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Un estornino llamado Saoirse
Un estornino llamado Saoirse
Un estornino llamado Saoirse
Libro electrónico646 páginas10 horas

Un estornino llamado Saoirse

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Información de este libro electrónico

Una tarde de verano de 2016, en el regazo del Montseny, el viento lleva consigo una voz misteriosa que inquieta a Ada, una mujer huérfana desde muy pequeña y que ahora apenas puede reconocerse a sí misma. Alentada por quienes la rodean, decide emprender una nueva vida en Irlanda, tras conseguir echar de su vida al hombre que la maltrataba, e intentar hallar a la valiente mujer que fue antaño.
Bajo el manto verde de la isla esmeralda se esconden incontables cicatrices de batallas libradas para conseguir la libertad del amenazador Imperio Británico donde, sumergiéndose en sus entrañas, Ada conocerá las razones por las que nace la organización paramilitar del IRA y la verdadera historia del fatal destino de sus padres, trastocando así todo cuanto sabía sobre ellos.
Sus esfuerzos por desentrañar la verdad la llevarán a conocer demasiado tarde al amor de su vida, cuyo encuentro tal vez no sea del todo fortuito, y a descubrir que el pasado y el futuro de sus ancestros reposa en sus manos, viéndose obligada a tomar una suerte de decisiones cuyas consecuencias le reclamarán sacrificar algo más de lo que está dispuesta a entregar.
Ada e Irlanda estarán fuertemente ligadas y lucharán juntas por sus ambiciones, compartiendo ambas el ideal de un mismo sueño: la libertad. ¿Pero cuál será el coste que ambas deberán a asumir para alcanzarlo?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2021
ISBN9788413862378
Un estornino llamado Saoirse

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    Un estornino llamado Saoirse - Noemí Boixader

    Portada.jpg

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Noemí Boixader Muñoz

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 9788413862378

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    A mi abuela, Pilar,

    que me mostró que la bondad y la humildad pueden ser,

    más que simples virtudes,

    una forma de vivir.

    Capítulo 1

    —¡Ada! ¡Ada! —susurraba el viento esa tarde de verano.

    Perezosamente y algo confusa, Ada abrió los ojos. Hacía demasiado calor como para soportarlo despierta. Aturdida, se percató de que alguien la llamaba, ¿o quizás era el viento chocando con los cristales? Hacía años que no soplaba con tanta fuerza, parecía más bien el vendaval que anunciaba una tormenta de verano, pero en el cielo no se atisbaba nube alguna. El ruidoso siseo de las hojas de los árboles de los alrededores entrechocándose no dejaba escuchar a las cigarras, tan insistentes con su «canto» en esos días calurosos. Sin embargo, no tenía ninguna duda de haber escuchado una voz clamando su nombre con claridad.

    Se incorporó lentamente en el sofá de la casa que su tía le había dejado en herencia, en el que llevaba un buen rato recostada, pues se había quedado dormida sin darse cuenta. A través de las puertas francesas —abiertas de par en par con cortinas semitransparentes que se agitaban para escapar de la unión que las mantenía pegadas a la pared— la vista se regocijaba con el increíble paisaje de esa tarde de julio. El mar Mediterráneo dominaba el fondo marcando el horizonte. Conforme la vista se acercaba, la escena mostraba frondosas arboledas de pinos piñoneros bailando con el viento de lado a lado, envolviendo así a las casas aisladas que entre ellos se encontraban. Pero en lugar de contemplar pequeños bosques, se podría decir que la escena recordaba, más bien, al ir y venir de una marea verde llena de olas descaradas que chocaban unas con otras, creando infinitas ondulaciones que fracasaban continuamente en su intento de hundir las viviendas asentadas en su interior.

    —¡Ada! —escuchó otra vez seguido de unos fuertes golpes en la puerta principal de su casa que la sobresaltaron.

    Sin apenas pensarlo, Ada se encaminó hacia la puerta, preguntándose quién podría estar al otro lado golpeando con tanta fuerza. El orificio de la mirilla le mostró, con grata sorpresa, el rostro de un hombre que reconoció enseguida. Una sonrisa se le dibujó en la cara al abrir la puerta, y con una mueca de incredulidad dijo:

    —Cahir, ¿qué pasa? Me has dado un susto de muerte. ¿Por qué golpeabas así la puerta? Vas a tener que controlar esa fuerza o un día de estos me quedaré sin puerta — dijo mientras arrancaba una carcajada.

    —¡Lo siento, mi niña! —Era el mote cariñoso que siempre usaba con ella—. Sabes que no era mi intención asustarte, pero desde mi casa he escuchado un fuerte estruendo de cristales rotos y me ha parecido que venía de tu casa.

    —¿Cristales rotos? No, no he escuchado nada más que tu voz llamándome varias veces antes de golpear la puerta. Debes estar confundido.

    —No lo creo, además yo solo te he llamado una vez, me has abierto la puerta enseguida. Estabas dormida, ¿verdad? —Arqueando una ceja se le acercó, le acarició la barbilla suavemente y alzó ligeramente la cabeza para mirar hacia el fondo de la salita de estar, allí donde el ventanal estaba abierto de par en par—. Este viento está presagiando una buena tormenta, a ver si es verdad y llueve con fuerza durante unas horas, estoy cansado de tanto calor.

    —Ya te gustaría que lloviera así en el mes de julio. Siempre echas de menos la lluvia. Aún no entiendo por qué nunca has querido volver a tu tierra natal, Irlanda, siempre hablas de lo bella que es y de cuánto te gusta su clima.

    —Solo volveré cuando tenga que volver, aún no es el momento. —Guiñándole un ojo y con media sonrisa en su rostro, entró a la casa y se dirigió a la cocina para coger la escoba y un recogedor. Acto seguido empezó a investigar qué ventana podría estar rota—. ¡Ajá! La encontré. Mira, ven, es la ventana que está junto al sofá. Si estabas durmiendo aquí tendrías que haberlo oído e incluso tendrían que haberte caído cristales por encima, ¿no crees?

    —Pero no he oído nada, Cahir —dijo frunciendo el ceño.

    —En fin, qué importa ya. Me alegra ver que no tienes ningún rasguño, eres igual de dura que tu tía Julia.

    Estupefacta, miró cómo Cahir recogía el montón de cristales que había en el suelo. Intentaba asimilar cómo había sucedido y, al mismo tiempo, reconocer la voz que la había llamado en sueños justo en el preciso instante en el que debía despertarse.

