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Corazón indígena: Lucha y esperanza de los pueblos originarios de México
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Libro electrónico437 páginas5 horas

Corazón indígena: Lucha y esperanza de los pueblos originarios de México

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Corazón indígena. Lucha y esperanza de los pueblos originarios de México da cuenta de las dificultades en cuestión política y social a las que se enfrentan los pueblos indígenas de México. La serie de ensayos reunidos presentan el recuento desmenuzado que va del momento del levantamiento del EZLN hasta el encarcelamiento de Pablo Salazar en junio de 2011, advirtiendo la problemática actual y puntualizando los factores de cambio que deben considerarse para la mejora en servicios y calidad de vida de los pueblos originarios de México.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2013
ISBN9786071612694
Corazón indígena: Lucha y esperanza de los pueblos originarios de México

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    Corazón indígena - Luis H. Álvarez

    pensamiento.

    Primera Parte

    EL ¡YA BASTA! INDÍGENA

    QUE CIMBRA A MÉXICO

    Irrupción pública del EZLN

    Durante mucho tiempo prevalecieron en Chiapas secuelas de variados y seculares agravios. Visité esa entidad por vez primera en 1958, en el marco de mi campaña por la Presidencia de la República, y en esa visita advertí las graves condiciones de inequidad social, muy evidentes desde esa época. Territorio actual de antiguas y vastas culturas prehispánicas, donde alcanzó perdurable esplendor la maya, el mapa de la entidad es aún mosaico de raíces diversas, que están en la base del México profundo de nuestros días. Tzotziles, tzeltales, tojolabales y lacandones son algunas etnias que desde tiempos remotos habitan sus selvas, planicies y serranías. La conquista española, episodio crucial de la historia que dio origen a lo que hoy es nuestra nación, enfrentó ardua resistencia por parte de pueblos establecidos en su geografía. Disminuidos en batalla desigual, hombres, mujeres y niños migraron hacia regiones inaccesibles de la intrincada orografía local. Dejaron sus fértiles valles y se refugiaron en donde no pudieran alcanzarlos la rapacidad y el odio de quienes usufructuaban su riqueza. Ahí están aún sus descendientes. Pasaron decenios y siglos. Mientras que en otros lugares se sucedieron la Independencia, la Guerra de Reforma, la Revolución mexicana, e inherentes transformaciones sociales y políticas, en Chiapas muchas cosas continuaron igual, sobre todo, la marginación indígena. Mexicanos por decisión propia, la mayoría de los chiapanecos demandaron históricamente la equidad y justicia, que por mucho tiempo se les negó. Al describir sus condiciones de vida, compartidas por la mayoría de pueblos indígenas del país confinados en regiones agrestes, pese a ser descendientes de los dueños originarios de México, el historiador Jan de Vos, escribió:

    Es pan de cada día la angustia causada por el aislamiento físico, la explosión demográfica, la desnutrición infantil, la precariedad sanitaria, la escasez de la tierra, la fragmentación religiosa, la miseria educativa, la explotación laboral, el acoso militar. Pero también son pan de cada día las ilusiones que estos colonos siguen cultivando en medio y a pesar del rezago social, económico, político y cultural en el cual les tocó sobrevivir.[1]

    En dicho contexto, la madrugada del 1° de enero de 1994 hubo un acontecimiento que impactó a todo México y que trascendió nuestras fronteras. En Chiapas, un grupo de indígenas integrados en el EZLN se levantó en armas y tomó las cabeceras municipales de San Cristóbal de las Casas, Altamirano, Las Margaritas, Ocosingo, Oxchuc, Huixtán y Chanal. La dirigencia del EZLN, autodenominada Comité Clandestino Revolucionario Indígena-Comandancia General (CCRI-CG), hizo pública su Declaración de la Selva Lacandona, en la que anunciaba su lucha por democracia, libertad y justicia para todos los mexicanos. Reclamándose herederos de las luchas de Hidalgo, Morelos, Vicente Guerrero, Francisco Villa y Emiliano Zapata, y reivindicando las movilizaciones de los trabajadores ferrocarrileros en 1958 y de los estudiantes en 1968, proclamaron un ¡Ya basta! que impactó a la opinión pública nacional e internacional.

