Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Relatos de ultratumba.: Antología de ejemplos sobre el purgatorio
Relatos de ultratumba.: Antología de ejemplos sobre el purgatorio
Relatos de ultratumba.: Antología de ejemplos sobre el purgatorio
Libro electrónico555 páginas8 horas

Relatos de ultratumba.: Antología de ejemplos sobre el purgatorio

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Para promover la devoción a las ánimas y popularizar en Europa los dogmas del purgatorio, las indulgencias y los sufragios como medio de salvación, desde el siglo XV hasta el XVII la iglesia tridentina y postridentina se apoyó en unos sencillos relatos, anónimos en su mayoría, denominados ejemplos e exempla.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2021
ISBN9786075394824
Relatos de ultratumba.: Antología de ejemplos sobre el purgatorio

Relacionado con Relatos de ultratumba.

Libros electrónicos relacionados

Ensayos, estudio y enseñanza para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Relatos de ultratumba.

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Relatos de ultratumba. - María Concepción Lugo Olín

    INTRODUCCIÓN

    GENERALIDADES

    Con el propósito de reforzar la ortodoxia cristiana, sobre todo cuando los enemigos de la fe ponían en peligro la hegemonía eclesiástica, la Iglesia, desde los primeros años de la época medieval hasta bien entrado el siglo XIX e incluso parte del XX, ha utilizado diversos medios para restablecer su poderío. Se cuentan entre éstos numerosos y sencillos relatos de corta extensión a los que se les dio el nombre de exempla (palabra latina que significa ejemplos) o exemplum (palabra latina que significa ejemplo), términos que heredó de la antigüedad Romana, época durante la cual se utilizaron dichas palabras para designar un relato que versaba sobre un modelo de virtud que se proponía como un ejemplo a seguir.¹

    Más tarde la Iglesia medieval adoptó y adaptó aquellos ejemplos de la antigüedad clásica con el fin de aleccionar a las masas, a la gente sencilla del pueblo, en los principios de la fe mediante la exaltación de comportamientos que los teólogos de la época consideraron virtuosos. El contenido de dichos ejemplos, anónimos en su mayoría y fruto de testimonios y tradiciones orales, se basaba en una serie de pasajes en los que se desarrollaban normas morales y religiosas con fines doctrinales, por lo que en breve se convirtieron en una importante fuente de catequización. En virtud del carácter heterogéneo de la feligresía, tales lecciones se transmitieron oralmente en los púlpitos, de generación en generación, a semejanza de los Evangelios, pues de este modo, a juicio de la Iglesia, su mensaje podía llegar tanto a nobles y plebeyos, a ricos y a pobres, como a letrados e iletrados.

    No fue sino hasta el siglo XIII, ante la necesidad de contener los avances de la herejía, que en ese tiempo se extendía con rapidez por diversas partes del occidente europeo, cuando los miembros de las órdenes mendicantes se dieron a la tarea de dejar por escrito esos relatos, reuniéndolos en diferentes tratados, colecciones y compilaciones que se destinaron a apoyar la prédica cotidiana, labor que en aquel entonces estaba en sus manos.

    Con el propósito de demostrar la existencia del purgatorio, en esa época el contenido de los ejemplos giró en torno a diversas revelaciones místicas con las que Dios había premiado a un selecto grupo de personajes quienes, por su santidad y vida virtuosa, eran dignos de confianza.

    En virtud de su sencillez y riqueza, así como por su eficacia como instrumento combativo y fuente de catequización, en el siglo xvi los ejemplos constituyeron una de las armas que utilizó la Iglesia católica de la contrarreforma para afrontar los embates de la reforma protestante, cuyos principios habían fracturado irremediablemente la unidad en la que por siglos se había cimentado el poder eclesiástico.²

    Del universo que integra esa literatura combativa, ejemplar y edificante, se seleccionaron algunos ejemplos sobre el purgatorio que reunieron, en diferentes tratados, moralistas y teólogos del occidente europeo a partir de 1545, fecha en la que se iniciaban las sesiones del concilio de Trento, y durante casi dos siglos, con el fin de probar, defender, difundir y sobre todo popularizar el dogma del purgatorio, cuya existencia negaba el protestantismo. En breve y en aras de esa misión, durante esos mismos siglos los ejemplos europeos fueron llegando a la Nueva España no sólo para difundir el dogma entre los moradores del reino, sino también para normar conductas y comportamientos de los feligreses conforme a los requerimientos que la moral tridentina demandaba, al tiempo de constituir uno de los medios doctrinales que contribuyó con la Corona a mantener una ortodoxia cerrada lejos de los embates del protestantismo que garantizara la unidad del imperio.

    LOS EJEMPLOS SOBRE EL PURGATORIO EN EL OCCIDENTE EUROPEO: ORÍGENES, FUENTES Y OBJETIVOS

    Hablar de los ejemplos sobre el purgatorio desde sus orígenes equivale a incursionar por un mundo cambiante que nos introduce al complejo universo de la historia de las mentalidades, actitudes del hombre ante la vida y la muerte y de la manifestación de esas actitudes que se reflejaron a través de una religiosidad extrema que invadió la vida cotidiana del mundo católico. El punto de partida de los ejemplos que nos ocupan se remonta al siglo XII, época en la que la Iglesia medieval había agregado el purgatorio a la geografía del más allá. En ese entonces dicho sitio se concebía como una cárcel temporal en donde las almas de los pecadores debían purificarse mediante el fuego antes de ingresar a la gloria, y de este modo satisfacer a la divina justicia.³ sin embargo, el tiempo del castigo podía abreviarse, o bien evitarse, gracias a indulgencias y sufragios que los fieles vivos pudieran o quisieran ofrecer por el descanso del alma de sus difuntos.

