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2044, Pandemias
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Libro electrónico313 páginas4 horas

2044, Pandemias

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El 2020 siempre será recordado como “aquel año”. Justo antes de que estalle la pandemia mundial del coronavirus y la COVID-19, aparece en el valle de Lozoya un adolescente con el cuerpo quemado, los huesos rotos y muchas preguntas sin respuesta. El misterioso paciente esquiva a la muerte gracias a los cuidados de la doctora Martina Valtierra, con quien entraña una relación muy especial que marcará su destino. Por su parte, el doctor en física Francisco Simón trabaja en el desarrollo de un invento que cambiará la historia para siempre. Pero el doctor no conocerá la verdad hasta el año 2044, cuando el planeta se enfrente a un nuevo virus letal que desatará la segunda pandemia del siglo XXI.

La expansión de letales virus sirve de marco narrativo en esta novela de ciencia ficción basada en hechos reales, y que imagina la realidad que podría llegar tras la nueva normalidad.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 nov 2020
ISBN9798699811847
2044, Pandemias
Autor

Jorge Calvo De Mora

La comunicación y las relaciones internacionales son mi campo profesional. Interesado por el arte y a la fotografía. Aficionado a la escritura. Me encanta aprender idiomas y conocer a gente de diferentes culturas.

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    2044, Pandemias - Jorge Calvo De Mora

    2044, Pandemias.

    Jorge Calvo de Mora Solórzano

    Copyright © 2020 Jorge Calvo de Mora Solórzano

    Todos los derechos reservados.

    GGKEY: BXE3J925SWJ

    A Jorge y Carlota. A Lucía y Nicolás. A toda mi familia. A Mariano, siempre.

    A George Orwell, Arthur C. Clarke e Isaac Asimov, por los universos tan geniales que creasteis.

    Parte uno

    1. El Pastor

    Era un día soleado y frío de enero. Los relojes marcaban las trece. Perico, con el cuello estirado y la barbilla arrugada en su esfuerzo por intentar ver más allá de los montes, se quedó con la mente en blanco. Fueron sólo un par de segundos en los que no pensó en nada. Le pareció, además, que en sus tímpanos resonaba un latigazo. Una ráfaga de aire lo devolvió de un plumazo a los prados.

    Perico era uno de los últimos pastores de la zona. Los demás jóvenes de los alrededores no se interesaban por algo tan poco glamuroso como pasar frío con los animales. Antes era ganadero, pero cuando su padre falleció, decidió hacerse cargo de sus ovejas, unas doscientas rubias del molar, un ejemplar en peligro de extinción igual que la profesión misma. No necesitaba nada más en la vida: su rebaño, su perro, y la absoluta tranquilidad del valle de Lozoya que invitaba a pensar que el tiempo se había detenido.

    Los balidos de las ovejas llenaban todo el aire. Para el pastor, todo ese incansable ruido era como una dulce nana. Si afinaba el oído conseguía apreciar a lo lejos el rumor del paso de los riachuelos y las cascadas. Las vistas eran espectaculares, el Pico de Peñalara coronaba un hermoso valle que olía a cantueso cuando llegaba la primavera. La pradera se adornaba con fresnos cubiertos de escarcha y en el terreno se alternaban franjas blancas y nevadas con franjas de verdosos hierbajos helados.

    La invernal estampa regalaba reposo y tranquilidad, pero la nariz del perro de Perico rompió repentinamente la calma con un insistente olfateo al frío aire.

    — ¿Qué pasa Chico? ¿Qué hueles? —preguntó el pastor extrañado.

    El gigantesco mastín de color blanco y mostaza lanzó hacia el gélido ambiente un tremendo ladrido. El sonido retumbó entre los montes. El hocico del cánido emitía un pastoso vapor a causa de las bajas temperaturas. Perico se asombró al ver a su fiel amigo emitiendo lo que parecía una clara señal de alarma. El perro ladró dos veces más, insistiendo en su intención.

    Perico levantó la mirada con el fin de descubrir lo que inquietaba al animal. Miró a su alrededor con temor de que el perro hubiera detectado el rastro de algún lobo. En el año anterior, el recién despedido 2019, los ataques de los feroces animales se habían cobrado la vida de doce de sus ovejas. Antes no era así, pero desde hacía un tiempo los lobos atacaban a plena luz del día. Oteando al horizonte, se extrañó de no haberse percatado antes de que el suelo por delante de él parecía estar derretido, con la helada hierva aplastada, como si formara pequeñas ondas. Sintió entonces el bocado del perro en su pantalón tirando de él, que le alejó de sus pensamientos.