    Su aparición significó un fuerte llamado de atención sobre las inadmisibles condiciones de vida de la mayoría de los indígenas de Chiapas. Uno de sus logros fue hacernos conscientes tanto de la miseria como del atropello a derechos humanos básicos y cívicos de ese importante grupo de mexicanos.

    En su primera comunicación al pueblo de México, el EZLN expresó:

    Nosotros, hombres y mujeres íntegros y libres, estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última pero justa. Los dictadores están aplicando una guerra genocida no declarada contra nuestros pueblos desde hace muchos años, por lo que pedimos tu participación decidida apoyando este plan del pueblo mexicano que lucha por trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Declaramos que no dejaremos de pelear hasta lograr el cumplimiento de estas demandas básicas de nuestro pueblo formando un gobierno de nuestro país libre y democrático.[2]

    Me percaté de que ésas eran esencialmente las demandas con las que llevé a cabo mi campaña para la Presidencia de la República a finales de los años cincuenta. Además, el anhelo de tener un gobierno libre y democrático en México, ¿no era parte sustancial de las luchas que durante años habíamos llevado a cabo en el ámbito de la actividad política? Mas antes de seguir adelante con el desglose de estas similitudes, hago un necesario deslinde: nunca he sido partidario de la violencia.

    Creo que en repetidas ocasiones el camino de las armas ha dejado en la historia de México mayor sufrimiento y dolor del que pretendía evitar. No creo que deba lucharse por causas justas segando vidas ajenas. En ese sentido, comparto la observación expresada por María del Carmen Legorreta, socióloga universitaria y asesora de organizaciones indígenas:

    […] la opción por las armas como vía para superar las condiciones de atraso y pobreza de estos pueblos tendría consecuencias fatales para las comunidades de la región —hombres, mujeres y niños, con toda seguridad, serían víctimas inocentes de una confrontación militar, dejando con ello una secuela de sangre, dolor y una mayor pobreza— […][3]

    Al igual que muchos mexicanos, observé con profunda preocupación los episodios de violencia en Chiapas. No se justificaba la lucha armada que planteó el EZLN, pero era entendible la desesperación a la que pudieron llevar el abuso, el desprecio, el despotismo y el olvido generalizados. El camino de la violencia que inició fue equivocado, pero no restaba validez a sus reivindicaciones sociales. Acaso les otorgaba mayor dramatismo.

    Ciertamente, en diversas ocasiones, en el ámbito de la acción política, estuvo muy cerca de mí esa tentación. Sin embargo, preferí transitar por otros caminos: por el de la resistencia pacífica, como el ayuno público de más de 40 días que llevé a cabo en Chihuahua, el cual fue, en su momento, una de las medidas no violentas que instrumentamos para lograr nuestros objetivos en forma incruenta.

    Ejercí el ayuno para enfrentar un ataque a la sociedad de mi estado que provino del poder público: de los gobiernos federal y de la entidad, así como de las autoridades electorales. Para perpetrar estos actos de mal gobierno, los autores dispusieron de todo el poder del Estado mexicano y, no obstante, frente a tan incontrastables fuerzas, los ciudadanos de Chihuahua supieron responder con dignidad. Y lo hicieron mediante distintas medidas que tuvieron por inspiración las mejores características que la lucha no violenta ha mostrado en otras latitudes, mismas que contribuyeron significativamente al advenimiento de la transición democrática en el país. Fue múltiple el rostro de la protesta cívica: marchas, plantones, cierre de comercios, marcación de billetes, boicot a medios de difusión identificados con las fuerzas antidemocráticas. No obstante, el esfuerzo desplegado en aquel ardiente verano de Chihuahua —no exento de grandes sacrificios por parte de la comunidad— tuvo por motor el claro entendimiento de que se trataba no de destruir a un enemigo, sino de reivindicar la justicia e incluso, hasta donde ello fuera posible, de convertir al adversario a la propia causa por la que se luchaba.

    La lucha no violenta antepone con resolución y en forma pacífica la fuerza moral al poder político. Esta fuerza de la verdad es ciertamente un componente necesario de la no violencia, cuya eficacia Gandhi puso de manifiesto. No en vano la palabra sánscrita para resistencia no violenta es satyagraha, que significa apegarse a la verdad. El satyagraha demanda cortésmente respeto y desobedece conscientemente las leyes injustas. Al no transigir ni en el sufrimiento, el satyagraha hace visible su apego a la verdad y subraya la mentira e injusticia en que opera el opresor.

