A los pies del David
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Somos el fruto de nuestras relaciones. Nuestro yo es la suma de experiencias, contacto con los demás, lecturas, recuerdos.
Cuando nos miramos al espejo, vemos un reflejo efímero de nosotros mismos, ligado a un hic et nunc irrepetible, mientras que, un instante después, no nos parecemos a nosotros mismos porque todo con lo que estamos en contacto nos transforma y nosotros transformamos aquello con lo que nos relacionamos. Así pues, también los objetos que tocamos ya no son los mismos tras haber dejado nuestras huellas como marcas estratificadas e indelebles.
En esto pensaba Beatrice Verdi al concluir su proyecto de fin de carrera y después de profundizar en el síndrome de Stendhal. Su investigación la había puesto en contacto con el fascinante Carlo Regis, pero también con el diabólico Stefano Corona, auxiliar de sala de la Galería de la Academia de Florencia, que la había elegido como musa de inspiración para crear su obra maestra y que había urdido un plan terrible a sus espaldas…
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A los pies del David - Rossella Scatamburlo
ROSSELLA SCATAMBURLO
A LOS PIES DEL DAVID
TRADUCCIÓN DE MAR COBOS VERA
1
––––––––
Una lluvia de luz iluminaba la blanca superficie marmórea, deslizándose suavemente por el cuerpo desnudo del héroe. Jugaba con los espesos rizos de su cabello, haciendo brillar a algunos, y dejando en la sombra a otros. Acariciaba la tersa piel del rostro, resaltando cada trazo: el ceño fruncido, la mirada fiera y concentrada, la nariz dilatada y una mueca de desprecio en sus labios.
La mirada de la muchacha se fijó especialmente en aquellos ojos penetrantes. La luz atravesaba sus pupilas, mientras que la cavidad permanecía oscura. Aquellos ojos parecían estar mirando un horizonte lejano, de otro mundo y, al mismo tiempo, le conferían al personaje la seriedad de quien es consciente de ser dueño de su propio destino.
La joven apartó los ojos, por miedo a que la mirada del hombre pudiese invadir las profundidades de su alma, escudriñarla y perforarla. Pero, después, una fuerza extraña atrajo de nuevo su atención. Levantó los ojos hacia el resto de la imagen y vio aquel cuerpo desnudo, perfecto, viril, que solo la luz no temía rozar. Podía admirar la torsión del cuello que dejaba entrever una vena, la tensión de cada tendón, la contracción de los músculos de los brazos y de las piernas y las venas en las manos y los pies.
Por un momento, tuvo la sensación de que la estatua cobraba vida. Se asustó. ¿Acaso aquel cuerpo no había respirado ni había desplazado su peso sobre la pierna derecha? El corazón empezó a latirle con fuerza. Alzó de nuevo la mirada hacia aquellos ojos pensativos que tanto la atraían. No conseguía fijar la vista en ningún otro lugar. Comenzó a sentirse desbordada por la sensación de calor y agotamiento y su cuerpo parecía muy pesado e inmóvil. No alcanzaba a controlarlo; era como si, por alguna especie de sortilegio, fuese otra persona quien lo accionaba.
Se había creado un vínculo que no podía romper. Estaba totalmente sometida a aquella mirada. La cabeza empezó a darle vueltas y aquel rostro que tenía delante, que antes le había parecido tan nítido, le pareció más grande, se rodeó de una aureola blanquecina y se duplicó, hasta que ella perdió todo contacto con la realidad sensible.
Un instante después, se encontró tendida en el suelo con un hombre uniformado a su lado que le tenía cogida la mano e intentaba reanimarla.
—I’m fine —dijo, levantándose. El guarda le propuso llamar a una ambulancia, pero ella le aseguró que se sentía mejor.
—What’s your name?
—I’m Jessica.
El hombre se ofreció a llamar a alguien para que la acompañara a casa. La muchacha le explicó que estaba sola de vacaciones en Florencia y que se alojaba en el hotel Santa Marta. Entonces, no tenía que preocuparse, pues el hotel estaba cerca, así que dejó que se marchara.
2
––––––––
Jessica, de regreso a su habitación, se tumbó en la cama, sin fuerzas. Cerró los ojos y volvió a revivir esa imagen del David. No lograba evitar pensar en el efecto que aquella estatua le había producido. ¿Cómo había podido suceder? Era la primera vez que visitaba Florencia y la Galería de la Academia, pero antes ya había visto muchos museos y muchas obras de arte. Este interrogante la atormentó hasta que la venció el sueño.
Cuando se despertó a la mañana siguiente, pensó en llamar a su madre a Washington para contarle lo sucedido; sin embargo, decidió no hacerlo para no preocuparla inútilmente. Tenía que admitir que ella misma se había asustado al verse tendida en el suelo del museo. Menos mal que el guarda la había ayudado. Qué amable había sido. Se había preocupado mucho por ella.
