La Vieja de los Chimangos
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Allí, los protagonistas intentarán sobrevivir al asecho y las garras de su propia subjetividad.
En una época en que conectamos nuestro ser a pantallas digitales, La Vieja de los Chimangos nos invita a pensar cuánto tiempo destinamos a entablar conversaciones profundas, a cuestionarnos valores arraigados y a estar presentes en la vida, empatizando con el otro desde una relación orgánica y verdadera.
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La Vieja de los Chimangos - David Rodolfo Altonaga
Capítulo 1
El sueño
La madrugada del 15 de julio, Emilio soñó con aves revoloteando encima de su cabeza.
Al principio, estaban bien alto, casi tocando las espesas nubes del invierno. Luego, comenzaron a descender y a perseguirlo.
Se veía corriendo de manera desesperada, atravesando una vasta llanura de pastizales cortos, crujientes y de color ocre que se doblaban hasta quebrarse, al compás de un fuerte vendaval.
Los cúmulos pendían cargados de agua. La tierra estaba húmeda y en algunos sectores inundada, con olor a podrido. Sus pies se sumergían en el barro, haciendo más angustiante y desesperante su huida.
Los aguiluchos dibujaban ligeros círculos en el aire, ascendiendo y descendiendo en espiral. El sonido de las aves se confundía con el silbido del viento, tan agudo que podría asemejarse al chillido de un cerdo a punto de ser degollado.
Con un frondoso plumaje color marrón y las alas extendidas de par en par, desfilaban amenazantes y calculadores, tensionaban las garras y sus uñas negras. El pico curvo de color gris y la mirada intrigante completaban la fisonomía tenebrosa de los monstruos plumíferos.
En esa carrera extensa y agobiante, Emilio Fernández Fierro se veía acechado y corriendo en cámara lenta, con sus cabellos arremolinados por el viento y el rostro tensionado.
Mientras esquivaba los charcos más grandes y profundos, volvió a mirar hacia atrás.
—¿Cuántos eran? ¿Dos, tres?
—Eran seis —los contó en su pavorosa carrera. Aunque tuvo que empezar más de una vez, porque, al desplazarse por el campo, se le confundía la cuenta.
Dos de ellos lo perseguían por los laterales y cuatro observaban la cacería desde una alambrada.
De un momento a otro, percibió olor a quemado, pero no logró entender el origen. Podía sentirse en un estado de desesperación absoluta, fatigado, haciendo un esfuerzo tremendo por inhalar oxígeno y encontrar un lugar seguro para guarecerse.
A lo lejos divisó un galpón, aunque con la visión nublada y la mente perturbada por la adrenalina y el cortisol, se le hacía casi imposible calcular cuánto le costaría llegar a ese sitio. Además, cuando creyó que el tinglado era la salvación, comenzó a arder.
Observó la evolución de las llamas sobre el galpón, y una columna de humo negro que se desintegraba en el cielo. También, vio caer pedazos de mampostería y chapas retorcerse, al tiempo que se desprendían chispas incandescentes, como una erupción volcánica.
Él, igualmente, seguía corriendo asustado y sin mirar hacia atrás.
De repente perdió una zapatilla y tropezó con un alambre suelto, que se enredó en sus pies como si se tratara de una serpiente. Lo hizo caer de golpe, impactando su rostro sobre la tierra húmeda, sin llegar a amortiguar la caída con sus manos.
Tan de repente apareció en escena ese alambre de fardo que parecía haber caído en una trampa tendida por el destino.
Uno de los aguiluchos descendió como un misil, se precipitó sobre su espalda y le clavó las garras en su omóplato derecho. El resto de las aves se abalanzó sobre su cabeza y también lo abordaron por las piernas, picoteando y arrancándole trozos de su pantalón.
Con las garras clavadas en su piel y lanzando chillidos ensordecedores, las aves lo fijaron para no poder moverse, y con sus picos lo trozaron, para después comer jugosos pedazos de carne.
Seguramente cortaron alguna vena o arteria, porque su líquido vital salía bombeado con fuerza y teñía de rojo todo el pastizal, mientras se escurría por los charcos, inundando las huellas en el barro.
No cabe dudas de que eran pájaros fuertes y entrenados para la caza. Tenían más de cincuenta centímetros de largo, con un voraz apetito caníbal. Además, olían de una manera muy particular; desprendían un aroma a pólvora mezclado con amoníaco que desvanecía las ganas de luchar de Emilio Fernández Fierro.
Le desgarraron la piel del cuero cabelludo y arrancaron a picotazos partes de su rostro. Por más que la víctima luchara para liberarse, estaba casi desmayado, con muy poca fuerza para darles batalla.
En el sueño, Emilio se observó desde lo alto. Vio su cuerpo tendido en el suelo, con las aves encima disfrutando de su sangre, mientras el alma lentamente, se separaba de su envase y se elevaba hacia los cielos.
Se despertó de un salto, empapado de transpiración. Respiraba agitado, abriendo la boca y los ojos, intentando que el oxígeno llegara lo más rápido posible a sus pulmones.