    Sé que estas formas de pensamiento y acción pueden parecer lejanas o, incluso, ajenas a la vida política de Occidente, y más aun de nuestro país, pero creo que es rescatable su sustento en fuerzas morales que, a la primera impresión, no parecieran ser eficaces y, sin embargo, poseen una fuerza extraordinaria, porque la no violencia no supone pasividad, más bien propone las virtudes contrarias a ella, como la entereza, diligencia, constancia y el dominio personal. Este camino, como es bastante conocido, fue recorrido por Gandhi y Martin Luther King, en diferentes contextos históricos, con resultados notables para sus respectivas causas.

    Pero lejos de estas reflexiones sobre la resistencia cívica y la acción no violenta para transformar la sociedad estaba el EZLN, que en su primer pronunciamiento público declaró la guerra al Ejército federal mexicano y llamó a derrocar al entonces presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari, a quien calificó de ilegítimo, señalándolo cabeza de una dictadura monopolizada por el partido en el poder. A los poderes Legislativo y Judicial les pidió que se abocaran a restaurar la legalidad y la estabilidad de la Nación deponiendo al dictador. Declarándose unilateralmente fuerza beligerante, dijeron sujetarse a las leyes sobre la guerra de la Convención de Ginebra y atajaron posibles señalamientos, rechazando de antemano cualquier intento de desvirtuar su causa acusándola de narcotráfico, narcoguerrilla o bandidaje.

    En ese documento, el EZLN giró las siguientes instrucciones a sus fuerzas militares:

    Primero. Avanzar hacia la capital del país venciendo al Ejército federal mexicano, protegiendo en su avance liberador a la población civil y permitiendo a los pueblos liberados elegir, libre y democráticamente, a sus propias autoridades administrativas.

    Segundo. Respetar la vida de los prisioneros y entregar a los heridos a la Cruz Roja Internacional para su atención médica.

    Tercero. Iniciar juicios sumarios contra los soldados del Ejército federal mexicano y la policía política que hayan recibido cursos y que hayan sido asesorados, entrenados, o pagados por extranjeros, sea dentro de nuestra nación o fuera de ella, acusados de traición a la Patria, y contra todos aquellos que repriman y maltraten a la población civil y roben o atenten contra los bienes del pueblo.

    Cuarto. Formar nuevas filas con todos aquellos mexicanos que manifiesten sumarse a nuestra justa lucha, incluidos aquellos que, siendo soldados enemigos, se entreguen sin combatir a nuestras fuerzas y juren responder a las órdenes de esta Comandancia General del Ejército Zapatista de Liberación Nacional.[4]

    Resultaba insólito que en un país como México —que había gozado de paz social durante decenios, y justo el día que entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que vinculaba a nuestro país con los Estados Unidos y Canadá—, surgiera un movimiento armado con características tan singulares. Sin embargo, también me pareció desmesurado el planteamiento del EZLN, porque o tenía células armadas en todo el país o bien estábamos ante un desafío suicida. Los planteamientos inusitados y fuera de proporción del EZLN dieron lugar, por cierto, a la descalificación de algunos medios, entre ellos, el periódico La Jornada, dirigido entonces por Carlos Payán Velver. Este medio tituló su editorial del 2 de enero No a los violentos, y ahí estableció:

    Cualquier violencia contra el estado de derecho, venga de donde viniere, tiene que ser en principio algo para condenar. Pero si quienes encabezan el alzamiento chiapaneco se proponen, entre diversos objetivos, la remoción del presidente de la República, vencer al Ejército mexicano y avanzar triunfalmente hacia esta capital, ya no se sabe dónde empieza el mito milenarista, dónde el delirio y dónde la provocación política calculada y deliberada. Sin que conozcamos todavía quiénes componen la avanzada ideológica y militar del grupo, es evidente que sus miembros se han incrustado en las comunidades indígenas y enarbolan un lenguaje no sólo condenable por encarnar sin matices la violencia, sino porque sus propósitos son irracionales. Y la irracionalidad le hace enorme daño a las colectividades, a las naciones y a los pueblos.