    Tenía suerte de tener a Cahir siempre a su lado. Vivía justo al lado de su casa. Cahir era un hombre de más de sesenta años, alto y que aún conservaba algo de atractivo, de hombros anchos y fuertes, cuyas manos confesaban tener mucha más edad de la que en realidad tenía, fruto de una vida de duro trabajo en a saber qué, ya que rara vez contaba su pasado con detalles. La barba rojiza cubría parte de sus cuadradas facciones y bajo la frente, medio cubierta por un pelo desaliñado y ligeramente largo, resaltaban unos ojos de un azul intenso que sonreían constantemente, sin mostrar nunca ni un atisbo de tristeza o inquietud. Su entusiasmo era tal que se contagiaba incluso en los peores momentos, inundando de felicidad y gozo a cualquiera que estuviera con él, consiguiendo casi siempre mandar al olvido cualquier preocupación. Magia es la palabra con la que Ada describiría el poder que tenía Cahir, sobre todo en ella. Sin embargo, los vecinos le llamaban el Chiflado irlandés. Cada vez que Cahir escuchaba este mote decía entre carcajadas que todo era culpa del pequeño Leprechaun, que todavía podía sentirlo danzar en su interior incitándolo a hacer travesuras.

    Cahir y su tía se habían hecho muy amigos hacía ya muchos años, cuando se habían convertido en vecinos, y siempre lo compartieron todo. Quizá a Julia le hubiese gustado que esa relación de amistad se hubiera convertido en algo más, pero Cahir nunca permitió que sucediera tal cosa, pues su corazón ya pertenecía a alguien, aunque nunca les dijo a quién.

    —Vamos, te invito a cenar, voy a prepararte mi especialidad para agradecerte por haberme salvado la vida esta tarde —le dijo Ada mirándolo pícaramente mientras echaba a la basura el montoncito de cristales que Cahir le había entregado dentro del recogedor.

    —¿Otra vez un Irish stew? —dijo arqueando las cejas simulando ser preso del pánico—. De acuerdo, pero esta vez sigue estrictamente los pasos de la receta. La última vez estaba todo tan carbonizado que apenas se distinguía el cordero de las patatas —respondió con una gran carcajada que le obligó a echar ligeramente la cabeza hacia atrás—. Veo que no puedes vivir sin mí. Si sigues así voy a tener que mudarme aquí algún día, paso más horas contigo que con mis queridas plantas. Por cierto, ya empiezan a quedarse mustias y yo creo que es porque tienen celos de ti —dijo mientras le guiñaba un ojo y se dirigía hacia la puerta. Un momento antes se dio la vuelta para mirarla y decirle—: Dame un minuto, voy a traer un par de buenas cervezas para acompañar el estupendo guiso irlandés que vas a preparar, o por lo menos para disimular el sabor a chamuscado —estalló en carcajadas al tiempo que cruzaba la puerta dirigiéndose con decisión hacia la portezuela que separaba el jardín de Ada de la calle principal.

    Aturdida, se maldijo a sí misma por no haber tenido tiempo de rechistar ni de protestar a los burlescos comentarios de Cahir, pero estaba contenta de tenerlo como amigo o, quizá debería decir, como el padre que no tuvo. Llevaban varios días cenando juntos y charlando hasta altas horas de la madrugada, recordando a Julia en muchos comentarios. Tanto trasnochar a Ada le estaba pasando factura, o al menos eso creía, pues esa noche tuvo una extraña pesadilla:

    «Se encontraba en un prado verde sin fin, donde la perseguían un montón de caballos desbocados. Ella corría sin descanso hasta alcanzar una playa de arena blanca y se lanzaba al mar pensando que así evitaría ser aplastada por la estampida. Pero los caballos se dirigían igualmente hacia ella y le pasaban por encima. Cuando el último de ellos hubo pasado aparecía Cahir ofreciéndole la mano para levantarse, pero al intentar cogerla esta se convertía en un muñón del que no conseguía agarrarse. Poco a poco, Ada se iba resbalando lentamente hacia un agujero negro y profundo en el que rebotaba entre las paredes una voz que gritaba su nombre, pero no era la voz de Cahir. Solo podía acertar que era una voz masculina, fuerte y grave, para ella desconocida».

    Era justo en ese momento cuando Ada despertaba sudorosa, con la respiración profunda y agitada, casi como si se estuviera ahogando. Si las pesadillas no se hubieran incrementado en frecuencia e intensidad a cada día que pasaba, Ada no les habría dado mayor importancia. Pero había llegado hasta el punto en que le daba pánico dormirse. Algunas noches, aprovechando que vivía sola, repasaba viejas partituras con su violín, llevaba meses sin tocarlo, lo notaba en la poca agilidad con la que sus dedos replicaban, y al llevar un par de horas practicando el cansancio se adueñaba lentamente de ella permitiéndole meterse en la cama sin apenas pensar en los sueños que esa noche podría tener.

    Ante la desesperación de no entender por qué tenía ese sueño recurrente pensó en contárselo a las personas con las que tenía más confianza. Una de ellas era Clara, su amiga de la infancia, una mujer alta de pelo negro y rizado, muy coqueta y presumida en su juventud, pero desde que dejó de trabajar para cuidar de sus hijos había perdido el interés en su aspecto. Ada apenas mantenía el contacto con ella, quizá por la vida tan distinta que había seguido cada una o por la vergüenza de ambas al no tener nada interesante para contarse semana tras semana, pero no por la distancia, ya que apenas las separaban unos kilómetros. En lugar de llamarla, Ada decidió que iría a visitarla a la salida del trabajo. A esa hora estaba segura de que la encontraría con las gemelas de 3 años, Claudia y Paula, y con el pequeño David de 4 meses, en el parque que estaba enfrente del bloque de pisos donde vivía con el soporífero de su marido. Nada más bajar del autobús confirmó sus sospechas: allí estaba Clara intentando calmar el llanto de una de las gemelas que, al parecer, se había caído. Estaba agachada en el suelo y llevaba al más pequeño en brazos que estiraba el cuello para alcanzar el pezón, aún húmedo, del pecho de su madre que sobresalía de la camisa.

    —Si quieres puedo echarte una mano —le susurró al oído mientras se sentaba en el banco cerca de ella—, aunque si tengo que darle el pecho de poca ayuda voy a ser.

