EMS había trasladado al enfermo a un lejano hospital, existiendo un gran hospital casi en el frente del Fort Greene Park. ¿Cómo era posible que no llevaran al hombre al Brooklyn Hospital Center que estaba a penas a unos minutos del parque? ¿Qué había sucedido para que el equipo médico tomara una decisión tan descabellada? Estaba absolutamente desconcertada.

    — ¡Maldita sea! ¿Por qué diablo lo han llevado a un hospital tan alejado del parque? —exclamó enfurecida, en voz alta. Sintió que su cuerpo sudaba por completo. Otra vez se sentía presa de los nervios. — ¿Por qué hicieron eso? —volvió a decir, pero ahora en voz baja y las palabras se ahogaban en su garganta. Se levantó y miró por el ventanal que daba a la calle de su apartamento y vio a las personas con la prisa de siempre e indiferentes. Levantó su mirada al cielo y sintió que sus ojos se humedecían. Se sentía atrapada e impotente, con una angustia que la laceraba. No lograba comprender lo que había sucedido después que los paramédicos se llevaron al hombre que había intentado salvarle la vida. Lo que habían hecho los sanitarios era inaceptable.

    —Claro que se tiene que morir. El único tiempo que tenían para salvarle la vida era llevándolo al Brooklyn Hospital Center; pero no lo hicieron. ¿Qué maldito incapaz fue el que tomó la decisión de llevarlo al hospital que estaba tan distante? —siguió discutiendo con ella misma, y Texas la miraba con sus ojos de miel y su inmenso amor, sin comprender por qué su ama estaba tan molesta. El animal todo lo que hacía era rodearla y caminar hacia donde ella moviera. Siempre estaba a su lado.

    Estaba muy enojada. Sentía que los que debieron salvarle la vida al hombre que había sufrido un infarto en el Fort Greene Park, lo que hicieron fue quitársela. Lo que habían hecho era un crimen. Habían condenado al hombre a morir. El Long Island College Hospital estaba muy alejado del Fort Greene Park y tendrían que superar muchas calles atestadas de coches, a esa hora de la mañana para llegar hasta ese hospital.

    Estaba desesperada y se sentía miserable, pero sabía que debía hacer algo. No se quedaría con las manos cruzadas mientras la incapacidad de un grupo de paramédicos había permitido que muriera una persona que debió tener una oportunidad de vivir. Volvió a sentarse en el sofá y Texas le metió la cabeza peluda entre los pies. Ella sintió el calor y la ternura del animal y, bajó las manos y la acarició en la mancha negra que tenía en el lomo. El contacto con el cuerpo de Texas la tranquilizó un poco.

    Tomó la decisión de actuar responsablemente. No aceptaría que se cometiera un crimen sin que los culpables no pagasen por su delito. Denunciaría a los miembros de la unidad de emergencia del EMS que transportó al enfermo hasta el Long Island College Hospital. Se levantó y caminó hasta su habitación para ponerse una ropa adecuada para realizar las diligencias que se había propuesto. Lo primero que haría era ir al Long Island College Hospital a percatarse si la persona que había sufrido el infarto cardiaco en el Fort Greene Park había fallecido. Después iría a la policía a presentar una denuncia de negligencia contra los miembros del equipo de paramédicos que recogió a la persona enferma en el parque de Brooklyn. Los paramédicos eran los culpables de la muerte de la persona que ella intentó salvar. Ellos no debieron nunca llevarlo a un hospital que estaba tan distante del lugar, estando un hospital en la periferia del parque. No se sentía en condiciones de conducir, por lo que optó por ir en taxi. No sabía por qué le dolía tanto la muerte de la persona que había intentado reanimar en el antiguo fuerte militar de Brooklyn, pero procuraría, cuando menos, que se hiciera justicia. No debían morir más personas por la negligencia de ese equipo de emergencia.

    Terminó de vestirse. Se puso una ropa ligera, pero elegante. Una blusa amarilla, un pantalón negro y unos zapatos rojos de tacos medianos. Tomó su bolso de marca y se dispuso a salir. Su porte elegante y la belleza que mostraba exteriormente era totalmente diferentes a lo que estaba sintiendo por dentro.

    Cinco

    E l tiempo que le tomó al taxi llegar desde Clinton Hill, sector donde estaba ubicado el apartamento de Shirley Anderson, en la cercanía del Fort Greene Park, al Long Island College Hospital la hizo confirmar la errónea decisión que habían tomado los paramédicos de la unidad de EMS, del Fire Department de Brooklyn. A pesar de que el tráfico no estaba denso, el tiempo tomado era demasiado para poder salvarle la vida a un enfermo con un infarto fulminante en el corazón. Sintió rabia por lo sucedido y su pulso se le alteró un poco más. Lo que habían hecho los paramédicos era un verdadero crimen. Ya no tenía ninguna duda de que el hombre que ella intentó reanimar debía estar muerto, y todo por culpa del equipo de emergencia que lo auxilió. Pero tenía la firme convicción de denunciar lo ocurrido. No permitiría que el hecho se convirtiera en una estadística más.

    El taxi se detuvo frente al hospital y ella permaneció algunos segundos sin desmontarse, en el asiento trasero. El conductor tuvo que preguntarle si deseaba que la llevara a otro lugar; ella siguió en silencio, absorta en sus pensamientos y en su rabia. Ahora no sabía si entrar al hospital o simplemente dirigirse a un destacamento policial para presentar una denuncia de negligencia contra los sanitarios que trasladaron a la persona que sufrió el infarto en el viejo fuerte de Brooklyn. Le hizo señas con las manos al conductor para que esperara algunos segundos. Seguía sin decidir qué hacer. Quería que el disgusto que sentía se le apaciguara. Finalmente le entregó el pago al taxista y se desmontó del coche amarillo. Sus pasos se hicieron indecisos, aunque se dirigía a la puerta del hospital. El majestuoso edificio que albergaba el establecimiento de salud, en la parte externa, lucía como un viejo hotel. Cuando pisó el interior sintió el dramático cambio. El movimiento de médicos, enfermeras, auxiliares, pacientes, familiares y el grito de niños, que era el ambiente normal del establecimiento de salud, la hicieron reconocer el lugar donde había llegado. El centro hospitalario tenía, esa mañana, un frenético ir y venir de personas en su interior. Una voz reclamaba, desde los altoparlantes, a un médico para que se reportase a la sala de cirugía. Shirley tuvo que ceder el paso a una camilla que

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