    El perro se dio por vencido ante la pasividad y la falta de reacción de su dueño y salió disparado como un cohete. Perico echó a andar rápida e instintivamente tras él, mientras el animal ladraba y corría por la pradera. Los ladridos cesaron y el perro se detuvo ante unos arbustos secos que parecían humear ligeramente y que estaban muy alejados del ganado. Su cola se veía entre los matojos, agitándose nerviosamente ya que el animal saltaba exaltado de un lado a otro.

    — ¿Qué es? ¿Qué has encontrado? —preguntó Perico con la respiración un poco comprometida por el esfuerzo de la carrera.

    Cuando alcanzó a ver lo que su perro le quería mostrar, un escalofrío erizó todos los pelos de su cuerpo. Los ojos del pastor Perico se abrieron y su cuello comenzó a temblar ante lo que tenía delante. Sobre finas ramas humeantes se encontraba el cuerpo desnudo y quemado de un joven muchacho.

    — ¡Por Dios bendito! —acertó a murmurar Perico cuando logró asimilar su visión—. Era un hombre muy religioso, y en cualquier otro momento se hubiera santiguado al pronunciar esa frase. Pero en ese preciso instante todo su cuerpo estaba totalmente rígido, inmóvil.

    El mastín dirigió un ladrido seco a su dueño como si su propósito fuera zarandearle de algún modo y que reaccionase. El pastor se acercó y observó horrorizado la grisácea y huesuda figura que se situaba a sus pies. Era una como un cadáver de piel chamuscada y llena de ampollas que yacía en el suelo con las extremidades dobladas en ángulos extraños. Parecía que le hubieran lanzado desde el cielo. Se trataba de un muchacho muy joven, adolescente, pero de cuerpo adulto, alto y extremadamente delgado. La huesuda cabeza tenía mechones de pelo muy corto y congelado, esparcidos entre innumerables ampollas. No se apreciaba signo alguno de vida.

    Perico tomaba vertiginosas bocanadas del frío aire. La agitación le impedía pensar y no podía apartar la mirada del cadáver. Repetía una y otra vez: ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Santo Dios!; un infinito mantra que sólo interrumpió al deducir que debía llamar a las autoridades, a la Guardia Civil, a la policía o a quien fuera. Metió la mano en su bolsillo buscando su viejo teléfono móvil. Marcó instintivamente el uno, el uno, y el dos en cada una de las teclas del aparato sin que ningún número se pasara realmente por su mente, y sin dejar de mirar el cuerpo del adolescente ni una décima de segundo.

    — Servicio de Emergencias de la Comunidad de Madrid, ¿dígame? —dijo una femenina y metálica voz desde el teléfono.

    En ese instante, todo se detuvo por un momento cuando súbitamente, los finos párpados del muchacho dejaron ver sus gélidos y grisáceos ojos y su boca se abrió en una convulsión que ahogó un grito. El móvil de Perico se deslizó desde su mano hasta la hierba que pisaba. El sonido de los balidos y los ladridos se diluían en un rumor hueco y lejano, mientras que el pastor y el cadavérico muchacho se atravesaban mutuamente con una mirada de auténtico terror.

    2. Malas Noticias

    Los ojos de la doctora Martina Valtierra recorrían los titulares del periódico con desigual atención, según el tema y la sección. Tomaba sorbos de un amargo café en un vaso de plástico del que sobresalía un palito de madera. La sala de descanso estaba vacía, y Martina saboreaba el silencio. En la mayoría de los días del año resultaba difícil encontrar un momento de calma en el madrileño Hospital Universitario La Paz. Sin embargo, el hecho de pasar de guardia la víspera del día de los Reyes Magos daba algo de margen para conectar con el mundo exterior. Martina pasaba media vida en el trabajo y sin tiempo para hacer nada, por lo que la lectura de noticias era un momento de placer indiscutible para ella.

