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Relatos Del Laberinto De La Mente
Relatos Del Laberinto De La Mente
Relatos Del Laberinto De La Mente
Libro electrónico682 páginas10 horas

Relatos Del Laberinto De La Mente

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Este libro de cuentos es el resultado de muchos aos dcadas de las interpretaciones de ideas y observaciones de un hombre quien, no trado a este mundo para ser ni lder ni seguidor, decidi hacer las veces de puente entre estas divisiones humanas y transferir lo que ha llegado a su mente y sus emociones a quienquiera que comparta su inters en el laberinto de la mente humana. Este trabajo no intenta abarcar una vida entera de informacin recogida lo que requerira algo ms que un libro; slo unas cuantas ojeadas. El autor, un nio solitario de una isla caribea, descendiente de una segunda generacin de inmigrantes de la Europa occidental, vio la luz por primera vez en la ciudad de La Habana, Cuba, y creci en medio de la confusa agitacin de los muchos cambios sociales y polticos de a mediados del siglo veinte, acerca de los cuales muy probablemente muchos de los actuales lectores habrn odo o ledo, si no vivido. Este nio cruz por su vida concibiendo estos relatos y muchos ms que intenta seguir trayendo a la conciencia humana.
Algunas de estas historias tienen lugar alrededor de esta era de subidas y cadas en su tierra natal y aunque no directamente orientadas polticamente estn inmersas en el ambiente correspondiente, mientras otras se desarrollan antes y despus. Pero esta serie de cuentos no est limitada a ese lugar o tema. Toda otra serie de relatos habran podido ocurrir en cualquier otra tierra y tiempo. Literalmente, debera decirse que una buena porcin de ellos tendrn algn sabor cercano a una mezcla de la crudeza de un Horacio Quiroga; o el misterio, angustia y elementos sobrenaturales de un Edgar Allan Poe; combinados con el humor satrico de un Oscar Wilde y la visn absurda de un Franz Kafka; quienes han sido de gran influencia en la formacin del autor. Los relatos van desde la percepcin distorsionada de un pequeuelo, a travs de las dificultades mentales de un joven adulto, o un padre que carga constante culpabilidad emocional, a los ltimos das de un hombre mayor; de los pensamientos liberales de la calle a la filosofa oscura de un hombre en encierro. Los personajes, muchas veces simultneamente los propios narradores, pueden ir desde una persona con retos mentales, traspasando la intuicin del sabio callejero, hasta el intelectual demente.
El autor espera y confa en que el lector encuentre algn punto de identificacin del paso de una vida propia o cercana; o la fantasa, con relacin a sta, slo ocurrida en su mente. Aventura, romance, accin, y el misterio de lo paranormal se combinan en estas pginas; as como la felicidad, la tristeza y la desesperacin: el reflejo de una perspectiva de la vida.
IdiomaEspañol
EditorialXlibris US
Fecha de lanzamiento7 oct 2015
ISBN9781503598096
Relatos Del Laberinto De La Mente
Autor

C. M. Villaescusa

Nacido Carlos Marrero Villaescusa en La Habana, Cuba, el nueve de febrero de 1948, en el seno de una familia de descendencia hispano-italiana, vivió la mayor parte de su infancia en la en aquel tiempo llamada Villa de Santiago de las Vegas, hoy en día parte de una municipalidad de la Ciudad de La Habana. En sus primeros años escolares asistió al Colegio-Academia Wesley, escuela afiliada a la homónima institución metodista norteamericana, en la cual cursó hasta el cuarto grado. En ésta fue instruido desde muy temprano al idioma inglés. Estando su hogar situado frente a un parque público, tuvo fácil acceso a toda clase de juegos infantiles, pero jugar con canicas, empinar papalotes o bailar trompos le resultaba aburrido. Jugar a las cartas apostando postales de colección ya era un paso arriba. Construir tirapiedras con horquetas de las ramas de los árboles y bandas elásticas cortadas de neumáticos viejos, o carriolas y patinetes de tablones y patines desechados era ya más interesante. Batallas de estilo medieval con trozos de cabillas como espadas y escudos de madera con enarmas de cuero o metálicas, para encuentros cuerpo a cuerpo, y diseño y construcción de catapultas rusticas y escopetas de madera que tiraban chapas de botellas, para cercos de edificios abandonados usados por el equipo contrario como resguardo eran acciones más excitantes (lo lamentable era que no duraban mucho ya que los vecinos adultos terminaban con todo aquello). Subir lomas en bicicleta para emprender el regreso a toda velocidad manejando el manubrio con los pies, subir a las copas de los árboles y andar gateando por los tejados (tarea fácil dado el estilo de construcción español en el que las casas comparten paredes y los tejados se comunican); explorar cavernas estrechas con pasadizos por los que había que andar como serpientes llegaron a ser las actividades favoritas.

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    Relatos Del Laberinto De La Mente - C. M. Villaescusa

    Copyright © 2015 by C. M. Villaescusa.

    Library of Congress Control Number:   2015913614

    ISBN:   Hardcover   978-1-5035-9808-9

    Softcover   978-1-5035-9810-2

    eBook   978-1-5035-9809-6

    All rights reserved. No part of this book may be reproduced or transmitted

    in any form or by any means, electronic or mechanical, including photocopying, recording, or by any information storage and retrieval system,

    without permission in writing from the copyright owner.

    This is a work of fiction. Names, characters, places and incidents either are the

    product of the author’s imagination or are used fictitiously, and any resemblance

    to any actual persons, living or dead, events, or locales is entirely coincidental.

    Any people depicted in stock imagery provided by Thinkstock are models,

    and such images are being used for illustrative purposes only.

    Certain stock imagery © Thinkstock.

    Rev. date: 10/06/2015

    Xlibris

    1-888-795-4274

    www.Xlibris.com

    710521

    CONTENIDO

    Prefacio

    Pinceladas de una Isla Caribeña

    Rabo’enube

    Metempsicosis

    Inferencias

    Desaparecer

    Ángeles del Paso de la Muerte

    Seis Días en una Apuesta

    El Ómnibus Largo

    Del Espírito Humano y Más

    Un Enemigo Pasivo

    Un Lugar en el Carrusel

    El Hormiguero

    Día de Graduación

    Memorias de un Desconocido

    Niqui

    Una Noche un Año

    Quizás Ellos Sonreirían

    El Trompo

    La Cerca

    El Hueco

    Ubicuo

    Deuda sin Saldo

    Edouard: Relatos de una Mente Especial

    Seños y Gritos

    Primera Cita

    La Estatua de Cristal

    Acerca del Libro

    PREFACIO

    ¿Qué se necesita para entender a los humanos? Responder a esa pregunta ha sido el propósito de muchos hombres ilustres así como comunes. Esta colección de cuentos —algunos cortos; otros no tanto, por lo que han sido divididos en capítulos para facilitar el seguir la trama— intenta permitir al lector escrutar contextos dentro de los caminos tortuosos de diferentes mentes en situaciones especiales, así como los comportamientos correspondientes de los personajes en ellas. Aunque casi todo argumento aquí contado es esencialmente ficticio, alguna que otro de ellos tiene origen en personajes y hechos reales.