    Para promover esas prácticas y al mismo tiempo probar y comprobar la existencia de ese lugar, se difundieron oralmente numerosos relatos, cuya temática principal giraba en torno a la aparición de ánimas que deambulaban por este valle de lágrimas mostrando los castigos casi infernales que se padecían en aquella cárcel. En ese tiempo el objeto de los relatos consistía también en despertar el arrepentimiento de los fieles, pues, a juicio de la Iglesia medieval, ese sentimiento resultaba importante para el bien de las almas y, durante la agonía, un arrepentimiento sincero decidía la salvación eterna.

    Diversos ejemplos, entre los que se cuentan algunos sobre el purgatorio, se fueron reuniendo a partir del siglo XIII en numerosos tratados, compilaciones y colecciones, escritos algunos en latín o bien en lenguas vulgares, razón por la cual constituyeron la fuente de inspiración y el punto de partida de ejemplos posteriores. Como se ha señalado, esas obras fueron resultado de la labor que desempeñaron los miembros de las órdenes mendicantes, interesados en contar con ejemplos suficientes para apoyar la prédica cotidiana.

    Entre las primeras compilaciones se puede mencionar el Tratado de Étienne de Bourbon, fraile dominico que murió hacia 1260 y cuya obra comprende casi tres mil relatos. Se cuenta asimismo el Speculum exemplorum, una compilación realizada por un franciscano anónimo, cuya obra bien puede considerarse un best seller, puesto que en el imperio español se reeditó en varias ocasiones, a saber: 1519, 1603, 1607, e incluso varios ejemplares de la obra llegaron a la Nueva España, junto con las órdenes mendicantes, para constituir una importante fuente de inspiración para los religiosos novohispanos.

    A estas compilaciones habría que agregar otras fuentes que despertaron la imaginación de los narradores de ejemplos sobre el purgatorio. Entre esas fuentes pueden mencionarse las Actas de los mártires, autorizadas en el año 397 en el concilio de Cartagena; los Diálogos de las almas, texto escrito por san Gregorio Magno hacia el siglo IV, y el apócrifo de san Patricio, apóstol de Irlanda en el siglo V, quien nombró expresamente al purgatorio como uno de los tres lugares del más allá.

    Estas fuentes dieron origen a otros relatos que la Iglesia medieval destinó no sólo a probar, comprobar y popularizar la creencia del purgatorio y del más allá, sino también a reafirmar otras creencias en las que se fundamentaban diversos cultos y rituales que de alguna manera contribuían a cimentar su poderío, como lo fueron, y lo son hasta la fecha, la creencia en la inmortalidad del alma y la resurrección de los cuerpos. Por otra parte, puede decirse que los ejemplos medievales constituyeron la base a partir de la cual se difundió el culto a las ánimas, cuyo antecedente se remonta al siglo X, fecha en que el benedictino san Odilón, abad de Cluny, destinó el día 2 de noviembre para conmemorar a los fieles difuntos, celebración que en México, a pesar de los avatares del tiempo y de la secularización de las costumbres, ha logrado llegar a nuestros días.

    Ante la necesidad de avalar la existencia del purgatorio y justificar al mismo tiempo la importancia de prácticas y devociones relacionadas con esa creencia, los teólogos medievales otorgaron a los relatos un valor histórico más que dogmático. Los personajes centrales de tales ejemplos son invariablemente las ánimas del purgatorio que se aparecen a los vivos en demanda de sufragios e indulgencias. Dichas apariciones se inspiraban en diferentes viajes al más allá, fruto de experiencias místicas con las que, a juicio de los teólogos de la época, Dios había honrado a sus amigos. Ese grupo de amigos de Dios, por demás elitista y selectivo, estaba compuesto por reconocidos personajes, tanto por su elevado rango social como por su perfección, santidad y vida virtuosa, amén de distinguirse por su incondicional y ferviente devoción a las ánimas. Entre esos seres cuya caridad ejemplar debía guiar la vida del creyente, se destacaba un grupo integrado por mujeres, todas ellas monjas y místicas, como santa Lutgarda, monja de la orden del Cister; la benedictina Gertrudis Magna; Catalina de Siena, santa italiana, hermana terciaria de la Orden de santo Domingo, y Catalina de Génova, hija del rey de Nápoles, entre otras, a quienes por sus virtudes la Iglesia medieval fue elevando a los altares.

    Algunas de ellas aseguraban haber viajado al purgatorio cuando estaban en estado de trance y haber visto con los ojos del alma los inenarrables tormentos con los que la divina justicia castigaba a las almas en aquel lugar antes de reunirse con su Creador. Otras relataban que habían sido visitadas en sus mismas celdas por las ánimas, mientras que algunas más afirmaban haber compartido los tormentos de esas pobres ánimas sufriendo en carne propia las quemaduras del fuego purificador.

    Se puede decir que visiones semejantes a éstas fueron las que marcaron la tónica de los ejemplos medievales sobre el purgatorio. Tales revelaciones, supuestamente verídicas pero seguramente fruto de la enfermedad, de la anorexia, del delirio y de otros males provocados por el ejercicio frecuente de prácticas ascéticas con las que se acostumbraba mortificar el cuerpo y la carne pecadora, más que de la santidad, fueron recreadas una y mil veces desde los púlpitos por los miembros de las órdenes mendicantes responsables, en aquel entonces, de la prédica cotidiana y de la conquista de almas

    LOS EJEMPLOS DE TRIDENTINOS

    Y POSTRIDENTINOS

    Hacia 1517 Martín Lutero, antiguo fraile agustino, clavaba en las puertas de la catedral sajona de Wittemberg un escrito que contenía 95 tesis en las que ponía en tela de juicio el valor de las indulgencias como instrumentos de salvación, pues la venta indiscriminada de estos perdones, de acuerdo con Lutero, sólo reflejaba el abuso y la corrupción a la que habían llegado los honorables miembros del clero. Esas 95 tesis serían únicamente el inicio de la reforma protestante, cuyos principios terminarían por negar la utilidad de la Iglesia como intermediaria entre Dios y el hombre, razón por la cual negaban también la autoridad del pontífice y la importancia de cultos y rituales externos, mediante los cuales los fieles manifestaban su fe. Proponían en cambio una comunidad espiritual de creyentes unidos bajo la cabeza de Cristo. El hombre en esa comunidad perdía el libre albedrío o libertad que le había otorgado el cristianismo para luchar desde esta vida por su propia salvación, o bien, por la salvación del alma de los otros, es decir, fieles difuntos o ánimas del purgatorio.

