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El Estiércol Del Diablo
El Estiércol Del Diablo
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Libro electrónico540 páginas8 horas

El Estiércol Del Diablo

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Quin fue Hugo Chvez?, Cmo lleg al poder?, Por qu eligi el socialismo cmo bandera ideolgica?, Por qu conden el progreso econmico y social de Venezuela desde las alturas del palacio de Miraflores?, Cmo contrajo el lder Bolivariano la mortal enfermedad que se lo llev de este mundo?, Quin verdaderamente mat a Hugo Chvez?, El socialismo, el fidelismo, el chavismo, o que otro sarcoma ideolgico?, Estaran todas las organizaciones terroristas que sostenan vnculos con Hugo Chvez tan comprometidas como l pensaba, o haban planes ulteriores que perjudicaran extensivamente al presidente venezolano?, Eran Fidel y Ral Castro, sus mentores cubanos, conjuntamente con Nicols Maduro y Diosdado Cabello, los ministros ms allegados a Hugo Chvez, cien por ciento sinceros con el Mandatario?, Buscaban ellos sus propios beneficios, no importando mandar al lder bolivariano directo al infierno, por el simple hecho de salvar al chavismo (la gallina de los huevos de oro)?, Se impuso finalmente el inters al amor en la jungla chavista?

Todas y cada una de estas interrogantes son ampliamente respondidas por el autor Israel Matos en este libro. El estircol del diablo, es una aumentada tomografa de los ms apartados y oscuros rincones del represivo rgimen chavista; es una puesta al descubierto de todas las confabulaciones en secreto con personeros de otros regmenes en desfalco para materializar el artero asalto que se ha producido en Venezuela; en esta narrativa novelada hay una responsable denuncia de las reprochables actuaciones de cada uno de las fulanas y perenganos que ocupan un puesto de ministro, jueza, diputado o presidenta del Consejo Nacional Electoral (CNE), en esta espeluznante tragedia de Sfocles.

En esta novela de Israel Matos, escritor dominicano, se da por sentado que el final del rgimen chavista est por venir, pero ser violento o pacfico? Eso lo decidirn los venezolanos!
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento18 may 2015
ISBN9781506503165
El Estiércol Del Diablo
Autor

Israel Matos

Israel Matos nació en San Pedro de Macorís, República Dominicana. Desde muy joven se inclinó a diversas expresiones artísticas, tales como la pintura, el teatro, el cine y la literatura. Fue el pionero en dirigir un experimento cinematográfico en su provincia de origen, llamado “éxodo de sangre”, que narra las azarosas huidas de muchos dominicanos hacia la isla de Puerto Rico, los cuales, en la mayoría de los casos, terminan en tragedias. En el 2012 publicó su primera novela “La Lupe, reina poseída”, (editorial Palibrio); con una narrativa angustiante y desesperada narra cómo esta talentosa cantante cubana nace en la Cuba de Batista, cómo escapa de la Cuba fidelista, triunfa en una sociedad capitalista, pero luego pierde su vida entregada a los Orishas. Tan pronto concluyó la escritura del “estiércol del diablo”, su segunda novela, empezó a escribir “El Hijo del difunto”, la historia de un joven que decide vengar la muerte de su padre por una sobredosis de droga, viajando al vientre mismo de los infernales carteles que manejan el narcotráfico en México. En la actualidad, Israel reside en el estado de Georgia, junto a su esposa, sus tres hijos, sus tres nietos y sus tres mascotas.

