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Mejor no me escribas más
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Libro electrónico280 páginas4 horas

Mejor no me escribas más

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Marie Fenoy es una pied noir de dieciséis años que vive en Orán. Hija de una parisina burguesa y de un agricultor del campo alicantino que se conocieron en Argelia, no es considerada atractiva por ser delgada y diferente para la época; su manera de pensar, al igual que su aspecto, son únicos. En 1913, animada por Diego, su hermano, monta en la plaza del mercado, junto a los cuentacuentos, vendedores de babuchas y escribientes, un consultorio para aconsejar sobre problemas cotidianos a cambio de la voluntad. Su vida cambia el día que aparece muerta la señora más rica de la ciudad y acusan a su hermano. 1913, le defiende y se enfrenta al policía argelino narigudo y antipático que le inculpa. Luego, la vida le llega a borbotones: la Primera Guerra Mundial, el dolor y la pérdida de los recuerdos de su madre, el descubrimiento del sexo, el miedo al embarazo, el matrimonio con dieciocho años, su huida al Marruecos español para impedir que su marido sea enviado de nuevo al frente… Durante todo el tiempo y hasta el final de esta novela, sigue teniendo dudas acerca del culpable o culpables de aquel asesinato.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2020
ISBN9788418234897
Mejor no me escribas más
Autor

Paloma Caro

Paloma Caro, siempre nómada y a veces emigrante como su familia por generaciones, es de origen francés y español. Sus abuelos y sus padres vivieron en Francia, Argelia, Marruecos y, por último, en España, donde ella nació.Reconoce los lugares por su olor, encontrándolos incluso en los barrios de las ciudades más asépticas. En ese lugar que huele a comida especiada y a ropa limpia siempre se encontrará en casa.Trabajó durante años en comunicación en una multinacional americana y otras empresas del sector. En 2008 adquirió y reformó un pequeño hotel encantador en Las Terrenas, pueblo con muchos residentes franceses y canadienses en el nordeste de República Dominicana, donde ha vivido los últimos años.

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    Mejor no me escribas más - Paloma Caro

    Mejor no me escribas más

    Paloma Caro

    Mejor no me escribas más

    Paloma Caro

    Esta obra ha sido publicada por su autor a través del servicio de autopublicación de EDITORIAL PLANETA, S.A.U. para su distribución y puesta a disposición del público bajo la marca editorial Universo de Letras por lo que el autor asume toda la responsabilidad por los contenidos incluidos en la misma.

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del autor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).

    © Paloma Caro, 2020

    Dirección de arte cubierta: Luis Von Kobbe.

    Foto: Laura Garrido.

    Diseño de la cubierta: Equipo de diseño de Universo de letras

    www.universodeletras.com

    Primera edición: 2020

    ISBN: 9788418233470

    ISBN eBook: 9788418234897

    Recuerdo haber olido a carne en descomposición antes incluso de doblar la esquina y ver aquel fardo rojo que parecía una alfombra. Era madame Flauvert, lo supe porque reconocí su vestido floreado de colores que, como siempre le había sucedido en vida, era poco apropiado para la ocasión.

    Sé que mi cerebro imaginó posteriormente ese olor pues había muerto aquel mismo día y la peste de las tripas de pescado y el sudor rancio de los estibadores del puerto lo hubieran tapado. También lo sé puesto que yo estaba lejos, en la calle situada sobre la desembocadura del río donde se encontró el rollo de tela adamascada. En realidad, solo estuve un instante lo suficientemente cerca como para percibir el rastro a nardos que dejaba su cadáver al pasar montado en unas parihuelas. «Los ricos huelen bien hasta muertos», pensé. Le habían tapado la cara con un pañuelo ridículamente pequeño que casi no conseguía cumplir su función de respetar el pudor de la muerte. Los mofletes redondos de madame y su nariz picuda levantaban la tela blanca de tal manera que el aire se colaba por debajo a punto de conseguir descubrirla. Y pese a que todos sabíamos que no estaba bien desearlo, mirábamos hipnotizados esperando con avidez verle la cara.