    La actualidad política la ignoraba en seguida, no le dedicaba mucho tiempo y no tenía ningún interés para Martina. Cómo doctora de la unidad de grandes quemados, su realidad estaba muy alejada de los gobernantes y poderosos. No tenía una ideología definida y como decía siempre, era una mujer políticamente impermeable. Ni siquiera le interesaba mucho las batallas por el poder y los tronos en su entorno más cercano, en su propio hospital. Lo suyo era cuidar a los pacientes, que sobrevivieron a toda costa, y acompañarlos en cada momento posible. Le rendía cuentas a su jefa, la Doctora María Dolores Gil-Sierra, y poco más.

    Martina, de treinta y nueve años, siempre tuvo un carácter tremendamente empático. Por eso la dureza de su trabajo le compensaba: era adicta a la gratificación de ayudar. Cuando empezó a estudiar nunca imaginó que terminaría trabajando en la Unidad de Quemados, ya que ni si quiera sabía en qué área especializarse. Pero tras ocho años en aquella división del hospital, no querría estar en ninguna otra parte. Cuando empezó, entendió muy pronto la diferencia entre estudiar sobre quemaduras y tener que curarlas. Siempre recordaría la primera vez que trató a una paciente con quemaduras de tercer grado en todo su cuerpo. Vomitó y pensó que no podría volver a entrar en el quirófano nunca, pero volvió a entrar y siguió aprendiendo.

    Martina estudió medicina por convicción. Nunca destacó por ser brillante, pero si por su constancia, compromiso y terquedad. Tenía carácter; mucho carácter. Los tonos azules de sus ojos daban cuenta de su mal genio ya que se mezclaban como mares enfurecidos. Pero era una mujer generalmente serena y relajada que evitaba los enfrentamientos mientras no fueran imprescindibles. Detestaba las broncas y la frenética velocidad del mundo actual.

    Martina se recogió el cabello en un moño que sujetó con uno de los bolígrafos que llevaba en el bolsillo de su bata. No le gustaba que el pelo se le pusiera por medio de la cara mientras leía. Disfrutaba mucho pasando las hojas del periódico, a veces incluso con la mente en blanco y sin leer ni una sola palabra. Mientras repasaba la sección de salud, una noticia llamó su atención y se tocó el labio con el dedo índice. Se acercó a los ojos la esquina superior del periódico para leer mejor una noticia minúscula en un océano de palabras:

    La OMS informa de un brote de neumonía atípica en China.

    Las autoridades del Gobierno chino han reportado un brote de neumonía anómala localizado en la ciudad de Wuhan, en la provincia de Hubei. Por el momento no se ha producido ningún deceso, según informó la Organización Mundial de la Salud en su cuenta oficial de Twitter el 4 de enero. La OMS ha declarado que se están llevando a cabo las investigaciones pertinentes con el fin de determinar la causa de esta enfermedad.

    Martina se retrotrajo hasta el año 2002 cuando leyó en internet una noticia parecida. En ella se informaba también de un brote de una extraña neumonía en una provincia china cercana a Hong Kong. Los contagios se multiplicaron y expandieron en aquel año por todo el continente asiático. Para cuándo se apaciguó la plaga de infecciones, la epidemia era conocida como la del SARS (siglas en inglés de Síndrome Respiratorio Agudo Grave), una neumonía atípica causada por un coronavirus denominado SARS-COV. Al comparar ambas noticias Martina pensó que a veces el tiempo parecía repetirse cíclicamente. Aquella información de los primeros días del 2020 era la originaria mención en redes sociales de lo que sería la primera gran pandemia mundial del siglo XXI, la de la enfermedad COVID-19". Todas aquellas siglas anglosajonas tenían en común que anunciaban muerte y sufrimiento. Martina no podía ni sospecharlo en aquel momento.

    Por la puerta de la sala de descanso asomó la cabeza Jacobo Salvador. Un chico tremendamente alto (muy cerca de los dos metros), delgadito, pero fibroso. Siempre iba peinado con la raya al lado derecho, y con tanta gomina que parecía llevar un bisoñé. Era un chico tímido y aún estudiante universitario en prácticas. Estaba recién salido del cascarón en un ambiente muy hostil. Tenía buena intención, pero tras dos meses en la Unidad de Quemados aún mantenía una inusual aprensión. También vomitó en su primera vez atendiendo a un paciente grave, y no volvió a entrar a un quirófano hasta dos días después.

    Martina, hemos recibido un aviso —anunció Jacobo, apartando a la doctora de sus reflexiones.

