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En Nombre Del Señor San Marcos
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Libro electrónico612 páginas8 horas

En Nombre Del Señor San Marcos

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En nombre del Señor San Marcos.
Thriller historico en la Venecia del siglo XVI.
Una cadena de extraños crímenes amenaza el esplendor de la Venecia Renacentista. Fabio Falier, un patricio veneciano, recibe el encargo de resolver el misterio.
tendra que hacer malabarismos entre la reticencia y la ambigüedad la vida pública y la privada, la moral y la razón. y se ocupará de los mismos cimientos del renacimiento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento19 feb 2021
ISBN9781071588659
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    En Nombre Del Señor San Marcos - Fabio Maiano

    lecturas?

    FABIO MAIANO

    EN NOMBRE DEL SEÑOR SAN MARCOS

    EPÍLOGO

    ––––––––

    Viernes 15 de Noviembre de 1591

    Sabía que aquella noche no habría dormido.

    Las grandes ventanas del liagó (1) lo rodeaban por tres lados, tanto que le parecía flotar en las bocanadas de niebla lechosa.

    Las ventanas oscuras se llenaban de destellos de danzante luz rosácea, proveniente de dos chimeneas del salón, alternándose con la visión especular de la sala y de sí mismo.

    Tiempo atrás, apenas antes de la partida para la embajada en tierras de Valaquia se había asombrado mirando un espejo en el que había visto un desconocido que se parecía al alma buena de su padre Vitale; ahora que parecía bastante envejecido, se parecía a su abuelo Teodoro, pero no quedó extrañado o desilusionado: solo resignado... todavía no había alcanzado la edad de ninguno de los dos pero parecía en verdad un octogenario.

    -Debo afeitarme la barba—dijo para sí—tomándose el mentón entre el pulgar y el índice de la mano izquierda y estirando el cuello para mirarse la mejilla.

    Un suspiro profundo cubrió la salpicadura del cambio de marea debajo del muelle; bajo esas mismas ventanas—cerró los ojos apretando entre las manos un  hermoso collar y pasando las esmeraldas entre los dedos, como si fuesen cuentas de un rosario—Debajo de él, el Canal Grande seguía enviando la señal de que Venecia vivía también de noche y sin problemas de niebla.

    No le molestaba la niebla, había vuelto de la embajada en aquella tierra de bárbaros donde lo habían enviado, así como había partido: en sordina y envuelto en un caligo (2) tan denso que no veía desde el muelle, ni la torre de los Moros.

    No era por cierto un caso extraño en aquella estación, quizás era más simbólico el hecho de haber regresado un viernes y justo en el día del santo patrono de Austria (3). ¿Significaría algo? Seguramente sí; todo quería decir algo de otro, no se escapa al destino.

    Como no se escapa a las costumbres: aun antes de volver a Ca’Falier (4) había sido atacado por aquel tipo de problemas que creía haber dejado atrás.

    Aquel obispo petulante que jugaba a ser el inquisidor criminal... y una mujer. Muerta...

    Uno de esos tantos misterios que por años había tratado de resolver, con dedicación total a la verdad y a la salud de la República.

    Le había dado tanto, la Serenísima, como a todos los patricios. Pero también exigía mucho y él siempre se había hecho en cuatro para pagar y a costa de perder en dinero y en conciencia.

    Venecia no tenía medias tintas: o es una espléndida mujer dulce y pasional o una bruja mala como un pecado mortal. Y en la plenitud de su sol o en la angustiante oscuridad de sus nubladas noches contiene siempre, en progreso, el principio opuesto.

    Había regresado de aquella tierra sorda y gris, surcando los colores deslumbrantes del mar dálmata, hasta sumergirse nuevamente en aquel indefinido mundo en el que los confines entre   tierra y agua cambiaban cada seis horas: mutable, insidioso, pero nunca aburrido.

    Tal vez era por eso – pensaba - que los venecianos tenían fama de ser más levantinos que los orientales y de saber hacer malabares con una moral en que el límite entre el bien y el mal cambiaba según las circunstancias. Y que era medida en ducados.

    Acostumbrados como estaban a las mareas y las herencias de sangre de aquellos pueblos emprendedores, que para escapar a las hordas bárbaras habían tenido el coraje de moverse y fundar en aquel confín, entre tierra y agua, una ciudad incomparable que encantaba a los extraños; incluso aquellos más desquiciados... no, no podían haber crecido en forma diferente los habitantes de aquella ciudad en la que el agua no rompe nada, pero arruina todo, y en la que ningún muro está derecho a pesar de todas las precauciones tomadas en tierra firme con plomada y escuadra.

    Desde un mundo de muros retorcidos, de agua entre tierra y tierra entre agua, dominado por una nobleza que regatea, un Dux que es como un rey pero que no reina, una ciudad excomulgada; muchas veces tomada como enemiga de la Iglesia pero que más que cualquier otra, y a veces sola, defendía a la cristiandad; siempre en guerra con el Turco, con quien de todos modos, seguía comerciando más que con cualquier otro... ¿Cómo se puede esperar de este mundo que sus habitantes pudieran separar el Blanco del Negro como si fuese una pieza de pan?

    -Fantino, trae el vino especiado, ordenó distraídamente mirando la oscuridad exterior.

    El sirviente obedeció en el acto; bebió, y se sintió mejor.

    Casi rió entre dientes ante el recuerdo de este su último regreso, con aquella muerta que lo esperaba en la Basílica y que le despertó la curiosidad y el deseo de justicia y aquel aburrido prelado a quien contestaba pero que no le prestaba la más mínima atención.