    La Jornada admitía que en Chiapas había existido un contexto propicio para el estallido social, y agregaba:

    El aspecto delicadísimo del asunto reside en que las autoridades deben medir con extremo cuidado los pasos a dar. Por ejemplo, hay que deslindar entre los aventureros y profesionales de la muerte, hay que separarlos a ellos muy bien de las comunidades indígenas empobrecidas y desesperadas. Éstas, ahora menos que nunca, pueden ser objeto de la represión indiscriminada, sino de políticas efectivas que resuelvan un rezago social que lleva siglos.

    Hay que recordar que las declaraciones del EZLN estuvieron acompañadas de otras acciones, como la ocupación de diferentes alcaldías; el secuestro del ex gobernador de Chiapas, general Absalón Castellanos Domínguez, y enfrentamientos armados, entre otros puntos, en San Cristóbal de las Casas, en las inmediaciones del cuartel de Rancho Nuevo, en Las Margaritas, Altamirano y Ocosingo. La sucesión de actos bélicos puso seriamente en entredicho la presunta modernidad a la que arribaba nuestro país al entrar en vigor el TLCAN. Pronto, los medios comenzaron a dar cuenta de bombardeos por parte de la Fuerza Aérea Mexicana, del derrumbamiento de torres de alta tensión en Puebla y Michoacán. En su primer mensaje sobre el conflicto al pueblo de México, Salinas de Gortari negó que se tratara de un alzamiento indígena y ofrecía el perdón a quienes depusieran las armas. Esto propició que el Subcomandante Marcos, vocero del EZLN, identificado luego por Ernesto Zedillo como Rafael Sebastián Guillén Vicente, a través de un comunicado planteara las siguientes preguntas:

    ¿De qué tenemos que pedir perdón? ¿De qué nos van a perdonar? ¿De no morirnos de hambre? ¿De no callarnos en nuestra miseria? ¿De no haber aceptado humildemente la gigantesca carga histórica de desprecio y abandono? ¿De habernos levantado en armas cuando encontramos todos los otros caminos cerrados? ¿De no habernos atenido al Código Penal de Chiapas, el más absurdo y represivo del que se tenga memoria? ¿De haber demostrado al resto del país y al mundo entero que la dignidad humana vive aún y está en sus habitantes más empobrecidos? ¿De habernos preparado bien y a conciencia antes de iniciar? ¿De haber llevado fusiles al combate, en lugar de arcos y flechas? ¿De haber aprendido a pelear antes de hacerlo? ¿De ser mexicanos todos? ¿De ser mayoritariamente indígenas? ¿De llamar al pueblo mexicano todo a luchar, de todas las formas posibles, por lo que les pertenece? ¿De luchar por libertad, democracia y justicia? ¿De no seguir los patrones de las guerrillas anteriores? ¿De no rendirnos? ¿De no vendernos? ¿De no traicionarnos?[5]

    En este discurso inédito, no sólo por su tono, sino también por la contundencia de sus argumentos, Marcos preguntaba, además, quién podía otorgar ese perdón:

    ¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo? ¿Los que durante años y años se sentaron ante una mesa llena y se saciaron mientras con nosotros se sentaba la muerte, tan cotidiana, tan nuestra que acabamos por dejar de tenerle miedo? ¿Los que nos llenaron las bolsas y el alma de declaraciones y promesas? ¿Los muertos, nuestros muertos, tan mortalmente muertos de muerte natural, es decir, de sarampión, tosferina, dengue, cólera, tifoidea, mononucleosis, tétanos, pulmonía, paludismo y otras lindezas gastrointestinales y pulmonares? ¿Nuestros muertos, tan mayoritariamente muertos, tan democráticamente muertos de pena porque nadie hacía nada, porque todos los muertos, nuestros muertos, se iban así nomás, sin que nadie llevara la cuenta, sin que nadie dijera, por fin, el ¡ya basta! que devolviera a esas muertes su sentido, sin que nadie pidiera a los muertos de siempre, nuestros muertos, que regresaran a morir otra vez pero ahora para vivir? ¿Los que nos negaron el derecho y don de nuestras gentes de gobernar y gobernarnos? ¿Los que negaron el respeto a nuestra costumbre, a nuestro color, a nuestra lengua? ¿Los que nos tratan como extranjeros en nuestra propia tierra y nos piden papeles y obediencia a una ley cuya existencia y justeza ignoramos? ¿Los que nos torturaron, apresaron, asesinaron y desaparecieron por el grave delito de querer un pedazo de tierra, no un pedazo grande, no un pedazo chico, sólo un pedazo al que se pudiera sacar algo para completar el estómago? ¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo? ¿El presidente de la República? ¿Los secretarios de Estado? ¿Los senadores? ¿Los diputados? ¿Los gobernadores? ¿Los presidentes municipales? ¿Los policías? ¿El Ejército federal? ¿Los grandes señores de la banca, la industria, el comercio y la tierra? ¿Los partidos políticos? ¿Los intelectuales? ¿Los medios de comunicación? ¿Los estudiantes? ¿Los maestros? ¿Los colonos? ¿Los obreros? ¿Los campesinos? ¿Los indígenas? ¿Los muertos de muerte inútil? ¿Quién tiene que pedir perdón y quién puede otorgarlo?[6]