    Al negar esa libertad se negaba la utilidad de un conjunto de obras o prácticas religiosas cuyo ejercicio cotidiano, o al menos frecuente, ayudaría al creyente a merecer la gloria eterna. Con la negación de rituales, ceremonias y prácticas religiosas desaparecía a su vez toda la jerarquía eclesiástica encargada de celebrarlos, puesto que, para el protestantismo, la fe en los méritos de Cristo, la oración y la lectura de la biblia eran los únicos medios con los que el hombre contaba para salvarse.

    Gracias a la imprenta, en breve tales principios se difundieron por el occidente europeo y fracturaron irremediablemente la antigua unidad en la que se cimentaba el poder de la Iglesia Romana. Para hacer frente a los embates del protestantismo, la Iglesia llevó a cabo el concilio de Trento, cuyas sesiones se celebraron entre 1545 y 1563. Con este concilio se iniciaba la contrarreforma católica, movimiento destinado a consolidar la hegemonía eclesiástica manteniendo la unidad entre los fieles mediante el ejercicio de un mismo credo y bajo una sola cabeza, representada por el pontífice de Roma. Dicha labor se prolongó por casi dos siglos, durante los cuales se difundió por todo el mundo católico la doctrina oficial de la Iglesia sistematizada y avalada en el mencionado concilio.

    Con el fin de justificar el ejercicio de la doctrina, a lo largo de ese tiempo la frase que dice a la letra se vive para morir y se muere para vivir, tal y como rezan los Evangelios, se convirtió en la norma que configuró y dio sentido a la vida cristiana. Esto equivalía a hacer de la vida una constante preparación para salvar el alma a la hora de la muerte. Dicha preparación se traducía como una lucha individual y cotidiana que el hombre, como poseedor de una doble naturaleza —es decir, la corporal, pecadora y perecedera, que heredó como descendiente de Adán, y la espiritual o alma inmortal, representada por la virtud y de la que gozaba como hijo de Dios—, tenía que entablar en contra del pecado y la tentación, con el propósito de mantener la pureza de espíritu, conservar la gracia o amistad con Dios, y de esta manera triunfar sobre la muerte. Para ayudar a sus hijos a salir victoriosos de la lucha, la santa madre Iglesia había preparado un valioso armamento compuesto por el escudo de la fe y diversas obras o prácticas religiosas, cuyo ejercicio ayudaría al creyente a salvar el alma propia o de los demás, mientras que a la Iglesia le permitirían consolidar su poder espiritual y temporal incluso más allá de la muerte. De tal modo, a partir del concilio de Trento la misión de los ejemplos consistió no sólo en probar, comprobar y popularizar el dogma del purgatorio, sino también en promover prácticas, creencias, normas y cultos comprendidos en la doctrina, cuya utilidad, como medios de salvación, había negado el protestantismo.

    En aras de esta misión apologética y en apoyo de la moral tridentina —rama de la teología destinada a señalar las normas de comportamiento que debían orientar la vida del creyente—, se despojó a los ejemplos del valor histórico que les había otorgado la Iglesia medieval, con lo que se convirtieron en relatos no necesariamente verídicos pero destinados invariablemente al bien de las almas; por tal motivo, los mismos teólogos y moralistas de la contrarreforma llegaron a afirmar:

    Si estas apariciones no fueran verdaderas sino imaginadas, son para el bien de las almas, a semejanza de las parábolas que sirven para informar las costumbres cristianas y darles doctrina, por lo que deben recibirse con estimación y afecto pío y devoto.

    Persiguiendo la universalidad y la unidad entre los fieles, a partir del concilio de Trento los relatos tendieron a rebasar el ámbito místico, al tiempo de abandonar su carácter elitista y selectivo para democratizarse. De tal modo que entre los llamados amigos de Dios, a quienes se les premiaba con revelaciones y visiones ultraterrenas, además de reyes, frailes, monjas y otros seres supuestamente místicos y virtuosos, empezaron a desfilar personajes de todos los estratos sociales, cuyas visiones sobre el purgatorio no sólo demostrarían la igualdad de los fieles a los ojos de Dios y ante la Iglesia, sino también representarían el instrumento idóneo para alejar a los fieles del mal, advertirles de los peligros del pecado, y de este modo contribuir en su preparación para la muerte. Por otra parte, para cubrir los requerimientos de la moral tridentina, el contenido de los ejemplos debía

    Revelar algo de la doctrina, costumbres y pecados, vicios y virtudes, para ver si lo que se revela desdice en algo los usos recibidos de la doctrina común de la Iglesia... [por tal motivo] se debe excluir de las pláticas ordinarias hechas ante gentes sencillas las cuestiones muy difíciles que en nada conducen a la edificación.¹⁰

    Siguiendo de cerca estos mandatos, empezaron a propagarse entre la feligresía numerosos relatos sobre el purgatorio, mismos que en un principio se inspiraron en los ejemplos medievales, además de partir de las mismas fuentes; sin embargo, con el fin de hacer accesibles una diversidad de conceptos abstractos comprendidos en la doctrina, como alma, cielo, purgatorio, pecado, entre otros, el discurso contenido en los relatos rebasó el ámbito místico para Enriquecerse con escenas de la vida cotidiana, sazonadas con la sal y pimienta de la sátira social, de la crítica de ideas y creencias ajenas a la Iglesia, amén de convertirse en un instrumento mediante el cual se denunciaban las faltas más comunes entre religiosos y laicos de las sociedades católicas de entonces.