    Exactamente como a la mujer muerta, ninguna atención, nada. El cansancio mental había prevalecido sobre la curiosidad y eso lo había puesto de pésimo humor: porque mientras sientas curiosidad, serás joven. 

    Y él estaba cansado. Cansado y desilusionado, porque como en cada uno de sus regresos, Venecia le había sacado algo; y antes de esta última partida era consciente de eso.

    Qué diferente había sido su primera partida de Venecia: tenía dieciocho años, lleno de entusiasmo por Bizancio, el único otro centro habitado que en Venecia la gente llamaba ciudad. Todos hablaban de ella como la tierra de Bengodi, su tío Tadeo a la cabeza para describirla toda dorada, toda llena de sol, aroma a especias y aire de mar, pero aire de aquél sano, afirmaban todos, con aquellos horizontes que se encendían con destellos cegadores ilimitados y sombras oscuras que casi daban miedo.

    Tadeo Michiel era su tío. Con no mucha diferencia de edad pero muy lleno de experiencia comercial y marinera ¡y que dos años antes había estado en Lepanto! (5)

    Él, Fabio Falier, un patricio veneciano de dieciocho años a la caza de las, inevitables para un noble veneciano, experiencias de mar y comercio, siendo el horizonte más vasto del que tenía conocimiento directo, aquel cerrado entre el monte Grappa al noroeste y las nieblas hacia el sur en Asolo, cuando desde la villa de Pagnano (6) subía a la montaña.

    Y eso era de por sí todo un suceso, porque bien mirado, había nacido y crecido en Venecia y estaba mucho más acostumbrado a las estrechas murallas de las calles venecianas, a los jardines rodeados de muros de ladrillos rojos y, como zonas acuosas, el tranquilizador horizonte de la laguna hasta Chioggia o Torcello.

    Había estado fantaseando por años con el mar y las ciudades exóticas. Fantaseaba desde pequeño con las narraciones de los mercaderes, de los marineros, del tío Tadeo, el héroe de Lepanto, que había asesinado más turcos que todos ¡e incluso había salvado a un español! El mismo tío Tadeo que con el mismo ímpetu que había luchado en Lepanto había peleado con la hermana María y logró convencerla de dejarlo partir hacia aquellas tierras lejanas y fantásticas junto a él, porque conocía aquellas tierras con todos esos nombres difíciles pero tan llenas de esperanzas de fáciles ganancias e inmensos conocimientos por adquirir.

    Obviamente Vitale Falier, su padre, estaba de acuerdo con el viaje y eso debía ser suficiente; Maria Faliera, sin embargo, sería por siempre nacida Michiel.

    Madre afectuosa y mujer irreprochable como era propio de una mujer noble de su rango, claro. Era no obstante difícil que no pusiese su placet - o su veto - en cada decisión tomada en aquel palacio que daba sobre el Canal Grande frente a Ca’ Contarini de los cofres.

    Y todas las veces aparecía el carácter impetuoso de los Michiel y era todo un recitado de genealogías y cantidad de Dux en la familia, entre gritos y vajilla que volaba.

    María sabía muy bien que la carrera de cargos para un patricio veneciano comprendía también experiencias mercantiles y marineras, además de la educación y la total devoción a la Serenísima—gratis et amore dei (7) poniéndolos a menudo en el bolsillo propio—pero pensaba que, para su primogénito, era aún muy pronto.

    Fabio sin embargo, mordía el freno, y veía en aquel viaje algo mágico y extraordinariamente rico en coincidencias: ¿no había acaso partido también el joven Marco Polo con su tío hacia las tierras de Catay?

    Marco Polo ya estaba lejano en el tiempo, las tierras por él descritas ya habían sido visitadas por muchos de sus conciudadanos; pero Marcos era veneciano como él... ¡y también él partió con su tío! Y así fantaseaba: Bizancio, la nueva Roma, también desde hacía un siglo en manos de los Turcos, Samarcanda, Catay, Cipango, Tierra Santa, Egipto... Riquezas, comercio, libros, conocimientos... Y al regreso, cargas públicas, embajadas, el ingreso al Consejo Mayor (8) envuelto en la toga.

    Pronto sin embargo habría entendido que la vida del comerciante—y no solo del comerciante, también en la vida política era lo mismo—era remunerativa, sí, pero para tener éxito se debía ser el más duro entre los duros y el más astuto entre los lobos.

    Y especialmente tenías que llegar a fin de mes.

    Su abuela Lisbbeta Michiela (9) nacida Contarini, madre de la suave pero inflexible María y del fogoso pero maleable tío Tadeo, le había enseñado que además de la fortuna que es como la marea que sube y baja, había otros elementos para el éxito y una larga vida: estaba el hecho que los demás se comportan con nosotros de la forma en que nos ven  y no en cómo somos, y recordando bien esto, se puede avanzar beneficiándose, creando una imagen.

    Venecia misma hacía de todo para crear su imagen en el mundo, sea para el presente como para su pasado: la Serenísima, nombrada Reina de los Mares, cuna de la civilización y del buen gobierno, el mito de Venecia desde sus orígenes.

    Parecía que era la segunda cosa más importante para los venecianos. La primera era obviamente obtener dinero.

    La abuela Lisbetta le había enseñado también que un hombre que no sueña con algo para el futuro, no vive mucho tiempo, porque si no tiene un objetivo en este mundo el Señor lo lleva con él para que encuentre algo bueno que hacer en el otro.