Podía sentir un hormigueo en sus piernas y brazos. Recordaba los picotazos como si aún los sintiera en carne viva. No lograba entender con claridad de qué se trataba; si estaba en el limbo o ya había despertado en el paraíso.
Cuando comprendió que todo había sido una vívida pesadilla y que se hallaba tendido en su cama, en la negrura absoluta de su cuarto, quiso incorporarse completamente ciego, pero la oscuridad lo mareó y cayó al suelo.
Con un hilo de voz intentó gritar el nombre de su madre, aunque la puerta de su habitación estaba cerrada y veía destellos de luces que daban vueltas a su alrededor.
Decidió nuevamente cerrar los ojos y dejarse caer en sí mismo, prestando atención a su respiración alterada y su pulso acelerado. Tomó aire por la nariz, lo retuvo y lo guardó unos segundos, uniendo pulmón con diafragma, para luego liberarlo lentamente. En sus oídos se mantenía un chillido de acople insoportable, de esos que aparecen luego de escuchar música fuerte por un largo período de tiempo.
Un rato después, creyó que su saturación de oxígeno se volvía cada vez más baja, y se terminó convenciendo de que estaba en una situación más complicada que la del sueño.
—Quizás haber soñado mi muerte sea el detonante de mi ataque cardíaco —pensó.
Podía sentir realmente que estaba muriendo. Analizó cómo se apagaban sus signos vitales, los sonidos a su alrededor y los movimientos de sus extremidades...
Por fin se convenció de que no podía hacer nada y decidió quedarse así como estaba, tendido en el suelo, sobre una alfombra sucia, pisoteada y con un olor similar al de los aguiluchos.
Tal vez si no se movía, la sensación pasaba más rápido y la muerte llegaba de un tirón, sin hacerse esperar. Poco a poco, los latidos de su corazón ganaron sus oídos y se fundieron con su existencia.
Emilio se dejó alcanzar nuevamente por el sueño y se entregó a la muerte sin resistencias. Pero encontró un descanso profundo y relajante, del lado de la vida, aunque él estaba totalmente convencido de que era el final.
A la mañana siguiente, despertó y evidenció que no había muerto y que seguía en el piso de la habitación, con un insoportable dolor de espalda que no lo dejaba incorporarse. Entendió que tenía la columna apoyada en una zapatilla y el cuerpo estremecido por el frío.
Aguantó la respiración para no sentir ardor en las costillas. Se tumbó de costado y miró la rendija debajo de la puerta, advirtiendo movimientos del otro lado.
Se oían pasos apresurados que iban y venían. Tacos que repicaban y voces muy conocidas. Cosas que se arrastraban por el piso y sonidos de aerosoles que se activaban para rociar quién sabe qué. Más arriba, la persiana dejaba ver pequeños reflejos de luz en el cielorraso; ya era de día.
De a poco, fue identificando las voces de su familia y su audición se tornó cada vez más nítida, al mismo tiempo, se despertaron sus músculos entumecidos y tensionados.
Pasó varios minutos sentado con la cabeza entre sus manos. Tenía los pelos engrasados de transpiración y una remera agujereada que añoraba el lavarropas.
Estuvo así somnoliento media hora, hasta que, por fin, de un impulso nervioso revoleó la zapatilla contra el escritorio y entendió con bronca que ese era el límite.
Su psicólogo tenía razón, pensó. Era evidente que necesitaba salir más seguido del departamento. Ir a la naturaleza, distenderse con amigos. Por más miedo que le significara el exterior en épocas de pandemia, la vida continuaba y tarde o temprano el COVID-19 se iba a convertir en parte de la realidad cotidiana. Advirtió que dos años de encierro absoluto lo habían desbordado.
Incluso, encontró reemplazo a sus ansiolíticos. La marihuana aparecía en su vida como un aliciente a la ansiedad. Era suministrada por envíos secretos
de su gran amigo Juan Sebastián González García. Él mismo se ocupaba de llevar los porros a la puerta de su hogar, pero por razones sanitarias y de confidencialidad, casi nunca los recibía Emilio en persona.
Esa mañana de invierno, en que subjetivamente volvió de la muerte y mientras desayunaba, se quedó pensando en el sueño y lo reinterpretó.
Entendió que los pájaros habían venido con un mensaje y que la terrible escena lo enfrentó cara a cara con sus miedos: las aves y la exposición al peligro de una situación que él no podía controlar. ¿Qué le hubiera dicho su psicólogo sobre el sueño? —Significa lo que vos pienses que signifique. —Así le respondía cada vez que Emilio le confiaba sus sueños, para que lo ayudara a interpretarlos.
También se alegró porque los ejercicios de respiración que el licenciado le había enseñado, estaban dando frutos. La próxima vez no necesitaba llegar a pensar que se moría de un paro cardíaco, como en la mayoría de los episodios que solía tener.
Aunque más allá de ese razonamiento lógico que había ganado gracias a las sesiones de terapia, Emilio sabía que el pensamiento mágico era impredecible y que poco podía hacer cuando llegaba sin avisar, sobre todo en los sueños.
Se fue a duchar pensando una