    Se acercó para besarla en la mejilla con una sonrisa amable y miedosa, no sabía si estaría enfadada con ella por haberla tenido tanto tiempo apartada de su vida. Clara ofreció su mejilla, se sentó también en el banco, y con una sonrisa que no conseguía disfrazar su agotado rostro de semanas le contestó:

    —Cualquier ayuda sería bienvenida, cariño. —Resopló y siguió—: Cada día creo que va a ser el último de mi vida cuando me meto en la cama. Los días son muy cortos, pero las noches lo son aún más. Con los niños no tengo tiempo para nada y me absorben toda la energía, pasar todo el día con ellos es agotador. —Se quedó mirándola y cogiéndole la mano le preguntó—: ¿Cuánto tiempo hacía que no nos veíamos?

    —Desde que nació David, que te traje tres cajas de bombones y una nos la zampamos en el hospital.

    Ambas se rieron y compartieron una mirada confidente, y después de un suspiro a dúo se miraron y apoyaron sus cabezas de costado, una contra la otra, mirando las dos hacia el fondo del parque con la mirada perdida, sin estar ninguna de las dos mentalmente presente. Esa era una pose que hacían desde que eran pequeñas, cuando estaban juntas y necesitaban consolarse una a la otra. Parecía que esa postura les aliviaba las penas.

    —Te he echado de menos, Ada —dijo Clara sin moverse y mirándola por el rabillo del ojo.

    —Lo sé, y yo a ti. Lo siento mucho, he estado bastante ausente, no me apetecía hablar con nadie —respondió Ada mientras se apartaba para mirarla a los ojos.

    —¿Ha vuelto a visitarte ese capullo o ha intentado verte o contactar contigo? Con lo bien que estabas con Alex y lo dejaste por ese borracho que metiste en tu casa, ¿cuánto tiempo estuviste con Alex? ¿Doce años? Era tan guapo, le daba mil vueltas al imbécil que te dejó así de mustia.

    —Once años. Y lo dejé porque ya no había nada entre nosotros, hacía meses que no nos acostábamos y preferíamos hacer nuestras vidas cada uno por su lado. Descubrimos que el tiempo nos había cambiado tanto que nos convertimos en dos completos desconocidos. Y bueno, entonces conocí al borracho, Javi. Y no, a casa no ha venido y al trabajo tampoco, aunque llevo el móvil apagado hace semanas. Si quieres llamarme algún día, llámame al fijo, te daré el número, hace poco que lo tengo y…

    —¡A buenas horas! Te llamé varias veces al móvil hace un mes y al ver que no podía contactar contigo, llamé a Cahir. Gracias a él supe que aún estabas viva. — En ese momento Ada se dio cuenta de que le iba a caer una buena regañina.

    —Lo siento… No… No sé… No sé qué decir.

    Ada empezó a tartamudear mientras le invadían una vergüenza y una culpabilidad de tal envergadura que sintió que no era merecedora de tener una amiga como Clara que se preocupara siempre tanto por ella. Su mirada se deslizó hasta el suelo y sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas.

    —¡Vamos, vamos! No quería hacerte llorar mujer, pero me da rabia saber que lo estás pasando mal y no dejas que te ayude en nada —dijo mientras le recogía con el pulgar una lágrima que se deslizaba por la mejilla de Ada.

    —No quiero ser una carga para nadie. Yo solita me metí en esa relación ante los avisos de todos los que me queríais y yo solita tenía que salir y espabilarme —dijo mirando de reojo a su amiga. Tragó saliva y siguió—: Ya hiciste bastante durante los dos años que duró esa... ese tormento.

    Ada no consideraba que hubiese tenido una relación con ese hombre durante dos largos años, sino que para ella había sido una prisionera en su propia casa, midiendo siempre las palabras por miedo a que él se enfureciera con ella y le echara en cara la vida tan desgraciada que tenía. Después, intentaba remediarlo como siempre, con la bebida o la cocaína cuando ella no lo veía, mientras ella, a escondidas, lo remediaba con tranquilizantes.

    —Lo pasado, pasado está, y si has venido a verme es porque algo tienes que contarme, ¿no es así, pequeña picarona? —Entornando los ojos se le acercó tanto que Ada podía oler su piel recién duchada de esa tarde antes de salir al parque.

    —Vaya, cómo me conoces… Quería disimular un rato, ¡pero me has descubierto! —Entonces Ada hizo lo mismo, se le acercó hasta que sus narices se rozaron y abrió los ojos de par en par—. ¿Cuándo vas a dejar de comportarte como su fueras mi hermana mayor?

    —Cuando me demuestres que puedes volver a espabilarte tú sola sin la ayuda de nadie, solo entonces voy a dejar de controlarte —dijo sonriendo y apartándose hacia atrás para poder guardar su pecho en el sujetador. El bebé se había quedado dormido hacía ya un buen rato y su pecho había quedado al descubierto sin nadie que lo estuviera usando. Clara siempre había envidiado el carácter de Ada: tan decidida, independiente, extrovertida. Por eso le dolía en el alma ver cómo había cambiado en apenas dos años, ahora era todo lo contrario: miedosa, indecisa, taciturna, y pensó en llamar a Cahir para que la ayudara a convencerla de que necesitaba un cambio radical de aires, si se lo proponían los dos por igual quizás Ada se llenaría de coraje y daría un paso al frente en su vida.

    —Eso intento, pero entre todos no me dejáis... —Se rio tímidamente—. Tal vez por esa razón estoy teniendo unas pesadillas terribles cada noche, no entiendo el significado, y cada vez son más intensas, apenas puedo dormir, y ya no sé qué hacer para evitarlas.

    —Normalmente, las pesadillas son un mensaje de tu subconsciente que te avisa de algo que no estás haciendo bien o que debes cambiar, o de algo con lo que no te sientes a gusto. Piensa un poco y verás que en el día a día quizá hay algo que te incomoda o no deja que seas tú misma.

    —Poca cosa puedo decir, solo que en la casa donde había sido tan feliz con mi tía cuando era pequeña ahora soy incapaz de encontrar la felicidad o desasosiego que antaño sentía allí.

    —Bien, ¡pues ahí tienes la respuesta! —Se golpeó la pierna con la palma de la mano que tenía libre, pues la otra aún sujetaba al bebé medio adormilado—. Quizá deberías hacer unas largas vacaciones y conocer gente nueva, ¿qué te parece?