    Martina dobló el periódico y lo dejó en la pequeña mesa donde reposaba su café. Bebió los últimos sorbitos del vaso, y cerró el puño parra arrugar el plástico en su mano. Se puso de pie, se colocó la cinturilla de su pantalón y se dirigió a la puerta con aire decidido.

    — ¿Qué tenemos? —preguntó Martina mientras recorría el pasillo del hospital con Jacobo a su lado.

    La cara del estudiante en prácticas era un poema. Cuando traían a algún paciente de urgencia se tensaba. Era curioso ver a un chico tan alto de estatura y tan menudo de actitud.

    — Viene el Servicio de Emergencias de Sierra Norte. Traen a un chico de unos quince o dieciséis años, con quemaduras de segundo grado. Está consciente por el momento.

    — Qué lástima, qué joven —lamentó Martina—. ¿Sabemos que le ha pasado? ¿Un incendio, un accidente…?

    — No, no lo sabemos aún. Solo han comunicado que le encontraron así en mitad del campo —contestó el joven pupilo.

    Martina se detuvo en una estancia con un pequeño fregadero seguida por Jacobo. Se lavó concienzudamente las manos y el agua del grifo bailaba con pequeñas gotas de tinta negra y con burbujas de jabón. Se secó las manos y se puso unos guantes de látex de color azul. Jacobo repetía sus acciones. Era casi como un patito siguiendo a su mamá pato. Salieron juntos y recorrieron otro pasillo. Llegaron a la recepción de la Unidad de Quemados, que se ubicaba en la tercera planta del hospital.

    — Elena, parece que entramos directamente a quirófano. ¿Con cuál contamos? —preguntó Martina a la joven auxiliar que se ocupaba de la recepción de la unidad.

    — Quirófano dos —dijo Elena sin mirar si quiera a Martina. Se subió con el dedo índice sus grandes gafas de estilo retro mientras escribía en su ordenador.

    — Vale. Por favor, ve avisando a los del banco de piel. Evaluaremos primero si es posible hacer homoinjertos.

    Elena asintió y se dispuso a llamar por teléfono. Mientras esperaba la llegada del paciente junto a Jacobo, Martina recordaba su truncado deseo de pasar la víspera del día de los Reyes Magos sin mayor incidencia. Al fin y al cabo, el día de Nochevieja solía ser el peor de toda la época navideña por el uso generalizado de pirotecnia, pero el cinco de enero tendía a ser la mar de tranquilo (y ese día, además, coincidía que era domingo).

    El pasillo que unía la recepción con el resto de la planta acababa en un ascensor. Allí, esperaban ver aparecer en cuestión de minutos al equipo de emergencias. Cuando las puertas se abrieron, Martina y Jacobo fueron a su encuentro. Un hombre alto, con gran barriga y larga barba y un chico menudo y de pelo lacio arrastraban una camilla por las puertas del ascensor. Vestían con el uniforme del equipo de emergencias con un chaleco de color amarillo fluorescente. El hombre de la barba, Manolo, era viejo conocido de Martina. Miró a la doctora y torció la cabeza, indicándole la delicadeza de la situación. Al acercarse a la camilla, la cara de Jacobo tornó a un color blanquecino.

    Martina observó perpleja al paciente. Su cara dibujaba un gesto de pánico y agonía. Tenía abiertos los ojos, de un gris azulado, pero no focalizaba en nada, como si estuviera cegado. Tenía el cuerpo cubierto con una sábana térmica y nada más.

    — Martina, ¿cómo estás? —saludó Manolo.

    — Hola Manolo, ¿qué tenemos? —preguntó Martina sin levantar la cabeza y dirigiendo su mirada al joven paciente.

    — Es un varón de unos quince o dieciséis años con quemaduras de segundo grado, alrededor del setenta por ciento de su cuerpo.

    Martina levantó ligeramente la sábana que cubría al muchacho y asomó la cabeza por debajo para evaluar su estado. Lanzó al aire un chasquido con la lengua, en un gesto que pretendía confirmar el diagnóstico. Sacó del bolsillo de su bata una pequeña linterna en forma de bolígrafo y examinó las pupilas del paciente. Tenía las corneas dañadas y su respuesta pupilar era muy limitada. A Martina le sorprendió mucho que el muchacho estuviera completamente desnudo. Era algo inusual, pero representaba una ventaja para tratar a un paciente con ese tipo de quemaduras. Retirar trozos de la tela de la ropa cuando está casi fundida con la piel es un proceso doloroso para los pacientes y muy complicado para los profesionales médicos.