    Por su contenido catequético y moralizante, en breve tales narraciones se convirtieron en una pieza obligada dentro de la prédica, pues la experiencia adquirida durante siglos por la Iglesia medieval había demostrado con creces la capacidad que tenían esos sermones para conmover el corazón de los hombres mediante el ejemplo de otros hombres, amén de que por su sencillez y claridad, además de tener la facultad de llegar a todos los estratos sociales, tenían la ventaja de quedar impresos en la memoria.¹¹

    Desde los primeros años de la contrarreforma los ejemplos se reunieron principalmente en libros religiosos de carácter dogmático en los que se explican los dogmas o principios de la fe católica, de los que forma parte el dogma del purgatorio, y se destinaron para uso exclusivo de los predicadores, quienes difundirían esos principios oralmente a través de los púlpitos. De acuerdo con la doctrina en esos ejemplos, se define el purgatorio como un lugar de tránsito obligado para todos los fieles, en donde, por medio del fuego purificador, las almas se limpiaban de los afectos y pasiones propias de la voluntad, es decir, del pecado, antes de ingresar a la gloria.¹² los castigos, así como el tiempo de permanencia en ese lugar, estaban sujetos a la calidad y cantidad de las culpas, mismas que se traducían como una especie de deuda que los pecadores debían pagar a la divinidad por las ofensas cometidas. Para cubrir esa deuda, en la cárcel del purgatorio las almas estaban privadas tanto de la alegría de ver a Dios —llamada también pena de daño— como de su libre albedrío o libertad, puesto que el mal uso de esa facultad había sido la causa del pecado desde los tiempos de Adán y Eva.¹³ Al carecer de esa libertad, las almas tenían segura su salvación, puesto que ya no podían pecar, pero tampoco podían luchar por su propia salvación; por tal motivo, su estancia en esa prisión, transitoria pero terrible, dependía forzosamente de los sufragios e indulgencias que los fieles vivos, por caridad y voluntariamente, ofrecieran a la divinidad para saldar la deuda pendiente y de este modo abreviar el tiempo del tormento e incluso rescatar cuanto antes las almas de sus difuntos.

    Auxiliados de los ejemplos, los predicadores de todas las órdenes religiosas y del clero secular difundieron esta doctrina a lo largo y a lo ancho del mundo católico del occidente europeo; sin embargo, los jesuitas, como brazo derecho de la Iglesia contarreformista, fueron sus principales promotores. Siguiendo de cerca los métodos propuestos por el fundador de la compañía, San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios espirituales, estos excelentes oradores, valiéndose de gestos, ademanes y cambiantes tonos de voz, por medio de la prédica despertaban en el auditorio todo un mundo de imágenes mentales, siempre duales y contrastantes, propias del cristianismo del barroco, y siempre oscilantes entre la piedad y el temor, la virtud y el pecado, el arrepentimiento y la culpa, lo divino y lo humano, lo terreno y lo ultraterreno.

    Conforme a las costumbres de la Iglesia, los ejemplos se incluían en los sermones nocturnos que se daban los lunes, día que las culturas paganas habían dedicado a la luna y que la Iglesia había destinado para recordar a las ánimas. La prédica daba comienzo a las ocho de la noche, en virtud de que la oscuridad nocturna traería a la memoria de los oyentes el recuerdo de las tinieblas que aguardaban a los pecadores en aquella prisión temporal.¹⁴ era a esa hora cuando en templos y conventos se daba el toque de ánimas, con el fin de que los fieles se prepararan a recibir la lección, al tiempo de disponer su espíritu para la meditación y el arrepentimiento.

    En el interior del templo, alumbrado apenas con la luz de unas cuantas candelas, el orador hacía salir de su boca escalofriantes relatos de aparecidos que deambulaban por el mundo de los vivos mostrando sus sangrantes heridas provocadas por el fuego y arrastrando las cadenas que los ataban a esa prisión temporal. Algunas veces demandaban indulgencias y sufragios, en otras ocasiones advertían a los vivos de los peligros del pecado, al tiempo que los exhortaban a reformar su vida pecadora, a ejercitar cotidianamente las prácticas que se estipulaban en la doctrina y, sobre todo, a recibir frecuentemente la confesión, sacramento al que, después del bautismo, la moral tridentina otorgó un valor excepcional, puesto que tenía la facultad de perdonar los pecados cometidos después del bautismo, amén de representar un instrumento de vigilancia y control que le permitió a la Iglesia católica no sólo incursionar por vidas y conciencias, sino también normar conductas y comportamientos, razón por la cual encerraba nada menos que la llave para abrir las puertas de la eternidad y la gloria.

