Una extraña en mi puerta
Por Ashley Summers
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En medio de una tormenta de nieve, Carrie Loving se encontró llamando a la puerta del atractivo hombre de negocios Sam Holt. Y aunque Sam parecía demasiado bueno para ser real, sus cariñosos ojos azules ocultaban un corazón herido.
Mientras las horas se convertían en días, Carrie y Sam fueron forjando una apasionada relación. Y Sam no podía negar los sentimientos que aquella mujer y su futuro hijo despertaban en él. Pero entonces, la nieve se derritió y Sam tuvo que decidir si debía aceptar el regalo de Carrie y arriesgarse a destruir la fortaleza que defendía su corazón...
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Una extraña en mi puerta - Ashley Summers
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Faye Ashley
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una extraña en mi puerta, n.º 940 - abril 2020
Título original: That Loving Touch
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-124-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Con la frágil espalda encorvada en su intento de luchar contra el viento helado, Carrie Loving avanzaba tropezando en la oscura noche de diciembre, sin otra luz para guiarla que el resplandor débil de una linterna. Intentaba llegar a la casa que había alquilado en el hermoso lago Prince John de Ohio cuando su coche derrapó y terminó en la cuneta a un par de kilómetros de su destino. Había pisado un charco de agua semi helada al descender del coche y sus botas chapoteaban con cada paso que daba.
La bolsa de viaje que llevaba contenía muda para un par de días y el neceser, pero no calzado de recambio. Temblando, apartó un rojizo mechón mojado de su frente y se ajustó la capucha. Quizás había sido una locura salir del coche, se dijo. Pero no se le había ocurrido otra cosa. La habían advertido de que la pequeña urbanización junto al lago estaba deshabitada en aquella época del año. Pero la información no la había preocupado. Tenía veintiocho años, no era ninguna cría inconsciente con temor a la oscuridad. Tras los meses pasados de angustia emocional, la promesa de un lugar vacío y en paz la había ayudado a superar todo temor que pudiera inspirarle la soledad del lago.
Una sensación repentina de mareo desequilibró su paso e hizo que la luz de la linterna vacilara. Se aferró a un tronco cercano para recuperar el control. Estaba helada, pero se sentía ardiendo de fiebre. Lágrimas de rabia quemaron sus ojos verdes. La maldita gripe otra vez, se dijo. Y justo cuando estaba perdida en mitad de la noche.
–Oh, Señor –susurró, repentinamente paralizada por el temor y la duda. Estaba divorciada, sola y embarazada de cuatro meses.
Pero el mareo pasó. Lentamente fue soltando su apoyo y comenzó a caminar de nuevo, con la mirada fija en el pequeño espacio rescatado de la oscuridad por la linterna. Ignoró el malestar que aún sentía y que creaba una tormenta en miniatura en su interior. Ya había aprendido que las famosas náuseas matutinas podían presentarse a cualquier hora.
En pocos meses, iba a ser madre. Una madre soltera.
Carrie no negaba el temor que le producía criar sola a un niño. Pero sabía que el bebé debía ignorarlo. Un hijo debe tener confianza en su madre, se dijo.
–No tengas miedo, mi amor –susurró, pasándose la mano enguantada por el vientre–. Yo cuidaré de los dos.
Como si quisiera hacer burla de su valor, otra náusea ascendió en su interior y la obligó a detenerse, hasta que lentamente se puso en marcha de nuevo. Según sus instrucciones, la carretera bordeaba el lago, curvándose en la zona dónde se encontraban los chalets. No debía estar lejos.
–Ya llegamos, pequeño, te lo prometo –murmuró.
Tras girar en una curva de la carretera, vio la primera casa. Para su sorpresa, había luz en las ventanas, un resplandor dorado desbordándose a través de la nieve que caía cada vez con más fuerza. El alivio la hizo pararse… ¡Había alguien más en el lago! Tenía frío, estaba cansada y necesitaba hablar con un ser humano. Aunque su propia casa estaba en el otro extremo, se dirigió directamente hacia la luz, como una mariposa nocturna atraída por el calor de una lámpara.
Sam Holt echó un tronco al fuego, provocando una lluvia de chispas rojas y una columna de humo azul que ascendió por la chimenea y se perdió en la noche oscura. Cuando las lenguas de fuego comenzaron a lamer la madera fragante, colocó de nuevo la pantalla frente al fuego y se acuclilló a mirarlo. Tenía un cuerpo grande, cubierto por un pijama de seda, y se movía con elegante energía, pero su inquietud se trasmitía a sus dedos que tamborileaban contra el suelo. Estaba nervioso como un felino y no sabía por qué motivo.
