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La Conjuradora del Rayo: El Despertar
La Conjuradora del Rayo: El Despertar
La Conjuradora del Rayo: El Despertar
Libro electrónico364 páginas5 horas

La Conjuradora del Rayo: El Despertar

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Hace tres años desperté en una cabaña abandonada en mitad del bosque sin recordar ni cómo me llamo. Desde entonces, he hecho todo lo posible para pasar desapercibida, pero esta semana se me está haciendo difícil.

Todo empezó un día, mientras iba en moto por una tranquila carretera de doble sentido. De la nada, apareció un tráiler que se dirigía hacia mí a toda velocidad. Justo antes de que me arrollara, surgió, como por arte de magia, un tornado que hizo volcar las treinta toneladas de camión y me salvó la vida.

Unos días más tarde, la chimenea de mi salón escupió una llamarada que casi le prende fuego al sofá (y a mí).

Por si eso fuera poco, la primera vez que asistí a una enorme aula de universidad, el profesor me miró fijamente como si me conociera de antes... y como si quisiera matarme.

Y lo más inquietante de todo es que alguien me está siguiendo, y no entiendo por qué.

IdiomaEspañol
EditorialRachel Rener
Fecha de lanzamiento8 jun 2021
ISBN9781005150983
La Conjuradora del Rayo: El Despertar
Autor

Rachel Rener

Rachel Rener is the author of THE LIGHTNING CONJURER Series, a critically-acclaimed contemporary fantasy with elements of magical realism and romance. Her most recent release, THE GIRL WHO TALKS TO ASHES, remains at the top of Amazon's bestsellers list.She graduated from the University of Colorado after focusing on Psychology and Neuroscience. Since then, she has lived on three continents and has traveled to more than 40 countries.When she's not engrossed in writing, Rachel enjoys painting, reading, rock shows (musical and mineralogical), Vulcanology (both the lava kind as well as the pointy-eared kind), and playing Diablo 3. She lives in Colorado along with her husband, a stellar mineral collection, and a feisty umbrella cockatoo ("Jungle Chicken") that hangs out on her shoulder as she writes.

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    La Conjuradora del Rayo - Rachel Rener

    LA CONJURADORADEL RAYO

    - El Despertar –

    Rachel Rener

    Traducido por Alberto Arias y Elidia Villar

    © 2019 Rachel Rener

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma sin el permiso del autor, excepto según lo permita la ley de derechos de autor de EE. UU.

    Tapa del libro por Selene Regener

    ISBN: 9781720239499

    Prólogo

    La lluvia arreciaba sobre el tejado inclinado de la pequeña casita de madera, resguardada por el bosque que se alzaba a los pies de la colina. Por aquella zona, en la base de las montañas Rocosas, rara vez llovía antes del amanecer. Sin embargo, esa mañana de abril, unas nubes grises oscurecían el pálido amanecer, anunciando tormenta. En el interior de la cabaña había una joven sentada en silencio, bañada por la tenue luz que se colaba a través de un ventanuco tiznado. Allí, envuelta en una manta áspera y apoyada sobre sus piernas desnudas en una silla de madera, observaba cómo las gruesas gotas de lluvia rodaban por la ventana. Su vista saltaba de una a otra. Era como si bailasen sobre la superficie del cristal, describiendo patrones sincronizados con el movimiento de sus ojos y dejando tras de sí un rastro serpenteante.

    La brisa que se colaba por la ventana la hizo estremecerse, así que apretujó la manta con fuerza para cubrir sus brazos desnudos. Apenas quedaban ascuas donde hubo encendido un fuego la noche anterior y, en una casa sin electricidad, la lluvia hacía la mañana aún más fría. En la distancia se oyó retumbar un trueno poco después de que un rayo iluminara el cielo oscuro. La luz se reflejó en sus iris de color zafiro, delatando una leve heterocromía que solo podía adivinarse con la luz adecuada, pues uno de los ojos era ligeramente más oscuro que el otro, de un azul tan profundo que casi parecía violeta. El color era muy llamativo en contraste con su piel pálida y su pelo negro azabache, que le caía sobre los hombros en largas cascadas.