    Si bien, con la finalidad de apartar a los fieles del mal, en la mayoría de los ejemplos se hacía alarde del temor, propio de la pedagogía de la época, se cuentan otros con los cuales se pretendía explicar el complejo dogma de la comunión de los santos. Dichos ejemplos, a semejanza de un bálsamo refrescante y consolador, giraban en torno a las ánimas que se aparecían a los vivos para agradecerles las obras que habían ofrecido para rescatarlas del purgatorio. De tal modo que, una vez libres de deudas, deambulaban por este valle de lágrimas irradiando una luz propia de los bienaventurados y con la firme promesa de auxiliar a sus benefactores en sus necesidades espirituales y temporales; de esta manera se convertían en sus intercesores y abogados en la vida y en la muerte.¹⁵

    Al concluir su prédica, el orador descendía del púlpito, se apagaban las velas que habían alumbrado el templo y, en la penumbra, con esas imágenes en la mente, los fieles se retiraban a sus hogares, en donde, en medio de la quietud y el silencio de la noche y en la intimidad de su alcoba, tendrían tiempo suficiente para reflexionar y reformar su vida pecadora.

    LOS EJEMPLOS NOVOHISPANOS

    Desde 1555, año en que el arzobispo de México don Alonso de Montúfar convocó y presidió el I concilio provincial mexicano, empezaron a llegar a las costas novohispanas, procedentes de la metrópoli, variados y numerosos textos religiosos en los que se daban a conocer las normas que hasta esa fecha habían sido avaladas en el concilio de Trento y que guiarían en adelante la difusión de la doctrina.¹⁶ Con el fin de preparar a un buen contingente de predicadores que difundieran la palabra divina entre los moradores del reino, en breve, dichos textos se distribuyeron en las bibliotecas de colegios, conventos y seminarios que fueron estableciendo en el territorio las distintas órdenes y congregaciones religiosas, así como el clero secular.

    Entre esa abundante literatura se contaban los libros dogmáticos en los que los teólogos de la contrarreforma habían incluido los ejemplos sobre el purgatorio. Estos ejemplos se localizaban también en otros textos con títulos tan dramáticos como Gritos del purgatorio o bien Limosneros del purgatorio, en los que se explicaban las prácticas religiosas que los fieles vivos debían ejercitar para merecer indulgencias y sufragios para la propia salvación, o bien, ofrecerlas para salvación de los otros o de los fieles difuntos.

    Más tarde, con el propósito de difundir entre el clero novohispano la totalidad de normas y cánones contenidos en la doctrina oficial de la Iglesia católica de la contarreforma, hacia 1585, fecha en la que el concilio de Trento había llegado a su fin, el arzobispo Pedro Moya de Contreras convocó y presidió el III concilio provincial mexicano.¹⁷ Fue a partir de entonces, y durante casi dos siglos, cuando las bibliotecas del reino empezaron a saturarse literalmente de textos religiosos importados de la península ibérica, pues de este modo, a juicio de la Iglesia, se conservaría la pureza de la doctrina. Por tal motivo, los textos importados de la metrópoli constituyeron la base para la formación de predicadores, al tiempo de guiar la pluma de los escritores religiosos españoles y criollos establecidos en la Nueva España.

    Si bien las obras de los autores novohispanos son importantes y numerosas, puede decirse que en el reino la difusión y popularización del dogma del purgatorio se realizó principalmente con base en los ejemplos europeos, mismos que pronto llegaron a formar parte importante del discurso edificante católico.¹⁸ Los encargados de difundir este discurso fueron los predicadores de las distintas órdenes y congregaciones religiosas; sin embargo, entre los principales promotores del dogma del purgatorio se cuentan los jesuitas, quienes, en la Nueva España, siguiendo los métodos de enseñanza de su fundador, acostumbraban apoyar el sermón en imágenes como los llamados cuadros de ánimas. Gracias a la labor desempeñada por el clero novohispano, el dogma se difundió rápidamente en las poblaciones centrales del reino en donde la Iglesia había puesto la semilla del Evangelio desde los primeros tiempos posteriores a la Conquista.

    Mientras que algunos religiosos se dedicaban en la Nueva España a la predicación difundiendo la palabra divina entre los moradores del reino con base en los textos importados, otros se daban a la tarea de redactar detalladas crónicas, guiados por el interés de exaltar y justificar la labor evangélica desempeñada en la Nueva España por sus respectivas órdenes.

    Para tal efecto, desde el siglo XVI, algunos cronistas, pertenecientes a las órdenes mendicantes como franciscanos, agustinos y dominicos, principalmente, y en cuyas manos estaba la evangelización de la población indígena, dejaron en sus obras algunos ejemplos propiamente novohispanos en los que, por un lado, se siguen de cerca los modelos europeos, mientras que, por el otro, se incluye al indio como personaje central del relato.

    Se cuenta entre estos ejemplos el que el franciscano fray Jerónimo de Mendieta incluyó en su obra Historia eclesiástica indiana, redactada en el siglo XVI. El valor de su relato consiste en haber incluido las revelaciones ultraterrenas de un indio común, considerándolo, de este modo, ya no como gentil, sino como un ser racional, protagonista, parte integrante y partícipe de la cultura occidental.

    Más tarde, hacia los siglos XVII y XVIII, cuando la conquista espiritual y temporal se había consumado, por lo menos en el centro del territorio, a este primer ejemplo siguieron algunos más debidos a los miembros de las otras órdenes mendicantes, como dominicos y agustinos, quienes, para demostrar los frutos de su labor evangélica, incluyeron en sus obras distintos relatos en torno a visiones sobre el purgatorio que habían experimentado los miembros de la nobleza indígena. Con tales visiones no sólo se demostraba la imposición de una creencia, sino también la consolidación de un sistema tendiente al dominio y vasallaje.