    Los relatos más tempranos vieron la luz en la década de los sesenta y otros han sido productos de escenarios diferentes en la vida del autor hasta muy reciente. Ninguno ha sido publicado anteriormente y todos han permanecido accesibles a sólo un pequeño grupo de lectores a quiénes estos trabajos deben de una u otra manera su lugar en estas páginas. «Sería una pena que quedaran en el olvido», ha sido dicho y, en palabras similares, ese ha sido el consenso. Nunca antes había sido la intención del autor publicarlos. Por lo tanto, quienquiera que los apreciare podría agradecer el haber llegado a su alcance a este grupo pequeño de amigos que, a través de los años, tuvieron la oportunidad de leerlos previamente.

    Dado que los temas y escenarios cubiertos en este trabajo son varios, es de esperar que las preferencias por una historia u otra sean diversas entre los lectores. Este libro llevará al lector desde el razonamiento del personaje llamado mentalmente incompetente al lenguaje de un erudito; de la vívida imaginación de un sujeto joven e intrépido, a la obsoleta, obtusa mente individual de quien no objeta sufrir abusos a cambio de una retribución noble. El leer estos cuentos permitirá al lector virtualmente viajar del pensamiento religioso ortodoxo a prácticas oscuras y los puntos donde éstas se encuentran; de situaciones románticas o mágicas obsesiones, a la cruda, monótona, diaria existencia y la lucha por escapar de la engañosa realidad de un intelecto no muy común.

    Algunas páginas podrán hacer las cuerdas emocionales de quien las lee vibrar; otras harán a éste compartir la impaciencia de una persona común que batalla con el absurdo sistema circundante luchando por cumplir con un motivo ético o emocional. Cada uno de estos cuentos es diferente de los otros. El lector encontrará un salto constante en tiempo, escenario y ambiente en ellos. Lo único que hallará en común es la manera simple en que cada trama llega a una solución; Consecuentemente, el orden de la presentación sólo aspira a ayudar a encontrar algún sentido en las ideas de quien se halle atraído por los eventos relatados en estas páginas.

    La primera sección trata sobre historias que tienen lugar en el mismo país, pero con temas disímiles, y han sido presentadas en orden cronológico. El vocabulario trata de ajustarse a cada época y —vale decir— algunos términos pueden sonar despectivos o de mal gusto, pero resultan irremplazables sin caer en anacronismos. Esta situación se presenta especialmente en el primer relato, que se desarrolla en era de esclavismo colonial. Ninguno de los cuentos en momento alguno lleva un juicio implícito, cada uno es sencillamente un recuento del observador.

    La segunda sección trata de mentes diversas específicas —a veces contradictorias— en diferentes situaciones en sus vidas. Muchas emociones individuales diferentes son expuestas en estas páginas. Estas historias no aparecen en ningún orden particular y pueden, por tanto, ser leídas a criterio de quien lo hace (aunque se le aconseja leer de corrido con el fin de disfrutar quizás mejor los cambios de contextos). Pero, como quiera se le puede prometer que quedará intrigado, complacido o tristemente empático y muchas veces sorprendido al final de cada una.

    Una tercera sección separa tres historias que, a primera vista, sugieren la posibilidad de haber sido incluidas en cualquiera de las dos primeras y es cierto. Pero un aspecto intrínseco las sitúa en una categoría diferente y es el hecho de que las tres se refieren a un mismo personaje, que continuará emergiendo en próximas publicaciones: una mente muy especial.

    Dicho esto y con todo respeto, no me diga que no le advertí de todo, dígame sólo si disfrutó el viaje.

    El autor siempre estará agradecido a un grupo selecto de personas sin la atención y el criticismo del cual este trabajo poco probablemente habría visto la luz y alcanzado la atención del lector; a saber, Jorge «Crótalo» González, quien tomó atención especial a la primera narración del autor, El Hueco, y continuó su desarrollo; Manuel E. Picón, quien no sólo coleccionó y guardó los primeros manuscritos, sino los trajo a las manos del escritor después de muchos años de haberlos éste considerado perdidos; Jesús Darias, sin la imaginación del cual historias como El Trompo, Primera Cita y Un Lugar en el Carrusel nunca habrían alcanzado existencia; Ricardo «Poti» Rivas, uno de los más asiduos lectores y concretos críticos; Carlos Valdés-Dapena, cuya ayuda fue extraordinaria en la creación de dos de los más apreciados relatos, Metempsicosis e Inferencias; Ángel González García-Balbón, fallecido primo del autor, la historia de la vida del cual diera origen a Ángeles del Paso de la Muerte; Hugo A. Marrero, quien brindó su ayuda en esta última edición en español de esta obra; y por último, pero no menos importante, Yolanda Galarza, esposa del autor, quien diera inspiración a Niqui y cuya ayuda en la revisión y las traducciones de los originales en inglés fue de invaluable ayuda. Dios bendiga a todos.

    C.M. Villaescusa

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    RABO’ENUBE

    Esta casa era tan bonita, grande y blanca; el blanco es un color especial aquí. Las tejas redondas y pardas parecían flotar en una corriente como el agua del río, siempre me las he imaginado haciendo eso. Dicen que las olas del mar también lo hacen. Yo no lo sé de por cierto, nunca he visto el mar; está muy lejos de aquí, según cuentan y deben de estar en lo cierto porque aseguran que se puede oler cuando se está cerca y yo nunca lo he olido.

    Me alegro de haber guardado bien mis papeles y mi lápiz en el esquinero. Tengo que escribir todo lo que ha pasado antes que se me olvide; estoy confundido y todavía me tiemblan las manos. Es bueno que Mamá me haya enseñado a escribir, aunque me decía que yo era bruto y que me salía la letra to’ jorobá. Y me alegro de que me enseñara porque me gusta escribir todo lo que pienso. Y tengo que escribir de esto, que ha sido malo; y ya se está yendo la claridad. Ahora todo está tan diferente desde que vino el rabo’enube y los negros saquearon la casa —como dice Mamaíta, mi abuela, y también el Mocito. Es mejor que empiece a escribir:

    «Dieciocho de septiembre de 1848».