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    El Estiércol Del Diablo - Israel Matos

    1

    H UGO RAFAEL CHAVEZ FRIAZ, NACIO el 28 de julio, 1954. Realizó sus estudios primarios y secundarios en la ciudad de Sabaneta, Estado de Barinas, y los superiores los hizo en la Academia Militar de Venezuela. Después de cuatro años se graduó con una licenciatura en Ciencias y Artes Militares, con un rango de subteniente. Hugo fue el tercer hijo de una familia de extracción proletaria, tan pobre que Hugo de los Reyes y Elena Frías, sus padres, no podían darle de comer a sus siete hijos al mismo tiempo con sus pírricos sueldos de maestros de escuelas públicas. De manera, que Hugo y Adán, su hermano mayor, fueron criados por su abuela. Rosa Inés Chávez vivía en una humilde vivienda de techo de hojas de palma y piso de tierra. De lunes a sábado mamá vieja, como Huguito le llamaba, hacía pasteles para que el inquieto joven saliera a vender en los lugares donde se concentraba la gente en la pequeña ciudad. Aunque su abuela no creía en los curas, como decía ella, su madre Elena Frías llevaba al pequeño Hugo a la iglesia, quien admiraba la figura del sacerdote y su influencia en los feligreses, y quiso ser como él, iniciándose como monaguillo. Antes de su graduación como cadete, fue la época en que desarrolló un quemante deseo de salir de ese medio de privaciones y carencias; inició deslumbrándose con un joven deportista carismático e idolatrado en Venezuela, llamado Néstor Isaías Chávez Silva, legendariamente conocido como el Látigo Chávez. Después de una brillante carrera como lanzador con los Navegantes del Magallanes, y los Gigantes de San Francisco, falleció en uno de los peores accidentes aéreos en Venezuela, acaecido en Maracaibo, en el aeropuerto Grano de Oro. Sin norte y sin mentor, le gustó ser soldado y aprendió el don de mando; se dejó dictar y aprendió a capitanear. Después de la graduación, siendo sub-teniente, su apetito de progreso y su deseo de poder estar arriba, se convirtieron en unas arrebatadoras ambiciones de autoridad, que eran capaces de demoler todo lo que se opusiera en su arrolladora estampida, con la vista en Miraflores.

    A Nancy Colmenares, su primera esposa, le prometió villas y castillas y le juró amor eterno. Afirmó con bombos y platillos en reuniones familiares, frente a una audiencia borracha que manejaba a su antojo con su discurso campechano, que adornaba con historias y detalles domésticos, que Nancy—decía—era para él un premio de la lotería. Por esa razón, ella se dejó pegar tres muchachos. Pero con esa misma miel meliflua, adormecía a la historiadora Herma Marksman, que como hipnotizada, duró diez años siendo su amante incondicional, demandando solo ser correspondida en el amor. Mientras Hugo le prometía fidelidad y felicidad a otra mujer, y se labraba una carrera político-militar, que era realmente donde estaba su fortuna y su corazón.

    Hugo Rafael Chávez Frías conocía la debilidad del sistema donde se había criado, y descubrió las escaleras hacia las alturas. Cuando Carlos Andrés Pérez se equivocó en la implementación del poder, queriendo hacer que el pueblo pagara por algo que no había sido su creación, el Teniente Coronel, para entonces, Hugo Chávez, vio las puertas de su desmedida ambición abiertas de par en par, y creyó pescar en río revuelto, pero le salió el tiro por la culata.

    El intento de golpe de estado liderado por MBR-200, el partido político de Hugo, ensangrentó a febrero de 1992, donde hubieron más de cincuenta muertos, y se pasaron de cien los heridos. Públicamente Hugo Chávez se echó la culpa; pero trajo de los cabellos a los trágicos acontecimientos del eructo popular donde se masacró al pueblo venezolano, solo por protestar contra los desaciertos y la pérdida del rumbo del gobierno de Carlos Andrés Pérez, funestamente célebres conocidos como el Caracazo, que habían ocurrido cuatro años antes. Por dos años alimentó e hizo crecer sus ambiciones, aún sin estrenar, estando en las sombras de la cárcel.

    Como los partidos tradicionales continuaron llenándose de huecos y podredumbres, haciendo que el pueblo les volviera la cabeza, una vez en libertad, las alas de Hugo no dejaron de crecer. Mirando a la cumbre de la escalera, se le embotó el corazón, se les olvidaron los sacrificios y los desvelos a que voluntariamente se sometió para cuidarlo y visitarlo cuando estuvo preso, la amante Herma Marksman; pero aunque ella no lo supiera, ya no formaba parte del futuro ambicionado por el ex militar, mancebo e impetuoso líder. Ahora tenía que venir otra, más joven, más bonita, pero que también se dejara usar, aun para tener hijos.