    Y quién más, que un chico ambicioso por índole y por educación, patricio veneciano destinado a regatear, sea en el comercio como en las oficinas ocupadas al servicio de la Serenísima por derecho y deber de nacimiento, descubriendo el mundo con el tío como guía... ¿quién más que él podía tener una vida llena de sueños?

    GRANDES Y PEQUEÑOS

    Era un espléndida mañana llena de sol aquella de la partida.

    Venecia quería a toda costa, como una dama que no se rinde a dejarse olvidar por quien parte y que se viste con sus más espléndidos ropajes en el momento de la despedida, dejar a la vista un recuerdo conmovedor para todo el viaje.

    Una brisa ligera había barrido con la niebla nocturna y el sol inflamaba los ventanales del palacio ducal y el ángel del campanario.

    Las velas ya temblaban por ser desplegadas para unirse a aquellas ya hinchadas por el viento que surcaba la cuenca de San Marcos y más allá, incluso los buonavoglia (10) a los remos, mostraban impaciencia por partir.

    Sea a bordo que en la orilla, todos sabían qué hacer, y se movían rápido pero sin cansancio aparente, mostrándose a los ojos profanos del joven Fabio, casi distraídos y divertidos. Trabajaban duro pero bromeaban los unos con los otros en un ingenioso—pero con términos pesados de cargadores de puerto—duelo verbal interminable.

    Tadeo ciertamente no se echaba atrás en la mofa con los marineros y los superaba en el arte del lenguaje soez.

    El único siempre en el camino de las operaciones era justamente él, el joven e inexperto Hombre Noble Falier. Sobre todo porque no sabía qué hacer, así que estaba siempre en medio del camino de alguna persona que debía, por la fuerza ineluctable del destino, pasar por aquel preciso lugar que a él le parecía hasta hacía pocos segundos antes; el mejor lugar para estar tranquilo, alejado de todas las maniobras de embarque.

    Eso de interponerse sin querer en las maniobras y la inexperiencia objetiva le hacían aceptar de buen grado las bromas sutiles—burlándose de él—que los marineros le decían disfrazadas de cumplidos.

    -Noble Falier... ¡Tu sirviente señor! Perdóneme ¿pero su onomástico, cuándo es? ¿San Noble, cuándo se festeja? Le dijo muy obsequioso un marinero cuando apareció y decidió preguntar dónde ponerse.

    Si hubiese sucedido algunos pasos más allá, en el muelle, o peor todavía en la Plaza, tal vez el joven patricio habría sacado la espada en el acto—un regalo de su padre antes de la partida—y pedido satisfacción al insolente burlador; pero en esas circunstancias   le daba gusto ser tomado en broma en aquel continuo torbellino de burlas como si fuese parte de un rito de iniciación para entrar a formar parte del grupo de aquellos que vivirían en aquella galera... y que a veces morían.

    El pensamiento de la espada desenvainada lo hizo volver mentalmente a la tierra firme en el soleado Campo San Esteban; le parecía tener encima aquella canícula de la hora sexta de los días de Julio de casi diez años antes.

    Recordaba bien el silencio cegador de aquellos atardeceres, un extremo silencio solamente roto por el choque de la una contra la otra, de dos espadas de madera y de los chirridos de dos niños empeñados en un duelo tan despiadado que parecía estuvieran en Levante para sacrificar moros y no en un campo veneciano jugando.

    Esos duelos como otros juegos menos atrapantes que llenaban sus atardeceres eran a menudo interrumpidos por las respectivas nanas que, después de correr en forma amenazante, los atrapaban y los arrastraban agarrándolos con malos modos de la oreja o del cabello entre gritos e inútiles protestas; un tratamiento que anticipaba palizas y conferencias aburridas y repetitivas.

    No había sin embargo forma de convencer a los dos contendientes de no volver a intentarlo al día siguiente. Nada podían las palizas ni mucho menos las prédicas de los padres que resguardaban siempre el rango, la buena crianza, y la gente que hablaba...

    Puesto que los respectivos padres se encontraban para hablar de negocios en Ca’ Falier o Ca’ Tiepolo, era costumbre que tales prédicas se desarrollasen en presencia de ambos padres y la dueña de casa, para el caso, la madre de uno de los dos.

    Y el pequeño tribunal doméstico se repetía siempre igual, como la masa. Al menos habitualmente sucedía así aunque un día del ’65 las cosas sucedieron de otra forma:

    -¡Padre, y usted señor Vitale explíquense! ¿Pero qué rango? ¿No es acaso de noble rango quien sabe usar la espada? ¿Pero qué buena crianza? ¿No es el escudo un arte noble? ¿Pero qué debe hablar la gente? Padre me prometiste ¿estoy equivocada? Me prometiste, y yo hasta el momento de tener la edad para casarme... ¡bueno, con mi prometido peleo!

    Así que una vez tuvo que objetar uno de los dos niños y recibió a cambio una bofetada como nunca la había recibido en sus diez años de vida.

    Aquella vez la voz de Savio Alvise Tiepolo tronó tanto que pareció hacer temblar los vidrios de las ventanas:

    -¿Peleas? ¿Pero esas son formas? ¡No, no, bruja! ¡No es forma para una Tiepolo holgazanear por campos y calles y gritar y jugar con cuentos de machos! Ya que de ninguna manera... ¡y se queda quieto, pequeño Falier! - apuntando el dedo índice hacia el otro niño bloqueando su impulso hacia adelante que se había permitido hacer, después de la sonora cachetada recibida por la muchachita - ¡no es forma para un Falier jugar en Venecia gritando como un genízaro y empujándose con mi pequeña! ¡Y a callar! ¡O tu padre le dará una que la pared te dará otra! Y si él no te la da, te la doy yo, ¿me equivoco, señor Vitale?