    Era una persona importante que, desde luego, no había muerto de forma natural porque alguien la había envuelto cuidadosamente antes de abandonar el cuerpo en el cañaveral, ese alguien la había matado sabiendo de antemano que su castigo sería ejemplar y que la policía no pararía hasta cogerle. Cómo era posible que aquella mujer insulsa y sin interés para nadie despertara tanto odio en algún ser humano, parecía increíble. Me interesó tanto el porqué, el cómo y el quién que me puse nerviosa y pregunté y seguí preguntando hasta que creí saber quién era el asesino. Me equivoqué, rectifiqué y volví a equivocarme.

    Años después, tranquila y sentada en mi jardín debajo de un nuevo limonero que me da sombra y que ahora es marroquí, sé que me precipité. Por primera vez he añadido la prudencia a la osadía. Uso el cerebro no solo para demostrarme a mí misma y a los demás mi inteligencia, sino, y mucho más importante, para medir las consecuencias de la información que comparto, teniendo cuidado con lo que digo y hago. Ahora pienso antes de preguntar y antes de que me contesten. Soy como un abogado defensor que no debe hacer una pregunta al testigo si no conoce la respuesta puesto que el resultado puede inculpar a su defendido más de lo que lo estaba.

    ¿Saber es importante? Aprendí la respuesta de un anciano cuentacuentos de la plaza de Orán que no tenía nombre y que siempre usaba una frase como respuesta a mis múltiples preguntas:

    «¿Y eso para qué lo quieres saber?».

    1

    Turbante y cerebro

    En la Argelia de 1913 la mayoría de las chicas formaban parte de grandes clanes familiares que las controlaban para preservar su honra y reputación. Se repartían estas obligaciones entre los miembros de la familia. Si un primo segundo presenciaba un hecho indeseable o inmoral, era comunicado a los padres de la chica antes de que entrara por la puerta para el almuerzo. Todas intentaban pasar desapercibidas para no crear conflictos y ser castigadas. Caminaban mirándose los pies, hablaban en voz baja, sonreían tapándose la boca y nunca, nunca, llevaban prendas llamativas.

    Me llamaban Marie la del turbante, pues yo, a diferencia del resto, no intentaba pasar desapercibida y llevando ropa europea, me ponía siempre un turbante rojo que mi madre odiaba y siempre pretendía tirar.

    Lo ocultaba con cuidado porque era rápida haciendo desaparecer de casa los objetos indeseables. Corriendo por el pasillo hacia la cocina cuando no miraba, abría con cuidado el cajón de las especias lleno de sobrecitos de papel de estraza que era mi escondite preferido. No era fácil meter el brazo sin tirar nada y tocar con las puntas de los dedos la tela roja, asía cuidadosamente de una esquina y lo escondía dentro del bolso. A veces olía más de lo normal a comino ya que mi madre acababa de comprarlo, siempre pensaba que no tenía. Lo usaba con generosidad, así que todo lo cocinado por ella poseía aquel sabor y aquel olor. Contaba con que nunca usaba las especias del fondo del cajón, aunque temía que un día cercano quisiera hacer limpieza y lo encontrara. Estaba tranquila, todavía era enero y aquel zafarrancho para el que contaba con una cuadrilla de limpieza, ella la jefa y yo la única componente, era normalmente en primavera. Todavía no había comenzado la monserga que era el aviso de peligro y que solía ser su insistencia durante semanas sobre lo sucio que se encontraba todo, lo descuidados que éramos y lo poco que yo la ayudaba, así que por ahora estaba tranquila.

    Aparte de cocinar y limpiar, mi madre cosía con la confianza de que lo haría bien, era francesa; por algo Francia era el referente en moda. Mi ropa, confeccionada con mucho cariño, no era perfecta, aunque he de decir que por lo menos iba vestida con algo nuevo y no de caridad. Maman no aprendió de niña a confeccionar una camisa o un vestido debidamente, sino a bordar y a hacer vainica, así que su inventiva sustituía la enseñanza que no recibió. La ropa era original, como decía ella, y yo estaba de acuerdo en que nadie más la llevaba. La tela beis de algodón tan tieso que era incomodísima de vestir era la moda en mi casa esa temporada, como siempre comprada por duradera y barata. Por el respeto que nos merecía, el traje de los domingos para ir a la iglesia se lo hacíamos confeccionar a un sastre de nuestra calle.