    —Mamá, mamá, Claudia no me deja bajar por el tobogán, se ha sentado y no deja que los demás nos tiremos —dijo Paula apareciendo de la nada con la voz rota y agarrándola de la camisa mientras tiraba de ella con fuerza para que la siguiera hasta el centro del parque donde se encontraba Claudia sentada con los brazos cruzados justo al final de un tobogán rojo.

    —Ve Clara, ve… No quiero molestarte más —dijo incorporándose Ada del banco—. Además, debo coger el bus, creo que el próximo que pasa es el último que sube hacia Aurora Park.

    Aurora Park era una pequeña urbanización aislada en la montaña donde se localizaba su casa y la de Cahir. Ada le acababa de mentir, no era el último autobús, pero sentía que le estaba robando tiempo a su amiga, la cual ya tenía suficiente con los tres pequeños como para que Ada le contara sus penas sobre unas estúpidas pesadillas.

    —Está bien, pero llámame para darme tu número y acabamos la conversación, ¿de acuerdo? —le dijo Clara ya algo alejada y casi vociferando para que pudiera oírla entre el alboroto de niños que, gritando y jugando, aparecieron de repente entre ellas dos.

    Ada asintió y le lanzó un beso a distancia mientras veía cómo desaparecía su amiga entre el bullicio de pequeñas personitas correteando de un lado a otro.

    Llevaba esperando de pie en la marquesina de la parada del autobús más de media hora. Había empezado a llover hacía pocos minutos y el agua de la lluvia le salpicaba los delgados dedos que sobresalían de las sandalias verde pistacho, pero Ada seguía absorta en sus pensamientos dándole vueltas a lo que le había dicho su amiga. ¿Qué demonios tenía que cambiar en su vida para hacerla diferente? ¿No era la vida acaso un camino que nos tocaba y debíamos aceptarlo fuera cual fuera? Se sorprendía a sí misma por pensar de esa manera. La Ada de unos años atrás era una mujer que siempre elegía su destino y luchaba por conseguir sus objetivos con las ideas siempre muy claras. En cambio, ahora, rozando la cuarentena, se daba cuenta de que se había convertido en la persona que siempre había evitado ser: una mujer cobarde, conformista y dependiente de los consejos de los demás. No se reconocía. Había aprendido a vivir con miedo y cualquier paso que tuviera que dar hacia adelante la aterrorizaba. ¿Cómo conseguiría volver a ser la de antes?

    Se lamentaba de no haber podido hablar ese mismo día con Inés en la oficina. Inés era su amiga y compañera de trabajo, una mujer mayor que ella, paciente, alegre y vivaracha, de naturaleza robusta, con una cara redonda envuelta en un pelo de pálido caoba debido al mal tinte que usaba con frecuencia por su cuenta. Destacaban sus ojos saltones perfectamente maquillados, mejillas siempre sonrosadas y unos dientes impecables que mostraba a todas horas sonriendo Inés nunca presumía de su carrera en psicología, pues no había podido amortizarla como a ella le hubiese gustado. Trabajar en el departamento de Recursos Humanos de una empresa dedicada al marketing digital y publicidad con 52 empleados, no era uno de sus sueños cuando empezó a estudiar la carrera. Le habría gustado tener su propio despacho con pacientes asiduos, pero sus obligaciones económicas, en las que se incluía mantener a su madre viuda sin pensión, nunca dejó que se pudiera permitir tal cosa y su situación provocó que se acomodara a ese puesto de trabajo durante más de quince años al que llegó a resignarse lentamente con el paso del tiempo.

    Ada estaba segura de que Inés, por su profesión de psicóloga, sabría interpretar sus sueños y le podría dar consejos, tal y como había hecho otras veces por diversión, pero justo este día había empezado vacaciones, y le había contado que tenía pensado escaparse un par de semanas a un pequeño pueblo cerca de Teruel donde tenía la mayoría de su familia. Y no iba a llamarla solo para contarle esas tonterías.

    Cuando llegó a casa había parado de llover, pero el cielo seguía con un manto grisáceo y una buena panza indicando por el momento una tregua. Cahir la estaba esperando en la calle, frente a la portezuela marrón de entrada al jardín de la casa de su tía. Llevaba un casco puesto y estaba apoyado con el codo izquierdo encima de la portezuela, de su mano colgaba otro casco negro a conjunto con su vieja cazadora de piel agrietada, un pie lo tenía cruzado por detrás de la otra pierna y su mano derecha la guardaba dentro del bolsillo del pantalón azul marino. Parecía que llevaba un buen rato esperándola. Llevaba unas gafas de sol y, como siempre, la sonrisa puesta. A pesar de ser mucho mayor que ella, Ada pudo atisbar un algo sexy en su postura y le devolvió una sonrisa en ese mismo instante.

    —No me estarás esperando, ¿verdad? —dijo Ada a distancia antes de llegar a su lado.

    —¡Qué va! Me he pasado la tarde aquí apoyado. Ya ves, no tenía nada más que hacer… —Y guiñándole un ojo le entregó el caso negro—. Póntelo, anda. —Ada no tenía muchas ganas de salir en moto con ese tiempo, pero nunca era capaz de negarle nada a Cahir. Tenía un poder sobre ella que nadie podía imaginar, excepto él, y se valía de eso para intentar recuperar a la antigua Ada.

    Siempre sabía lo que ella necesitaba porque desde muy pequeña había ejercido el papel de padre con ella. Cahir la conoció justo después del accidente de moto en el que murió su madre y su padre salió ileso. Su padre biológico siempre se culpó de la muerte de su mujer, puesto que el accidente había sido por su culpa: él llevaba unas copas de más y no tuvo tiempo de reaccionar en una curva muy cerrada al volver de una cena con unos amigos. Su padre nunca lo superó y acabó marchándose al cabo de unos meses, no soportaba ver el reflejo de su mujer en el rostro de su hija. El recuerdo de lo sucedido le atormentaba, y cada vez que miraba a Ada a los ojos recordaba que había matado a su mujer y había dejado a su hija sin madre. Ada nunca más volvió a saber de él, tenía siete años cuando la abandonó. Entonces fue recogida por la hermana mayor de su madre, Julia, una mujer cariñosa, atenta, divertida y precavida que se había quedado soltera y sin descendencia, una mujer que la quiso como si fuera su propia hija. Dos años más tarde apareció Cahir en sus vidas. Era un poco más joven que Julia y con un atractivo tan notorio que ninguna de las dos supo disimular su asombro al verlo por primera vez. Los tres formaron, sin pretenderlo, una familia. Cuando Julia murió, Ada creyó que esa pequeña familia tan unida que habían formado se iba a desintegrar, pero fue totalmente al contrario, Cahir y ella estuvieron más unidos que nunca.