    Mamá siempre me dice que empiece poniendo la fecha en todo lo que escriba y a mí nunca se me olvida la fecha. También me dice que escriba las cosas según me vengan a la mente y que no me preocupe del orden porque me puedo confundir y acabo sin lograr nada. Así que déjame empezar:

    «El Mocito y yo nos fuimos a buscar un tabaco anoche. Él es serio y tiene cara triste, pero es bueno conmigo. A veces nos vamos a cazar cocuyos, que producen una luz verde durante la noche y a mí me gustan. Él los mete en un pomo de vidrio al que tapa con una cubierta agujereada, para que puedan respirar, dice y lo coloca en la mesita junto a su cama para que alumbren.

    «Vamos a fumarlo entre los dos, me dijo frunciendo un poco la boca bajo el bigote canoso. El Mocito siempre lleva gorra de mulero arriba de la cabeza, que es blanca y calva aunque su cara y brazos se ven tostados por el sol. Siempre usa unas camisas cortas, que remanga, y pantalones anchos que cubren sus botas. Él no se baña frecuentemente y los pies le huelen.

    «Llegamos al bohío junto al secadero y él le pidió un cigarro al negro Nicolás, que los enrolla allí. Nicolás comenzó a escoger entre los cigarros que ya había hecho, pero el Mocito lo detuvo diciéndole: Cualquiera, es igual. Se lo dijo en tono áspero y, cuando lo tomó, añadió, Te lo pago mañana, y Nicolás escondió una mueca como de desacuerdo, pero no protestó.

    «Todavía tiene miedo, me dijo el Mocito con una media sonrisa mientras salíamos. Yo le pregunté, ¿todavía?, pero él sólo me dijo, Olvida, no vas a entender.

    «En el camino de regreso a la casa nos cruzamos con una pareja de la guardia rural. A mí me gusta verlos. Van a caballo y siempre también están serios y usan un sombrero color castaño claro, de ala plana y copa abollada por delante y por detrás, y por los lados; y usan bigotes grandes y llevan machetes largos, que no les gustan a los negros. Éstos, cuando andan cogiendo sombra debajo de la mata de cacao y ven a los guardias venir, corren al cafetal a esconderse.

    «Al momento de llegar a la casa, el Mocito me dijo que se iba a ir a la cama. ¿Pero no vamos a fumar el tabaco?, le pregunté y me contestó, No, fúmalo tú, y yo después lo termino con lo que tú me dejes. No lo muerdas.

    «Se acostó boca arriba sin desvestirse en un lado de la cama, a la que descubre sólo hasta la mitad. Eso lo hace siempre desde que la tía Asunción no está, y se queda mirando fijo para arriba, como al techo. No sé que busca entre las vigas de madera y las tablas, ellas están ahí nada más que para aguantar las tejas. Pero yo a veces me quedo mirándolas también cuando me acuesto, o por la mañana cuando me despierto y espero a que Mamaíta me sirva el café con leche y el pan con mantequilla. Ella sabe que a mí me gusta el migajón porque es más suave, y yo lo saco y dejo el pan hueco. Por eso me da sólo un pedazo. Cuando estoy mirando al techo, me pregunto cómo todo sería si la casa fuera al revés, si el techo estuviera debajo y uno tuviera que encaramarse por el muro que antes fuera el borde de arriba de la abertura de las puertas. Sería divertido…

    «No, fúmalo tú, me había dicho el Mocito. ¿Y para qué lo compró?, me pregunto. Pero él hace esas cosas desde que Tía Asunción no está. A él le gusta el café. Siempre toma mucho café y lo regañan por eso. Y también solía echarle mucha manteca a la harina. ¡No sigas haciendo eso! No sé cómo… ¡Agh!, le decía Mamaíta con cara de repugnancia cuando lo hacía. ¡Te va a hacer daño!, le insistía. Él se reía para sí y Asunción pasaba de largo sin decir nada y levantando las cejas en gesto de desapruebo. Ya él no lo hace desde algún tiempo. Creo que no come mucho desde que falta Asunción.

    «¡Ay, se me olvidó que no puedo morder el tabaco!, recuerdo que me dije cuando me sorprendí haciéndolo. Al Mocito no le gusta que lo haga

    «Mamaíta estaba sentada, como siempre, en una de las sillas de la cocina frente a la mesa —las sillas y la mesa están pintadas de blanco— y se tomaba su café con leche, mientras Candita, la negrita (todos se ríen de la rima; y ella, tan buena, se sonríe con cara apenada) lavaba los platos en el fregadero de hierro frente ella. Mamaíta se sienta allí siempre en la misma silla desde que Asunción no está. Siempre viste de blanco con un vestido largo y calza unas botitas negras y se recoge el pelo canoso en un moño detrás de la cabeza. Has mordido el tabaco, me dice. ¡Se ha dado cuenta!, pienso y me levanto de la otra silla, donde me había sentado a acompañarla.

    «Me fui al fregadero y Candita se apartó presurosa. Con un chorrito de agua muy fino de un jarrito, mojé un poco la punta del tabaco y la sequé con el trapo de la cocina suavemente para que no se notara cuando ya hubiere secado, aunque se le quedaron unas marquitas de dientes. Ya estaba listo, pero yo aún me sentía apenado. Lo observo y decido que debo apagarlo, para lo cual uso otras gotitas de agua; Mamaíta siempre me dice que no debo dejar nada encendido abandonado y ella siempre tiene razón.

    «Mamaíta no me pierde de vista, callada y seria. Siempre está seria y parece triste, como el Mocito. Y le tiene miedo a los truenos. Cuando empieza a tronar, Candita le prepara un jarrito de tilo para los nervios, y Mamaíta se sienta en el borde de la cama con los pies sobre uno de los silloncitos de niño, que es también blanco como las sillas de la cocina; todo siempre es blanco para ella. Se sienta con el jarrito de tilo en una mano y un pañuelito blanco en la otra. Cuando llueve duro y está oscuro y el cielo se ilumina de repente y el resplandor fuerte entra por los luceros de encima de las puertas —el cuarto iluminado por el quinqué—, ella se tapa la boca y cierra los ojos y reprime un estremecimiento. No grita ni dice nada y aun me responde si le hablo. Yo le digo que los truenos no hacen daño y ella se queda callada mirando al piso.

    «Una vez le pregunté si Asunción también le temía a los truenos, y ella me miró y no me contestó. Entonces le pregunté adónde ella se había ido y me respondió que se había marchado a Guanabacoa. Yo no sé dónde está eso y nunca he oído mencionarlo a nadie más. Pero a ella sí la he oído hablándole a Asunción, a quien yo no veo por ninguna parte. Un día me vio escuchándola y me llamó y me explicó que Asunción estaba en el cielo. Yo miré para arriba con discreción, pero aun así no pude verla.