    -¡Por cierto que lo dice bien, señor Alvise! Ni que decir que está autorizado; ¡si un golpe bien dado vale más que mil libros, para aprender!

    Vitale Falier trató de ser convincente con su tono pero sin demasiado éxito; trataba de mirar con aire severo al hijo pero por lo bajo estaba complacido tanto de la actitud instintiva de protección hacia su compañera de juegos, como del temperamento fuerte pero inteligente de la futura nuera; con la misma perspicacia que lo había llevado a ser reputado como el mejor entre los miembros de la Quarantia Criminal (11) examinaba con atención a los dos pequeños, sus reacciones y sus comportamientos y finalmente en lo profundo del alma estaba orgulloso tanto del primogénito como de su futura esposa.

    La niña pareció notar la oculta complacencia y le sonrió de costado mientras todavía se acariciaba la mejilla ofendida por el cachetazo y asentía a su padre.

    Era una sonrisa cómplice y burlona con todo el honesto y transparente descaro de los niños, de esas que hacen comprender que han desenmascarado al adulto; tanto que el viejo Falier tuvo que separar la mirada de la pequeña y apuntarla hacia el hijo.

    -Fabio—dijo con seriedad—si es tu voluntad verdadera y constante el querer aprender el arte de las armas ¡bienvenido sea! Si te importa, y todos los presentes lo tienen en cuenta, ¡que es un arte, yuxtapuesto! ¡Y como todo arte está compuesto de enseñanzas humanas y no de instinto natural! Si es necesario se conseguirá un maestro de armas pero es inadmisible, ¡por todos los diablos! ¡Que los vástagos nobles peleen como cíngani (12) en el campo! Y después—estirando los brazos y volviéndose hacia Savio Tiepolo como si estuviese en un tribunal pero guiñando un ojo y usando ahora un tono burlón—¿pelear con una damisela, para más, esposa prometida... pero dónde se ha visto? ¿Qué placer hay, Fabio, tomársela con una muchachita?

    Savio Tiepolo asentía y tenía todo el aire de agregar algo pero su hija no se lo permitió, anticipándose y dejándolo con el índice levantado y la palabra en la boca.

    -¡Pero soy buena con la espada, señor Vitale!—exclamó encantadoramente, haciendo con prudencia dos pasos hacia atrás para quedar fuera del tiro de bofetadas—¡por eso le gusta! En nuestra casa espío cuando Alejandro aprende con el señor maestro Joaquín Meyer (13) ¡y se bien como se escuda! Señor Vitale, si quiere... siempre hablando con respeto... ¡yo puedo ser la maestra de armas para Fabio! Y sin que gaste dinero alguno, porque debo hacerme perdonar, porque soy yo quien viene a buscarlo en Calle Vitturi (14), él no sale del palacio si yo no paso a buscarlo y para aliviar esta culpa mía, que lo hace salir sin el permiso de usted... ¡expiaré con las lecciones sin pedir compensación alguna!

    Los dos adultos quedaron sin palabras, después pareció que temblaron no solo las ventanas sino también los accesorios y tintinearon las lámparas.

    -¿Espiaste a tu hermano que aprende a cruzar armas, pequeña villana? Tronó Alvise Tiepolo con las cejas levantadas y los ojos como platos. Estaba más asombrado que enojado al descubrir las costumbres ocultas de su hijita.

    Estupor, ira, voz tonante, todo fue diluido por la sonora carcajada del caballero Vitale Falier al verse él y su futuro consuegro combatiendo verbalmente con dos muchachitos. En ese momento empezó a reír también Savio Alvise y los dos mocosos fueron despedidos.

    -Ríase, ríase también señor Vitale—lanzó Tiepolo una vez que quedaron solos—¿pero le parece? Un palmo de altura y espía al hermano que aprende a luchar.

    -Le hace ahorrar dinero, señor Alvise—contestó Falier, conteniendo otro ataque de risa—piense si el maestro Joaquín lo llega a saber eh, eh... le hará pagar también las lecciones por Francesca.

    -Eh sí, tiene razón, ¡con lo que cuesta el maestro!

    Fabio Falier recordaba bien aquel día porque estaba seguro de haber comprendido importantes cosas en aquel momento: que la pequeña Tiepola era no solo una chica poco femenina que sabía defenderse sola, sino que también era buena para negociar en una forma que lo había asombrado: lograr tener un pro enmascarándolo con un contra.

    Y que si en aquel momento él, imitando a su padre hubiese reído de la expresión del futuro suegro habría sentido enseguida cinco dedos en la mejilla: había un tiempo para hablar y un tiempo para estar callado.

    Un amigable manotazo en la nuca y la voz tonante del tío lo trajeron con la mente a la galera en partida.

    -¡Nevodo! (15) ¡Es inútil que mires el muelle! ¡No viene! ¡Tu madre, mi hermana la convenció! Pero aún no sabes qué hacer con las mujeres, es una esposa prometida que no quiere que te vayas ¡de ahí no le harás cambiar sus ideas! ¡Con las mujeres no sirven los razonamientos, solo el tiempo! ¡Porque ella cambiará de idea sola, verás! ¡Ya te olvida, ya te espera, ya te hará feliz! Pero hoy estoy seguro, ¡no la verás!

    Y con otro buen golpe asestado entre los omóplatos, lo paternal del tío se terminó.