    Me metí por la cabeza un vestido muy aparatoso confeccionado con el famoso algodón que acababa de terminar. Me ponía volantes y frunces para conseguir que pareciera más femenina, como decía ella refiriéndose a más rellena, sobre todo por detrás y por mi inexistente busto.

    —¡Qué guapa estás!, te queda muy bien.

    —Si ando con pasitos pequeños pareceré un pavo.

    —Te queda perfecto. ¡Te lo advierto, no se te ocurra ponerte ese turbante en la cabeza! Todo el mundo te mira.

    Dijera lo que dijera, me encontraba bien con él, y el rojo me favorecía, aunque no lo usaba en casa para no discutir. Me lo colocaba tapando todo el pelo, cruzándolo delante y remetiendo el extremo por la parte de atrás.

    Cantaba el adiós a diario cuando salía de casa alargándolo siempre con la misma música, y caminaba muy deprisa para que antes de que se disipara mi voz, mi tela roja y yo estuviéramos en la cancela.

    —Maman, adioooooooos.

    No esperaba la respuesta para comenzar a caminar por la calle abarrotada, intentando sortear a la gente a la vez que metía el cuello entre los hombros y me encorvaba, para que mi turbante no sobresaliese entre las cabezas de la muchedumbre. Sabía que ella acostumbraba a contemplar la callejuela por la ventana cuando salíamos de casa.

    Bajaba muy deprisa por el callejón hacia la plaza, cuando la carnicera me llamó para que me acercara. Era muy pronto por la mañana y llevaba todavía el delantal blanco. Solía hacerle recados a aquella señora avara que me pagaba muy mal y encima aprovechaba para contarme sus problemas que no me interesaban mucho.

    Bonjour, Marie —me dijo con los brazos en jarras y cara de preocupación—. Hoy lunes viene el matarife y no volverá hasta el viernes. Si «me mata» hoy los corderos para la boda del fin de semana se pudrirán, y si espero al viernes, la carne estará dura. Es mucho dinero.

    Se encogió de hombros y se metió dentro de su negocio a seguir atendiendo a aquellas francesas que podían permitírselo.

    La carne no entraba en mi casa más que en las fiestas. Mi padre, que era español, bromeaba diciendo que los «sujetos», como llamaban las autoridades a los «no franceses», comíamos poca carne pues preferíamos el pescado. En realidad, tampoco comíamos pescado.

    Me quedé callada después de lo que me contó la carnicera. De todas formas, y no sé muy bien por qué, me senté en la silla de la entrada a ver pasar a la gente. Era de enea y el asiento deshilachado me enganchaba la falda constantemente. La solución era estarme muy quieta, sin embargo, me movía para intentar desengancharme porque, pese a llevar enaguas y vestido, llegaba a pincharme los muslos a través de la ropa. En cuanto me sentaba de nuevo, todo volvía a empezar. A las doce y media salió madame con el delantal ensangrentado a echar el cierre y me miró sorprendida al ver que todavía permanecía allí.

    —Que el matarife los mate hoy cuando venga. Luego haga llamar a Hassan, el repartidor de hielo, y regálele la cabeza y las tripas de los corderos. Dígale que venga a recogerlas mañana miércoles.

    Negó con la cabeza empezando a hablar y aunque me daba un poco de miedo, levanté la mano para que se callara. Se quedó seria y un poco molesta.

    —Cuando llegue a recogerlo dele también los corderos, no solo el regalo, y que los lleve a su fábrica para ponerlos en sitio fresco.

    Puso una cara indefinible y tardó unos segundos en replicar.

    —¡Mírala qué lista! Niña, espera, coge este trozo de tocino y dáselo a tu madre de mi parte. ¡No sé cómo esa mujer puede alimentaros con lo mal que está todo! J’espère que Jacqueline vous enseigne les manières de notre pays.