    Este discurso conmovió a la opinión pública y, desde luego, a mí.[7] Lo que ocurría en Chiapas mereció entonces una atención especial y un profundo examen de conciencia. Debe reconocerse al EZLN —y, por supuesto, a Marcos— haber puesto el dedo en la llaga de un tema de indudable importancia: la extrema pobreza que afecta a las comunidades indígenas de esa entidad y, por desgracia, a millones de mexicanos más en el país. Ante esta postura, y luego de que, en la ciudad de México y en diversas entidades del país, decenas de miles de personas se manifestaron para exigir el término de las hostilidades y la búsqueda de una salida política al conflicto, el 10 de enero Salinas de Gortari decidió realizar cambios en su gabinete (removió de la Secretaría de Gobernación a Patrocinio González Garrido y designó en su lugar a Jorge Carpizo) y nombró a un Comisionado para la Paz y la Reconciliación en la entidad: Manuel Camacho Solís. Dos días después, el 12 de enero, el jefe del Ejecutivo federal ordenó el cese al fuego del Ejército mexicano en aquella entidad. Concluyó así un periodo de enfrentamiento entre el EZLN y el Ejército mexicano, el cual dejó un número indeterminado de fallecimientos de hombres, mujeres y niños inocentes, cuyo fin violento enlutó hogares mexicanos; muy humildes, en su mayor parte. Las familias mutiladas, los huérfanos y las viudas de entonces fueron secuela inmediata de algo que nunca más debe ocurrir: el enfrentamiento fratricida. Fue lamentable observar cómo, en esos días aciagos, entre algunos llamados líderes de opinión se hizo común la actitud de soslayar la muerte de soldados o de policías estatales o municipales. Al respecto, escribió Octavio Paz:

    […] el conflicto ha hecho correr poca sangre y mucha tinta. Lo primero es muy triste y todos debemos lamentarlo; sin hacer distinción entre los caídos: la piedad no tiene bando. Tampoco lo tienen los miles de refugiados que, huyendo de la violencia, han buscado asilo en San Cristóbal, en Tuxtla y en otros lugares, sin que hayan merecido un gesto de simpatía o de ayuda de tantos de nuestros intelectuales, atareados en auxiliar a sus víctimas y defender a sus perseguidos. Hay que repetirles una y otra vez a esas nobles almas: la solidaridad no tiene color.[8]

    El 16 de enero, el Ejecutivo federal envió a la Comisión Permanente del Congreso de la Unión su propuesta de Ley de Amnistía general, que finalmente fue aprobada y publicada el 22 de ese mismo mes. Comenzó así la búsqueda de una solución política y pacífica al conflicto.

    Acumulación de agravios

    Para comprender con mayor cabalidad lo que en Chiapas se manifestó, debe recordarse que la pobreza de México se concentra en el sur del país, donde la población enfrenta cotidianamente la carencia de casi todo: alimentación, servicios de salud, electrificación, educación, empleos e ingresos dignos, apoyos económicos para el campo, etcétera. En Chiapas prevalecen condiciones de vida inadmisibles. No es casualidad que los pobres en extremo sean los miembros de las comunidades indígenas; su historia, desde la llamada Conquista, ha sido un terrible círculo vicioso: pobreza que se reproduce y amplifica con el paso del tiempo, complementada por la explotación, el racismo y la discriminación. Así, en la permanencia de las condiciones inhumanas de vida se da la principal causa del levantamiento indígena.[9]