    La próxima heroína no se hizo esperar, la periodista Marisabel Rodríguez, madre de su última hija Rosines. Bonita, educada, soñando con su príncipe azul, mientras él dejaba deslizar por los recovecos de su mente el diálogo que tuvo Henry VIII, Rey de Inglaterra, con su sexta esposa:

    —Mi amor—dijo el Rey—, eres muy bonita, pero no te voy a ocupar por mucho tiempo.

    Armado de su nuevo ventorrillo político, el Movimiento Quinta República, ganó las elecciones del 6 de diciembre de 1998. Le tomó cierto tiempo formar su tercera parcela política, el Partido Socialista Unido de Venezuela, PSUV. Que como Joseph Stalin, haló por las greñas a los países de menos poder y capacidad militar que Rusia, obligándolos para que se unieran a la tristemente célebre Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; Hugo hizo lo mismo. Realizó una romería política por todo el espectro de la izquierda venezolana, que sufría de un desguañangue de aceptación popular; así como una anémica ideología desde hacía mucho tiempo. Durante la peregrinación del Teniente Coronel alrededor de aquel valle lleno de un montón de huesos secos, proclamó vida para aquellas entelequias; ordenó el crecimiento de tendones, donde había solo piltrafas; cubrió de carnes aquellas calaveras descuartizadas, y por medio de los milagrosos petrodólares, les regaló muchos años de vida y les hizo ofrecimientos de todos los gustos y colores si entraban al redil del Socialismo del siglo veinte y uno.

    Así construyó la plataforma que lo catapultó al poder, donde se ha mantenido por 14 años. Mucha agua ha pasado debajo del puente. Fracasó en dos matrimonios; fue la figura central en dos golpes de estados, el primero planeado por él; el segundo, se lo planearon a él. Hoy en día, con un país dividido, miles de exiliados voluntarios o forzados, que han abandonado la patria que los vio nacer, y una Venezuela dentro de la fragua de unas reñidas elecciones. Además, probablemente lo más difícil, él se enfrenta a la azarosa batalla cuesta arriba contra un cáncer pélvico, sumamente agresivo, que ya había hecho metástasis en varias parte del cuerpo. Y, probablemente, lo obligue a regresar a Cuba para una cuarta intervención quirúrgica. Sin embargo, algunos Ministros del sistema socialista y camaradas muy allegados al Presidente, que han expresado públicamente su amor por el Mandatario, han manejado un oscuro secreto con las autoridades cubanas, los cuales están apostando al triunfo del chavismo, a precio de tener que sacrificar a Chávez. Desde los inicios de la enfermedad del líder bolivariano, el politburó del Partido Socialista Unido de Venezuela guarda la noticia como un secreto de guerra, ya que el pueblo no se puede enterar del verdadero estado de salud de Hugo, quien tiene cincuenta y ocho años, y aspira a su tercera reelección, ya que eso podría cambiar los resultados en las urnas. Eran secretos dentro de los secretos del régimen, como pequeñas maletas dentro de otras más grandes, que no todos conocían.

    L os colores abigarrados de la bandera estaban distribuidos arbitrariamente sobre las cabezas y en el cuerpo del mar humano que se había adueñado de la Avenida Francisco de Miranda. Se podían ver en las gorras un amarillo de sol radiante, un azul cielo que sobresaltaba en las chaquetas multitudinarias y el rojo carmesí en los pañuelos que cubrían a las damas de los castigos de los rayos solares; pañoletas en los cuellos de los caballeros, y en las hermosas e impresionantes coronas de flores para las ofrendas, que varios hombres que marchaban en frente de la multitud, orgullosamente cargaban.