    Ensimismada, la joven palpó la joya que le colgaba del cuello mientras miraba ausente el calendario colgado de la pared al otro lado de la sala. Apenas habían pasado tres años desde que despertó en aquella casa sin la menor idea o indicio de dónde estaba ni quién era. No tenía más posesiones que la ropa que llevaba puesta y el pequeño colgante con el mismo tono añil que sus peculiares ojos.

    Se le escapó una mueca al recordar aquel día, aunque el recuerdo se había convertido en una especie de sueño dentro de otro sueño; un retazo del profundo y agitado letargo que la atenazaba justo antes de despertar en una cama desconocida. Desorientada por culpa de la monumental jaqueca, se tambaleó por la casa buscando en vano un teléfono. Mientras se aferraba a las paredes para mantenerse en pie, luchando por recordar algo, tuvo una paralizante revelación: no tenía ni idea de a quién podía llamar.

    La cabaña en sí no ofrecía pista alguna. Sin contar alguna que otra alfombra vieja y varios muebles antiguos, estaba completamente vacía. No había fotos ni otros elementos que adornaran los paneles descubiertos de las paredes, cuyo aire de oscura austeridad hacía que la modesta morada pareciese aún más pequeña. Curiosamente, y a pesar de ello, la cabaña no parecía abandonada ni descuidada más allá de la leve capa de polvo que cubría los suelos descubiertos y algunos de los muebles que la decoraban. El edredón que encontró sobre la cama de dosel solo estaba ligeramente agujereado por las polillas y, para alivio de la chica, la casa tenía su propio pozo exterior, bien conservado y con agua corriente y limpia.

    Al salir de la cabaña para explorar los alrededores, el sol brillaba con tanta intensidad que tuvo que protegerse el rostro. Sentía como si llevara días sin ver la luz del sol, tal y como parecía corroborar su estómago vacío. Cuando al fin consiguió enfocar la vista, observó decenas de ojos negros como la obsidiana tallados en la nívea corteza de los árboles que rodeaban la casita. La imagen ―o más bien la sensación― de sentirse observada la hizo dar un respingo. De primeras resultaba inquietante, pero entonces le vino a la cabeza una palabra que le resultó familiar: aspens, recordó, al reconocer los álamos.

    Animada y aliviada por comprobar que aún recordaba algo anterior a aquel día a pesar del calvario que hubiera vivido, decidió tomar el nombre como propio para enfrentarse a la abrumadora tarea de reincorporarse al mundo, completamente sola.

    En vista de que nadie aparecía para reclamar su propiedad, Aspen siguió usando la casa como refugio, agradecida por tener cobijo y un lugar dónde ocultarse. Entre la niebla de su memoria perdida, un instinto atávico la acompañaba nítidamente desde el momento en que abrió los ojos: No llames la atención. No dejes que te encuentren. El sentimiento emanaba desde lo más profundo de su ser, estremeciéndola hasta los huesos. Si algo tenía claro en este mundo, era la certeza de que aquello no era paranoia, sino un hecho.

    Aspen volvió al presente de un sobresalto al ver la brillante ráfaga de un rayo, morada y blanquecina, partir el cielo y transformar, por un momento, el oscuro bosque en marcadas siluetas grises y blancas. Los siniestros ojos de los álamos la observaban a través de la manta de agua para recordarle que por muy sola que se sintiera, nunca estaría verdaderamente a solas.

    Volvió a tiritar por la fría brisa que se abría paso a través de la ventana, y las brasas de la chimenea a su espalda se reavivaron con intensidad.

