Querida Lurdes
Por Héctor Troncoso
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Querida Lurdes - Héctor Troncoso
Querida Lurdes
Héctor Iván Troncoso Ruiz
© Copyright 2012, by Héctor Iván Troncoso Ruiz
Primera edición: noviembre 2012
Colección: Viaje al fin de la noche
Director: Máximo G. Sáez
editorial@magoeditores.cl
www.magoeditores.cl
Registro de Propiedad Intelectual Nº 214.853
ISBN: 978-956-317-144-0
Diseño y diagramación: Freddy Cáceres O.
Lectura y revisión: María Jesús Blanche S.
Ilustración de portada: «Muchacha en la ventana», Salvador Dalí, 1925.
Edición electrónica: Sergio Cruz
Derechos de reproducción según el Convenio de Berna (1979).
Derechos Reservados
A mi padre que aguarda en su descanso
eterno el cumplimiento de este sueño.
A mi madre que me parió dos veces.
A todos aquellos que han compartido sus vidas conmigo,
a los que han confiado en mí y a los que tuvieron
dudas justificadas, a los que robé el tiempo que
les pertenecía para dedicarme a escribir.
A ti, muy especialmente.
A todos, gracias por esperar.
Si cometiéramos la imprudencia de buscar distingos entre una generación y otra, descubriríamos con estupor que lo superfluo —que absorbe las vidas de muchos— desaparece sin dejar huellas, y queda en la memoria de todos la esencia de lo humano, el rastro inequívoco de lo divino; la muestra indeleble de la existencia de Dios; el perdón, la redención y el amor.
El autor
Capítulo primero
Pequeñas olas
Víctor hizo un puño, lo levantó y esperó un segundo –eterno para Lurdes–, la sujetó del pecho, de las lanas azules, con fuerzas, como se atrapa a un enemigo para que no escape, pero luego lo deshizo y estiró la mano en toda su extensión, dedo por dedo, resistiendo un poco el hacerlo, para abofetearla; como si fuera magnánimo. Lurdes esperaba con los ojitos cerrados y secos la gigantesca mano del hombre que luego se estrelló deshumanizada sobre su rostro, desmontándole la mandíbula, debilitándole la lucidez y espantando todo el escaso amor que le quedaba. La mandíbula, Víctor se la volvió a encajar con otra bofetada, una con más rencor, los sentidos regresaron al rato, lo demás… se fue para siempre.
—¡Toma, mocosa de mierda! –Víctor sentía un poco de alivio, pero lo perdía al instante, y regresaba el deseo de seguir golpeándola.
Saciaba su necesidad de venganza haciendo silbar el aire al ser cortado por el tutor, una varilla de mimbre que estrellaba en las piernas huesudas de la niña. Lurdes acumulaba el llanto en la boca, juntándolo en lo cóncavo del paladar, debajo de la nariz, como si este pequeño punto de su humanidad fuese un recipiente capaz de absorber todo el martirio carnal, el otro, lo llevaba por todos lados, aun en el pliegue que se forma donde se une el dedo meñique con el anular.
Cuando ya no podía acopiar más dolores, vaciaba el contenedor dejando escapar las lágrimas que a su paso arrastraban los mocos liberados por los azotes, inundándole la boca, dejándole un recuerdo salino, amargo a veces.
Las golpizas fueron ocultando a la niña debajo de largos trapos que pudieran amortiguar la vara de la justicia que le dejaba verdugones sobrepuestos, desparramados sobre sus muslos raquíticos.
—¡Perdóname, papá! ¡Lo siento! ¡Perdóname, por favor! ¡Perdóname, papito lindo, perdóname! –revolcada en el suelo, avergonzada por sus orines liberados por el dolor, era fustigada como si fuera un pequeño Cristo.
—¡Tú lo sabías! ¡Tú lo sabías, mocosa de mierda!
—¡Papito, perdóname por favor, perdóname! ¡Yo no…! ¡Yo no…!