    La pobreza de los mexicanos, evidentemente, tiene motivaciones económicas, pero la contribución del sistema político mexicano a configurar ese estado de cosas también debe destacarse. México vivió, desde la década de 1930, bajo el dominio de un sistema político caracterizado por su autoritarismo y centralismo, por un fortísimo poder Ejecutivo, sin contrapesos, que propició una corrupción desmedida. En Chiapas la situación fue aún peor debido a la permanencia de numerosos y poderosos cacicazgos. Por mucho tiempo, la mayoría de las autoridades estatales y municipales estuvieron al servicio de grupos económicos y políticos que recurrieron sistemáticamente al uso de la violencia para contener las demandas de justicia en todos sus órdenes. Lo anterior derivó por mucho tiempo en una ausencia casi absoluta del estado de derecho.

    En términos históricos, hay elementos que confieren a Chiapas especificidades propias. Durante el periodo de la colonización española, en el siglo XVI, perteneció al territorio de Guatemala. Pasó a formar parte del México independiente en 1824, cuando, mediante un plebiscito, sus habitantes decidieron anexarse a nuestro país. Mientras que el resto de los estados ya formaban parte de la Federación, Chiapas quedó incorporada constitucionalmente 33 años después. Pese a haberse adherido como estado, Chiapas se aisló económicamente del desarrollo nacional, lo que propició que los beneficios sociales llegaran tarde o nunca. Mientras que los logros de la Revolución, como el reparto agrario, tuvieron lugar en la mayor parte de las entidades federativas alrededor de los años treinta, en Chiapas dicho reparto no observó los mismos niveles de avance que en el resto de la República. Se conservaron fincas y latifundios y, por ende, nunca mejoró la situación social de los campesinos e indígenas en calidad de peones acasillados, sin propiedad de tierra o apenas contando con una minúscula parcela para su subsistencia y, por supuesto, sin títulos de propiedad.

    Desde el punto de vista de la Iglesia católica, el territorio de Chiapas está dividido en tres diócesis: la de Tapachula, la de Tuxtla Gutiérrez y la de San Cristóbal de las Casas; esta última cubre el área donde se ubica la mayor parte de las comunidades indígenas de la entidad y donde se localiza la llamada zona de conflicto. Durante muchos años del pasado siglo la estrategia de evangelización fue desarrollada por el obispo Samuel Ruiz, quien estuvo a cargo de la diócesis por cerca de cuatro decenios. El obispo entendió la situación marginal de los indígenas y se pronunció por una evangelización contraria a la acción dominadora y a la destrucción de las culturas. Ante la necesidad de administrar los sacramentos de la fe, organizó toda una estructura de diáconos, prediáconos y catequistas, que bajo los principios de la teología de la liberación (la cual supone que un pueblo oprimido puede luchar por conseguir su libertad), permeó las comunidades indígenas y empezó a ganar fieles, instruidos bajo esos preceptos. Según diversas fuentes,[10] esta red de influencia sobre las comunidades de la región fue utilizada luego por activistas, con fines políticos. En el decenio de los ochenta, estas organizaciones habrían generado un proceso creciente de asociación autónoma de los campesinos y dieron lugar a una fuerte politización de las comunidades.

    A su vez, como frontera sur del país, Chiapas se convirtió en objeto de interés especial debido a las políticas de seguridad nacional. Los movimientos guerrilleros de El Salvador y Guatemala y el triunfo de la Revolución sandinista en Nicaragua fueron antecedentes significativos que muy probablemente aportaron inspiración y aliento a quienes empezaron la organización que derivó en el EZLN. Algunos de sus cuadros, incluso, recibieron capacitación revolucionaria (adoctrinamiento ideológico y entrenamiento militar) en aquellos países. En la región de Las Cañadas se abrió espacio a un grupo de activistas que llegó del norte del país y que, tratando de ubicarse en diversas partes del territorio nacional —donde existieran las condiciones objetivas y subjetivas para la insurrección, según su ideario revolucionario—, encontró lugar finalmente en Chiapas. Este grupo se apoyó en la estructura organizada por la diócesis de San Cristóbal para ganar adeptos y convencerlos de que los derechos políticos y sociales de las comunidades había que conseguirlos, si fuera necesario, por vía de las armas.

