En sus memorias, Buñuel describe lo esencial del movimiento surrealista: «Lo que deseaba más que nada, deseo imperioso e irrealizable, era transformar el mundo y cambiar la vida». Para lograrlo, los surrealistas recurren a todo tipo de estratagemas, como la provocación y la ruptura con la tradición, ya que, siguiendo el axioma clásico de las vanguardias, un arte nuevo colaboraría a crear un mundo nuevo.
Buñuel encuentra su propia vía a la hora de dar salida a su espíritu surrealista, y se trata de un camino tan original y distinto, que obliga a crear un nuevo término para definirlo: el ya nombrado adjetivo «buñueliano».
Lo primero que llama la atención es que Buñuel no renuncia a la tradición, sino que practica todo lo contrario, ahondando –a su manera, eso sí– en las raíces de la cultura española.
El cineasta, que es muy consciente del poder evocador de las imágenes, acostumbra recurrir a la iconografía de la pintura más clásica para introducirla en sus películas, haciendo especial énfasis en las imágenes más conocidas de la pintura religiosa que tan presentes están en la sociedad española de gran parte del siglo XX.
MUSEO DEL PRADO: EL ORIGEN
Sospecho que la idea de utilizar la iconografía de la pintura surge de manera fortuita en una visita al Museo del Prado, y que ese germen fructifica posteriormente, cuando Buñuel se convierte en director de cine.
Pero todo comienza mucho antes, cuando el joven Buñuel, con tan solo 17 años, llega a Madrid para completar sus estudios, recalando en la Residencia de Estudiantes. El futuro cineasta cuenta en su autobiografía que «en verano, la Residencia recibía a profesores norteamericanos y a sus esposas, que venían a España para perfeccionar su español. Para ellos se organizaban conferencias y visitas». Y en una ocasión, se le encomienda alpropioBuñuelquerealiceuna visita guiada al Museo del Prado.
Parece ser que Buñuel ejerce como guía de una forma un tanto peculiar e irreverente, y suelta a los ingenuos visitantes