    Merci beaucoup et bonne après midi, madame —contesté para demostrar que me había educado muy bien.

    Cuando le conté lo de la carnicera a mi hermano pensó enseguida que podíamos sacar dinero. Estaba asustada porque no siempre se me ocurrían «las brillanteces», como las llamaba él. Casi me arrepentí de habérselo contado, sola me había metido en el embrollo. Me gustaba mi hermano; tenía dieciocho años, era alto, caradura y con aspecto de «niño bien». Contaba con suerte, si había una rifa en la iglesia o en una tienda siempre le tocaba. Desde niña siempre quería estar con él y le seguía por la calle estirando el cuello para no perderle mientras intentaba desaparecer driblando en las esquinas. Diego trabajaba muy ocasionalmente con mi padre en el «esparto» en época de recolección o encontraba chapuzas y recados que hacer a lo largo del año. Pese a que llevaba algo de dinero a casa no se podía decir que tuviera un trabajo, estaba más centrado en atraer a las chicas. Desde hacía tiempo los dos oíamos a nuestros padres hacer cuentas sentados en la cocina. Mi padre siempre terminaba diciendo «Trabajaré más horas», y maman contestaba: «Vicente, no hay más horas en el día».

    No pensaba comunicar lo del negocio, siempre me regañaban en casa diciendo que pese a ser tímida podía ser una metomentodo insoportable. La razón era que cuando discutían sobre algún tema y yo estaba cerca, decía bajito una frase que mi padre odiaba.

    —¿Y por qué no…?

    —¡Ya está la marisabidilla!

    Se reía a carcajadas en parte molesto y en parte orgulloso pues la solución propuesta solía ser acertada. Yo cruzaba las manos callada sin esperar respuesta alguna, ni mucho menos que me dijeran que tenía razón, y antes de que me lo ordenaran me iba porque había aprendido que insistir no ayudaba y terminaban enfadándose. Tanto repitió mi padre en casa y fuera de ella lo de marisabidilla que creí que la gente me iba a cambiar el mote.

    Un par de años antes, teniendo catorce, había oído a mi madre en su dormitorio, en la intimidad que se crea entre las sábanas, mantener una conversación en voz baja que usaba para comentar temas que no debíamos oír.

    —Vicente, la naturaleza es injusta y ha repartido al revés las virtudes entre nuestros hijos: la belleza para Diego y la inteligencia para Marie. Espero que se ayuden.

    Me entristecí al enterarme de que no era guapa, no pensaba que no lo fuera, pero me alegré de que me llamara inteligente.

    Clandestinamente, mi hermano y yo nos hicimos socios y comenzamos el año montando un negocio en la plaza. Lo primero fue discutir sobre el nombre que le pondríamos.

    —Fenoy & Fenoy —sugirió Diego ya que había visto la repetición del apellido en algunas fábricas familiares francesas y le parecía elegante.

    —O sea, que queremos pasar desapercibidos y pones nuestro nombre. Ya verás que lo terminarán llamando como me llaman a mí: la chica del turbante.

    Le hizo gracia dado que sonrió, pero no dijo nada.

    Los días en los que había más gente llevábamos a la plaza un cartel, dos sillas y un taburete. Era un caos ruidoso y atestado de gente en el que yo me movía con facilidad desde los seis años. Entonces, para que me abrieran paso iba gritando una cantinela: «Paso, paso, s’il vous plait, paso». Mi objetivo era que pensaran que debían apartarse por alguna razón como dejar que transportaran un mueble grande o a alguien importante y se admiraban sonriendo al ver que «lo grande e importante» era yo.

    Nos costó mucho que nos dejaran un hueco para nuestro puesto pues los argelinos, principales negociantes de la plaza, nos miraban con desconfianza. Tuvimos que pagar a un viejo escribano harapiento por hacernos con la mitad de un espacio mediocre y sin delimitar. La negociación fue larga y difícil, y terminó cuando el anciano miró a mi hermano y sonrió enseñando las encías vacías. Diego había tardado tres días en conseguir el espacio y dos en escribir con su letra grandísima y torcida el siguiente mensaje:

    «S’il y a une solution, Marie trouve. Il n´y a pas de taux fixe.