    — Presenta quemaduras eléctricas además de por llamas. Tiene un ligero traumatismo craneal y parece que tiene fracturas en ambos radios y ambas tibias.

    — ¿Algún cuerpo extraño? —preguntó Martina mientras seguía examinando ocularmente al adolescente.

    — Parece que no, y no se aprecian hemorragias. Ha estado todo el rato consciente, aunque en estado de shock y muestra principio de hipotermia.

    El traqueteo de las ruedas de la camilla plegable de la ambulancia contra el suelo acompañaba la conversación. Según avanzaba se escuchaban chasquidos metálicos de las patas.

    — ¿Y qué le ha pasado? —preguntó Martina.

    — Aún no lo sabemos. Lo recogimos en el valle de Lozoya. Nos dieron la alarma porque un pastor de por allí lo encontró tal como le ves.

    — ¿Ha habido algún incendio o explosión en la zona? —preguntó Jacobo con afán de aportar algo a la circunstancia y parecer más profesional. Iba delante de la camilla, abriendo las puertas a su paso, y dirigiendo la comitiva a la zona de quirófanos.

    — No, ninguna alerta.

    Martina quiso apartar de su cabeza la causa de que aquel muchacho estuviera medio muerto. Sólo pensaba que era un milagro que pudiera estar consciente en esas circunstancias.

    El equipo médico entró en el quirófano. Contaron hasta tres y pasaron al paciente de la camilla a la mesa de operaciones recogiendo al joven con la sábana inferior y tapándole con la sábana térmica que le cubría.

    — ¿Sabemos su nombre? —preguntó Martina. Siempre le gustaba saber a quién se dirigía y a quien estaba tratando.

    — No tenemos identificación por el momento. La Policía y la Guardia Civil están en ello —contestó Manolo relajando un poco la espalda. Su trabajo terminaba en ese punto.

    Dos compañeros de Martina entraron en el quirófano y saludaron vagamente. Mientras uno hablaba con Manolo, el otro comenzó a preparar el instrumental. Martina dobló ligeramente la espalda, y agachó la cabeza para dirigirse al paciente antes de anestesiarle.

    — Hola. ¿Me oyes? ¿Cómo te llamas?

    Por un momento, pareció que el joven paciente reaccionó al oír la voz de Martina. Empezó a balbucear. La doctora se sorprendió de la fortaleza del chico y de que intentara comunicarse. Se inclinó y acercó su oreja a la boca del paciente. Su labio inferior temblaba.

    — Ma.…ma…madre…—consiguió articular.

    Martina sintió una pequeña punzada en el corazón. Se limitó a sonreír y a decirle:

    — No cariño, no soy tu madre, solo soy madre de una gatita preciosa. Soy la doctora Martina Valtierra. No te preocupes por nada, que te vamos a curar y te pondrás bien.

    Martina sintió una lástima profunda. Era un alivio que la madre de aquel muchacho no estuviera allí. Deseaba de todo corazón que ninguna madre tuviera que ver nunca a un hijo en ese lamentable y triste estado.

    3. Negro y Blanco

    Pasaban veinte minutos de las doce. La vacía aula universitaria producía un eco interminable y los zapatos contra el suelo resonaban en un ritmo desquiciante.

    El doctor y profesor de física Francisco Simón de Ibarreta caminaba frenético de un lado a otro. Estaba nervioso por la rueda de prensa. Pero lo que le aceleraba el pulso no era hablar con las decenas de periodistas que esperaban al otro lado del pasillo. Estaba acostumbrado a hablar en público, aunque fuera a un rebaño de estudiantes a los que consideraba estúpidos. Lo que le generaba ansiedad era la impaciencia desmedida, ya que deseaba dar de una vez la buena noticia y exponerle al mundo su gran logro.