    Capítulo 1

    Alcé la vista hacia el cielo gris con recelo. Nunca he sido una persona materialista, pero una de mis tres posesiones terrenales más preciadas era mi chaqueta de terso y suave cuero marrón, y no es que el cuero acondicionado se lleve precisamente bien con el agua. Muy a mi pesar, hacía frío y humedad (que tampoco me hacen mucha gracia) y no tenía otro abrigo. Eché un último e implorante vistazo al cielo, cerré con llave la puerta de la cabaña que había sido mi hogar durante los últimos tres años y rodeé la casa hasta pasar la pila de leña que acumulaba cada primavera y que me llegaba al hombro.

    Allí, junto al ordenado montón de troncos, me esperaba mi segundo objeto de adoración: mi Honda CB750 del 69, una moto de cuatro cilindros en línea que Evelyn, mi única amiga, me había regalado un par de inviernos antes. Su marido había fallecido hacía ya mucho, y a sus setenta y un años no le quedaba más familia, así que poco a poco fuimos entablando una estrecha relación. También era mi vecina más cercana, aunque quizá esa no fuera la palabra más acertada dados los casi cinco kilómetros de sinuosa carretera comarcal de doble sentido que nos separaban.

    Me detuve un instante a admirar mi preciada motocicleta, con su reciente mano de pintura azul que brillaba con la luz que se escapaba de entre las nubes y su doble tubo de escape cromado recién pulido y abrillantado. Me abroché el viejo casco de acero de la Segunda Guerra Mundial mientras me subía a la moto, recogí la pata de cabra y me preparé para iniciar la marcha tras el rugido del arranque eléctrico.

    Guardé mi tercera y más valiosa posesión ―mi colgante azul zafiro― bajo la camiseta, me cerré la chaqueta de cuero hasta la barbilla y revolucioné el motor. Sentí toda la potencia de los 736 centímetros cúbicos al alejarme de la cabaña a toda velocidad. Mientras recorría el imponente y frondoso bosque perenne, mi pelo ondeaba imitando la tortuosa carretera que llevaba a casa de Evelyn. Inspiré hondo para sentir el olor de la tierra húmeda y el aire ionizado, y apreté el acelerador un poco más. El bosque iba pasando de largo junto a mí como una mancha verde y marrón.

    En ciudad siempre conducía exactamente a 8 km/h por debajo del límite para evitar que me parasen y tener que identificarme ante un agente de la ley, pero aquella mañana especialmente lluviosa de abril me sentía libre. Libre para volar sobre el liso y húmedo asfalto mientras el resto del mundo dormía cómodamente en sus camas secas y calentitas. Me dirigía a casa de Evelyn para cortar algo más de leña para la chimenea. Sabía que agradecería el calor del fuego en los días fríos y, al vivir también sola, un poco de ayuda no le venía precisamente mal.

    En realidad no quería pasar sola la mañana, simple y llanamente. Y es que, a veces, el mero hecho de ser consciente que estás sola pesa más que la propia sensación.

    Dejé la carretera para emprender el sinuoso camino hacia la entrada de la casa de Evelyn. Era pronto, poco antes de las seis, así que apagué el motor, empujé la moto el último tercio del camino y la apoyé sobre un lado del descolorido cobertizo verde junto a la casa. Abrí la puerta y, con un gruñido, me eché al hombro un hacha oxidada. Entonces, me acerqué al enorme tocón junto al que descansaba la madera que había cortado un mes antes. Mis recias botas chapoteaban sobre la hierba empapada; por suerte empezaba a clarear y la tenue luz del sol tardío hacía la mañana algo más cálida. Tras colocar uno de los leños con cuidado sobre el tocón, levanté el hacha por encima de la cabeza y lo dejé caer. Con un satisfactorio ¡clonk!, partí la madera en dos sin dificultad. Volví a colocar una mitad en su sitio ―¡clonk!― y seguí repitiendo el proceso.