    En resumen, los desplazamientos indígenas en la región conocida como Las Cañadas; el retraso en el reparto agrario; una elevada explosión demográfica; el alto porcentaje de dependencia del sector primario de la economía, sujeto a las variaciones de los precios de los productos básicos en el mercado nacional e internacional; una extensa dispersión y políticas sociales ineficaces frente a estructuras de poder arcaicas, han sido los principales factores determinantes de los síndromes de pobreza y marginación en Chiapas, y dieron como consecuencia las condiciones adecuadas para propiciar un levantamiento armado. Por tanto, con independencia de motivaciones ideológicas subyacentes, se puede afirmar que la causa públicamente proclamada por el EZLN era justa y que la solución de fondo implicaba atacar de raíz los problemas de la pobreza y la marginación de los pueblos indígenas; mas construir una estructura política democrática que cree condiciones para un desarrollo económico justo, implica el uso de la política, no de la violencia. El gobierno de Salinas aquilató la fuerza del nuevo zapatismo —sobre todo desde el punto de vista moral y político, más que militar— y optó, juiciosamente, por proclamar una amnistía que permitiera sentarse a dialogar con quienes se habían inconformado. La otra opción habría sido masacrar a alguien que estaba diciendo la verdad. Eso habría deslegitimado no sólo al gobierno, sino al Estado mismo.

    El 21 de febrero de 1994 iniciaron en San Cristóbal de las Casas las primeras conversaciones entre el EZLN y el gobierno federal, las cuales concluyeron el 2 de marzo con la presentación de un documento de 34 compromisos; dos declaraciones sobre la situación nacional, y 32 propuestas de solución a la problemática chiapaneca. El EZLN lo sometió a consulta de sus bases de apoyo. Hubo un lamentable suceso que complicó la situación: el candidato presidencial del PRI, Luis Donaldo Colosio, fue asesinado el 23 de marzo de 1994. El EZLN condenó ese hecho y se declaró en alerta roja, suspendiendo la consulta. Poco después, en junio, el EZLN dio a conocer su negativa a las propuestas gubernamentales. Decidió mantener el cese al fuego, no reiniciar hostilidades y abrir un diálogo con la sociedad civil. Emitió su Segunda Declaración de la Selva Lacandona, en la que propuso, entre otros asuntos, replantear el problema del poder, la libertad y la justicia para que naciera una nueva cultura política.

    Del 5 al 9 de agosto se llevó a cabo en Chiapas la Convención Nacional Democrática (CND) convocada por el EZLN, la cual concluyó con la creación del primer Aguascalientes, en Guadalupe Tepeyac. Los Aguascalientes eran centros civiles de resistencia, es decir, lugares de encuentro y diálogo entre el EZLN, las comunidades zapatistas y la sociedad civil.

    Conai y Cocopa

    Dos meses después, el obispo Samuel Ruiz presentó una iniciativa para un nuevo diálogo y propuso reiniciar las conversaciones entre el EZLN y el gobierno federal, propuesta que aceptaron los zapatistas. De esta manera, se integró la Comisión Nacional de Intermediación (Conai). El 23 de diciembre la Secretaría de Gobernación reconoció a la Conai como la instancia mediadora para el diálogo con el EZLN. Fue presidida por el obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, y estuvo integrada, entre otras personas, por Sergio Aguayo, Rodolfo Stavenhagen, Rocío Culebro, Raymundo Sánchez Barraza, Rafael Reygadas, Pablo Latapí, Pablo González Casanova, Óscar Oliva, Óscar González, Miguel Concha, Martín Hernández, Marina Patricia Jiménez, Mariclaire Acosta, María Matilde Martínez, Luis Villoro, Luis Hernández Navarro, Luis González Souza, Juan Bañuelos, David Fernández, Concepción Calvillo (viuda de Salvador Nava), Carlos Heredia, Bertha Luján, Adelfo Regino y Alberto Székely. En junio de 1998 esta instancia se autodisolvió, argumentando falta de avances en el proceso de paz.

    Por otra parte, el presidente Zedillo entendió que el gobierno federal no iba a poder enfrentar solo el tema de la insurrección zapatista, porque

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