Octavio Paz y el Reino Unido
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Octavio Paz y el Reino Unido - Alejandro González Ormerod
Michael
Prólogo
CAMBRIDGE O EL AÑO PERDIDO DE PAZ
DIEGO GÓMEZ PICKERING
LA FIJEZA ES SIEMPRE MOMENTÁNEA¹
El magnolio vecino del río rebosa de flores, señal inequívoca de que la primavera finalmente ha desembarcado en este pueblo universitario con aires de ciudad. Poco, casi nada, ha cambiado desde la última vez que cobijó a Octavio y a Marie Jo en los albores de la década de 1970, irguiéndose como cómplice silente de los vericuetos de un camino indómito que inició en la India y recorrió medio mundo. Un mundo distinto del que imaginó, del que imaginamos, y que tiene su capital en Galta. Una postal inmutable de sueños pero también de miedos. Es, en sí, un laberinto de la soledad.
Bajo ese árbol fue que lo conocí
, explica Stephen, uno de los pocos pero constantes alumnos que se enrolaron en aquel invierno de 1970 en la Cátedra Simón Bolívar, que en Paz encontró a su segundo y quizá más emblemático ocupante. Fue una escena de constante contemplación
, reflexiona el ahora sexagenario sobre esa primera imagen tan simbólica del paso de Paz por Inglaterra, que trascendió su admiración por D. H. Lawrence y su relación epistolar con Charles Tomlinson, para aterrizar en Cambridge, en ese pequeño jardín de casi perfecta arquitectura de paisaje. El magnolio —explica Stephen— le recordaba a los banianos del jardín de su casa en Nueva Delhi.
La Cátedra Simón Bolívar tuvo con Paz su sede en el Winston Churchill College de Cambridge, uno de las decenas de colegios mayores que conforman el complicado enramado burocrático y académico de una de las universidades con mayor tradición del mundo occidental. Creado en octubre de 1959 con fondos provenientes de los países de la entonces Mancomunidad Británica de Naciones, se pensó como un homenaje a la figura del icónico primer ministro del Reino Unido por su papel, casi mesiánico, durante la segunda Guerra Mundial, y con la intención de traer a suelo inglés lo mejor de la élite intelectual del planeta. Con el impulso, entre otros, de George Steiner, durante su primera década el Churchill College abrió sus puertas a profesores y académicos invitados de todos los rincones del orbe; quienes permitieron inserir el joven legado de sus aulas en los milenarios muros de conocimiento de Cambridge.
Cuando Octavio vivía el doloroso desprendimiento de la India que lo marcaría por el resto de su vida personal, profesional e intelectual, fue precisamente Steiner quien dirigió una carta al rector de la universidad recomendando se invitase a Paz a ocupar la Cátedra Simón Bolívar para Estudios Latinoamericanos en el Churchill College. Es del talente de Neruda y de Borges
, escribió Steiner el 18 de octubre del fatídico 1968 describiendo a Paz. Debemos recibirlo aquí
, concluyó casi salomónicamente. Las peticiones que se sumaron a la de Steiner llegarían a buen oído y el 7 de enero de 1969, Eric Ashby, vicerrector de Cambridge, firmaría la misiva final ofreciéndole a Octavio venir a la universidad y ocupar la cátedra. Paz tardaría casi un año en desembarcar en la Gran Bretaña, el camino apenas lo iniciaba y sin rumbo fijo.
"Camino: lenguaje que se bifurca sin cesar y que no va a ninguna parte, salvo al encuentro de sí mismo. Pero ¿qué es ‘sí mismo’?... El mono gramático no es un relato ni un cuento; sin embargo, nos cuenta algo."² De esta forma definió Paz una de sus obras quizá más cautivantes y razón misma de su paso por Cambridge. Una analogía de la importancia de su año en la ciudad británica lo dice sin decirlo; importancia implícita de un año en la vida de Paz tan desconocido como el camino que lo llevó a él. En Cambridge, Paz hubo de encontrarse consigo mismo, con la India y con México: escoger el camino [...] (inventarlo a medida que lo recorro) [...] tampoco sabía adónde iba ni me preocupaba por saberlo. No me hacía preguntas: caminaba, nada más caminaba, sin rumbo fijo. Iba al encuentro [...] El camino también desaparece mientras lo pienso, mientras lo digo
.³
Desde la ventana del apartamento número 5 del edificio Shepherds se alcanza a ver el magnolio pero también algunos pinos y almendros, así como el largo prado, ahora verde y salpicado de gente pero seco y desolador en los inviernos, que converge allende el horizonte con el río. Desde esa ventana se encontró Paz con Cambridge en enero de 1970; desde ahí vio reverdecer las ramas en la primavera y alcanzar su plenitud en el verano. Desde ahí presenció la muerte lenta que empieza con el caer de las hojas en el otoño y se despidió recién comenzado el invierno. Desde ahí continuó el camino que lo trajo de India y lo llevaría a México.