    Cortar leña era un trabajo laborioso, pero me encantaba. Me daba un propósito, me daba un sentido… Me daba algo que hacer, vaya. Cuando vives con una identidad falsa, sin recuerdos y al margen de la civilización, la vida puede resultar insufriblemente anodina. No tenía ningún tipo de identificación. Eso implicaba que no podía contratar un servicio de luz o gas. Tampoco podía abrirme una cuenta bancaria ni activar una línea de teléfono. La cabaña en la que vivía ―de quienquiera que fuese― no recibía correo y, afortunadamente, tampoco se presentaba nadie para reclamar el alquiler. Aun así, tenía facturas. Si bien no es precisamente fácil conseguir un trabajo sin estar dada de alta en la Seguridad Social, después del intento de tomar prestada una bici en 2016 ―que falló estrepitosamente―, asumí que tendría que pagar por la comida y otros artículos de primera necesidad. Evelyn me hizo aprender la lección por las malas.

    Me saqué una astilla del pelo y me aparté los largos mechones azabache de la cara de un resoplido. Me moría por ir a trabajar esa mañana, pero Gina me lo había prohibido tras percatarse de que llevaba once días seguidos sin descansar. Gina no lo entendía, así de simple. Más que un sueldo, lo que me ofrecía el restaurante era un atisbo de normalidad, de socialización, aunque fuera de forma muy limitada. Aparte de Evelyn, no tenía amistades: nadie con quien hablar, en quien confiar o con quien echar el rato. Tampoco es que fuera una persona antipática o desagradable (al menos a mí no me lo parecía), pero sí que sentía una abrumadora aversión por rodearme de gente. Quitando ese pequeño detalle, por mucho que me hubiera concedido a mí misma la satisfacción de relacionarme con otras personas, todo lo que contara sobre mí sería mentira, y eso me parecía feo e injusto. Para alguien que odia la falsedad, vivir una mentira es sumirse en un estado continuo de disonancia cognitiva. De ahí mi inclinación a no abrirme a nadie y punto; si no tienes amigos, no tienes a quién mentirle. Ni tampoco de quién esconderte.

    Cerca de una hora después, tenía las manos heladas y doloridas de cortar leña. Miré en dirección a la casa, pero las luces seguían apagadas. Había acumulado una pila lo suficientemente grande como para que le durara a Evelyn un mes. Cargué con los trozos de madera hasta el porche, donde intenté apilarlos tan cerca de la puerta como pude sin hacer mucho ruido. Luego, deshice el camino hacia la moto mientras intentaba sacarme una astilla del dedo. Llevaba un registro de cosas para las que estaba ahorrando, pero tuve que admitir, con cierta resignación, que tendría que añadir unos guantes a la creciente lista.

    Suspiré con pesar. Estaba inquieta. Sentía ese miedo gratuito y desconcertante que a veces enseña sus afilados e inoportunos dientes. Casi no había dormido la noche anterior ―hasta ahí nada nuevo―, pero aquella mañana me encontraba más tensa de lo habitual. No hacía más que buscar algo con lo que distraerme, pero Evelyn seguía dormida, tenía oficialmente prohibido trabajar y faltaban dos horas para que abriese la biblioteca.

    Cuando llegué hasta la moto, al final del camino de gravilla, me quedé allí un momento, de pie, con los ojos cerrados, respirando profundamente para sosegarme. La idea de volver al implacable silencio de mi hogar me resultaba insoportable, así que me abroché el casco y decidí ponerme en marcha sin más, sin un destino en mente. El aire estaba impregnado del olor de la lluvia recién caída y las nubes empezaban a despejarse para dar paso al pálido albor de la mañana. Tomé la carretera que rodeaba la casa de Evelyn abrazando las colinas circundantes, esta vez más prudente con el acelerador. Notaba una opresión en el pecho, pero el agitado viento que me rodeaba, el aroma limpio del bosque y las espléndidas vistas de las montañas me animaron. La moto y yo nos mecíamos a lo largo del trazado de la carretera, que se retorcía entre las ondulantes colinas. Al aproximarme a una curva pronunciada, me incliné hacia la izquierda y la moto osciló conmigo. La euforia de la conducción eclipsó momentáneamente parte de mi ansiedad y, por un brevísimo instante, me sentía exultante.