Además, era su último día en Florencia. Al día siguiente, domingo, cogería el avión a Washington y le contaría todo a su madre en persona.
Mientras, decidió que después de desayunar saldría a dar un paseo por la ciudad a comprar los últimos regalos. Todavía era pronto, así que podía quedarse en la cama una media hora más. Cogió de la mesilla la guía de Florencia y leyó alguna información sobre el David.
El David es una obra que realizó Miguel Ángel Buonarroti entre 1501 y 1504 y está considerada una obra de arte de la escultura mundial, especialmente del Renacimiento. Representa al héroe bíblico mientras se prepara para enfrentarse al gigante Goliat. La estatua está hecha en mármol blanco y tiene 4,10 metros de altura. Los florentinos de la época la tenían como símbolo de la república de Florencia. Pensada inicialmente para ocupar una ubicación en el exterior, en 1872, a partir de varias vicisitudes, fue llevada a la Galería de la Academia, a una sala iluminada desde el techo con un sistema de acristalamiento.
Vasari dice que es una muestra de arte excelente. En realidad, sus formas viriles recrean la escultura griega del siglo V a.C. para representar a un héroe joven y atlético. La posición del quiasma óptico, imitando a Policleto, evidencia la contraposición entre la tensión y la distensión de las extremidades. El atento estudio de los detalles anatómicos facilita el resultado de unos marcados y armoniosos rasgos viriles.
El desnudo del héroe, también, encarna valores filosóficos y estéticos, siendo la expresión de la fuerza y el poder de una ciudad democrática que, en su momento de máximo esplendor, logró vencer a la tiranía, así como David venció a Goliat después de haberlo desafiado con su mirada penetrante.
Miguel Ángel partió de la emulación de lo clásico para realizar una figura masculina desnuda en movimiento, lo cual responde a los ideales estéticos de unidad, armonía y perfección. Se trata de una figura solemne que, mediante una notable fuerza expresiva, se eleva más allá de la realidad humana, en una dimensión de suprema dignidad. En ella son evidentes las virtudes de la fortaleza y la furia, la grandeza y la dignidad del hombre. Un elástico movimiento muscular se une a una fuerte tensión psicológica interna con el fin de destacar la resistencia física y moral de un personaje dueño de su propio destino.
En este punto, es interesante también la concepción estética de Miguel Ángel, afín a las ideas neoplatónicas de la época. Según esta perspectiva, la belleza sensible es el reflejo de una belleza más elevada, divina. Solo un alma virtuosa puede disfrutar el arte con la conciencia que surge de ascesis espirituales. Si se olvida que el fin último de la belleza artística es la contemplación de la esencia divina, los sentidos podrían perderse, cegados por la mera materia. El arte debe, por lo tanto, ser el lugar privilegiado para la relación entre la materia y el mundo de las ideas.
La idea de la obra artística está en curso en la mente del artista, como un don divino, mientras que está latente en la materia, que en sí misma está muerta hasta que el artista no libere la belleza.
Jessica volvió a leer la frase que hablaba de la pérdida de los sentidos cegados por la mera materia. Probablemente, era eso lo que le había pasado a ella: se había quedado atascada en la cualidad física de la obra. Pensó en el momento en que entró en la Galería de la Academia. Como sucede antes de un embarque en el aeropuerto, había tenido que pasar los controles de seguridad. Una mujer de mediana edad, puede ser que de nacionalidad española, que la precedía en la fila, había hecho saltar de algún modo el sensor del detector de metales. El marido, un hombre distinguido y tranquilo, había pasado ya y la esperaba, mientras el oficial le hacía sacar todos los objetos de metal, el reloj, las llaves y el teléfono. Después de haber depositado todo en una caja, la mujer, algo impaciente, pasó de nuevo, pero los sensores volvieron a sonar. Así, con una leve expresión de malestar, dio unos pasos atrás y se quitó también la cámara de fotos que llevaba al hombro. Por último, los sensores no encontraron nada anormal y la mujer pasó sin problemas.
Cuando le tocó a ella, Jessica depositó el bolso en la cinta y pasó bajo el detector de metales sin que este detectase ningún objeto sospechoso. Cogió el bolso, se dirigió a taquilla y pagó su entrada de seis euros y cincuenta céntimos. Una joven empleada, al entrar en la primera sala, se la atrapó con un gesto limpio y mecánico propio de quien está obligado a repetir la operación una infinidad de veces y, con un tono desprovisto de entusiasmo, le dijo que no sacara fotografías en el interior. Jessica sabía que en muchos museos está prohibido hacer fotos, quizá porque estas pueden dañar las obras. Ella siempre había respetado esta norma, pero en lo más profundo de su corazón, en esta ocasión, le disgustaba particularmente el no poder llevarse un recuerdo personal del David.