    «Yo sé que a Papá no le gustan los truenos tampoco. Él casi nunca está en casa, pero cuando sí está y está tronando, él se encierra en su cuarto, se acuesta y se tapa los ojos con un trapito de algodón también blanco. Pero a él nadie le dice nada y yo no me atrevo a ir a hablarle. Nunca hablamos mucho él y yo. Antes, cuando Mamá me regañaba y yo no le hacía caso, ella me decía: ¡Se lo voy a decir a tu padre!, y yo le cogía a él miedo. Él casi nunca venía a hablarme, aunque yo me pasaba el día esperando, nervioso. Cuando él llegaba, ya de noche, se sentaba solo a tomarse su café con leche —parece que todo el mundo lo toma—, o su vaso de sal de higuera con agua. Éste se lo tomaba a buchitos, ¡y era amargo como rayo! Yo siempre me quejaba cuando me enfermaba del estómago y me lo daban a tomar. Pero Papá decía, La medicina no tiene que saber bien, la medicina es medicina. Y lo decía en serio. Él siempre hablaba en parábolas, y sus palabras sonaban como máximas. Eran la ley.

    «Recuerdo que Asunción —Asunción es su hermana, Mamaíta me ha dicho— también lo tomaba… No, ella tomaba algo blanco que ella llamaba magnesio o algo así. Se lo tomaba por las noches y tenía por las mañanas que ir al excusado y expulsaba muchos gases. Ella siempre decía en voz alta: ¡Dale! Yo creo que lo decía porque le daba pena…

    «El Mocito no quiso el cigarro cuando se levantó. No dijo nada, pero yo creo que se dio cuenta de que yo lo había mordido».

    ¡Uf! Tengo que parar de escribir un momento, estoy cansado. Ahora después del rabo’enube, ¡maldito; yo no sabía que esa cosa metía tanto ruido y rompía todo y creaba tanta conmoción! No en balde Mamaíta le tenía tanto miedo… Y los negros del cafetal han saqueado la casa y yo estoy solo y con hambre… Pero tengo que continuar antes que se acabe la luz:

    «Recuerdo que Mamaíta ponía unas tijeras abiertas con las puntas en el marco de la ventana —en cruz, como decía ella— cuando veía un rabo’enube a lo lejos. Era como una cola larga, como un embudo flaco y prieto, y salía de las nubes hacia abajo. Creo que por eso le dicen rabo’enube.

    «Los negros siempre habían estado tranquilos antes que el rabo’enube llegara. Se pasaban el día trabajando en el secadero de café y no hablaban. Mamaíta los llamaba los morenos. Nadie socializaba con ellos. Sólo Juancho, el mayoral, que siempre tiene polainas negras de cuero, como las de la guardia rural, y se viste con pantalones y camisas de un blanco amarillento sucio y huele a tocino, se pasea a caballo por afuera del secadero vigilándolos, como él dice. De la montura siempre cuelga un machete largo y a él el sudor le corre de debajo del sombrero de paja, también sucio.

    «A Mamá nunca le ha gustado que yo vaya al barracón de los negros, pero yo me iba escondido y entraba con Juan y Julián, que les traían comida y aguardiente y también guarapo para los chiquitos y las negras preñadas, y raspadura, como le dicen al dulce de azúcar prieta, que es cuadrado y largo para arriba más estrecho. A Mamá también le gusta la raspadura y la primera vez que yo la vi quise llevarle una a ella, pero Julián me dijo que no lo hiciera, que me iba a meter en problemas.

    «Los negros se ponían a tocar tambores por la noche con un par de teas ardiendo para poder ver. Lo hacían hasta que Juancho llegaba como a las diez y los hacía parar. Ya para eso estaban todo sudados y borrachos de aguardiente y negras. Ellas bailaban todo ese tiempo una danza algo rara y los pechos les brotaban de dentro de su ropaje y se movían libremente saltando al aire y los negros se alborotaban mirándoselos saltar con el baile y le miraban las nalgas grandes, que ellas movían con las caderas y miraban alrededor con cara de disfrute que trastornaba a los machos. Más tarde, cuando ya Juancho los había hecho retirarse al barracón, yo oía a las negras gritar como de dolor, pero a la vez se reían y le hablaban a los negros en un tono raro, como pidiéndoles algo que yo nunca entendí. A mí me daba curiosidad escucharlas y me ponía como cuando Cuquita me tocaba en las fiestas… Pero eso ya es otra historia. Esto de los negros sucedía siempre allá adentro en la oscuridad del barracón.

    «Entonces Julián venia, me tomaba por el brazo y me halaba. Me decía: Vamos, deja eso, y me conducía a la casa mientras Juan se reía y señalaba al bulto en mis entrepiernas.

    «Juan y Julián también son negros, pero más claros. Los llaman mulatos, y son libres, como Mamaíta me explicó. Yo no sabía por qué era así y qué tenía que ver una cosa con la otra, pero cuando yo le preguntaba, ella movía la cabeza como diciendo que no, miraba a los lados y me susurraba como para que yo me callara: Eso no se habla, no te ocupes de eso. El padre de Juan trabaja ayudando a la guardia rural y los negros le tienen odio. Pero los dos mulatos podían entrar a la casa, eran los únicos a quienes dejaban entrar. Ya ahora después del rabo’enube, me imagino que no hay casa adonde ir. Ellos me tratan con cariño y sonriéndose… Al menos Juan siempre se sonríe, me tira un brazo por el cuello, me hala y me raspa la cabeza con los nudillos de los dedos, riéndose. Julián es un poco más serio y siempre me está cuidando para que no me busque enredos, como él dice.

    «La otra noche llegaron los dos al mismo tiempo a la casa —aunque no creo que venían juntos— y traían mujeres con ellos, mulatas. Julián las hizo aguardar apartadas de la casa. Ya Juan había formado un poco de algarabía anteriormente, aunque los dos saben que a Mamaíta no le gusta que traigan mujeres al sitio. Yo vi que Julián lo regañaba con un gesto. Juan se había reído de eso, como siempre, pero Mamaíta ya aparecía en la saleta y se había percatado de la situación. Venía con cara seria, y a mí me preocupó y me aparté un poco. Se les quedó mirando como para regañarlos, pero Juan sabe como tratarla y siempre la hace reír con monerías que inventa con ese propósito. Así que esto hizo también Juan esta vez y le dijo que habían venido a traerle raspadura y una botella de ron para Papá. De modo que se salió con la suya y logró que les colara café, que era siempre a lo que venían cuando los cogía la noche y estaban cansados de parrandear. Candita se prestó inmediatamente a hacerlo, ella no le perdía pie ni pisada a Mamaíta, pero ésta le dijo que ella lo colaría esta vez y Candita inclinó la cabeza y se retiró unos pasos.