    Entonces… todo ocurrió de golpe. La cegadora luz blanca inundó mis ojos, el ensordecedor estruendo inundó mis oídos y el ardiente hedor inundó mis fosas nasales. Un tráiler descendía por la montaña hacia mí, a toda velocidad y sin intención aparente de frenar. Miré en todas direcciones con desesperación en busca de una vía de escape; la carretera era estrecha y la empinada ladera me impedía echarme a la derecha. Cuando el camión comenzó a invadir mi carril, supe que no tenía escapatoria, así que hice lo único que podía hacer: pegué un frenazo. Pero la cosa solo fue a peor. La rueda trasera se bloqueó inmediatamente y la moto derrapó sobre el asfalto hasta salir despedida y lanzarme al suelo. Me arrastré unos cuatro metros por la carretera sin apenas percibir el dolor que me castigaba todo el lado derecho del cuerpo. Patiné hasta detenerme y alcé la vista para ver, con horror, que tenía las deslumbrantes luces del camión casi encima. Me cubrí la cara, haciendo lo imposible por mantener los ojos abiertos a sabiendas de que había llegado mi hora.

    Tan bruscamente como surgió, el sonido del claxon del tráiler desapareció de golpe, ahogado por otro ruido atronador: una racha de viento huracanado se aproximaba imparable por el estrecho tramo de carretera esparciendo polvo y escombros en todas direcciones. Sentía el pelo golpeándome desbocado las mejillas doloridas mientras trataba de asimilar la inconcebible realidad que acababa de materializarse ante mis ojos. El tornado de más de seis metros de altura había surgido de la nada y se dirigía hacia mí. Intimidada por su imponente poder, me hice un ovillo en el suelo, esperando que el violento vendaval me engullera… pero no fue así.

    Aterrorizada y con los ojos como platos, vi el tornado pasar de largo y azotar la esquina delantera del tráiler con tal ímpetu que, durante un instante, se mantuvo en un equilibrio imposible sobre las ruedas izquierdas. Entonces, se estrelló contra el suelo con un estrepitoso chirrido y despidiendo brillantes chispas de color naranja sobre el asfalto. El camión derrapó más de cinco metros sobre un lateral ―su inercia amortiguada por la fuerza del viento enfurecido― hasta detenerse, humeante, a escasos metros de mí.

    En el tiempo que tardé en tomar una bocanada entrecortada de aire, el tornado desapareció, el viento se calmó y todo volvió a estar en silencio. Todo salvo mi corazón, que palpitaba desaforadamente en mis oídos. Me puse en pie a duras penas; el dolor atenazaba todo mi cuerpo. El tráiler, las marcas de frenada, los árboles, la moto accidentada… Todo me daba vueltas, y la cabeza me iba a estallar. Entonces, sentí el suelo sacudirse violentamente bajo mis pies.

    Me fallaron las rodillas y todo se volvió negro.

    Capítulo 2

    Pasaron segundos, minutos quizá.

    Refunfuñando, entorné los ojos ante el intenso sol de la mañana y levanté la cabeza con esfuerzo. La sentía tan pesada como el resto de las extremidades. Apoyándome sobre los codos magullados y aún adormilada, pasé revista a mi estado físico. El corazón me latía en los oídos como el mar rompe contra las rocas. Eché mano al colgante instintivamente; seguía sano y salvo. Moví los dedos dentro de las botas, aliviada de que me respondieran.

    Me incorporé lentamente, estremecida por el dolor del costado derecho. Tenía los vaqueros rotos y manchados de sangre. Mi adorada chupa de cuero estaba destrozada por la gravilla, pero seguía de una pieza y, afortunadamente, me había protegido casi toda la piel de los brazos. Los nudillos de ambas manos me sangraban, y sentía un doloroso palpitar en la muñeca derecha. Abrí y cerré el puño con suavidad: me dolía, y mucho. Las costillas del lado derecho rabiaban con mi temblorosa respiración. Por suerte para mí, el casco que Evelyn me había regalado seguía abrochado a mi cabeza, que no paraba de latirme. Temblé al pensar en cómo podría haber acabado todo de no ser por él.