    El multitudinario grupo avanzaba por la Avenida Francisco de Miranda, en dirección a la Plaza Altamira, que ahora se llama Plaza Francia, después que ambas naciones acordaran tener una plaza que llevara el nombre de los dos respectivos países. El propósito era llevar una ofrenda de recordación a las victimas caídas en 2002, cuando opositores al gobierno de Hugo Chávez se tomaron la plaza por un largo periodo de tiempo. Hasta que Joao de Gouveia, un agente de las profundidades más oscuras del averno, aunque decía que era portugués con mucho tiempo viviendo en Venezuela, abrió fuego en la concentración de personas congregadas en la plaza, matando a mansalva tres ciudadanos, que nunca pudieron descifrar las oscuras intenciones de quienes comisionaron al hijo de perdición para quitar vidas a personas inocentes.

    El océano de gentes ocupaba varias cuadras de la amplia avenida. Miles de sombrillas protegían a los marchantes de los abrazadores rayos del sol caraqueño. Enarbolaban pancartas dando por sentado el triunfo en las próximas elecciones de Enrique Capriles, un abogado, ex gobernador del estado Miranda y líder de la oposición. Al llegar a la Avenida 1, la multitud se sorprendió con la presencia de un impresionante contingente de la Policía Metropolitana en vehículos blindados, los popularmente llamados: la ballena y el hipopótamo. Cuando la primera avanzada del grupo de gentes se aproximaba a la confluencia de la Avenida Francisco de Miranda, con la Avenida Luis Roche, sonó el primer disparo.

    Parecían venir del elegante e impresionante edificio del hotel Four Seasons, una moderna construcción con los colores de una gigantesca cebra, ubicado en toda la esquina donde se abrazan las dos avenidas. En seguida se desató el caos. La multitud empezó a correr alocada en diferentes direcciones, los gritos y alaridos sustituyeron a las musicales consignas reafirmando la confianza de que la oposición iba a ganar. Una mujer quedó en mitad de la calle, dando vueltas en forma de abanico.

    —Estoy herida, estoy herida—gritaba la mujer histéricamente.

    Algunos se acercaron a socorrerla, pero tuvieron que buscar cobertura cuando sonó el segundo disparo. Un hombre que estaba cerca de Tom Gogan, camarógrafo del canal de TV Cosmovisión, y Venecia Sion, la reportera, fue impactado en la cara por el segundo proyectil. Fue empujado hacia atrás violentamente, cayó de espaldas en el pavimento caliente con el rostro deshecho y la cabeza metida en la axila derecha, indicando que la caída le había roto el cuello. Y ahí se quedó sin hacer movimiento alguno. Venecia paró de hablar frente a la cámara, y corrió para buscar refugio, trayendo del brazo a su camarógrafo, quien no dejó de filmar lo que acontecía a su alrededor ni un solo segundo.

    Venecia y Tom habían cubierto eventos peligrosos que habían marcado la historia del país suramericano. Tales como protestas y exigencias de los trabajadores del estiércol del diablo, de PDVSA, así como huelgas de las centrales laborales, todas las veces que han estado en desacuerdo con la política de solo favorecer a los simpatizantes del oficialismo. Ellos habían llegado a ser uña y carne; compartían punto de vista político, eran fríos y arriesgados en el trabajo, les gustaba lo que hacían, por eso lo realizaban con pasión.

    Tom había llegado a Venezuela unos dos años y medio atrás. Venía de la ciudad de Seattle, en el estado de Washington, había llegado con un grupo de misioneros del Movimiento Adventista, el octavo mayor organismo internacional cristiano. Se quedó en Venezuela alegando que se había enamorado de la ciudad capital por su eterna primavera, y que además quería contribuir a la fundación y desarrollo de varias nuevas iglesias. Después de rentar un departamento, de inmediato buscó trabajo en un canal de TV como camarógrafo.