    Sin mediar palabra, Ada cogió el casco. Al no estar acostumbrada a montarse en una moto, Cahir la ayudó a colocárselo y fue indicándole dónde colocar los pies. Arrancó la ruidosa Virago dejando atrás la urbanización e iniciando un ligero ascenso por una carretera secundaria sin delimitar rodeada de espesos árboles, donde la luz de la gigante estrella a punto del crepúsculo apenas se mostraba tímidamente a través de las grises nubes y del denso follaje. El aire templado chocaba contra su cara y danzaba con los mechones dorados que se escapaban incontrolables fuera del casco. Ada absorbió la brisa llenando lentamente sus pulmones y cerró los ojos. Por primera vez en mucho tiempo sintió que era libre, se imaginó a ella misma como un pequeño gorrión volando a través de las ramas sin un rumbo fijo, sin prisas, sin un destino, dejándose llevar solamente por el viento allá donde este quisiera, notando la corriente entre las plumas. Para ella ese fue un momento de intenso placer, deseó que no se acabara nunca y memorizó esa sensación guardándola en su rincón personal de recuerdos inmortales.

    Aparcaron en la cima de una colina, al lado de una capilla abandonada, detrás de esta, entre pinos, se podía distinguir un magnífico castillo medio derruido, no obstante su esplendor dominaba la cumbre recordando la maravilla arquitectónica que un día fue, siglos atrás. Entre los fragmentos de paredes se intuían antiguas estancias con diminutas ventanas, un par de torres de defensa que seguían apenas en pie, un patio escondido entre las malas hierbas y árboles muertos, un mirador y un destartalado puente de piedra que conducía hacia la entrada principal del castillo y se resistía al inexorable paso del tiempo. La hiedra se había adueñado de casi toda la estructura, disfrazando los muros de verde oscuro como si quisiera ocultar un secreto tenebroso en su incierto pasado histórico.

    Tras varios minutos de silencio en los que comieron los bocadillos preparados por Cahir, este abrió una botella de vino tinto, llenó dos vasos de plástico y se atrevió a romper el mutismo.

    —¿Te gusta? —dijo sin apartar la vista de la fortaleza que tenía enfrente.

    —Sí, es fantástico, ¿qué castillo es?

    —Es el castillo de Montsoriu, del siglo xiv. Fue la residencia de los vizcondes de Cabrera, hace más de dos años que lo están restaurando para poder visitarlo. Desde que murió Julia y volviste a vivir al lado, quise hacer esta excursión, pero el energúmeno que vino a casa contigo impedía que pudiera disfrutar de tu compañía a solas. Te ha mantenido alejada de todos durante dos años, el tiempo suficiente como para que te convirtieras en alguien que no puedo reconocer —miró directamente a los ojos vidriosos de Ada y cogiéndole las dos manos con ternura continuó—: Solo quiero recuperar a mi niña, a la Ada que conozco y verla sonreír feliz otra vez. Te he visto sufrir y eso apenaba mi corazón de tal manera que la rabia me consumía internamente por la impotencia de no poder hacer nada por ayudarte. Lo intenté, pero solo hasta que tú no estuviste decidida a dar el paso para dejarle, no pude actuar.

    —Lo intento Cahir —bajó la cabeza y dirigió la mirada a sus pies que colgaban del muro en el que ambos estaban sentados—. Hace cuatro meses conseguí echarlo de casa y todo gracias a ti que me ayudaste a dar el paso, pero aún siento el miedo en mi interior. Estoy agotada y no consigo pasar página para reencontrarme conmigo misma. Supongo que es cuestión de tiempo, ¿no?

    Ladeando la cabeza lo miró de reojo regalándole una sonrisa pesarosa. Después volvió a mirar hacia abajo, esta vez en dirección al puente, estaba intentando evitar este tipo de conversaciones, la ponían muy nerviosa y no sabía qué hacer para que los que más quería no se preocuparan por ella. Estaba a punto de estallar, pero al evocar la paciencia que todos le volcaban consiguió eliminar cualquier rastro de furia nacida por la impotencia de no saber qué hacer. Él le soltó las manos, el rostro de ella era el reflejo de un libro abierto, podía ver que no le apetecía hablar de eso, se le acercó y la abrazó con mucho cariño, al soltarla la miró sonriéndole y sugirió:

    —Vamos a dar una vuelta por el castillo antes de que oscurezca, ¿te apetece? —Y dando un brinco se quedó de pie junto al muro, volvió su cabeza hacia la enorme estructura y la miró con sus ojos sonrientes indicándole que la siguiera.

    Mientras paseaban por las diferentes estancias derrumbadas, no pararon de hablar acerca de la historia real del castillo, inventando otras posibles historias e imaginando los secretos que se escondían en sus oscuros pasillos. Les encantaba hacer conjeturas acerca de las familias que vivieron allí o que incluso perecieron en los aposentos en los que ahora estaban ellos. Entre los ecos de los pasadizos podían escuchar los susurros de historias de amor, odio y venganza. La imaginación de los dos era digna de admiración, una de las muchas cosas que tenían en común y de la que disfrutaban juntos al máximo de esa diversión. Cuando llegaron al final del recorrido el sol se estaba escondiendo tras unas alejadas montañas negras, el cielo se había teñido de púrpura y las nubes antes grisáceas, ahora se desvanecían poco a poco, al igual que los visitantes de esa tarde en el castillo que, con una lentitud silenciosa, se encaminaban al pequeño y sufrido puente de roca de la entrada.