    Miré a mi alrededor. A unos metros de mí, la moto estaba tumbada sobre un lado. Le faltaba el retrovisor derecho, y varias franjas de su pintura azul adornaban ahora el asfalto. Entonces me quedé sin aliento al ver el camión volcado sobre el lado izquierdo; el líquido hidráulico se había derramado por el suelo y los frenos aún humeaban. El parabrisas delantero estaba hecho añicos: cientos de esquirlas azules brillaban sobre la carretera. Pude distinguir al conductor, desplomado sobre el lateral izquierdo de la cabina, su cuerpo inerte paralelo a la calzada. Había sangre, pero no veía cuánta. Me levanté, esta vez despacio y con mucho cuidado, y respiré tan hondo como pude sin provocarme espasmos en el torso. Di un paso tembloroso, y luego otro. El corazón se me iba a salir del pecho y me aterraba pensar qué me encontraría en la cabina del tráiler.

    Aguantando la respiración, me acerqué por delante, donde antes estaba el parabrisas. Me agaché para acercarme más, me asomé al interior y sollocé aliviada al comprobar que el hombre seguía de una pieza y con el cinturón abrochado. Estaba inconsciente y tenía un corte bastante profundo en la frente, pero respiraba. Inspeccioné el resto de la cabina. La radio CB se había descolgado de su soporte, pero aún parecía funcionar. Sin resuello por el esfuerzo, tanteé bajo el salpicadero en busca del micrófono, que colgaba del cable en espiral. Tenía que contactar con alguien para que ayudaran al camionero, pero no sabía a quién llamar.

    «No llames la atención. No dejes que te encuentren».

    La exhortación alarmó mis sentidos y mi mano se detuvo en seco. El hombre soltó un leve gruñido y movió la cabeza ligeramente. Al verle parpadear, el estómago se me retorció del miedo. Antes de que pudiera reaccionar, oí el sonido lejano de un coche acercándose.

    «Demasiadas preguntas, te pondrás en peligro».

    Me alejé del camión dando tumbos en dirección a la moto. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, la levanté (gruñendo por el dolor del costado) y, no sé cómo, logré montarme en ella. Una mezcla de pura fuerza de voluntad y algo de suerte logró que no me venciera de inmediato hacia el otro lado. Giré la llave, que seguía en el contacto. La moto se caló, petardeó, tosió y, por fin, arrancó enérgicamente. Al echar un último vistazo por encima del hombro, vi cómo se acercaba un viejo Corolla marrón con un disparejo capó rojo y supe que el conductor saldría de esta. Apreté el acelerador a tope y me alejé de allí lo más rápido que pude sin mirar atrás.

    ***

    Aún no sé decir cómo conseguí llegar a casa. De hecho, solo recuerdo árboles borrosos y un dolor insoportable, pero, de alguna forma, conseguí volver a la cabaña. Apoyé la moto de cualquier manera contra el lateral de la casa y me quité el casco. La pintura verde se había desconchado por un lado, y tenía una pequeña abolladura, seguramente de alguna piedra de la carretera. Reparé un instante en que ese podría haber sido mi cráneo. Con el estómago revuelto ante la idea, lancé el casco sobre la hierba junto a la moto.

    Caminando con dificultad hacia el pozo de detrás de la casa, caí en la cuenta de que el retrovisor derecho seguiría tirado en el lugar del accidente y, en mi delirio, me recriminé el habérmelo dejado allí. Me costó mucho más de lo que debería encender el generador conectado a la bomba del pozo, pero lo acabé consiguiendo. Después de un golpe tan violento en la cabeza, el ensordecedor ruido de la máquina era casi insoportable; me cubrí las orejas con las manos y volví hacia la cabaña a duras penas.