    «¡Juan, vete a ver que guirigay se traen allá afuera!, dijo Mamaíta señalando con la cabeza y Julián se aprestó a decir: Yo los callo, Doña Mama —como él le llamaba y salió a cumplir con ella, quien volvió a mirar a Juan con cara de desapruebo. Juan le respondió: Son los negros Mama. Yo sé que yo no soy blanco y le agradezco que me deje entrar y me haga café, pero usted sabe cómo son ellos, sobre todo cuando ven mujeres nuevas. Bueno, sería mejor que averigües qué se traen, que últimamente no han estado muy tranquilos y yo tengo que cuidar el negocio, replicó ella. ¿No se están portando bien?, pregunto Juan de nuevo. Yo me hago cargo de eso, Mama".

    «Mamaíta es la que lleva las cuentas del negocio del cafetal después que Abuelo se fue. Y ella no sabe escribir ni poner números como normalmente se hace según dice la gente. Todo lo hace a su forma con unos palitos que dibujaba y combina en una libretita que ella guarda. Nadie sabe cómo puede encontrar los resultados, pero nunca se equivoca. Eso es un hecho. Juan encogió los hombros y alzó las cejas en un gesto de no-sé-qué-más-hacer y ella, mirándolo de reojo, continuó colando el café.

    «A la gente le gusta el café en las fiestas, sobre todo cuando ya han bebido bastante ron o aguardiente. Cuando hacen una fiesta, Mamá me pela con unas tijeras y un peine. Ella sabe hacerlo, también pela a Papá. Las mujeres me dicen que luzco guapo. Me llaman buen mozo cuando vamos a las fiestas en la villa de Don Valeriano, a las que llaman guateques. En esas ocasiones visto mi traje, el que me aprieta el cuerpo y me molesta. Creo que he crecido mucho para ese traje. Mamaíta lo llama flus —a veces dice sólo flu; creo que es un vocablo de donde ella proviene, que ella titula la península. Y también me dejo crecer el bigote, que todos usan; es la moda. A mí me sale todo ralo y disparejo. Y Mamá insiste en que me lo rasure y manda a Papá a que me lo haga. Yo le tengo miedo a la navaja. Él me mira sonriendo levantando las cejas y hace un movimiento de cabeza como señalando a Mamá como diciendo ¿Qué le vamos a hacer? Por lo menos, él me quita todos los pelos despacio y con cuidado. La navaja no me duele, pero arde después y él me moja sobre el labio con aguardiente, que arde más, pero al rato se me quita.

    «El Polaquito, que arregla las carretas y es amigo de Papá, me dice que tengo que ponerme en el bigote mierda de gallina… ¡Qué voy a hacer yo eso! Lo miro serio y él se ríe. Me llama Pollo ‘e Granja. Yo no sabía que era eso, pero Papá me explicó riéndose que esa era la forma en que el polaco llamaba a las fincas grandes, donde los pollos comen forraje. Yo todavía no sé lo que es, pero cuando me dice eso, lo llamo gallo capón, como me enseñó Mamá. Tampoco sé bien lo que quiere decir; dicen que son los gallos que empollan los huevos, como las gallinas; yo nunca he visto ninguno. Pero cualquier cosa que sea, se lo digo y el polaco se ríe y Papá también.

    «Bebita, mi prima, siempre va conmigo a las fiestas y de continuo quiere que yo baile con ella, pero yo no sé bailar y todos nuestros amigos se ríen de esto, y ella se acalora. Ella es muy bonita, todos se lo dicen. A veces ella les agradece y otras le entra coraje y pena. Esto pasa cuando ya la gente ha tomado mucho aguardiente y se ponen pesados.

    «Entonces, algunos de los amigos nuestros —yo los he visto— se alejan poco a poco en parejas, como para que nadie los vea, y se van al cafetal. Bebita me dice que están jugando un juego sucio, y Cuquita a veces se me acerca y quiere que me vaya con ella. Entonces se vira de espaldas a mí y deja caer la mano mirando a todos lados distraída y me toca entre las piernas. Yo me asusto un poco, pero no me disgusta. Lo malo es que me pongo colora’o y me empieza a pasar algo extraño… Yo no sé, se siente bien y me entra calor, pero entonces me empieza a crecer eso allá abajo y, cuando Bebita lo nota, empuja a Cuquita y la bota de allí. Cuquita se va riendo y diciendo que yo soy bobo. En esos momentos, Bebita se para delante de mí —y a mí me parece más bonita que nunca— y me dice que no piense en eso, que Cuquita lo hace para fastidiarme, y me hace quedarme quieto. Dice ella que debo hacerlo para que la gente no me vea. La verdad es que a mí no me molesta, pero le hago caso a ella y al rato se me quita.

    «Cuando Bebita y yo nos paseamos por la fiesta o nos marchamos a casa, los hombres viran las cabezas y se le quedan mirando al cuerpo. A mí me molesta un poco. Yo oía a las mujeres criticando esto y mencionaban bajito la palabra lascivia, que debe de ser otro de esos vocablos como los de Mamaíta.

    «A mí lo que en verdad no me gusta es que yo les oigo decir a esos hombres lo mismo que Cuquita me decía riéndose: que yo era bobo. La gente dice que yo soy bobo, que tengo casi diecinueve años y todavía soy señorito, y se burlan. Una vez oí decir que yo había nacido así porque Papá había tenido sífilis antes de yo nacer, lo que yo nunca entendí, no sé lo que es eso. Decían que él se acostaba con las negras y tenía una querida. No acabo de comprender lo que hablan. Por eso es posible que piensen que soy bobo, a lo mejor es verdad».

    ¡Joder, ahora sí estoy cansado de verdad! ¡Y el hambre cada vez es peor! Pero no debo detenerme porque se me va a olvidar todo… ¡Y no he dicho aún lo más importante…! Mejor continúo:

    «Ahora todo ha cambiado. El rabo’enube llegó por detrás de la cerca del fondo y ya pronto iba a anochecer. Mamaíta y yo lo vimos venir y corrimos a escondernos, y ella gritaba tratando de avisarle a todos en la casa. Yo me escondí en el esquinero, donde guardo mis escritos, y me escurrí detrás de las cajas bajo el anaquel y ella me llamaba. El ruido del viento creció y no me dejó oír más. Por momentos hasta tuve que taparme los oídos por el dolor y los ojos por el miedo. No sé cuánto duró aquello, pero de momento pasó. Ya estaba todo oscuro y no podía ver nada. Salí de detrás de las cajas y empecé a tropezar con pedazos de cosas que yo no reconocía y tuve que volver al esquinero. No sabía qué iba a hacer. Todo era silencio ahora y yo tenía miedo de hablar y esperé hasta que oí unos ruidos lejanos. Llamé en voz baja, con cuidado: —Mamaíta… Mama… —No me respondía.