    Con el fin de demostrar la existencia de una cultura semejante a la europea, capaz de dar frutos de santidad, otros escritores laicos, criollos en su mayoría, cultivaban el género biográfico y hagiográfico y de este modo solicitar al vaticano la beatificación e incluso la santificación de algún personaje de las élites españolas y criollas radicadas en el reino. Para tal efecto se exaltaba la santidad y vida virtuosa, falsa o verdadera, de esos distinguidos personajes pues, según afirmaban los autores, de esta manera se podría contar con algún santo novohispano.¹⁹

    En aras de ese interés, hacia los siglos XVII y XVIII los conventos de monjas establecidos en dos de las principales ciudades del reino, como México y Puebla, se convirtieron en los escenarios predilectos de las revelaciones místicas. En ellos la vida virtuosa de carmelitas y concepcionistas, esposas del señor, era premiada con revelaciones y apariciones supuestamente verídicas, semejantes a las que habían tenido las santas medievales como santa Lutgarda, santa Brígida, santa Catalina de Siena, entre otras. De acuerdo con los teólogos, con estas visiones el señor no sólo premiaba a sus amigos, sino también recompensaba a sus esposas predilectas de la imposibilidad que tenían de aspirar al sacerdocio.²⁰ por la intención verídica del relato y por su contenido, estos ejemplos son los que más se asemejan a las narraciones medievales en las que los miembros de las élites que formaban parte del grupo de los amigos de Dios y devotos de las ánimas eran premiados con viajes al purgatorio.

    En resumen, puede decirse que por los mismos fines que perseguían los autores religiosos y laicos establecidos en el reino, como fueron exaltar la labor evangélica de las órdenes y congregaciones establecidas en el territorio, junto con la necesidad de demostrar la existencia de una cultura semejante a la europea, en los ejemplos novohispanos se abandona el anonimato, propio de los relatos europeos. En aras de tales fines, los ejemplos novohispanos, a diferencia de los europeos, ya no se incluyeron en los libros dogmáticos destinados a apoyar la predicación, por lo que resulta poco probable que hayan salido del texto para difundirse desde los púlpitos, amén de que se contaba con un buen número de narraciones importadas del viejo continente cuya presencia en la Nueva España obedeció, probablemente, a la necesidad de vigilar y controlar el buen seguimiento de la norma en las nuevas tierras.

    En los ejemplos sobre el purgatorio, a todas luces falsos, pero verdaderos en la conciencia colectiva del pueblo, la Iglesia católica tuvo un valioso aliado que le permitió consolidar su poder temporal y espiritual, incluso más allá de la muerte. En la Nueva España, durante casi dos siglos los relatos de aparecidos se convirtieron en una pieza obligada del discurso doctrinal y edificante que rebasó la palabra oral y escrita para marcar normas de comportamiento y dar origen, al mismo tiempo, a numerosas manifestaciones piadosas en las que sólo se reflejaba, por un lado, el temor a la condenación eterna y a los tormentos del purgatorio y, por el otro, la constante preocupación por la salvación del alma. Bástenos recordar la fundación de numerosas cofradías destinadas a fomentar la vida cristiana y de manera especial la caridad, ya fuera mediante ayudas materiales o espirituales. A cambio de unas cuotas que se estipulaban en reglas y patentes, las cofradías se comprometían a dar a sus miembros cristiana sepultura, a ofrecer sufragios e indulgencias por los cofrades difuntos, como misas, novenarios, responsos y los cabos de año, entre otros, siempre con la firme esperanza de rescatarlos e incluso evitar su paso por el purgatorio.

    En virtud de sus caritativos fines, las cofradías fueron las grandes acaparadoras de indulgencias para vivos y difuntos. Sus beneficios, según se estipulaba en las reglas, eran aplicables solamente a quienes formaban parte de la hermandad, siempre y cuando huyeran de la embriaguez, del juego y de las malas compañías, además de comprometerse a confesar y comulgar el día de su ingreso, amén de observar puntualmente todas y cada una de las reglas.

    Especial importancia tuvieron en la Nueva España las llamadas cofradías de ánimas por ser un grupo ampliamente beneficiado por las indulgencias. El beneficio de estos perdones en general, se apoyaba en un argumento que sostenía que si Cristo había otorgado a la Iglesia el derecho de atar y desatar no solamente en la tierra sino también en el cielo, ¿por qué las indulgencias de las cuales disponía no alcanzarían las penas del más allá de la misma manera que tenían lugar las compensaciones de la tierra?²¹

    Dentro de la lucha contra el protestantismo, en las indulgencias para vivos y difuntos se encerraba una defensa de la autoridad eclesiástica, en tanto que serían los obispos los únicos capacitados para otorgar esta gracia, misma que consistía en 40 días de perdón en recuerdo de los 40 días que Jesús estuvo orando en el desierto, mientras que la máxima indulgencia, es decir, la plenaria, quedaba reservada al pontífice de Roma y consistía en la remisión de todas las penas que los fieles debían padecer en el purgatorio en pago de sus culpas.²²

    No obstante, en reconocimiento a la labor desempeñada por los jesuitas, brazo derecho de la Iglesia contrarreformista y principales promotores del dogma del purgatorio, hacia 1579 se daba a conocer, en el imperio español y sus colonias, un breve expedido por el pontífice Gregorio XIII en el que se permitía a la Compañía de Jesús el privilegio de otorgar libremente las indulgencias, incluso las plenarias, con el único requisito de que los fieles acudieran a orar ante el santísimo sacramento expuesto en cualquier templo, casa o colegio jesuita.²³

    Entre los medios indispensables en la preparación para la muerte se contaba asimismo la bula de la santa cruzada, consistente en un documento mediante el cual el pontífice, como máxima autoridad del mundo católico, otorgaba diferentes perdones e indulgencias, y sin el cual ninguna otra indulgencia tenía validez. Su origen se remonta al siglo XI, época en que la Iglesia puso en práctica la venta de este documento pontificio con el fin de recabar fondos para llevar a cabo la propagación de la fe y la conquista de los santos lugares mediante una guerra santa conocida como las cruzadas.²⁴