    Fabio tosió por el golpe y asintió sin decir nada; sonrió tranquilo pero ceñudo: ¿por qué no había venido al muelle a saludarlo?

    El por qué estaba claro: no estaba de acuerdo en que el partiese, estaba tan molesta que, cuando pocos días antes la pidió oficialmente como esposa - de forma de poder evitar la partida hasta la expedición siguiente, dejando así contenta a Francesca y sin ofender a su tío o lesionar la reputación de la casa - ella en contra de la voluntad paterna y humillándolo delante de las familias reunidas había sentenciado:

    -¡No ahora, joven Fabio!... ¡Padre, señor Falier! Mejor soltera hasta que vuelva, que viuda si no regresa, ya que en los viajes por mar se sabe cuándo comienzan, pero se está en manos del Señor sobre el cuándo, o si, se volverá - y dándole la espalda después de haberlo fustigado con la mirada, se paró toda compuesta, contrita y sumisa en el tono y juntado las manos agregó - Señor padre mío, no estoy en contra de su voluntad y la del Señor Falier; solo pido que esta unión para que sea digna y naturalmente honrada según los preceptos canónicos, sea llevada a su cumplimiento al regreso de mi prometido esposo de este viaje que, si me fuese permitido dar una opinión, me parece inútil y peligroso. Pero siendo yo solo una soltera que no conoce el mundo... una opinión por cierto no puedo dar.

    Nada que objetar por las familias, pero él quería partir ya casado. Al menos porque finalmente podría, serenamente—y sobre todo legalmente—cumplir con lo que sentía por la joven prometida, aquel deseo que con los años había pasado de juego infantil a otra cosa.

    Por cierto, el riesgo corrido diez años antes saliendo furtivamente del palacio mientras todos descansaban, era otra cosa respecto a las escapadas de los últimos tiempos. Si los descubrían no se las habrían arreglado con un tirón de orejas o alguna bofetada.

    No se reunían más para jugar con las espadas o golpearse o jugar a scondicucco (16) o al pandolo (17): era un irrefrenable deseo de estar juntos, tal vez solo para leer o admirar los espléndidos mapas de los atlantes en los libros de casa; pero ese afecto recíproco y la edad, obviamente, llevaban también a desear más. Mucho más.

    Los deseos cambiaban, el riesgo permanecía: no eran personas comunes, todos sabían cuánto las dos familias esperaban aquel matrimonio y cuanto el mismo era mal visto por el Señorío.

    Alvise era rico y poderoso, Vitale menos poderoso y más rico, pero seguían siendo un Tiepolo y un Falier, casas respetadas pero incómodas. Habían pasado tantos años ya pero todavía seguía vivo en Venecia el recuerdo sea de la conjura de Bajamonte Tiepolo de 1310, como de la condena y ejecución del Dux traidor Marin Falier que, por ironía del azar, había sido el encargado de eliminar a Bajamonte, que había escapado al exterior. Las familias se habían mirado con el ceño fruncido por años.

    Tan vivo era el recuerdo que el 16 de Abril y el 15 de Junio, fecha de los dos sucesos, eran festejados con solemnes procesiones.

    Y ahora una Tiepolo estaba prometida en matrimonio a un Falier, para más, los dos había sido notados en todos los bailes del Carnaval porque no solo no se ignoraban el uno al otro, como acostumbraban hacer la mayor parte de sus coetáneos con los futuros cónyuges dispuestos por las familias, sino que estaban muy bien juntos.

    Ella lo habría esperado, de eso Fabio estaba seguro.

    A pesar de los miedos de ella respecto a las moriscas de oriente que encantaban con pociones o fórmulas mágicas, él le habría sido fiel, de eso estaba totalmente seguro.

    Pero ella lo había rechazado. Y no había venido al muelle para lo que podía haber sido una última despedida.

    -Es feo no tener alguien que venga a despedirte, pero aún peor es que venga una multitud... menos la persona que nos interesa. ¿Me equivoco, señor?

    UN ENCUENTRO EXTRAÑO

    ––––––––

    Esta frase pronunciada con irónica tristeza lo hizo volver

    -¿Me dice a mí? Preguntó.

    -A usted, a mí o como principio general: podría decirlo a cualquiera que parta. ¿Ve a esos hombres?—Y señalaba a los marineros, los remeros, los cargadores, los mercaderes, todos ocupados a bordo y en la orilla, antes de la partida—Ahora están indiferentes, pero al atardecer, cuando estemos en el mar abierto y a la derecha de las galeras se vea el sol sumergirse en el horizonte y no tengan más tantos trabajos que hacer... Estarán todos de acuerdo con esta afirmación. Creo que para usted es el primer viaje y su mente está todavía unida a aquella orilla; pero un barco en el mar es un pequeño universo existente en sí mismo. Cambian las rutas y los cargamentos pero el puente de una nave, de todas las naves, es siempre igual a sí mismo. Discúlpeme, señor, si un pobre médico cabalista judío se permitió conversar con usted, pero sepa... Hasta Bizancio la ruta es larga y aburrida, y conversar alivia el tedio. Mi nombre es Natan Levi y, como le decía, soy judío, médico y cabalista. Para servirle.

    Falier observó al hombre con interés y asombro, por el análisis que había hecho sin que él hubiese proferido una palabra.

    -En efecto, señor... ¿Levi, no?... Concuerdo con usted. Y le confieso que descubrió en pleno mis pensamientos, como si se los hubiese explicado. ¿Sabe? Usted ejercita su vocación de médico en forma excelsa y superior a cualquier médico que haya visto jamás.