    Después que Venecia lo conoció, y de que se lo asignaron como compañero de trabajo, ella encontró una discrepancia en la vida de Tom: él afirmaba ser adventista comprometido, sin embargo, ella nunca lo vio observando el sábado, ya que trabajaba siete días a la semana. Tampoco ponía ese énfasis en la inminente segunda venida de Jesucristo, como era típico en los de la Iglesia del Séptimo Día.

    Tom era alto, rubio, una especie de Robert Redford joven. Encontró en Venecia una compañera de trabajo, así como una amiga, quien sin poder evitarlo, fue desarrollando un amor platónico por el joven norteamericano. Venecia tenía la figura de una reina de belleza, alta, delgada, con una cabellera marrón que le caía más abajo de los hombros, protegiendo un cuello largo y airoso, que la hacía ver más esbelta. Con unos ojos ovalados del mismo color del cabello, que se cubrían debajo de unas cejas de arco, que transmitían decisión y valor. Después que terminaba la frente, nacía la nariz. Entre las dos cejas, en la medida que bajaba en dirección a la boca grande y roja, se iba elevando suave y sin aspavientos, como la de una duquesa inglesa.

    Era de Maracaibo, del Estado de Zulia, después de graduarse en la Universidad del Zulia, en Ciencias de la Comunicación, se decidió a cortar el cordón umbilical con sus padres. Después de rebatir muchos alegatos de posibles peligros estando sola tan lejos, que esgrimieron sus padres, ella decidió irse a trabajar a la capital. Aunque no les dijo a sus progenitores ni a Vladimir, su hermano mayor, en cual canal de TV iba a trabajar.

    Desde entonces había vivido sola, ningún ogro se la había comido; se había labrado una posición distinguida en la empresa. Debido a su profesionalismo, entrega y dedicación al trabajo, sus patrones la distinguieron enviándola a cubrir eventos de importancia. Sus compañeros la apreciaban por su lealtad, alegría perenne, entusiasmo y positivismo. Por eso ella y Tom funcionaban como anillo y dedo.

    Con el sonido de los disparos, la Policía Metropolitana inició su avance apresurado hacia la Avenida Luis Roche. La multitud se desparpajó con violencia. Los dos disparos, de veras, traían el ángulo como si un franco tirador estuviera en la azotea o en una de las habitaciones de los pisos altos del hotel Four Seasons. Sin embargo, los siguientes dos disparos llegaron de otro ángulo, con calculado espacio, dando a entender qué quien lo hacía era un diestro en la materia.

    Esto puso en evidencia, qué en los edificios de los alrededores también había expertos ocultos. Los dos disparos con el medido intermedio, hicieron blanco perfecto en el cuello de un adolescente, quien quedó mortalmente herido, y en el abdomen de un señor mayor, que cargaba una pancarta que decía: Enrique Capriles, la Esperanza Nacional.

    Los vehículos blindados de la PM se abrieron paso entre las olas de gentes, hasta situarse en el frente del grupo. Fue entonces cuando los disparos cobraron un dinamismo que hasta ahora no habían tenido. Fueron correspondidos por la lluvia de balas de los agentes, quienes disparaban a un enemigo invisible. Una ola de gentes empezó a correr hacia atrás, sonaron tres disparos, y el grupo que corría cayó al suelo, pero con el mismo ímpetu, se iban poniendo de pie y corrían, otros se arrastraban. Muchos fueron halados por los brazos hasta ponerlos fuera de peligro. Solo una joven se quedó tirada en el suelo sin moverse.

    Uno de los disparos le destrozó la pantorrilla derecha, un charco de sangre empezó a teñir el asfalto. La joven mujer miraba hacia las alturas de los edificios, con la esperanza de descubrir el próximo disparo que le fuera a destrozar la cabeza, entonces poder esquivarlo.

    —Estoy herida—gritaba la joven desesperada—ayúdenme, por favor.

    Muchas personas pasaban a su lado corriendo, protegiéndose las cabezas, ya que consideraban que ése era el punto clave para los asesinos ocultos en los edificios hacer blanco. Se desató una nueva lluvia de balas teniendo como punto de referencia a los vehículos blindados de la PM, los cuales retrocedieron con cautela. Uno de los camiones que avanzaba de reverso iba en dirección donde estaba la joven derribada, el chofer no la veía, solo estaba pendiente a la lluvia de balas que chocaban en los cristales.