    El documento ofrecía al comprador una serie de perdones y permisos destinados a preservar a los fieles, desde esta vida, de las penas del purgatorio, mientras que en la hora de la muerte le otorgaba el paso directo a la gloria. Como es posible imaginar, el éxito de la bula fue rotundo, por lo que, entre 1573 y 1578, se introdujo su venta a la Nueva España. A partir de esa fecha, y durante casi dos siglos, los moradores del reino podían adquirir este pasaporte a la eternidad cada dos años mediante el pago de una suma previamente estipulada y sujeta al estrato social de los demandantes, más que a la cantidad y calidad de sus culpas. No resulta casual entonces que las sumas recopiladas por concepto de la venta de la bula hayan constituido uno de los principales ramos de la real hacienda novohispana.²⁵

    Además de estas sumas que la Iglesia pudo reunir en aras de la salvación del alma, se contaban también otras cantidades que los grupos hegemónicos acostumbraban dejar en sus testamentos para cubrir los elevados costos de sus lujosos y elitistas funerales, así como misas, novenarios y responsos que los herederos debían ofrecer en calidad de sufragios para evitar los sufrimientos a los que el alma del difunto estaría sujeta en el purgatorio. Se cuentan también las obras pías y las capellanías mediante las cuales el capellán se comprometía a ofrecer diversas obras por la salvación del alma de su difunto benefactor.

    Como parte de la doctrina, con estas prácticas mortuorias se perseguían diversos objetivos: demostrar la existencia del purgatorio, la inmortalidad del alma, la creencia en la resurrección de los cuerpos, al tiempo de fomentar la devoción por las ánimas, culto que terminó por imponerse al grado de suscitar entre las autoridades eclesiásticas la tentación de explotar los sentimientos humanos, como son, por un lado, el miedo de los hombres a las llamas purificadoras, y la ternura de los vivos por las almas de sus difuntos, por el otro.²⁶

    A pesar de los avatares del tiempo y de la secularización de las costumbres en México, el culto ha llegado a nuestros días, sobre todo en el centro del territorio, en los sitios en los que se consolidó primero la conquista espiritual y en donde se concentran un buen número de los llamados cuadros de ánimas en los que se representan a todos los estratos sociales limpiándose de sus culpas en las llamas purificadoras. Con estos cuadros se acostumbraba ilustrar y complementar la predicación del dogma del purgatorio, y su temática, a decir del investigador jaime Morera, se inspiraba en los ejemplos;²⁷ sin embargo, esa temática puede recordar también la de los grabados medievales de las danzas macabras, en tanto que en estas imágenes se representa a la muerte como la gran igualadora y destino común de la humanidad, del mismo modo que en los cuadros de ánimas se concibe el purgatorio como un lugar de tránsito obligado y común para todos los fieles. Demostrar esta hipótesis bien puede ser un asunto para otra investigación.

    Mientras que el culto a las ánimas en México ha permanecido hasta nuestros días, la publicación de ejemplos no corrió con la misma suerte. Hacia la segunda mitad del siglo XVIII las ideas ilustradas, con sus principios secularizadores, racionalistas y prácticos, empezaban a difundirse a lo largo y a lo ancho del territorio novohispano. A partir de entonces las intervenciones providenciales, las apariciones de ánimas, los acechos del demonio, los milagros y todo lo sobrenatural, fueron desterrándose de la vida cotidiana por considerarse hechos imposibles, inverosímiles y carentes de toda explicación científica que la Ilustración demandaba. Desde esa misma época, es decir, la segunda mitad del siglo XVIII, la ancestral preparación para salvar el alma a la hora de la muerte también empezaba a perder sentido ante los ojos ilustrados, puesto que la felicidad ya no se alcanzaría en el más allá tras una vida plena de mortificación y sacrificio, sino que era preciso disfrutarse en este mundo mediante una preparación que, además de hacer posible la convivencia pacífica entre los hombres, procurara el bien común, siempre bajo la mirada vigilante del estado, que no de la Iglesia.

    Los efectos de estas ideas no se hicieron esperar, y los ejemplos sobre el purgatorio, si bien se mantuvieron en la conciencia colectiva del pueblo, fueron abandonando Paulatinamente las prensas novohispanas por considerarse totalmente falsos e incluso dañinos. Por otra parte, en aras de la secularización de las costumbres, tales ejemplos contenidos en los sermones fueron abandonando los espacios públicos de templos, conventos y de otros sitios a los que acostumbraban acudir los fieles a escuchar la prédica cotidiana, para replegarse al ámbito privado, es decir, al hogar de esos mismos fieles, en donde los relatos sobre el purgatorio se convirtieron en cuentos de aparecidos que narraban los abuelos o los padres en familia por las noches antes de ir a dormir.

    En México este hecho ha permitido que algunos sermones se conserven en el ámbito privado hasta nuestros días para despertar, hoy igual que ayer, la imaginación de los oyentes. Sin embargo, con el paso del tiempo estos relatos han sido objeto de la influencia de otras narraciones completamente laicas y fruto de influencias extranjeras que introdujeron al fantasma como protagonista central, al tiempo de sustituir en los ejemplos el lugar que antaño habían ocupado las dolientes y benditas ánimas del purgatorio.

    ESTRUCTURA DE LA ANTOLOGÍA

    Entre 1562 y 1563 el pontífice Pío V encargaba a su sobrino Carlos Borromeo, arzobispo de Milán, la redacción del Catecismo Romano, obra en la que se reúnen los principios de la doctrina sistematizada y avalada en el concilio de Trento. Desde 1566, fecha en que se publicó, el Catecismo se convirtió en la fuente obligada tanto para los escritores religiosos como para los predicadores, puesto que en su contenido se incluyen las normas, temas y métodos pedagógicos que debían guiar la enseñanza oral y escrita de la doctrina.²⁸

    Para justificar de una manera por demás inteligente el papel intermediario de la Iglesia entre Dios y el hombre, así como la importancia de devociones, dogmas, creencias y cultos externos cuyo valor como medios de salvación había negado el protestantismo, Carlos Borromeo dividió su obra en cuatro grandes temas o apartados. Éstos son, a saber: el Credo, sección en la que se reúnen los dogmas o principios de la fe católica, por medio de los cuales se explica por qué y para qué pertenecer a la Iglesia y prepararse para la muerte ejercitando cotidianamente la doctrina.