    -Señor, solamente interpreté algunas cosas y no hay tratado ni de medicina, ni de teología, que le pueda enseñar a saber lo que un hombre no dice; ante todo, las señales del rostro que, como dice Aristóteles, son el espejo del pasado, del presente y del futuro de un hombre—hizo una pausa, se rascó  detrás de la oreja y siguió algo confundido—sé que lo debe decir también en algún lugar la Torá, porque todo lo que es justo, seguro está en la Torá... Con lo que me es más fácil citar a Aristóteles, que fue un gentil sí, pero con inteligencia. Tal vez debido a la edad, una de las pocas extravagancias que se me permite... Perdóneme, no entendí bien su nombre, señor. Terminó con ironía.

    -Soy noble de la casa apostólica, Fabio Falier, y viajo por negocios con mi tío Tadeo Michiel... Es mi primer embarque, tiene razón, y no dejo en tierra nada que no pueda encontrar a mi regreso, siempre que Dios permita mi regreso.

    -Siempre se hace la voluntad del Altísimo, que todo lo ve y todo lo sabe. ¿Va a Bizancio, joven hijo de Vitale?

    No contestó por la llegada repentina del tío.

    -¡Fabio, partimos! ¡Era hora! ¡Oh! ¡El señor Natan! ¡¿Todavía en viaje?! ¿Pero no está cansado de llevar sus huesos de paseo por el Mediterráneo? ¡Estoy feliz de verlo! Verdaderamente feliz, porque si mi pariente aquí sufriese el mal de mar ahora sé a quién puedo permitirme molestar también en plena noche. ¿Estudia todavía a la humanidad y las estrellas?

    Levi asintió

    -Las estrellas solo de noche, señor Michiel. Y en la bolsa tengo pociones y hierbas medicinales para curar del mal de mar a toda la flota de Don Juan de Austria.

    Fabio sonrió ante aquella mención de Don Juan, el comandante de la flota cristiana en Lepanto: se había dado cuenta que el judío no había hecho un comentario al azar, sino bien calculado para complacer el orgullo del tío. Si no hubiese sido por la llegada de dos togados a la orilla, habría empezado la narración del fatídico 7 de Octubre de 1571; historia que en el curso de los años era siempre igual y mutable, especialmente acerca del número de turcos asesinados por el valiente Tadeo Michiel, número que siempre aumentaba.

    Tadeo ya estaba con el pecho hinchado como si todavía estuviese sobre la galera Capitana en las aguas del Golfo de Lepanto, listo para comenzar el épico relato cuando un

    -¡Señor Tadeo! ¡Cuñado! Interrumpió el comienzo y lo hizo volver hacia la orilla.

    -¡Señor Vitale! ¡Cuñado! ¡Lo saludo! ¡Ah, pero también está el señor Alvise! ¡Procurador Tiepolo, tu siervo!

    -¡Tu siervo, señor Tadeo!—Contestó el procurador—vinimos para saludarlos y para confiarles algunas cartas que espero puedan llegar al banco Querini en el Cuerno de Oro. Y para saludarte a ti, mi querido futuro yerno. ¡Arriba ese corazón, joven Falier! ¡Que está todo bien!

    Diciendo eso guiñó a Fabio, indicando con la cabeza la puerta del palacio ducal.

    Fabio miró velozmente al pórtico y a la altura de la columna de los condenados, la vio. Imposible no ver aquella cabeza rodeada por ese cabello tan rubio que no necesitaban ni un solo minuto en altana (18), y que ninguna cofia de red y ningún velo negro de seda podía apagar o esconder su luminosidad.

    Ella no dio un paso ni movió un músculo.

    Solo cruzaron las miradas. Se miraron por un tiempo que pareció eterno. Y ambos esbozaron una sonrisa que lo decía todo.

    En Casa Tiepolo había ocurrido un desastre desde la tarde anterior, por cuanto Alvise Tiepolo, jefe de una tan prestigiosa casa, rico, poderoso, Procurador de San Marcos, segundo en rango solo al Dux... había tenido que lidiar con un adversario mucho más temible que un batallón de genízaros: su hija, que humilló al prometido esposo pocos días antes y con argumentos perfectos, honestos e inobjetables.

    Ahora la joven estaba toda contrita, pero no arrepentida, por ese gesto de rechazo, y el joven que tenía que embarcarse había perdido el entusiasmo por la partida.

    El joven Falier debía viajar para aprender; pero con la cabeza llena de ardores juveniles no aprendería gran cosa.

    Entonces con el futuro consuegro habían acordado ir al muelle también con Francesca.

    Habían tratado de convencerla, si bien no de la utilidad de aquel viaje, al menos que era justo ir al muelle para despedir a Fabio. Además una futura esposa no podía faltar a la partida de la galera: la gente habría tenido para reírse, y la ciácola (19) en Venecia era el peor de los males.

    Como la luna o la marea, la joven Tiepolo había cambiado de idea sobre aquel paseo, al menos diez veces:

    -Voy, no voy, voy pero me quedo lejos, no parto con él—frase que desencadenó el pánico en toda la familia—  no me quedo en casa, voy, mejor no...

    Hasta que el Procurador de San Marcos se había levantado y había hecho temblar los tres pisos del palacio, atronando con una arenga que hacía hincapié sobre dos cosas fundamentales: su autoridad—patricia, masculina y paterna—y un par de blasfemias bien colocadas.