    El Dr. Simón se sacó del bolsillo su teléfono móvil para poder usar la pantalla del dispositivo como si fuera un espejo. Ya lo había hecho dos veces antes, pero se miró los dientes tratando de encontrar algún trozo de comida que el cepillo se hubiera dejado olvidado. Se pasó los dedos por el flequillo intentando ahuecarlo y elevarlo y se colocó la bata blanca de laboratorio por los hombros. Se miraba. Mucho. Y cuanto más se miraba, más guapo se veía. Era una persona presumida, todo el mundo lo sabía. De hecho, los demás catedráticos alternaban los chascarrillos sobre su corta edad (veintinueve años), con bromas sobre su narcisismo. Todos le envidiaban. Su vanidad se sostenía en su atractivo físico, pero también en una mente brillante; se doctoró con tan sólo veintitrés años y sólo seis años después ya estaba dando ruedas de prensa. Comenzó a hacerse fotografías con el móvil, primero sonriendo mucho y después con un gesto más serio y levantando una ceja, para darle al autorretrato un aire más intelectual.

    La doble puerta del aula se abrió de golpe y apareció un hombre con una gran sonrisa, el señor Carbajosa, el rector de la universidad y, por tanto, el jefe del Dr. Simón. Superaba los sesenta años y era calvo y con gafas. Solía llevar un cordel alrededor del cuello para colgar sus anteojos, aunque no en ese momento. Era ese tipo de hombre que aparentaba tener don de gentes.

    — ¿Cómo está mi joven estrella? ¿Estás listo, Francisco? —dijo el rector con aire jovial y casi burlesco.

    — Llevo preparado casi una hora —contestó el lozano doctor con tono molesto mientras guardaba el teléfono móvil en el bolsillo de su bata de laboratorio.

    — Ya está todo el mundo sentado y está todo listo. Vámonos —expresó el rector Carbajosa alargando las sílabas para teatralizar la frase. Estaba de muy buen humor.

    Mientras caminaba por el largo pasillo hasta la sala de prensa, el Dr. Simón cavilaba sobre los periodistas y las preguntas con las que tendría que lidiar en unos instantes. No soportaría ninguna consulta tonta, aunque era inevitable que las hubiera. Pensaba en Albert Einstein; siempre lo hacía. El padre de la física moderna era su obsesión desde que tenía uso de razón. El doctor recordó la anécdota del genio alemán en una rueda de prensa: un periodista le preguntó si podría explicarle la teoría de la relatividad. Einstein replicó con una petición y le preguntó al periodista si él podría explicarle como freír un huevo. El periodista contestó que por supuesto que sí, muy extrañado ante lo fácil de la tarea. Ante la seguridad de la respuesta, Einstein le pidió entonces que por favor lo hiciera, que le explicara cómo freír un huevo, pero que lo hiciera imaginando que el físico no tenía ni idea de lo que era un huevo, ni una sartén, ni el aceite, ni el fuego… El Dr. Simón decidió en aquel momento que contaría hasta tres antes de contestar a cualquier cosa que le preguntaran los miembros de la prensa.

    El rector Carbajosa caminaba muy pegado al Dr. Simón. Éste se separaba todo lo que podía y movía los documentos que portaba como queriendo hacer una barrera. No le gustaba que la gente le atosigara, o le marcaran el paso. Siempre necesitaba ser libre para que su mente fluyera correctamente.

    La sala de conferencias estaba llena de periodistas, de catedráticos, de científicos, e incluso de algún estudiante curioso. Había un atril estratégicamente adornado con el escudo de la universidad, y un nombre con letras blancas: Dr. Francisco Simón de Ibarreta. A la espalda del atril había una pantalla donde se proyectaba el escudo de la universidad que giraba sobre sí mismo.

    Cuando el Dr. Simón entró en la sala, se produjo un murmullo general como si de un enjambre de abejas se tratara. Todos los presentes esperaban a un científico mayor y con pinta aburrida, no a un jovencísimo y guapo profesor.

    — Buenos días a todos —saludó el rector cuando se acercó al atril mostrándose encantado—. Queremos darle la bienvenida a nuestra institución y agradecerles su presencia. Hoy es un día histórico y maravilloso para nuestra universidad. Siempre apostamos por el progreso, arriesgamos en nuestras investigaciones y….

    El Dr. Simón desconectó del discurso protocolario del rector en seguida, como si su mente simplemente repeliera las palabras vacías y las frases hechas. Intentaba no mirar a ningún punto fijo para que no se notara su falta de atención a la alocución del rector. Observó la cantidad de gente que había acudido a la cita. Se percató de que al final de la sala había un hombre bastante alto, que destacaba incluso estando tan lejos. Vestía un traje oscuro y una corbata azul marino. El doctor intentaba fijarse en su rostro, pero no consiguió saber si conocía de algo

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