    «Ahora un nuevo ruido confuso empezó a acercarse y unas voces se oían por todas partes, pero yo no entendía lo que decían. Entonces me di cuenta de que eran los negros y ahora sí no supe que hacer. Se acercaban despacio como tratando de ver lo que había pasado. En aquel momento una luz se vio en la distancia, que a veces yo podía ver y otras no, pero que se aproximaba moviéndose hacia los lados sin orden. Algo dentro de mí me advirtió que me quedara quieto, escondido. Los negros traían una tea encendida, que era la luz que yo había visto. Con el resplandor, vi que se metieron en la casa y comenzaron a curiosear. Bajé la cabeza y sentí que uno de ellos había llegado hasta donde yo me escondía y separó la cortina con cuidado, parecía asustado. Husmeó alrededor y trató de empujar una de las cajas que me cubrían, pero pareció encontrarla muy pesada y desistió para seguir explorando. Yo casi me orino los calzones.

    «Pasaron un rato buscando entre escombros, y uno alzó la voz como llamando a los otros, quienes se le acercaron. Hablaban en una lengua rara que yo no podía comprender. Entonces noté que uno llevaba algo alargado en la mano. Era un machete, el machete de Juancho… "¿Cómo lo había conseguido?", me pregunté en silencio. Los negros, que se agrupaban, comenzaron a vociferar señalando a algo que habían encontrado, hasta que el del machete, empujando a los otros, dio un grito y descargó la hoja sobre lo que habían encontrado.

    «Y allí empezó el alboroto. Le prendieron fuego a algo y el lugar se iluminó más. Saltaban y reían, y tiraban cosas que se encontraban, de un lado a otro. A cada momento llamaban al del machete y todos corrían para ver como éste golpeaba aquello de la misma forma anterior, y se reían y gritaban más.

    «En un momento en que parecieron cansados de lo que hacían, se callaron un poco, y entonces llegó a mis oídos un gemido, como de un llanto apagado, y los negros guardaron completo silencio a la orden de un gesto del que daba golpes con el machete. Me di cuenta de que él también había oído lo que yo. Enseguida se acercaron al lugar de donde venía el gimoteo y buscaron aguzando las orejas. Así estuvieron como un minuto hasta que un chillidito, como el de un perro asustado, se oyó; era muy suave, pero fue suficiente como para que uno de aquéllos comenzara a separar escombros hasta que pareció encontrar lo que buscaba y pegó un grito. Y otro grito más, agudo y alto como de gato montés, se unió al del excitado negro.

    «En eso, todos se abalanzaron hacia lo que habían encontrado en el piso bajo las cosas rotas, y empezaron a halar y empujar aquello, y a mis oídos llegaron más gritos, como de horror, y distinguí entre los alaridos una palabra distorsionada: ¡No…! Yo salté de detrás de la caja del susto, pero no me atreví a salir del escondite. El negro del machete comenzó a empujar a los otros, discutiendo y gritando, y éstos retrocedieron separándose.

    «Fue entonces cuando alcancé a ver de qué se trataba. Era Bebita la que lloraba y jadeaba apretándose contra la pared, libre ahora de los halones y empujones de los negros. Aquéllos seguían discutiendo, pero el del machete los calló de un grito. Se volvió y miró a Bebita como pensando qué hacer en esa situación. Uno de los que esperaba, joven y fuerte, pareció impaciente. Se agachó despacio, tomó un bloque de piedra del suelo y saltó hacia el del machete golpeándolo en el cuello debajo de la nuca. Éste cayó al piso, y el de la piedra lo apartó del medio con los pies y avanzó hacia Bebita con paso extraño, los brazos colgando de los codos y las manos medio abiertas y engarrotadas, y ladeaba la cabeza en gesto desafiante. Ella comenzó a gritar de nuevo y el negro la tumbó en el piso y, sujetándola por las muñecas, se le encaramó arriba. Los otros se divertían viéndolo. Yo quería salir a ayudarla porque ella gritaba muy fuerte horrorizada. Pero negros con palos y el machete de Juancho estaban bloqueando el paso.

    «Pronto, el que molestaba a Bebita emitió un sonido raro, se dejó caer sobre ella y después se quitó arrastrándose. Y entonces vino otro a hacer lo mismo, y otro más. Bebita ya no gritaba, no se le oía. Y la cabeza se me nubló de miedo. No me acuerdo de qué sucedió después, yo creo que perdí el conocimiento, como dice Mamaíta, pero no me caí.

    «Me dio furia y ganas de llorar cuando me desperté y miré hacia donde había visto a Bebita en el suelo gritando con los negros encima, pero ella ya no estaba allí. Las cortinas se movían mucho, no sé por qué, y yo seguía con miedo y no salí por mucho rato. Los negros que saqueaban no me vieron.

    «Al poco rato, ya era de día y se habían calmado. Oí a uno decir que la guardia rural venía por ahí y se fueron, no había ninguno de ellos cerca. Ya yo había tenido que orinar aquí en el esquinero y quise salir a ver como estaba Bebita. Salí a buscarla con cuidado, pero no la encontré.

    «Tengo más hambre todavía, pero ellos se han comido todo lo que había en la casa. A esta hora más o menos llega Ñico el lechero, que trae los pomos de leche a caballo. Mamaíta pone la leche en una cazuela y la pone a hervir. Dice que para matar a los bichos y a mí me da asco, pero nunca he visto un bicho en la leche. Ella, a veces, deja un fondito de leche a que se queme un poco y luego hierve la leche ahí. Dice que le gusta ahumada y a Papá también, pero a mí no me gusta así ni a Mamá tampoco. Menos me gusta que haga el dulce de cascos de naranja amargo, ni a Mamá; pero ahora con esta hambre quisiera tenerlos. No sé si Ñico va a parar aquí, ya después del rabo’enube no queda ni cazuela ni casa. Así que no tendré nada que comer. Yo creo que los negros no dejaron ni la comida de los cochinos, que Lalo viene a recoger todas las semanas en latas grandes que él carga colgadas de un alambre, una a una, y camina con el otro brazo extendido hacia el lado; dice que para que no se le lastime la espalda. No sé si los habrá cogido el rabo’enube; puede ser.