    No hubo nada más que contestar, después de los gritos de su padre, Francesca no había abierto más la boca; la mañana de la partida, siempre sin decir una palabra, la joven fue a prepararse para el paseo, absolutamente empeñada en el rol de hija devota y obediente.

    En realidad, detrás de los quejidos de molestia y aquella falsa sumisión escondía una inconfesable verdad: no habría podido quedarse en casa sin ir a saludarlo, no podría hacerlo.

    Y ahora estaban allí, sonriéndose a distancia.

    El encanto fue roto por las campanadas del mediodía, una novedad impuesta desde hacía dos años en recuerdo de la victoria en Lepanto. Una bandada de pichones se había levantado en vuelo, y los tres hombres se habían puesto de  acuerdo juntos, respecto al trabajo, con algunas cartas de crédito y otras misivas, probablemente terminado verbalmente, relativo a cuestiones de Estado porque aprovechando las campanadas, el tío Tadeo se separó del grupo de notables y fue a golpear la robustez de la espalda del sobrino con uno de sus afectuosos manotazos.

    -¿Viste? ¿Ahora estás tranquilo, verdad? ¡Te dije que vendría! ¡Cómo te envidio, nevódo! Si no estuviese prometida a ti, ¡tendría yo un pensamiento, para la pequeña Tiepola!

    Natan Levi mientras tanto se sentaba en un barril dando vueltas y vueltas las cartas del tarot y todos ya estaban listos para zarpar. Los clientes de los transportes ya habían controlado el alojamiento de las mercaderías, los buonavoglia se escupían en las palmas de las manos y empezaban a prepararse los remos y los mapas.

    Se despidieron con abrazos inclinados y las habituales recomendaciones; el más joven tenía todavía la mirada vuelta hacia el palacio: ahora que la galera se separaba de la orilla, la figura tan deseada estaba de espaldas, la espalda un poco doblada y la cabeza inclinada. Le pareció que el cuerpo estaba sacudido por sollozos, y sintió que se le rompía el corazón en el pecho.

    Habrían pasado años antes de sentir otra vez un sentimiento parecido, esta vez estaba dentro del palacio ducal, apoyado en la balaustrada del piso de las logias mirando otra vez la espalda de una figura que bajaba la escalera de los gigantes, sollozando.

    Y otra vez esa lágrima, otra vez el deseo de bajar y otra vez algo que se lo impedía, y la sensación de que si hubiese bajado, en ambos casos habría sido inútil.

    Abrió los ojos y miró el vidrio, la niebla y otra vez el reflejo del viejo que se le parecía con un collar en la mano. Sonrió, no sabía ni por qué estaba sonriendo y esto lo hizo estallar en una carcajada. Levantó el collar mirándolo. Esmeraldas perfectas que a pesar de los años y todas las manos que lo habían tocado habían permanecido puras y transparentes.

    Él no, no había permanecido puro; ni mucho menos transparente.

    Pero puro todavía lo era, en aquel lejano día de 1573 cuando ayudada por la marea, la acción vigorosa de los buonavoglia llevaba la flota de galeras hacia la boca del puerto.

    Distinguía en el límpido aire las islas de la laguna que parecían flotar sobre las brillantes olas, al ritmo del tambor y de los músicos que permitían al unísono la inmersión de los remos en el agua.

    El comandante lo estaba acompañando arriba y debajo de la gran galera capitana para enseñar el pequeño universo que ésta representaba.

    Tío Michiel conocía bien a aquel Pablo Zen que comandaba la galera. O para mejor decir que representaba, en realidad, las manos del comandante, mucho más experimentado que el hijo de un Senador—como eran casi todos los Comandantes—que con mucho gusto dejaban que el directo sometido, desarrollase todos los procedimientos y tomase las oportunas decisiones.

    Zen le estaba explicando que todas las galeras eran iguales, porque las piezas se hacían todas de la misma forma y después se ensamblaban o remplazaban velozmente. Era interesante, pero Francesca estaba en Venecia. Y lloraba porque él había partido.

    Zen explicaba también cuánto ahorro había en aserrar los troncos de una forma, más que de otra. Era interesante, pero él había partido y Francesca lloraba. Y había quedado en Venecia.

    Trató de distraerse. Algo le atrajo más que otras cosas: el color, que parecía cubrir cada objeto para preservarlo del agua. También las zonas destinadas a las bestias del matadero en una curiosa casa de fieras colocada a un lado del puente, emanaba una sensación pegajosa... y también un desagradable olor que pronto aprendió a evitar regulándolo según la disposición de las velas para ver hacia dónde soplaba el viento.

    -El costo de toda esta gente es elevado, pero ningún pirata, infiel turco o peor aún, algún pirata genovés osaría atacar una flota con tales galeras. Afirmaba orgulloso Zen, enseguida secundado por el tío,

    -¡Verdad! ¡Y ya mostramos a los turcos la potencia y la habilidad de nuestra Armada!

    Pasaron cerca del novísimo fuerte de San Andrés (20) y fuera de la protección de la boca del puerto, el mar, en un instante, empezó a encresparse cada vez más y a tomar un azul intenso.

    Casi en contraste con el oscurecerse del mar, las galeras comenzaron a henchir las blancas velas y a moverse cabeceando con ritmo majestuoso.

    Fabio pensó que el viento era a causa del orgullo de los comandantes y los veteranos que parecían competir por quién disparaba más; pero quizás era así que se pasaba el tiempo  en una nave.

    Dando vueltas por la nave notó bajo cubierta una pila de armas.

    -Señor Zen, ¿Por qué tantas armas? Preguntó curioso, puesto que parecían más de cuantas eran las manos de los arcabuceros y los arqueros a bordo.