Quizá la realidad también es una metáfora (¿y de qué y/o de quién?). Quizá las cosas no son cosas sino palabras: metáforas, palabras de otras cosas.
⁴ El año que Octavio compartió con Marie Jo en Cambridge fue de necesaria introspección. Cambió la ajetreada vida social y cultural que tuvo por casi seis años en Delhi por el ascetismo del campus universitario. Conversaba, disfrutaba de la gente, se escapaba con resplandor
a su amada Francia; pero invariablemente, antes o después de sus conferencias magistrales, entre comidas y entre sueños, quienes lo acompañaron, casi perennemente, fueron sus pensamientos. El periplo previo a su llegada entre varias ciudades estadunidenses y alguna escala francesa continuó, al menos, a través de una intensa dialéctica interna, reflejada en esa mirada tan suya. Una mirada que si bien reparaba en la frondosa naturaleza que rodea al colegio y en alguno de los estudiantes que lo acechaban con preguntas, hablaba de una mente en constante diálogo consigo misma. Fue de un carácter casi ermitaño, de largas caminatas pero de pocos amigos; del salón de clase a la biblioteca y de ahí a su departamento
, afirma el desgarbado archivista a cargo del acervo histórico del Colegio Churchill sobre el inusitado aislamiento de Paz durante su paso por Cambridge.
En el archivo, resguardado en los confines de un edificio de estentórea arquitectura funcionalista, de particular profusión en la Inglaterra de inicios de los sesenta, se guardan lo mismo postales firmadas por Paz y Marie Jo con la imagen de la pirámide de Kukulkán que las notas manuscritas de Margaret Thatcher sobre uno de los discursos que dio con motivo de su visita a México en la primera parte de los años ochenta. Ahí podrían encontrarse las respuestas a las preguntas que nunca nos hemos hecho pero también, invariablemente, nuevas preguntas a partir de las respuestas que ya tenemos. Quizá con quien más interactuó fue con su pluma y el papel
, divaga en voz alta el archivista de dientes disparejos y cabellera grasa.
De sus doce meses en Cambridge, Paz se queda con un centenar de páginas, aquellas que componen El mono gramático. Para sus prologuistas, el libro que nace de las entrañas del Churchill College pero es concebido en Nueva Delhi
pertenece a la misma familia espiritual de textos tan emblemáticos como Nadja de Breton, Los cantos de Maldoror de Lautréamont o Aurelia de Nerval [...] es una pequeña obra maestra escrita en 1970. A camino entre el ensayo, la prosa poética y el relato, este libro es un texto fundacional dentro de las letras hispánicas.⁵
Para cualquiera que haya visitado sus páginas, es un viaje al interior del mundo de Paz en su momento más convulso pero también más luminoso. El mono gramático como camino para entender su evolución creativa y de pensamiento tras la escisión india. Ruptura que lo marcaría el resto de sus días y cuyo flujo lo siguió hasta el final, no es fortuito que su último libro publicado en vida fuese el brillante ensayo intitulado Vislumbres de la India.
"Dejé la India a fines de 1968 y un año y medio después, en el verano de 1970, escribí El mono gramático", decía Paz sobre la única obra que produjo en su paso por suelo inglés, en un claro ejemplo de que la transición que vivió en la India y que lo acompañaría a la tumba fue medular en tanto existió Cambridge. La una sin la otra no se explica. Paz sin Cambridge no puede ni debe entenderse.
La sabiduría no está ni en la fijeza ni en el cambio, sino en la dialéctica entre ellos
,⁶ Ahora me doy cuenta de que mi texto no iba a ninguna parte, salvo al encuentro de sí mismo [...] Analogía: transparencia universal: en esto ver aquello.
⁷
Cambridge, verano de 1970
Introducción
OCTAVIO PAZ EN TIERRA INGLESA
ENRIQUE KRAUZE
Octavio Paz, estoy seguro, hubiera estado particularmente encantado del encuentro conmemorativo llevado a cabo en la British Library. Quizá la cultura inglesa no fue su mayor amor —ese lugar, como lo sabemos, lo tuvo la cultura francesa— pero las letras inglesas fueron un amor temprano y, en muchos sentidos, un amor constante, permanente, y sujeto, me atrevo a pensar, a menos decepciones de las que, por motivos políticos y filosóficos, le deparó su apasionado vínculo con Francia.