    «Me pregunto cómo Quico y Tigre, los gatos, la habrán pasado con el rabo’enube. Es posible que estén bien, ellos nunca están en la casa y sólo vienen cuando Mamaíta los llama para darles comida, y salen de los matorrales y por encima de los muros y techos corriendo y maullando hacia la casa. No importa cuál de los dos nombres ella llame, los dos se pelan para llegar; no fallan.

    «¡Ahí van los dos hijoeputa’ gatos!, le oigo decir a menudo a Juancho el mayoral, que habla solo, a quien parece que no le gustan los gatos, y continúa, Viven mejor que yo! ¡El gato prieto —tenía que tener ese color—, jodío! ¡Se me pierde en la oscuridad como un jodío negro! Y el otro raya’o no se ve entre las matas. Por lo menos el perro se queda en la casa y no anda jodiendo. ¡No sé como no los ha mata’o el cabrón sato de mierda!" Y así sigue diciendo esas palabras que a Mamaíta no le gusta que yo repita. Pero yo sólo estoy escribiendo ahora. Ella nunca me ha dicho de no escribirlas.

    «Aquí a la gente no le gustan los animales. Perico es buen perro, se encarga de matar a todos los ratones que se meten en la cocina y hacen que Mamaíta tenga que colgar de la viga del techo todas las cosas para que no las alcancen. Ese pobre no sé en que habrá parado porque de verdad no se va lejos. Le cortaron las orejas para que tenga que regresar porque la lluvia se le mete en ellas y le molesta, y además, no tiene donde más ir a comer. Cuando era chiquito se comió un par de veces los huevos de las gallinas de Abuelo y él le quemó el hocico. Yo sé que dicen que esto no vale de nada, dijo abuelo, pero yo le aviso: ¡aconséjate…!

    «Hace poco, Alcides, el de la cría de caballos, ahorcó a su perro con un alambre de púas porque no quería trabajar. Eso fue lo que dijo. Yo no entiendo qué quería que el perro hiciera, él es más bruto que lo que era el perro. ¡Y a mí me dicen bobo y bruto y yo no hago esas cosas!…»

    Ah, parece que ya llega la guardia rural. Juan le debe de haber dicho al padre lo que pasó… Y vienen a todo galope. Dicen que el sargento tiene malas pulgas y que no le gustan los negros. Yo tengo que ver que va a pasar ahora…

    ———

    No es fácil ver estas cosas, ni con todo y lo que le hicieron a la pobre Bebita. Los guardias no han dejado ni estaca en pared. El sargento se bajó del caballo y vino a verme. Me dijo que no me moviera de aquí. Pero yo vi cuando ahorcaron a tres de los negros y les cayeron a tiros y machetazos a todos los que no pudieron huir por el cafetal. Y ésos no van a poder ir muy lejos. Hasta incendiaron el barracón.

    —¡No dejen a ninguno de esos hijos de puta negros en pie! —gritaba el sargento a la patrulla con su tono peninsular, como el de Mamaíta—, ¡que no hay uno que sea pedo que rompe calzoncillos! —y los guardias le hicieron buen caso. Hay más sangre y cuerpos de negros regados que café en el secadero y el humo prieto del barracón en candela tiene un olor raro como a carne quemada…

    El sargento regresó al rato y se quedó mirándome. Me preguntó:

    —¿Y tú quién eres? —Yo le expliqué quién yo era y todo lo que había visto y oído y me dijo—: Ah, ya sé quién eres, he oído de ti. ¡Y eso que dicen que eres tonto, y estás aquí en pie! —se rio— ¿Tienes hambre…? Se ve. Deja ver que te puedo conseguir con los guardias, porque lo que soy yo sólo cargo tabaco y balas —Volvió a reír, parecía contento del trabajo recién terminado, y se fue adonde sus hombres. Yo me he quedado aquí esperando sin saber que va a pasar ahora.

    Al poco rato regresó con algunas fiambres que había conseguido y una caneca de agua y me los dio. Yo comí con ganas, aunque no sabía ni qué era aquello. Vi a los guardias señalando hacia mí y discutiendo como quien cambia impresiones. Yo podía captar algunas palabras sueltas, pero no suficiente como para saber de qué hablaban. Recuerdo que uno de ellos había levantado los brazos, como impaciente, y había dicho algo de único sobreviviente, pero no puedo estar seguro de a qué se refería.

    —Vas a tener que venirte con nosotros… Y termina ese papel que estás escribiendo, que da cuenta de todo lo que ha pasado —me explicó el sargento. Pero no sé si querrá que agregue todo lo que ellos hicieron también. Mejor espero y le pregunto; eso no se me va a olvidar, y si se me olvida quizás sería mejor. De todas formas, yo me alegré de irme con ellos, ya que siempre me ha gustado la guardia rural… a pesar de que, de yo pertenecer al cuerpo, no me gustaría que me tocara hacer lo que ellos recién han hecho. Pero, bueno, ellos tienen buenas influencias y a lo mejor nos consiguen otra casa —¡sin negros!— para que Mamaíta, Mamá y Papá, el Mocito…y hasta el Polaquito también, puedan venir a vivir… y también Juan y Julián ¡Pero sobre todo Bebita, a la que yo quiero mucho; y podremos seguir yendo a las fiestas de Don Valeriano!… ¿Y Cuquita? Bueno, ya veremos.

    METEMPSICOSIS

    Las emanaciones de heno y piel de hembra —aroma humano que lo extasiaba, perfume de lo altamente ansiado y prohibido— llegaban a sus sensores nasales y, al abrir el varón sus ojos, la imagen de mujer volvió a ellos desnuda bajo su cuerpo sobre la cubierta de forraje del piso de tierra de la choza. Los efluvios femeninos le eran en este instante más codiciados que el olor del incienso que tanto le confortaba en sus paseos silenciosos por el convento y la capilla; percibía este pedazo de carne femenina como el vehículo de la consumación del mayor de los placeres concebidos por Dios para el hombre, el cual aseguraría su mandato: «Creced y Multiplicaos».