    -Esos son para el caso de un ataque, señor Falier, todos tendremos que armarnos. Remeros, peregrinos, comerciantes. Todos serán empujados por una genuina furia porque los cobardes no pueden escapar si no es tirándose al mar. Y entre una muerte segura yendo a alimentar peces e intentar dar a los peces como  pasto a los piratas, bueno... la elección es una sola.

    -La elección es una sola, repitió Fabio al mar cuando subieron al puente. Se sentó sobre un barril a mirar el horizonte. Estaba allí mirando las olas, casi hipnotizado, viendo el cabeceo de las naves compañeras de viaje, los picos de proa se levantaban y bajaban, a veces sincronizándose  y a veces alternándose.

    Veía un enjambre de hombres que a la distancia parecían hormigas.

    Cuántas veces, en los días de las interminables reuniones en Casa Falier entre los compañeros del padre que prohibían todo juego que implicara levantar la voz más del ruido de un suspiro, había permanecido horas observando las hormigas en el inmenso corredor que atravesaba toda la planta baja. Se tiraba en tierra, el mentón apoyado en los antebrazos y seguía a una, luego a otra, hasta no distinguirlas más como individuo solo, sino como una entidad conjunta responsable de la comunidad de todas.

    Ellas seguían el mismo camino: sin carga a la ida, y al regreso cargadas de migas,  semillas, pequeños palitos que eran más grandes que ellas. Les desviaba el camino con un trocito de madera, pero ellas volvían a seguir siempre el mismo recorrido.

    La elección es una sola, pensó entonces; pero al parecer lo había pensado en voz alta porque el médico judío se había materializado a su lado y le contestó.

    -La elección es una sola porque la lógica es uno de los mejores dones que nos dio el Altísimo siempre para su gloria. Pero lógica y libre elección son solo anclas de la voluntad superior del Altísimo mismo. Si un día a alguien se le ocurre hacer algo, lo más estúpido, irracional y perjudicial que puedas pensar... bueno, mi querido joven señor... ¡eso es lo que te espera allá arriba! El propio destino lo haces tú pero solo porque Aquel que todo lo ve en el presente, pasado y futuro lo permite, y es lo que ha prescrito. Quizás el poder elegir, el deber elegir y la sanción más pesada de la expulsión del Edén, mucho más que el trabajar con el sudor de la frente, es el dar a luz con dolor... Teniendo la intención de ser claro—rió fingiendo embarazo—prefiero la condena de elegir, que la de dar a luz.

    Fabio Falier pareció despertarse de golpe y asumió la misma expresión de cuando el tío Tadeo le golpeaba los omóplatos.

    -¿Cómo dice señor Levi? Porque estaba distraído y no seguí su comentario lógico... ¿Usted cree en el libre albedrío o en la predestinación?

    El judío tenía la expresión de un hombre sin edad:

    -Uno no excluye a la otra... pero no podría explicarle el por qué... ¿Qué puede saber un cabalista... y médico... sobre el método de explicar algo del género puesto que ni en la Sorbona, en Bolonia o en Padua logran sacar la araña del agujero? ¿Y usted en cambio qué cree, joven señor?

    -Yo creo que el hombre puede ser autor de su suerte, señor Levi. Si Dios quiere, de hecho, como dice usted.

    -Señor, estoy feliz por usted, que puede permitirse una afirmación de ese tipo... Pero tenga en cuenta que usted tiene el privilegio de afirmarlo tanto como es verdad que un villano o cada uno de estos hombres comunes aquí en la nave se le reirían en la cara al escucharlo; homo faber fortunae suae (hombre de fortuna), no por nada es un lema en latín que los simples, los pobres, los ignorantes, no entienden; y tal vez es mejor así—luego, como temblando por el discurso, se arregló su ropaje rojo y se levantó—bueno señor, el viaje será largo, no podemos desperdiciar los argumentos para una charla, todo el mismo día, en retrospectiva llegaremos al Archipiélago (21) y haremos alarde de aburrimiento, incluso solo para augurarnos el uno al otro un feliz día. Nos vemos más tarde.

    Levi se despidió y se sentó. Falier arrugó la frente: el judío lo había golpeado de nuevo.

    No, nunca había interpretado el lema homo faber fortunae suae como una prerrogativa de nacimiento, por otro lado lo había leído en el libro de aquel erudito, ese Juan Pico de la Mirándola que todavía era un Conde...

    Y sí. Era una prerrogativa, solo de quién podía—y debía—elegir. No siempre era una ventaja: elegir implicaba una responsabilidad, y a veces pesaba.

    Para no seguir pensando había ido al encuentro del tío y se había puesto a hablar de negocios.

    Se enteró que las naves transportaban plata, algo de madera, muchos paños de lana trabajados, lámparas de vidrio de Murano para las mezquitas que serían luego decoradas por los artesanos turcos.

    -Lo importante—afirmaba el héroe de Lepanto—es que tú harás el conteo con papel y lapicera - trazando en el aire con las manos dos bandas con el pulgar y el índice bien amplias.

    -De esta forma los gastos, y las sumas totales. A la derecha las ganancias, y hacer los totales. ¡Algo de suma y está hecha! Y cuídate bien que la columna a la izquierda debe ser siempre inferior que la otra. Si no, es mejor que uno se quede en casa.

    En casa... quién sabe cuándo. Esta vez no eran seguros los meses de verano en la villa, aquí se trataba de comerciar y mientras supieras de alguien a quien le sirviera algo que tuviéramos,

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