    —Sé que no quieres hablar del tema —empezó Cahir—, pero lo he estado pensando mucho estos últimos meses. Necesitas cambiar de aire, de trabajo, de gente. Aquí hay demasiadas cosas que te recuerdan el pasado y te provocan dolor. Primero, la pérdida de tu tía, que te crio como una madre, y después esta última turbulenta relación que te ha acabado de hundir. Justo cuando estabas más desvalida decidiste enamorarte de ese sinvergüenza. —Cahir estaba dispuesto a decir todo lo que había callado hasta entonces—. Te embaucó para que te enamoraras de él, o al menos eso creyeras, para después quitarte lo poco que te quedaba y te fue separando de nosotros lentamente sin que tú te dieras cuenta, hasta que te aisló de todos y de todo, te arrancó de los brazos de quienes más te querían, te alejó lo más que pudo para poder tener control total sobre ti. En pocos meses pasaste a interpretar dos papeles: uno, como la princesa que él te trataba delante de todos para que no nos diéramos cuenta de nada, el otro era puertas adentro, en casa, cuando te trataba como a una bruja torpe, absurda, estúpida e inútil. Porque eso es lo que yo oía que te decía desde mi casa, al igual que ahora oigo cómo tocas el violín de madrugada porque no puedes dormir. Pero más me dolía tener que escuchar los intentos de nuestros vecinos por serenar mis nervios, diciéndome «Pues aún tiene suerte, Javi es de los buenos, no es de los que pega», ese tipo de frases me hacían hervir la sangre de rabia. Y así, día tras día, te fuiste haciendo pequeña hasta volverte insignificante y diminuta para él, pero sobre todo para ti misma. Ante tu demacrado aspecto, y decenas de noches en vela, yo sufría por ver que no me contaras nada, que no confiaras en mí, no obstante, yo cada día te decía: «Ada, estoy aquí», «Ada, acuérdate, puedes contar conmigo», «Ada, creo en ti», «Ada, haré lo que sea por ti». Pero tu única respuesta era siempre la misma, un silencio que me helaba la sangre. Hasta que, por fin, un día diste un puñetazo en la mesa y decidiste que ya era suficiente. Ese momento fue cuando pudimos actuar y salvarte entre todos de sus garras. Tu valor y tu osadía no eran suficientes para hacerle frente, él se había hecho demasiado fuerte, necesitabas algo más, a alguien detrás de ti que te apoyara y te hiciera sentir que no estabas sola, alguien para darte fuerzas y para que él se diera cuenta de que nada ni nadie volvería jamás a arrebatarme a mi niña. —Ada escuchaba y apretaba los dientes de rabia y de vergüenza al comprobar que Cahir lo sabía todo. Se sentía una estúpida por haber caído en la red de aquel malnacido que, tan hábilmente, había tejido con paciencia un monstruo que se lo había quitado todo: dinero, pertenencias, amigos, familia, orgullo, dignidad y libertad—. Por mucho que fueras feliz en esta casa hace años, ahora vivir en ella te ha convertido en una mujer desdichada. —Ada abrió la boca para hablar, pero él no la dejó—. No, déjame hablar, por favor. —Al verlo tan serio, cerró la boca y se sentó a su lado, encima de una enorme roca que estaba justo frente al muro más alto del castillo en el que solo había una pequeña abertura en lo alto—. Sabes que te quiero como nunca he querido a nadie, que haría lo que fuera por ti, nunca te he pedido nada, pero me gustaría mucho que hicieras lo que te pido y me hicieras caso en la decisión que he tomado sin tu consentimiento, pero siempre por tu bien.

    Capítulo 2

    —Sé que nunca harías nada que pudiera hacerme daño o desagradarme, confío plenamente en ti Cahir, ya lo sabes.

    Sus ojos ámbar brillaban con el último destello del día antes de apagarse y miraron directamente a los de Cahir, donde resplandecía un intenso y brillante azul esperanza. Ada le sonrió pensando en todo lo que habían pasado juntos. ¿Cómo iba a separarse de él? Sin saber qué tenía preparado para ella, una congoja se apoderó completamente de su cuerpo solamente por entender que debían separarse durante un tiempo. Pero lo que más la asustaba era no saber por cuánto tiempo, no podía hacerse a la idea de no verlo cada día.

    La vista se le nubló inundándola de tristeza mientras se miraban fijamente el uno al otro, sin palabras. ¿Se estaban ya despidiendo? Algo le decía que iban a estar mucho tiempo sin verse. El rostro de Cahir permanecía solemne, imperturbable, su mente estaba muy lejos de allí. Contemplaba la imagen de ella que ahora mostraba lágrimas deslizándose por sus mejillas sin mediar palabra. Sin embargo, no se conmovió, sabía que estaba haciendo lo correcto, que debía hacerlo para que ella pudiera encontrar su destino y la felicidad que le estaba aguardando lejos de él.

    Le secó las mejillas, lentamente, con el dorso de la mano, aprovechando el recorrido del roce de su piel para acariciarla y sentir su calidez. Solo entonces tembló ligeramente el mentón de Cahir y con un gesto de negación de su cabeza dijo con voz quebrada:

    —No llores mi niña, vayas donde vayas, yo estaré allí. No estarás nunca sola, de eso me encargaré yo. Quizá me echarás de menos al principio, pero se te pasará con los días, porque conocerás a gente muy especial y aprenderás a aprovechar cada día al máximo, sin estar viviendo anclada en el pasado del cual voy a formar parte muy pronto. No te preocupes por mí, estaré bien. —Sonriendo, le arregló un delgado rizo dorado y se colocó detrás de la oreja—. Quizá te haga una visita dentro de un tiempo, ¿te parece bien?

    —Claro, incluso podrías venir ahora conmigo. Pero aún no me has contado nada de lo que tenías pensado. He podido adivinar que no van a ser unas vacaciones de ocio como hace un par de meses insististe mucho en que Inés y yo fuéramos a Roma. Te agradezco que fueras tan perseverante, lo pasamos muy bien juntas, me encantó el viaje, todo lo que vi, cómo me sentí…, aunque se hizo corto, pero cinco días no daban para mucho más que visitar los sitios más emblemáticos.

    —Sí, claro. Me imagino que el hombre que conociste allí te ayudó en esos sentimientos tan agradables, ¿no? Inés me contó que parecía escocés, que era muy guapo y que no te quitaba el ojo de encima, por cierto. —Se dibujó una pícara sonrisa en el rostro de Cahir y entornando los ojos esperó a que Ada le diera más detalles de ese encuentro que le había explicado Inés a su vuelta como cotilleo.

    —No recuerdo mucho. Sé que era atractivo, pero iba acompañado de su pareja. En cuanto me devolvió el sombrero que el viento me había arrebatado, no reparé más en él.