    Si tiene solución, Marie la encuentra. Sin tarifa fija.

    إذا كانت هذه هي قابلة للحل، يجد ماري ليس هناك معدل ثابت».

    Discutimos mucho acerca de las tarifas. Mi hermano dijo que lo haríamos así para cobrarles más a los ricos. En cambio, yo propuse que si el problema era grave les cobrásemos menos, pues ya estarían suficientemente agobiados, incluso que en casos más enrevesados no les cobráramos nada. No nos pusimos de acuerdo, no obstante, empezamos con el negocio.

    A pesar de que despertamos mucha curiosidad el primer día en la plaza, nadie se atrevía a acercarse. Las mujeres se fijaban en mi hermano y paseaban meneando las caderas, en cambio, a mí me miraban extrañadas. En Orán, la gente era supersticiosa y desconfiaban de las novedades. Necesitaba que alguna persona se sentara y me hiciera una consulta, aunque no podía forzar a nadie. Pensé que alguien que no tuviera familia y que no pudiera compartir su preocupación en una ciudad llena de gente interesada en la vida de los demás sería el cliente indicado.

    Casi al final de la mañana, cuando ya pensábamos que nadie se aproximaría, una señora exuberante con vestido rojo y alpargatas empezó a vagar a nuestro alrededor. Parecía que intentaba escucharnos para identificar el idioma que hablábamos, que en nuestro caso era una mezcla de español y francés. Disimulaba tocando pañuelos del puesto de enfrente y me miraba intentando decidir si debía sentarse en la silla o no. Yo apartaba la vista para no intimidarla mirando muy interesada mis babuchas. Parecía un perrillo dando muchas vueltas antes de tumbarse. Finalmente, se decidió.

    —Soy española. Me llamo Julia y lo que te voy a contar no puedes decírselo a nadie.

    Mi hermano contestó rápido.

    —No se preocupe, nunca cuenta nada, casi no habla. Voy a por un té. Siéntese, por favor.

    —Mi marido trabaja mucho. Se llama Paco. Antes era solo cristalero y como las cosas están tan mal, ahora también es chófer en la casa Flauvert. Le quiero mucho y siempre nos hemos llevado bien, pero últimamente no me hace caso. No me preguntes a qué me refiero porque no te lo puedo decir. Siempre le vigilo, así que estoy segura de que le gusta otra y se va con ella desde hace tiempo. Ya lo ha hecho otras veces. Cuando se lo digo me grita que son invenciones mías y que estoy loca; sé que le gustan todas, pero ahora tiene alguna especial. Antes se ocupaba de mí y estaba más tranquila, ahora no sé, tengo muchas dudas…

    La señora, que había hablado tan rápido, se quedó en silencio y de pronto me miró fijamente. No sé qué esperaba en aquel momento, quizá que hiciera abracadabra, un conjuro o algo parecido. Me puse a pensar un par de minutos y aunque ya sabía qué responder, esperé. Mi hermano decía que tenía que darle suspense a la respuesta para cobrar más y hacer que pareciera más difícil la solución. Empecé a hablar y noté que me miraba con una atención que se convertía en estupor. Mi voz sorprendía dado que era demasiado grave para una chica.

    Madame, no se lo diga más. Ocúpese de sus cosas. No le hable. Unos días después le preguntará qué le pasa, encójase de hombros y sonría. No le conteste. Hágalo así durante unos días y ya verá.

    —Marie, no creo que Paco se fije en que no hablo hasta por lo menos una semana. Nunca me hace caso si no es para regañarme por algo y, sobre todo, no sé si aguantaré tanto sin hablar.

    —Hágalo. Si no lo hace el tiempo suficiente no funcionará.

    —¿Cuánto te pago?

    —Hable con Diego.

