Salmuera
Por Natalia Chávez
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Natalia Chávez
Natalia Chávez Gomes da Silva (1989) Nació en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Es narradora e investigadora. Se formó en Comunicación Estratégica y Corporativa en Bolivia. En 2010, ganó el Premio Nacional de Literatura del Gobierno Municipal de Santa Cruz con su libro de cuentos Humedad. Sus historias han sido publicadas en revistas literarias de España, Chile y Colombia. En el 2019, obtuvo la Maestría en Escritura Creativa becada por la Universidad de Nueva York. Los cuentos que componen Salmuera (Mantis 2019) fueron escritos en la extranjería.
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Salmuera - Natalia Chávez
Colección Mantis
Dirigida por Magela Baudoin y Giovanna Rivero
La difusión de este libro en Bolivia contó con el auspicio de la Fundación Simón I. Patiño
Tapa: collage de Rael Brian (fragmento)
© Plural editores, 2019
© Natalia Chávez Gomes da Silva, 2019
Primera edición: mayo de 2019
dl: 4-1-1109-19
isbn: 978-99954-1-912-7
Producción:
Plural editores
Av. Ecuador 2337 esq. Calle Rosendo Gutiérrez
Teléfono: 2411018, casilla 5097, La Paz, Bolivia
e-mail: plural@plural.bo / www.plural.bo
Impreso en Bolivia
Conversión gestionada por:
Sextil Online, S.A. de C.V./ Ink it® 2020.
+52 (55) 52 54 38 52
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Lo que madura por completo puede pudrirse.
La hora de la estrella, Clarice Lispector
Índice
Aferrar
Garganta
Refracción
Salmuera
Mejor no hablar de ciertas cosas
Lo familiar
Flotando
La superficie
Tía
Deriva
Aferrar
Vanessa rebuscó en las bolsas de basura que había llevado a la calle el día anterior y sacó la colilla de cigarro más larga que encontró. Con la mano derecha, en cuyo reverso tenía un morete oscuro del tamaño de una ciruela, enderezó la colilla, sopló sobre ella, se la metió a la boca y la encendió. Su cabello estaba sucio; olía a grasa y cama porque no se había bañado desde hacía tres días. Temblaba al fumar y en cada aspirada del cigarro sentía el humo reptar por su garganta áspero y reconfortante.
Era casi la medianoche del sábado. Hacía un poco de frío cada vez que la brisa de la madrugada pasaba como si el cielo diera lametazos. Vanessa había salido a la calle después de haber dado vueltas en la cama por más de una hora. Al cerrar los ojos para tratar de dormir, la golpeaba la imagen del sobre vacío en que Álvaro le había dejado dinero antes de irse a vivir a Perú.
Vanessa escribía listas sobre lo que podía. Es decir, todo. Cosas para comprar, películas para ver, calles que le gustaban, razones por las cuales no quería a su familia. Escribía, pensaba, para poder seguir con los ojos un hilo material de tinta, de forma que la mirada no tuviera la tentación de perderse en el vacío. Sus listas, así, eran una forma de garantía intrapersonal de que había registro físico de las cosas que pasan por su cabeza, documentos que podrían ser usados como pruebas en su contra algún día en que se pregunte ¿A dónde se fue el tiempo?
. Ahí. A un archivo.
Últimamente sucedía que, al escribir, por ejemplo, comprar algodón, en su lista de pendientes, la mano se iba posesa en varias palabras más a continuación de esas, diciendo: para limpiarme la cara y las uñas de la suciedad que ha quedado de ese día en que aplasté al pollito. Lo cual había sucedido cuando ella tenía diez años.
En otra lista había escrito lavar la ropa, y la mano continuó: porque la camisa roja que usé la vez que pasé la noche con Pablo está sucia de nuevo. Eso había pasado en el colegio, cuando tenía catorce.
Vanessa miraba extrañada su mano escritora. Llegó a tener que pellizcarla con la izquierda para detenerla. También se había apretado los dedos entre sí hasta que la presión de los anillos con los huesos había bloqueado la circulación de la sangre hasta las puntas, blanqueándolas y enfriándolas. Incluso había cerrado la puerta sobre la mano para amedrentarla. Aún lastimada, la mano seguía apta para vomitar cosas.
El cigarro estaba tan corto que, por costumbre, lo fumó sin darse cuenta de que ya se había acabado el tabaco. Sintió una quemazón en los labios y los dedos cuando el inicio del filtro se incendió. Lo alejó rápidamente de su boca, pero lo mantuvo en su mano un momento. Cerró sus dedos sobre él y lo apagó así, ahogándolo contra las almohadas de su palma.