—¡Tú tienes la culpa! ¡Tú eres la culpable! ¡¿Te gustó alcahuetear a la sucia de tu madre?! ¡Ahora aguántate, caga’!
Christine había dejado atrás el exiguo amor, y se desprendió de su abundante tormento heredándoselo a su hija Lurdes. Sin mediar remordimientos, sin culpa, sin peso, sin una lágrima, sin mirar atrás; tomó unas cuantas cosas y se marchó, sellando, ese día, el destino de la niña.
—Cuando llegue tu padre le entregas esto. Y esta es para ti hijita, después te voy a mandar muchas más –Christine evitaba mirar a Lurdes, que mantenía su mirada clavada en ella y en todo lo que hacía, intentando entender lo que pasaba.
—¿Una carta para mí, mamá...? –El corazón asustado de la pequeña parecía reventar–. ¿Una carta para mí? ¿Por qué no me cuentas tú, mamá? ¿Estás enojada conmigo?
—¡No! –le afirmó Christine después de ladear la cabeza y juntar un poco las cejas buscando la respuesta correcta.
—Dime entonces qué dice mi carta… ¡Léela!
Sin responder, Christine dio una mirada a su alrededor, buscando un lugar, el apropiado, donde dejar las cartas que ya le molestaban en la mano. Quiso entregarle a Lurdes la que le correspondía, pero decidió dejarlas juntas sobre la mesa, apoyadas en el florero que tenía forma de mujer –estilizada y llena de fábulas–. Bajo la sombra de los lirios que salían por el gollete estrecho esperaron las cartas a sus destinatarios, sobre el pañito de centro tejido a crochet por la madre de Víctor. Lurdes sacó la que le pertenecía antes de que llegara su padre y nunca se la mostraría. Tiempo después, en sus noches de pena abundante, la leía y la olía.
—¡Léela tú cuando me haya marchado! –Christine parecía indiferente y apurada.
—¿Para dónde vas…? –Lurdes se acercó a Christine suplicándole una respuesta clara.
—Es mejor que no lo sepas –Christine le dio la espalda a Lurdes y se alejó unos pasos–, ¡pero algún día te mandaré a buscar! ¡Te va a encantar! –Christine se alejó aún más de la pequeña que miraba a su madre, pensando que era linda–. ¿Tú sabes que te quiero, verdad?, ¡esto es por un tiempo nada más!
—¿Te vas, mamá?
Lurdes acabó con la poca distancia que había entre ambas. Aguantando el llanto abrazó por la espalda a la mujer que pretendía abandonarla, entrelazando las manos sobre el vientre de Christine, que las miró sorprendida y oprimida.
Mecánicamente abrió los brazos evitando tocar las manitos que la querían retener, que la aprisionaban, que pretendían desbaratarle el sueño de vivir el amor por ese hombre joven que la vigorizaba y que la llevaría lejos de allí, la sacaría del pozo que le estaba consumiendo la lozanía y la vitalidad. Sin embargo, el joven amante sólo disfrutó de una aventura ardiente durante siete meses con esta mujer; después se deshizo de ella, dejándola abandonada en una esquina con sus tacones y medias nuevas, con su estilo copiado a Greta Garbo y el abrigo con piel en el cuello, más la maleta gastada que cargaba un poco de arrepentimiento que la incomodaba, pero que no fue suficiente para hacerla regresar.
—¡No, mi amor! ¡No me voy! Bueno, sí. ¡Pero es por un tiempo! ¡Ya te lo dije! ¡Y no sigas llorando, porque lo hago por ti y por mí! Mira, hija, no puedo explicarte bien, pero en tu cartita te cuento muchas cosas, léela más tarde y entenderás.
Christine tomó los deditos de Lurdes –con cuidado, evitando estropear sus guantes de terciopelo negro–, para liberarse de ella, para sacar de allí a la niña que le dejaba pegadas atrás –en su espalda