Observó el fuego con gesto pensativo. Deseaba… Oh, no tenía ni idea de lo que deseaba. Tenía hambre, pero no de comida. ¿De qué, entonces? No echaba de menos una compañía femenina. Podía obtenerla con una llamada de teléfono. Las invitaciones se amontonaban en su buzón, llenaban el contestador de su teléfono. La locura prenavideña, se dijo con humor.
Hizo una mueca mientras el televisor repetía su urgente mensaje publicitario: sólo quedaban seis días para hacer las compras de Navidad. Quizás aquello era el origen de su inquietud. Tiempo atrás la Navidad era el tiempo de la magia y el ensueño. Ahora no era más que otra ocasión frenética para el consumo.
Sam guardó el atizador entre el cúmulo de troncos secos. Le ponía enfermo sentirse tan irritado por aquello que una vez le había hecho feliz, comprar regalos para los que amaba. También le solían gustar las fiestas. Pero ya no. Estaba harto de beber, flirtear, charlar sin sentido y reír a carcajadas en fiestas de gala. Y también se sentía hastiado de mujeres flacas, sofisticadas, con voces adiestradas y ojos hambrientos, reconoció, colocando con gestos bruscos un tronco caído. Lo que incluía a su ex mujer, belleza de la alta sociedad, egoísta y determinada, y que sabía mentir tan bien que hubiera engañado a los mismos ángeles del cielo. Desde luego, lo había engañado a él con su dulzura y supuesta inocencia. Pero no tardó en comprender que era como las demás de su clase: vana, mentirosa, sin fondo.
Aquel pensamiento era amargo y él no estaba amargado. Dolido y desilusionado, sin duda. Temeroso como un gato escaldado. Quizás incluso un poco desequilibrado. Pero no amargado. Aquella palabra le sonaba perversa, y Sam no lo era.
Sin embargo, si alguien tenía derecho a la amargura, sin duda era él. Lo que su mujer había hecho era imperdonable. Sin su narcisismo y vanidad, tendría un hijo, en lugar de sentir el vacío y la pena de lo que pudo haber sido y no fue.
Sam se sorprendió del dolor agudo que el recuerdo le causaba. Pero es que él siempre había deseado ser padre. Un niño o una niña, se dijo, con una sonrisa soñadora en los labios. La sonrisa murió en una mueca de ira. El motivo más egoísta y estúpido había impedido a Elysse contarle que estaba embarazada. Deseaba conservar su figura y abortó antes de que él pudiera dar su opinión. Nunca le perdonaría aquel engaño.
Pero al menos la experiencia le había hecho fuerte, se dijo Sam. Y había barrido cualquier vestigio de amor por su mujer. Colocó otro tronco en su lugar y reprimió un suspiro. El techo alto de la habitación, más propio de una granja que de un chalet, pareció descender hacia él, cerrarse, mientras los quejidos de la madera erizaban el vello de su nuca. «Te estás poniendo neurótico», se dijo, y encendió una lámpara cercana. Puesto que no era posible dormir, quizás le conviniera trabajar un rato.
De pronto se detuvo, paralizado por la sorpresa. No podía haber escuchado un golpe en la puerta. ¿Quién podía estar fuera en una noche como aquella? Pero de nuevo, oyó con claridad el golpear suave de unos dedos. Un escalofrío recorrió su espalda. Fue hasta la ventana y contempló la oscuridad de la noche. No se veía un coche, ni luz alguna. ¡Era inconcebible que alguien se paseara así en la tormenta! Sintiéndose nervioso y alerta, fue a la puerta y quitó el cerrojo.
La puerta se abrió con una violencia que hizo exclamarse a Carrie. La silueta de un hombre alto se dibujó en la claridad y pudo ver unos ojos azules, interrogantes, casi ocultos debajo del despeinado cabello negro.
La miraba, con la incredulidad endureciendo sus rasgos nobles.
–¡Pero, qué diablos! –exclamó.
–Por favor, necesito ayuda –Carrie se apoyó en el marco de la puerta al sentir que su vista se nublaba–. Mi coche se ha metido en una zanja y… –no pudo seguir, al borde del desmayo.
–¡Dios mío! –el hombre la tomó por el brazo y la hizo entrar, cerrando la puerta tras ella. Luego la agarró por los hombros y preguntó–. ¿Estás bien?