    Una nueva andanada de proyectiles hizo que el chofer acelerara el movimiento del vehículo pesado, era inevitable que la joven mujer iba a ser inapelablemente arrollada. Nadie de los que corrían o se protegían de la lluvia de acero en los alrededores había visto a la mujer, o por lo menos no le importaba. La muchacha ya no buscaba ansiosamente la ubicación de los que disparaban desde las azoteas u otros lugares claves en los edificios, sino que sus desorbitados ojos, acompañados de gritos desgarradores la llevaban a levantar el brazo derecho, con la mano completamente abierta, con la esperanza de poder detener el camión blindado que avanzaba a unas cuarenta y cinco millas por hora en su dirección.

    Solo faltaban unos escasos metros para la mujer ser arrollada. Todo el que estaba presente en aquel lugar, incluyendo a la policía, solo atinaba, por un instinto de conservación, a salvar su propio pellejo. Tom Gogan, sin poder ser más indiferente frente al horripilante final que le aguardaba a la chica, de un tirón le entregó la cámara a Venecia, su compañera de trabajo, y corrió para donde estaba la joven mujer. Desde el ángulo donde estaba parada Venecia, después que pasó el camión, ya no vio más a Tom.

    — ¡Tom!—gritó desesperada Venecia, creyendo que también había sido arrollado por el camión blindado de la Policía Metropolitana.

    Tom había levantado a la joven para quitarla del camino del vehículo, que segundo después pasaba arrollándolo todo. La acostó en la acera, examinó la herida de la pierna, se quitó la corbata que usaba ese día, y le puso un torniquete más arriba de la rodilla de la pierna derecha. Acto seguido, se la acostó en los brazos y corrió desesperadamente por dentro del mar humano en desorden, en busca de quien pudiera auxiliarla. Venecia vio finalmente a Tom mientras corría. Supo que estaba a salvo, pero no le sorprendió lo que hacía, ya que en peores circunstancias, y en lugares muy desventajosos lo había visto desafiar la muerte, ya fuera para ayudarla a ella, o cualquier otro semejante que estuviera en peligro de perecer.

    Tom corrió a los establecimientos comerciales, que debido a la marcha, habían cerrado sus pertas. Los que encontró con personas dentro, después de ver a la joven ensangrentada y desesperadamente llorando, no le habrían la puerta. Fue a varios con la misma suerte. Entonces buscó las viviendas. Después de tocar con desespero en cinco, por lo menos, una señora de mediana edad le abrió.

    —Muchas gracias señora—dijo Tom, entrando sin esperar que se lo pidieran, y asfixiándose por la carrera—, quiero que cure y cuides a esta joven. Yo regreso después para darle las gracias por tan buena obra.

    La señora, sin salir del asombro, a todo lo que él dijo, le dijo que si con la cabeza.

    2

    Caracas, Venezuela

    V ENECIA, POR SU PARTE, FILMABA a una turba de hombres, todos con boinas o playeras rojas, que atemorizaban a tres mujeres y un hombre. Con intenciones de escapar del pandemónium peligroso en que se había transformado la marcha, estos cuatro asustados participantes se habían desviado por una pequeña calle lateral. Fueron sorprendidos por este grupo de intimidadores.

    —No pasaran, no pasaran—entonaban rítmicamente los hombres, mientras iban cerrando el círculo que habían formado en torno a los asustados marchantes.

    Las mujeres lloraban, haciendo esfuerzos por romper el cerco que habían tendido los lunáticos. El hombre era joven, y tenía rostro de espantado.

    — ¿A qué vinieron ustedes, a putear?—Preguntaba uno de los hombres, con una nariz regada en toda la cara y de piel negra.

    Los demás hombres cerraban más el círculo, con las manos preparadas para tocar indebidamente a las mujeres, y así lo expresaban sus malas intenciones dibujadas en sus rostros.