Por esos días se habían cumplido dos años desde que se había salido de su casa para ir a vivir con Álvaro, a los diecisiete.
La noche en que se fue, lo había hecho a escondidas o casi: en la madrugada, tratando de no hacer ruido y solo con un par de maletas. Es posible que su padre hubiera estado viendo desde la ventana de su cuarto en el segundo piso sin decir nada. Nunca la trataron de traer de vuelta o conocer su ubicación exacta y prácticamente no habían hablado más desde ese día.
Papá me desprecia / Mi cuarto es muy rosado / Rodrigo no seca su pis del inodoro / Los vecinos son muy borrachos / El aire acondicionado no funciona / En la sala hay una foto con mamá.
Había conocido a Álvaro un año antes de irse, a los dieciséis, en una fiesta de los amigos de su hermano en casa. Esa noche ella había ido hasta la cocina para comer avena con leche porque no podía dormir. Cuando pasó por la sala, él estaba ahí sentado, mirando un libro que había sacado del estante. Le dijo Hola
a Vanessa y recorrió dos veces sus piernas con la mirada, desde los pies hacia lo que se podía ver del muslo, es decir, hasta el borde de su camisón. Vanessa respondió el saludo. Aún sentado, Álvaro se veía alto. Sus piernas y brazos largos armaban una estructura expuesta de varas metálicas en el sillón. Un puente de hierro. La pirámide del Louvre sin los cristales. Una torre eléctrica en medio de un campo que se ve por la ventana del auto en el trayecto entre dos lugares. Como su hermano, tenía veintiocho años. La piel estirada de su rostro lleno de ángulos lo confirmaba de alguna forma, con pocas pero evidentes líneas y surcos importantes alrededor de los labios y en las esquinas exteriores de los ojos. Se deshizo e hizo nuevamente la cola de caballo para que el camisón subiese. Los ojos de Álvaro continuaron sobre ella y su boca se había abierto ligeramente. Vanessa pensó en un perro galgo. Ella siguió a la cocina sintiendo el cosquilleo de poder que le había generado esa mirada.
Unas semanas después, Álvaro había vuelto a esa casa por otra reunión de amigos y desde el jardín había visto a Vanessa pasar por una ventana del piso de arriba. Subió y siguió la música que salía de la única puerta abierta. Era una canción lenta; la voz se montaba a una guitarra acústica muy triste. El sonido salía de ese cuarto como el humo satinado que se usa para comenzar un show de magia. Fue tras él y llegó a la entrada del cuarto, se apoyó en el marco.
—¿Qué canción es?
Vanessa, que estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas en modo meditativo, con los pies debajo de sus muslos, levantó la cabeza molesta. Estaba separando hojas en tres pilas distintas. Álvaro no parecía darse cuenta de que la sonrisa que le mostraba no era una sonrisa, sino una mueca calculadamente fría.
—Alfonsina y el mar.
Se metió al cuarto y, mientras recorría con la mirada las paredes y las superficies, continuó hablándole. Le preguntó en qué curso estaba, qué iba a hacer en las vacaciones y qué había hecho esa semana. Vanessa respondió a las preguntas desde donde estaba. Álvaro dijo te ves muy bien concentrada
. Vanessa sonrió por lo común de la frase. Lo miró un instante antes de volver a los papeles y decir ¿Me alegro?
.
Empezaron a salir a escondidas de su padre y de su hermano, quienes eventualmente se enteraron. Una vez los había escuchado hablando de ella y de que no demoraría en embarazarse pero que qué más daba. Los padres de Vanessa se habían separado cuando ella tenía cinco años. Su mamá había estado viendo a alguien más en ese entonces, así que pidió el divorcio, se casó de nuevo y se mudó a otra ciudad sin preguntar si alguien quería irse con ella.
Eso cambió mucho a su papá. Antes, cuando caminaban, envolvía con su mano la de Vanessa. Era un encaje perfecto y seguro en el que ella se olvidaba de prestar atención alrededor suyo; podía abstraerse mirando el cielo, la basura en el piso, una muñeca en la vitrina de una tienda que pasaba a su lado. No tenía que ver por dónde iba. Los domingos, lavaban el auto y terminaban empapados al final de la tarde cuando el sol ya estaba en la transición celeste hacia la noche. Una ducha caliente y a dormir después de un gran día.
Después de la separación, su papá se fue alejando de a poco, como si Vanessa fuera un tótem que representaba a las mujeres que al tocar un corazón lo rompen.
Al dejar su casa, Vanessa dejó el colegio. Fue una de las primeras cosas que había dicho Álvaro la vez que, desnudos sobre la cama de un alojamiento, había fantaseado en voz alta con que vivieran juntos. "Tendrías que dejar de ir