    En los tres apartados restantes están los sacramentos, los mandamientos y la Oración del padre Nuestro en representación de aquel conjunto de obras, prácticas religiosas y cultos externos negados por los protestantes, pues como ha de recordarse, sus principios afirman que con tan sólo la fe el hombre se salvaba. Este conjunto de obras, además de representar las armas con las cuales los fieles podrían luchar desde esta vida por su propia salvación, o bien ofrecerlas en calidad de sufragios por la salvación de los fieles difuntos, también encierra una defensa de la libertad o libre albedrío. En estos tres apartados se contienen asimismo los principios que marcan la pauta de cómo luchar contra el mal, de cómo prepararse para la muerte y salir victoriosos del combate contra el mal.

    A estos cuatro temas o apartados, es decir, Credo, sacramentos, Mandamientos y Oración del padre Nuestro, Carlos Borromeo los denominó los cuatro lugares comunes de la biblia, puesto que a través de ellos el creyente podía ofrecer un servicio a Dios, a la Iglesia, al prójimo y a sí mismo, amén de representar también la norma que debía guiar la vida de los fieles para evitar su paso por el purgatorio e incluso la condenación eterna o muerte del alma.²⁹

    Teniendo en cuenta que los ejemplos sobre el purgatorio constituyeron un instrumento no sólo para probar, defender, promover y popularizar el dogma del purgatorio, sino también para justificar el ejercicio de la doctrina en su conjunto, se consideró pertinente estructurar la antología conforme al orden que guarda el Catecismo, partiendo del contenido de los relatos, es decir, de las prácticas y creencias cuya promoción se pone en boca de las ánimas aparecidas que protagonizan los ejemplos.

    En la doctrina dichas prácticas se dividen a su vez en dos: aquellas que los fieles vivos debían ejercitar a lo largo de su existencia para salvarse y las prácticas que esos mismos fieles podían ofrecer por el descanso del alma de sus difuntos. Partiendo de esos dos ejes, es decir, del Catecismo y de la división de las obras o prácticas religiosas para fieles vivos y difuntos, se estructuró la antología de la siguiente manera:

    En un primer apartado de la antología:

    I. MEDIOS DE SALVACIÓN PARA LOS FIELES VIVOS

    1) lo que se debe creer. Se incluyen las verdades o dogmas de fe avaladas por la Iglesia moderna contenidas en el Credo. Entre esas verdades se cuenta la existencia del purgatorio. Por tal motivo, esta sección comprende aquellos relatos en los que se describe ese lugar, así como otros más con los que se pretendió demostrar creencias tales como la inmortalidad del alma y la existencia de un más allá.

    2) lo que se debe hacer. Este apartado se refiere a las obras o prácticas religiosas que los fieles vivos debían ejercitar cotidianamente para salvarse. De acuerdo con Carlos Borromeo, entre estas obras se cuentan en primer lugar los sacramentos, puesto que es precisamente el bautismo el rito mediante el cual el hombre ingresa a la Iglesia para convertirse en soldado de Cristo, al tiempo que se compromete a luchar contra el mal mediante el ejercicio de las obras restantes.

    Conforme a la doctrina, los siete sacramentos: bautismo, confirmación, confesión, eucaristía, orden sacerdotal, matrimonio y extremaunción, fueron instituidos por el mismo Jesucristo, y su valor, como medio de salvación, radica en que simbolizan el lazo que vincula al creyente con la divinidad para que ésta, es decir, la divinidad, lo auxilie en su lucha contra el pecado y de este modo pueda conservar la pureza de espíritu, denominada también gracia o amistad con Dios.³⁰

    Después del bautismo, especial importancia concedieron los moralistas de Trento a la confesión, sacramento mediante el cual, según la doctrina, el creyente podía recuperar la gracia perdida a causa del pecado y disponerse así a recibir dignamente la comunión o eucaristía, sacramento que simboliza el cuerpo de Cristo, quien había prometido vida eterna para aquellos que comieran su carne y bebieran su sangre.

    Siguiendo el orden del Catecismo Romano, después de los sacramentos están los mandamientos o normas del decálogo, cuyo puntual seguimiento permitiría al creyente, y al hombre en general, vivir en armonía con el prójimo, amén de otorgarle la paz interior. Dentro del decálogo, Carlos Borromeo destaca la importancia del primer mandamiento, que a la letra dice: amarás a Dios sobre todas las cosas. Según la doctrina, el que ama a Dios debe someterse incondicionalmente a su voluntad. Amor y sometimiento podían demostrarse de diferentes maneras: asistiendo a la misa, ceremonia cuya importancia como medio de salvación para vivos y difuntos radicaba en que representa, hasta la fecha, el sacrificio con el que Jesucristo redimió los pecados de la humanidad. La ceremonia concluye con la recepción de la eucaristía o comunión, sacramento que dispone al creyente a alcanzar los méritos de ese sacrificio.

    Del primer mandamiento se desprenden también las devociones a la virgen María, madre de Dios, devoción que se conoce asimismo como culto Mariano, al lado del cual están las devociones a santos, mártires y justos, quienes por haber seguido el ejemplo de Cristo se convertían en miembros de la jerarquizada corte celestial, puesto que en

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1