    —Vaya, entonces no te impactó tanto como lo hizo con Inés. —Sonrió con sus labios muy apretados en señal de decepción y siguió—. Por eso lo he preparado todo, para que este sea un viaje mucho más largo. Tengo una pequeña casita a las afueras de un pueblo llamado Clifden, en la costa oeste de Irlanda. —Sonrió abiertamente más relajado—. Tranquila, sé que te gustará. Me he encargado de inspeccionarla cada seis meses para que estuviera en condiciones por si algún día debía volver, pero en lugar de ir yo, irás tú, sé que estarás bien alojada. Y te he buscado un trabajo, quizá no es a lo que te dedicas, pero será suficiente para sustentarte mientras encuentras algo con lo que te sientas más realizada. —Metió la mano en el bolsillo interno de su cazadora y extrajo de él un manojo de llaves, algunas de ellas muy antiguas, otras más modernas—. Después te contaré para qué sirve cada una. —Extendió la mano para entregárselas.

    —Pero… —se sentía confusa y asustada—. Veo que lo has preparado todo —dijo mirando el manojo de llaves una a una— ¿Cuándo tenías pensado que me fuera? Espero que no te hayas precipitado, necesito un tiempo para pensármelo, para hacerme a la idea.

    —No hay tiempo que perder. Tienes dos semanas. A mediados de agosto tienes que estar allí, te estarán esperando. —Estiró el brazo y le tocó el moño mal hecho de pelo rizado que llevaba a diario, lo manoseó como si de una pelota de goma se tratara, arqueó las cejas y sonrió—. Pero antes tienes que hacer algo con ese pelo, se van a llevar un buen susto si te ven llegar con esta maraña de nudos. —Arrancó tal carcajada que su eco rebotó varias veces en los muros del patio vacío, fue solo entonces cuando se dieron cuenta de que estaban solos. Desvió la mirada para dirigirla hacia alguien que venía del fondo del patio donde se encontraba la entrada del castillo—. Vaya, creo que nos están echando —sugirió al ver acercarse, muy decidido, al hombre que hacia un par de horas les había cobrado la entrada al castillo.

    En ese mismo instante Cahir miró hacia la pequeña abertura que se encontraba en lo alto del prominente muro frente a ellos, se puso muy serio y dijo:

    —Así fue, querida señora. Justo en este muro fue donde se lanzó la doncella repudiada por mancillar su virginidad antes de contraer matrimonio con el vizconde. Las malas lenguas cuentan que, al atardecer, como ahora, se puede ver una figura femenina vestida de blanco, la vergüenza le ha borrado el rostro. Aparece en esa pequeña abertura de lo alto y, tras un espeluznante grito, se lanza al vacío para echar a los visitantes que se atrevan a quedarse más de lo convenido. Quizá crea que me lo invento, pero yo ya la he visto en tres ocasiones. —Arrugó la frente y señalando con el dedo índice hacia la pequeña abertura continuó—: Se manifiesta por sorpresa en la ventana de ahí, donde se lanzó hace más de doscientos años.

    Miró de reojo a Ada para guiñarle un ojo e indicarle que le siguiera el juego, pero no hizo falta, ella lo entendió desde el principio y miró hacia arriba con los ojos entornados durante unos segundos. De repente ahogó un pequeño grito. El hombre que se les acercaba dejó de andar en ese mismo momento, se encontraba justo al lado del mencionado muro y vio cómo Cahir, mientras continuaba señalando con el dedo, iba abriendo la boca con un gesto estupefacto por lo que, supuestamente, estaba viendo. El pavor se adueñó del cuerpo del pobre hombre cuyos ojos intentaban saltar de las cuencas para evitar ver el terror del que inexorablemente parecía iba a ser testigo en unos segundos. Antes de que pudiera reaccionar, Cahir siguió:

    —¡Dios mío! La veo, mirad allí, en lo alto, empiezan a aparecer sus blancos ropajes. —Ada se llevó una mano a la boca para dar más credibilidad a la actuación y dijo:

    —¡Ay, madre! Veo algo, sí, puedo verla. ¡No tiene ojos, ni nariz! Parece que va a saltar, ¡oh, no!

    El pobre hombre, preso del miedo, no se atrevió a mirar hacia arriba en ningún momento. Con los ojos bien abiertos, como si se encontrara abandonado a su suerte en medio de un bosque totalmente a oscuras, y sin pestañear empezó a andar de espaldas hacia la salida, muy lentamente, sin querer llamar la atención del espectro que estaba a punto de aparecer en ese patio. Al verse a una distancia prudencial, que él consideró que era de seguridad, se dio media vuelta y echó a correr en dirección a la caseta de la entrada acompañando a su fuga con un grito desesperado. Ni con una manada de lobos hambrientos a su espalda habría conseguido llegar a su destino con tanta velocidad. En el momento en que desapareció de sus vistas, Cahir y Ada estallaron en carcajadas con tanta fuerza que apenas podían tomar aire entre las risotadas.

    —Eres un diablillo, eso no se hace. —Pudo decir Ada entre respiraciones entrecortadas.

    —¿Yo? Pero si tú también has ayudado a la causa y, por cierto, lo has hecho tan bien que por un segundo también he creído que había una aparición allí arriba. —Volvió a reírse con tanta fuerza que sintió una punzada de dolor en la cicatriz que tenía en el pecho. Una mueca de dolor se dibujó en su rostro obligándolo a palparse con la mano esa zona, era una vieja herida en forma de Y invertida, fruto de un desafortunado accidente de hacía muchos años, según él, cuando era casi un adolescente. Sin embargo, nunca le contó cómo le había sucedido.

    —¿Te duele mucho? —lo miró preocupada mientras le colocaba una mano en el hombro.

    —No, solo cuando hago algún tipo de esfuerzo en el que la piel y el músculo tiran con fuerza, pero se pasa al cabo de un rato, estoy acostumbrado. —se irguió completamente y atrapó una buena bocanada de aire fresco en sus pulmones para seguidamente soltarlo en un suspiro—. ¿Nos vamos? Te contaré el resto de los detalles de tu viaje en casa. Hoy te invito yo a cenar para enmendarme de la travesura de esta tarde. —Se levantó y Ada lo siguió con una sonrisa esperanzadora en el rostro.