Un grupo distinguido de autores analizó su obra esa tarde de abril desde la perspectiva inglesa: dibujaron su huella en Inglaterra y la huella de Inglaterra en su obra. Yo la veo muy clara en las estaciones de su poesía (la inspiración de Eliot, las novelas y aun las mitologías de Lawrence, para mencionar sólo dos ejemplos evidentes) pero lo parece menos en el ensayo y el pensamiento, donde la larga gravitación del marxismo y la posterior reacción crítica a esa corriente (ambas especialmente intensas en Francia) ocupó décadas de su vida. No obstante, la huella de los ensayistas, filósofos, moralistas, dramaturgos e historiadores ingleses está en sus libros y a Paz le importaba mucho que se reconociera.
Y Paz hubiera querido que esa tradición, a su vez, lo reconociera con mayor justicia a él como pensador. Recuerdo una queja suya, muy sentida: "Vea usted —me dijo— las grandes antologías del pensamiento, los libros de Quotations, las historias críticas de la literatura occidental, y comprobará que, fuera de Ortega y Gasset y Unamuno, la lengua inglesa no recoge el pensamiento de los ensayistas modernos de habla hispana". Y no sólo los ensayistas modernos sino los autores clásicos. Está Cervantes —aunque menos de lo que merece— pero casi ningún otro autor del Siglo de Oro, incluyendo a Quevedo, Lope de Vega, Calderón o sor Juana. Quizá el extraordinario (y merecido) éxito de la novela latinoamericana acaparó la atención del público anglosajón, pero ocurrió a expensas de grandes poetas y originales ensayistas de habla castellana. La única y obvia excepción es Jorge Luis Borges (el más universalmente inglés de los autores latinoamericanos), pero Octavio Paz —su obra en prosa, sus teorías literarias y culturales, sus interpretaciones históricas, sus biografías literarias, sus vislumbres de Oriente, sus teorías del amor y el poder, sus reflexiones geopolíticas, no sólo sus obras sobre México— merecía la reivindicación que este encuentro representa.
Lo que lo hubiera entusiasmado más, estoy seguro, es la presencia de tantos amigos en torno a su obra y su magisterio. Por mi cercanía como secretario de redacción de Vuelta, me consta el entusiasmo con que leyó los libros clásicos de Hugh Thomas sobre España, Cuba o la historia del mundo (los discutimos mucho, y le pedimos a Hugh que escribiera sobre Cuba, cuando hacerlo era el mayor tabú). Recuerdo cómo festejó Moctezuma, Cortés y la Conquista de México. Me consta también su entusiasmo por la historia de las ideas que ha construido David Brading (no sólo para México sino para todo el orbe indiano), tanto así que Vuelta publicó uno de sus libros seminales: Profecía y mito en la historia de México. Me consta su agradecimiento a John King, por su magnífico libro sobre la revista Plural. Me consta la cercanía con Michael Schmidt (el hombre de letras mexicano-inglés a quien quería especialmente y que publicó mucho con nosotros). Me consta su lectura de los ensayos de Michael Wood (los discutíamos con Alejandro Rossi). Y me consta, en fin, su aprecio por los compatriotas que nos acompañaron ese día en Londres. Sólo menciono ahora algunos vínculos: con Elena Poniatowska —que escribió una hermosa evocación suya—, con Homero Aridjis —poeta al que respetaba y publicaba—, con Anthony Stanton —estudioso sagaz de su obra— y con Christopher Domínguez Michael —su reciente y brillante biógrafo—.
Evoco una tarde en su biblioteca. Recuerdo el lugar central que ocupaban los libros ingleses. Tenía en sus manos un grueso libro de Alexander Pope. Eran los días en que escribía La llama doble, su teoría del amor y el erotismo. De pronto, comenzó a recitarme unas estrofas de la epístola de Pope On the Character of Women. Así son
, agregó, con cierta picardía, a sabiendas de que aquel inventario poético de actitudes no rozaba siquiera el tema que lo obsesionaba: la mujer y el amor, que eran en su obra jeroglíficos sagrados. En otra ocasión, tras recorrer una exposición de Turner, me dijo asombrado: "Nada inventaron los impresionistas: todo estaba ahí, en Turner,