    Pero para él, como monje, este acto estaba sancionado a no ser consumado por su afán de limpiar el pecado original del hombre, como la voluntad de Dios grabada en las sagradas escrituras condenaba. Dios había generado al hombre y creado a la mujer para su compañía y obediencia; ésa había sido Su voluntad original. Y ahora él, este hombre, un simple monje que había sido selecto para servir al Creador y había asegurado su lealtad a la causa con un voto de castidad, había faltado a su promesa de abstenerse de este mayor de los goces como su garantía de renunciación a su condición animalesca y dedicación a lo divino en agradecimiento por la salvación del alma humana. Cegado por la tentación, había faltado a su promesa y cedido a lo mundano. Y allí estaba ella, expuesta en toda su hermosura, asiéndose a las puntas de las piedras unidas por barro que formaban la pared, pidiéndole con su mirada que le proporcionara más placer…

    El chasquido familiar del flagelo le hizo despertar y recordar que estaba preso, atado con cadenas a sus muñecas y tobillos, yaciendo boca abajo con heno en la boca —aunque con sabor a hembra remanente en ella—, esperando nada más de aquella existencia precaria que el castigo por su propia falta. Al volver a su humana realidad, sus instintos y necesidades animales le advirtieron de la urgencia de beber el agua e ingerir el alimento esenciales a la supervivencia, que habían estado en falta por algún tiempo impreciso desde que había sido apresado por sus injurias.

    Pero el fraile a cargo de él era implacable —quizás muy obediente a los mandatos del Señor, tal vez disfrutando de su tarea— y le haría prepararse con creces para el suplicio venidero.

    —Hermano, necesito agua y, tal vez … si está a tu alcance, algo de alimento hasta que llegue la hora de enfrentar mis pecados; no pido privilegios, sólo clemencia —clamó el prisionero.

    —No somos ya hermanos. Tu destino está decidido, morirás ahí encadenado —respondió el fraile encargado—. No serás quemado en la hoguera. El señor se hará cargo de tus faltas. Te proveeré con algo de beber y comer, pero tendrás que valerte de tus mañas para alcanzarlos, si es que ése que te condujo a entregarte a tus pecados, a su vez te las ha otorgado. Así conocerás la diferencia.

    Dicho esto, el guardián depositó un recipiente de barro con agua y un plato de madera con algo de comer en el piso —uno separado del otro— y abandonó aquel establo convertido en calabozo. El otrora monje, ahora en desgracia, miró los ansiados menesteres y trató de alcanzar la jarra con agua. El largo de la cadena que ataba su mano no se lo permitió. Se percató entonces de que aquella restricción era un hecho intencional; una estaca sembrada en el piso señalaba el límite de la distancia permitida. Su garganta, seca como aquel heno, no le permitía tragar la ya reducida saliva que el hombre necesitaba para mantener sus mucosas húmedas y continuar el proceso de la vida que el Señor diseñara. Y él trataba de suplirla, pero la secreción natural se hacía cada vez más escasa por falta del preciado líquido, en este momento tan cercano y al mismo tiempo tan inalcanzable.

    Él se había hecho monje a voluntad. Creía en el Señor y sus mandatos. Había jurado castidad por propia voluntad. Pero el otro señor más abajo encargado de aquellas tierras, como producto de los ataques y saqueos de aquellos llamados bárbaros al lugar, se había percatado de que la población masculina necesaria para las defensas futuras había mermado considerablemente al haber sido enrolada e inmolada para preservar sus dominios y amenazaba con extinguirse. Dado esto, aquel dueño y protector de aquellas tierras había maniobrado la ruta alrededor de los mandatos de Dios y había permitido a todo hombre restante el cortejar a toda mujer del asentamiento capaz de concebir hijos «contando con la aprobación divina». Los monjes no habían sido mencionados en sus decretos, pero éstos eran, definitivamente, parte de la población. Nuestro monje, ahora apresado, no había aprobado en un principio aquella disposición siguiendo su instrucción religiosa, mas, como todo hombre, estaba sujeto a la tentación. Una hembra se había interpuesto en su camino. Él había resistido esta incitación como cualquier otro humano fiel a las enseñanzas y, más aún, por la sujeción a sus votos. Pero su naturaleza humana hubo de prevalecer sobre sus juicios. La situación no era nueva. Previamente, en circunstancias normales, él había ya confesado al Señor en sus oraciones el haber experimentado deseos sexuales por aquella hembra que lo provocaba y los había rechazado rogando por el perdón divino. Pero ahora la situación se había tornado diferente. Con los ojos de los nobles mirando a otro lado, la promiscuidad reinaba y él, a pesar de sus votos, continuaba sometido a la atracción de los sentidos. Aquella mujer se le había presentado y seducido; y él, después de mucha resistencia de su parte, había sucumbido a la tentación.

    A partir de aquel instante, ella le había insistido en que se convirtiera en su amante y padre de su descendencia. Y él había rechazado aquella oferta; sus promesas a Dios estaban por sobre eso, si Él todavía lo considerare parte de sus súbditos. Mas, en su momento de debilidad, había sido sorprendido por aquel fraile, quien lo había denunciado a las autoridades eclesiásticas y ahora se había hecho cargo de su tortura.

    Oró mucho por su salvación. Dios debe de haberlo oído. Murió de sed y hambre.

    ———

    En la ciudad de la Habana en Cuba, a mediados de la década de los treinta del siglo veinte, un joven llamado Ignacio, quien cruzaba sus años universitarios, había sido un hombre recto y socialmente muy apreciado con un espíritu lleno de ilusiones. Había dejado atrás, en la adyacente provincia de Matanzas, a su novia —una joven muy preciada por la sociedad de la época por sus virtudes— con la promesa de volver por ella y contraer matrimonio una vez finalizada su carrera.

    Pero Ignacio, sin una razón apreciable, se apareció un buen día de regreso a casa, a Matanzas, alegando que había decidido no terminar aquellos estudios. Nadie supo por qué. Todos los miembros de la familia habrían de notar en su comportamiento que Ignacio ya no era el mismo. El joven divertido y dedicado a los deportes había quedado atrás, ahora se había vuelto introvertido y hacía muy difícil la comunicación con su persona.

    Sin embargo, su cuñado Isaac —el único de toda la familia— lograba de vez en cuando una conversación con él dotada de algún sentido.

    —He decidido no continuar mis estudios —le dijo Ignacio a Isaac—. Siento que una fuerza superior a mí me impulsa a dedicarme a la Iglesia.

    —Bueno, esa es una decisión para ser considerada seriamente —le respondió Isaac, hombre bien instruido y ducho en teorías teosóficas y metafísica—, ¿pero qué tal tu novia?

    —Ella deberá aceptar mi decisión, pues es algo superior a nuestras relaciones. Estoy convencido de que es mi misión —Isaac decidió no ahondar más en el tema y dejó aquello allí.

    Las cosas comenzaron a suceder de acuerdo a lo que Ignacio había determinado. Comunicó a su novia su resolución y ésta desapareció de su vida. Pero muy pronto, después de estos primeros pasos, sucedió que Ignacio comenzó a decaer física y espiritualmente. No había adquirido, en realidad, contacto alguno con la Iglesia, comenzó a aislarse socialmente de la familia y permanecía mucho rato encerrado en su habitación.

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