    Se fueron al aparcamiento sin mediar palabra, tan solo el crujir de las pequeñas piedras bajo sus pies rompía el silencio que los tenía a ambos absortos en sus pensamientos. Cahir intentando acabar de atar todos los cabos sueltos para que todo saliera como esperaba, Ada preguntándose si podía esperar que saliera todo como ella necesitaba. Se subieron a la moto y, con el casco puesto, Cahir esperó un momento para arrancarla, giró su cabeza hacia atrás y, sin llegar a mirar a los ojos de su acompañante, susurró:

    —Te echaré de menos, Ada. —Volvió su rostro hacia la carretera, arrancó a la primera la Virago, mientras con una voz suficientemente leve como para que ella no lo oyera, susurró—: Mucho más de lo que puedas llegar a imaginar, mi niña.

    Al llegar a casa reservaron el vuelo que la llevaría a un destino completamente nuevo para ella. Miraron un montón de mapas, Cahir le contó algunas historias y leyendas típicas de esa zona: árboles de los deseos, gigantes tristes, princesas de corazones rotos y reyes cobardes, y le describió con pocos detalles a la familia para cual iba a trabajar en breve. Era una granja en la que criaban ganado vacuno y, desde hacía algunos años, se dedicaban también a cuidar caballos de raza irlandesa, con los que al mismo tiempo hacían rutas turísticas para los visitantes que estaban de paso en la ciudad, mostrándoles bellos rincones escondidos en la isla esmeralda, al menos, así era como se anunciaban en la página web.

    Esa noche la pesadilla recurrente no se ausentó de sus sueños, pero esta vez Cahir no estaba en ella. Ada solamente podía escuchar la voz que la llamaba en los ecos de la oscuridad, pero esta vez era más bien un lamento desesperado. Se despertó empapada en sudor, con el corazón destrozado de dolor y la respiración entrecortada. Miró a su alrededor y se fijó en un cuadro que le había regalado su amigo en el que había un dibujo de su tierra natal. Se divisaban unos verdes acantilados gigantes con una niña en lo alto, de espaldas al observador que contemplaba la lenta salida del sol sobre las calmadas aguas esmeralda. Ensimismada en la imagen, sucumbió despacio a la calma y, sin miedo, se volvió a dormir.

    Se pasó la semana arreglando papeles. En la oficina se había despedido ya de sus compañeros de trabajo recordándoles que seguramente volvería en cuanto finalizara el período de excedencia de un año que había solicitado, y que sus jefes le habían otorgado sin implorar ni discutir. Eso si no volvía antes.

    Los días pasaban raudos, mucho más de lo que a ella le hubiese gustado. A medida que se acercaba la fecha señalada de su partida sentía como si un acantilado se alzara justo bajo sus pies, creciendo día tras días imparable y un dulce mareo se iba apoderaba de ella, era tan hipnótico que cada vez se le hacía más difícil distinguir la realidad de lo ilusorio. En el borde de ese abismo, aterrada, gritaba en silencio sin que nadie levantara siquiera la cabeza para intentar escuchar su voz ahogada. Sin embargo, en otros momentos podía sentirse arrastrada hacia una poderosa atracción que la seducía a lanzarse al vacío con los ojos cerrados, romperse con las olas desvergonzadas que se atrevían a chocar con el acantilado y rebelarse a ese pasado que pretendía imponerse. Allí estaba ella, luchando para soltarse del pasado y, a la vez, aterrada por algo que no podía controlar, un futuro que no sabía qué le depararía.

    La inquietud y la excitación impedían que pudiera dormir las noches de un tirón. Se había acostumbrado a levantarse varias veces cada noche, sin conseguir conciliar el sueño por mucho que lo intentara con todo. Como consecuencia, aquella tarde de sábado las ojeras se le marcaban más de lo habitual. Su vuelo salía en tres días y tan solo volvería a España por una causa de fuerza mayor o por fiestas muy señaladas para estar con los suyos. Estaba preparando la ropa para llevarse, la mayoría de invierno, sabía que el tiempo allí no era muy caluroso. Era consciente del gran paso que estaba a punto de dar, igual de grande, pero muy diferente, al que realizó varios meses atrás cuando consiguió echar a Javi de su casa.

    El sonido del timbre de la puerta del jardín la despertó de los pensamientos que la invadían sin cesar y que la habían mantenido aislada del mundo por unos minutos, sin percatarse de su propia figura de pie, totalmente estática, frente a las ventanas de la habitación, donde había estado contemplando el movimiento de la marea verde de aquellos pinos danzantes que la separaban de un reluciente Mediterráneo. «Cuánto voy a echarte de menos», pensó.

    Se dirigió a la puerta veloz, vistiendo una gran sonrisa en el rostro. Llevaba media hora esperando a Cahir, habían quedado esa tarde y no solía ser tan impuntual. Pero su ilusión duró pocos segundos. Al abrir la puerta principal vio una figura esperando detrás de la portezuela que había al otro lado del jardín de flores silvestres y hierbas aromáticas plantadas con cariño por Julia. Por suerte, la portezuela estaba cerrada con llave. La figura estaba de espaldas a ella, pero Ada sabía muy bien de quién se trataba, precisamente era alguien de quién se había acordado momentos antes de oír el timbre. Una persona que, aunque nunca la había agredido físicamente, pese a que algunas veces estuviera a punto de hacerlo, la había humillado a diario e insultado cada vez con más frecuencia. La culpa de ese nefasto comportamiento, según él, era del alcohol, la cocaína y la marihuana que tomaba a diario en sus quehaceres diurnos, y que en los nocturnos podía incluso llegar a tomarlo todo a la vez. Un cóctel que acababa pagando ella en todos los sentidos, llegando a sufragar todos los gastos de la casa, incluyendo los gastos personales de aquel cretino. Solo las disculpas, las promesas, las caricias con ternura que le mostraba y, por qué no, también los sollozos de un hombre supuestamente arrepentido al día siguiente de haberla maltratado conseguían que el corazón de Ada se ablandara, dándole otra oportunidad para cambiar y demostrar que podía superarlo solamente con su ayuda.

    Una enorme losa cargada en la espalda de Ada durante dos años que acabó por aplastarla y matar cualquier sospecha de sentimiento piadoso, agotando hasta la última gota de su paciencia. Para ella fue suficiente tormento como para odiarle y temerle a la vez por su iracundo comportamiento, hasta el punto que no se iba a dormir sin antes esconder bajo la almohada unas tijeras o un cuchillo, arma que, si era preciso, no

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