    Malhumorada y cojeando, crucé la puerta trasera de la cocina, lancé la raída chaqueta sobre una silla y trasteé con los cacharros de un cajón hasta encontrar unas tijeras. Me desplomé sobre el frío linóleo para quitarme las botas ―con la consiguiente punzada en las costillas― y me dispuse a cortar el resto de los vaqueros destrozados, que se me habían pegado a la piel por la sangre reseca. Fruncí el ceño pensando en qué me encontraría una vez lavada la sangre. Dejé los restos de tejido sanguinolento en el suelo, me puse en pie apoyándome precariamente en la mesa de la cocina y me arrastré por las paredes hasta el baño. Con la mano derecha contra el pecho, usé la izquierda para abrir el grifo de la bañera de hierro con patas que ocupaba el centro de la sala y terminé de desvestirme mientras se llenaba. En condiciones normales habría intentado calentar el agua en la chimenea antes de darme un baño helado, pero en aquel momento no tenía ni fuerzas ni ganas.

    El dolor de cabeza hacía que la pequeña estancia pareciera dar vueltas. Apoyada sobre el lavabo, observé mi magullado rostro en el espejo, preguntándome absorta si tendría una contusión. Me acerqué un poco más para comprobar si ambas pupilas seguían del mismo tamaño. Extrañada, comprobé que mi ojo más oscuro, el derecho, parecía aún más violeta que de costumbre. Al inclinarme para verlo más de cerca, el iris brilló con un púrpura intenso, casi ultravioleta, como un rayo de sol reflejado sobre un guijarro pulido. Lo raro es que no entraba luz a través de la pequeña y sucia ventana que había en la parte alta de la pared contraria. Parpadeé dos veces, sacudiendo la cabeza con dolor.

    «Pues sí, tiene que ser una contusión», pensé, desolada.

    La bañera estaba ya casi llena, así que cerré el chirriante grifo. Hundí los nudillos sangrientos en el agua y, acto seguido, la temperatura glacial me hizo esgrimir una mueca. Con delicadeza, levanté la pierna y me subí a la bañera, jadeando de frío. Bajé la vista para examinar los múltiples golpes que amorataban mi piel, tratando de convencerme a mí misma del efecto terapéutico del baño helado. Al meterme en el agua gélida, un escalofrío me recorrió el cuerpo, aunque agradecí el entumecimiento que vino después. El líquido se volvió rojo y turbio al disolver la suciedad y la sangre reseca de mis heridas.

    El agua me cubría ya casi entera, y entonces recordé el día en que Evelyn me regaló la moto, hacía más de dos años: una mañana de invierno tan helada como aquel baño, la nieve llevaba varios días cayendo sin parar y se acumulaba en grandes montículos blancos contra la cabaña. El frío era insufrible, incluso para ser Colorado. Aún no le había confesado que no tenía más medio de transporte que mis maltratados pies, hasta el punto de que el pulgar derecho ya empezaba a horadar la desgastada bota. El sentimiento de culpa por no haber ido a ver a Evelyn en una semana me pesaba tanto como la nieve que se apilaba contra las ventanas de mi casita y me generaba un grave conflicto de interés, dada mi enorme aversión al frío. Fue esa lucha entre mis principios y la densa nieve lo que me llevó a tomar medidas cuanto menos desesperadas.

    Dos horas y media después de decidirme al fin a adentrarme en la tundra helada, llegué a la puerta de Evelyn, temblando como una hoja escarchada. Avergonzada, evité el contacto visual mientras admitía que había tomado prestada una bici oxidada que alguien había dejado junto a una farola a las afueras de la ciudad para no tener que hacer todo el camino a pie. Para mi desazón, no había llegado ni a la mitad de la carretera semicubierta de nieve cuando tuve que asumir que la maltrecha bicicleta

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