El aroma leve e intenso del sándalo invadió la nariz de Carrie. Volvió a respirar y de nuevo se sintió llena del olor del hombre. Con un gran esfuerzo, se irguió y se separó un paso de él, sintiendo el corazón que latía con fuerza.
«Respira hondo, Carrie», se ordenó.
–Sí, estoy bien –respiró de nuevo–. Sólo helada y cansada, creo. Mi coche está a un kilómetro o así, y me costaba mucho seguir andando.
–¡Desde luego! Quítate el abrigo y las botas, pareces congelada– ordenó Sam y miró de reojo el rostro semi oculto por la capucha del anorak. Frunció el ceño, preocupado por su aspecto–. ¿Seguro que te encuentras bien?
–De verdad… sólo necesito descansar –Carrie intentaba hablar con firmeza, pero sentía que su cerebro se llenaba de oscuridad. «No debes desmayarte», se dijo con horror y forzó una sonrisa–. Si pudiera llevarme en coche a mi casa. Es el número once, la casa de los Mckinnon.
–Por supuesto –todavía absorto por la aparición, Sam se pasó la mano por el cabello–. Pero tengo que vestirme.
A pesar del cansancio, Carrie sonrió ante sus pies desnudos y elegante pijama.
–Esperaré –dijo, mirando al extraño de ojos azules.
–Bueno, al menos quítate ese abrigo empapado mientras esperas.
Parecía irritado y Carrie dejó caer el anorak. Nadie se ocupó de recogerlo. Carrie tenía bastante con permanecer erguida y Sam se había quedado mirando la cascada de rizos cobrizos que rodeaban la cara de la joven.
–¿Qué haces paseando en una noche como esta? –preguntó.
–Sólo intentaba llegar a mi casa –dijo Carrie y al sentir de nuevo el mareo a punto de invadirla, se aferró a su brazo–. Perdona– masculló, cerrando los ojos.
Carrie escuchó su exclamación de sorpresa, pero nada pudo hacer. El rostro ansioso inclinado sobre ella fue lo último que vio antes de caer en un negro abismo.
Sam logró sostenerla antes de que diera en el suelo. Agradeciendo sus reflejos, la llevó en brazos hasta el sofá y la dejó sobre éste con cuidado. Tenía las botas empapadas.
–¿Pero qué hacías? ¿Nadar en el lago? –murmuró con enfado– ¿Señora? –la sacudió ligeramente un hombro–. ¿Señora?
No abrió los ojos. El corazón de Sam dio un vuelco. Estaba tan quieta. Buscó el pulso en su garganta y suspiró. Al menos estaba viva.
–Agotada, parece –se dijo. Y de pronto, al observar el color rosado de sus mejillas, otra idea cruzó su mente. ¿Estaría acaso borracha, víctima de alguna juerga navideña? En cualquier caso, sus botas estaban dejando perdido el sofá.
Se las quitó, junto con los calcetines empapados. Tenía los pies helados, al igual que las manos, según descubrió al quitarle los guantes. Dio un paso atrás y vaciló, dudando qué dirección tomar. ¿Debía dejarla descansar sin más? ¿Debía despertarla y llevarla a su casa? Pero eso no era posible. Su coche estaba atascado en un cúmulo de nieve y tendría que usar la pala para sacarlo. Se le había olvidado por completo, impresionado como estaba por la aparición de una hermosa mujer perdida en una tormenta. Una fantasía masculina hecha realidad, se dijo con ironía.
Fascinado, estudió a su misteriosa visitante. El rostro era delgado, de pómulos altos, rasgos delicados, infinitamente agradable a la vista. Sus ojos se deslizaron hasta la mano inerte. No había anillo de boda. ¿Quién podía ser? ¿Qué estaba haciendo en aquel lugar desierto, sola? ¿Acaso huía de algo? ¿De alguien?
Un gemido ahogado interrumpió sus cavilaciones. Se inclinó sobre ella.
–¿Oye? ¿Te encuentras bien?
Al no obtener respuesta, le tocó la mejilla. ¡Estaba ardiendo!
Puso la palma sobre su frente, confirmando la impresión. Aquella mujer estaba enferma, no borracha. Sam expulsó el aire pesadamente. Lo último que necesitaba era tener una mujer entre las manos, y además enferma. Pero allí estaba. Y cuando la responsabilidad llamaba a un hombre, éste debía responder, por molesto que fuera. Hizo una mueca burlona al recordar los consejos de su sabio padre.
–¿Señora? ¿Puedes oírme? Tienes que quitarte la ropa