    — ¿Y éste—señaló otro de los hombres, refiriéndose al joven dentro del círculo—, no es de los afeminados de la televisora pitiyanquista?

    —Es parecido—dijo otro.

    —Sí es—afirmó un tercero.

    Como un golpe de mandarria sintió el joven en la espalda, cuando el más callado de los provocadores saltó en el aire, y como un luchador profesional, golpeó con los dos pies en la espalda al desprevenido y asustado joven. Se fue de bruces, llevándose en la precipitada caída a una de las mujeres. Fue entonces cuando uno de los bergantes señaló en dirección donde estaba Venecia filmando detrás de un automóvil lo que acontecía. El hombre que pateó al joven y el que actuaba como jefe, fueron hasta donde ella.

    — ¿Qué estás haciendo?—Quiso intimidarla el jefe del grupo

    Venecia continuó filmando sin alterarse ni responder.

    —Chama, que pare eso te digo—volvió a hablar el hombre, queriendo arrebatar la cámara de manos de la reportera.

    Venecia paró de filmar, esquivando que el bribón le arrebatara la cámara.

    —Solo estoy haciendo mi trabajo—respondió Venecia con cierta intranquilidad.

    — ¡Ah, ésta es la reportera de la oligarquía!—dijo el hombre que no había hablado.

    —Cierto es—dijo el jefe del grupo, mirándola más de cerca.

    —Te digo que me entregues eso—dijo el pateador, haciendo otro intento por arrebatarle la cámara.

    Venecia frustró el intento nuevamente, resguardando el aparato en su costado, como si fuera un recién nacido. Al verse burlado, el hombre que le gustaba usar los pies, golpeó a la joven con una sólida patada en el estómago. Ella cayó sentada. El hombre iba a coger la cámara.

    Son of a bitch, ¡ven para que me golpees a mí!—Dijo Tom, mientras se acercaba a toda velocidad.

    Los dos hombres corrieron en dirección a la parte de atrás de la torre del Hotel Four Seasons, justo en frente de la Plaza Altamira. Tom fue detrás de ellos. El hombre que fungía de jefe del grupo se detuvo, con la intensión de descorazonar a Tom en su intento de cazar al abusador. Con ambos puños cerrados, preparados para lanzar una andanada de golpes sin tregua en contra del perseguidor. Tom, con el mismo impulso de la carrera, saltó como un felino, dio un giro limpio con su cuerpo en el aire, contrario a las manecillas del reloj, y con el talón del pie derecho, colocó un diestro golpe en el lado izquierdo de la cabeza, que involucró la oreja y parte de la cara. El hombre cayó al suelo, sin mover un solo músculo.

    Tom continúo la persecución. Entró al sótano del edificio, por donde creyó ver entrar al ruin corredor, sus ojos esperaron un momento para adaptarse a la falta de luz. Escuchó un ruido, Tom reaccionó rápidamente y agarró por el cuello a un hombre pequeño, delgado y sucio, que tenía el rostro pintado de horror. Parecía un indigente. Tom le sonrió y lo dejó ir.

    Aprovechando la confusión, el hombre con boina roja, lanzó un golpe con un pedazo de madera, que en ángulo en forma de hacha fue a pegar a escasos centímetros de la cabeza de Tom. Este saltó, poniendo distancia entre él y el agresor. El joven norteamericano aprovechó el momento para sacar de uno de los bolsillos de su pantalón dos anillos, se los colocó en los dos dedos índices, luego esperó que el brabucón le tirara el próximo golpe. Efectivamente, el matasiete creyó que Tom era una presa fácil y tiró a matar. Éste se movió hacia la derecha, dejando el espacio vacío, de manera que el golpe de la madera solo acarició groseramente el aire. Seguidamente, con una velocidad de rayo, Tom pateó con exactitud de cirujano, el nudo de la rodilla izquierda del adversario, haciendo que éste lanzara un doliente quejido, al momento de inclinarse hacia el lado.