Cuando entró en la primera sala, creyó que vería enseguida el héroe de Miguel Ángel. Por el contrario, lo que allí había era otra escultura de la que ahora ya no se acordaba. En torno a esta, había colgados algunos cuadros, aunque por más que se esforzase en recordarlos, no lo conseguía. Recordaba solo que a la derecha estaba la entrada a otra sala donde, según un texto, debía de haber expuestos algunos instrumentos musicales, pero estos no le interesaban. Ya los vería más tarde. Ahora su objetivo era ver el David y las otras esculturas que Miguel Ángel había dejado incompletas. Sabía que también las obras inacabadas confieren al arte un misterio considerable.
Lo último que recordaba, antes de abandonar la primera sala, era que un turista desconsiderado había hecho una foto y que había sido severamente amonestado por uno de los guardas. Después, todos sus recuerdos iban a la estancia siguiente y al torbellino de sensaciones que experimentó tras atravesar el umbral de la primera y segunda salas. La puerta te introducía a la izquierda en un largo pasillo al final del cual había una sala semicircular desde la cúpula. Sí, allí estaba. Sus ojos fueron capturados como si una poderosa catástrofe hubiera atraído su mirada. No hizo el menor caso a las esculturas no acabadas del artista que estaban colocadas a los lados del corredor porque al final de este, en medio de una sala enorme, se erguía un gigante.
Recordaba perfectamente cómo, por la emoción, su corazón había empezado a latir más fuerte. Se había hecho un paso entre la gente, recorriendo el largo corredor con la mirada fija en aquel gigante que la llamaba. Sentía una extraña fuerza que la atraía hacia adelante, hasta que se encontró a sus pies, dominada enteramente por una fuerza invisible, divina.
El alto pedestal de mármol blanco y rosa estaba rodeado de cintas de plástico transparente que impedían acercarse demasiado a la obra y tocarla. Aún así, Jessica se había acercado lo máximo posible y desde allí había sentido que aquel héroe, desde lo alto de su majestuosidad, la ahogaba. Elevando la mirada para poder captar la obra en su totalidad, echó la nuca hacia atrás y, en esa posición, la cabeza empezó a darle vueltas. Se alejó un poco y después decidió dar una vuelta alrededor de la estatua para verla desde todos los ángulos.
Se sentó luego en el banco de madera detrás de la escultura y observó cómo el tirachinas del héroe bajaba todo lo largo, pegado a la espalda marmórea, mientras la mano derecha sostenía la piedra. Cada miembro de aquel cuerpo le parecía enorme, especialmente los pies en busca de equilibrio sobre la base.
Se levantó y volvió a dar una vuelta alrededor del héroe, admirando la contracción de los músculos de los muslos y del abdomen, las venas en los brazos y las manos y los tendones de las piernas. La escultura que tenía delante representaba la encarnación de la perfección masculina y todos esos detalles le daban tanto realismo que a Jessica le costaba creer que semejante obra fuese inanimada.
Elevó la mirada de nuevo para encontrarse con la del héroe y en ese preciso instante ocurrió que su corazón se estremeció y empezó a nublársele la vista. Debía de haber algo que la turbaba particularmente y que todavía recordaba con nitidez. Mientras continuaba andando por delante del héroe, de derecha a izquierda y, luego, en sentido contrario, sin apartar en ningún momento la mirada de aquel rostro, percibió que la expresión del David cambiaba. De un lado, le parecía un joven relajado, que se disponía a su empresa con seriedad pero con calma, consciente de su propia fuerza interior, sin necesidad de ostentarla. Del otro lado, tenía delante a un hombre, un adulto enfurecido y preparado para atacar al enemigo que estaba viendo realmente y Jessica habría querido darse la vuelta para ver y asegurarse de que no se había materializado detrás de ella, listo para iniciar una lucha desigual y mortal. De este rostro adulto y viril se desprendía la fuerza de quien sabe que está a punto de afrontar una gran empresa, pero también del que tiene la certeza de la victoria porque su mano tendrá la guía divina.
Jessica seguía preguntándose cómo era posible que esta estatua inmóvil hubiese cambiado su expresión y pudiese contener dentro de sí más rasgos en contraste entre sí. De todos modos, cuanto más intentaba conseguir una explicación a esa mirada, más la confundía y la embrujaba. Mientras, todo lo que había a su alrededor se estaba desmaterializando. Las demás personas en la sala habían desaparecido y ella solo veía ese rostro misterioso que, en el intento de observar un horizonte lejano, la atraía sin ni siquiera mirarla. Luego, en un torbellino de pensamientos e imágenes, se le nubló la vista hasta que, incapaz de sostener la fuerza de aquella mirada, su cuerpo abandonó todas las tensiones.
Ahora, mientras estaba en la cama y volvía a pensar en aquellos momentos, la imagen de aquel rostro volvía a obsesionarla. Había entrado en su cabeza y ya no quería salir de ella. Estaba