    Se fue corriendo la voz y empecé a tener algún cliente. Algunos, después de atenderlos y sugerir una solución que solía dar resultado, no me saludaban por la calle. Lo entendía pues me contaban cosas personales. Nadie me pagaba con dinero, sino con manojos de zanahorias, cebollas, saquitos de especias, cortando el pelo o haciéndome una falda. Pese a que lo intentamos repetidas veces, ni mi hermano ni yo supimos cómo decirles que preferíamos dinero.

    Dos semanas después vi caminando a Julia muy contenta del brazo de su marido. Paco Cifuentes era rectilíneo y con expresión de perdonavidas mientras que ella era redonda, nerviosa y con mofletes de ardilla; hacían una pareja extraña. Me saludó con un gesto discreto de cabeza y una sonrisita. No esperó mucho para pagar la deuda con una botella de vino y un queso que entregó a Diego unos días después.

    Como jefe del negocio, mi hermano empezaba a parecerse a los propietarios de los bazares de la plaza que se paseaban estirados con mirada arrogante o permanecían sentados en el umbral para vigilar como halcones su negocio. Hasta tenía la costumbre de llamar a un niño para pedirle el té para los clientes y regañarle o pegarle un cogotazo si se distraía por el camino dejando que la tetera llegara fría. Se mojaba el pelo para peinárselo con la raya en medio imitando a los señores, aunque su pelo era tan rebelde y la parte delantera contaba con tantos remolinos que incluso echándose fijador se terminaba disparando en diferentes direcciones.

    2

    Mi familia y mi casa

    Diego perdía su aspecto de «niño bien» todos los años en primavera cuando tocaba encalar la casa y mi padre, que era un alicantino al que le gustaba tener la fachada muy blanca, le obligaba a vestirse con una chilaba vieja comprada en le marché de l’occasion, que en casa hubiera servido para hacer trapos y bayetas, a protegerse la cabeza de la cal con un pañuelo blanco con cuatro nudos y la cara con un trozo de tela como si de un bandolero se tratara. Protestaba por el trabajo duro, por el olor fuerte y por la pinta que le obligaba a tener, aunque, en realidad, para él era mejor llevar «el disfraz» puesto que ninguna de las chicas con las que tonteaba podrían reconocerle con ese aspecto.

    Todavía estábamos a mediados de enero y faltaba mucho para que dejara de llover e hiciera buen tiempo, pero mi padre, aquel domingo, entre cucharada y cucharada de la cena, comenzó a «pinchar» a mi hermano acerca del asunto. Intentaba hacerle ver a mi madre lo vago que era su hijo.

    —Jacqueline, la casa ya está sucísima, hay que blanquearla —decía mi padre mascullando con la boca llena.

    —Qué va, está bien todavía —decía mi hermano contestando rápidamente a lo que nadie le había preguntado.

    —No está tan mal, aguanta un poco. —Yo echaba una mano a Diego metiendo baza.

    —Ya —era la respuesta de mi madre que nadie comprendíamos.

    —Bien —finalizaba mi padre.

    No se continuaba hablando. El final de la charla era conocido de antemano: iba a ser mi padre el que decidiera cuándo y cómo se iba a hacer. Mi hermano, tan alto, iba resbalando enfadado en la silla, escondiendo la cabeza en los hombros mientras la conversación gradualmente terminaba en monosílabos y se hacía el silencio.

    Al igual que el resto de mi barrio, mi casa se encalaba al comienzo del calor tanto por fuera como por dentro con el objetivo de limpiar y hacer que fuera más fresca para el verano. Quedaba tan blanca que nos deslumbraba con el reflejo del sol hasta que llegaba la primera tormenta de arena seguida de la primera lluvia de gotas gordas y sucias de finales de agosto, que la volvían a manchar. No teníamos cristales, así que vivíamos con todas las puertas y ventanas abiertas permitiendo, sin desearlo, que el polvo del desierto entrara en casa manchando paredes y escalera.

    La limpieza de la casa era importante y la nuestra, siéndolo, era dificultosa. Nos lavábamos poco y por partes en el sitio más privado que encontrábamos: el mío era mi pequeño cuarto, el dormitorio de mis padres era un poco más grande y mi hermano, al no tener habitación, dormía en el camastro del comedor con

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