    Tom sacó partido del momento, y con su mano derecha, poniendo el dedo índice con el anillo delante, como si fuera un escudo, de donde salió una filosa figa de una pulgada de tamaño. Dio una estocada en el lado izquierdo del cuello, y enseguida, utilizando la otra mano, le propinó la misma herida al otro lado del cuello.

    Al hombre se le resbaló el pedazo de madera e inútilmente, usando sus dos manos, quiso detener la hemorragia escarlata que le empezó a bañar el cuerpo. Las dos rodillas se hicieron endebles y desobedientes, y como si se estuviera hundiendo en la tierra, con una notoria fragilidad, el cuerpo empezó a descender.

    3

    Franja de Gaza, Israel

    E l muchacho se levantó de la destartalada silla, en la cual había estado sentado por las últimas cuatro horas. Dio varios pasos en forma recta, trastabillando en los primeros, debido no solo por el prolongado tiempo sentado, sino por la incomodidad que suponía tener treinta libras de explosivos mesclados con metales tejidos al cuerpo.

    Se detuvo y miró por la ventana. Sus ojos castigados por la intensidad de los potentes reflectores que demanda la rigurosidad de tejer la urdimbre de alambres, que conectaban un explosivo con el otro, garantía única de poder conseguir diferentes explosiones en cadena, se fueron adaptando a la creciente penumbra al otro lado de la habitación. Por fuera de la ventana vio la luz pintada de azul de la madrugada, la cual le pareció más bonita que de costumbre.

    Miró nuevamente dentro del cuarto, que era la parte de atrás de un almacén de provisiones, sintió otra vez el exagerado olor a aceite de maíz, y pensó en sus padres, a lo mejor aun durmiendo. Le llegó nítida a la memoria la imagen de la humilde casa, en la que había vivido por los últimos veinte y dos años, envuelta en el rocío azul matinal.

    Ahora, con los fondos que se les fueran a entregar, pensó él, como una muestra de reconocimiento al sacrificio supremo de parte del hijo por la patria, iban a poder hacer los arreglos que su padre anhelaba hacer en el interior de la casa, comprar ropas, zapatos y útiles escolares para sus dos pequeños hermanos. Culí, pensó de igual manera en su novia, que no vivía muy lejos de su casa. ¿Estaría durmiendo o pensando en él? A lo mejor con los ojos quemando el techo de hojas de cinc de su pequeña habitación, sin poder dormir, buscando una explicación por qué su novio no la había visitado por las últimas dos semanas, sin justificación alguna.

    Los padres de Culí no le daban ninguna información, sin embargo, ella intuía que algo le ocultaban. Cuando la muchacha llegaba preguntando por su novio, le daban una excusa baladí, se secreteaban algo, el padre se iba a la habitación diminuta a rezar los versos memorizados del Corán, y la madre, sin poder ocultar el dolor interior, se iba a la cocina, para no tener que darle la cara a aquella adolescente delgada, de piel blanca descolorida, con un cutis marcado por el sol y el maltrato, con un paño negro permanente que le cubría toda la cabeza, dejando solo al descubierto parte de su rostro bello. Sus ojos grandes, negros y tristes, custodiados por dos cejas, que tenían la capacidad de hablar solas.

    Los reclutadores de Culí, dos jóvenes militantes radicales de Hamas, el brazo armado del Movimiento Islámico de Resistencia Palestino. Eran dos hombres sumamente mal humorados, cuyas ropas delataban que no eran del lugar, usaban teléfonos celulares muy sofisticados y lo usaban frecuentemente. Habían llegado respondiendo a un llamado del imán de la mezquita donde asistía Culí. Después de la oración, el dirigente espiritual le pedía quedarse y participar en la discusión entre el imán y un grupo de jóvenes de su edad sobre como purificar el Islam.

    Después de hablar secretamente con el padre de Culí, los dos jóvenes militantes, prácticamente lo secuestraron; lo mantuvieron ocupado todo el tiempo en el interior de aquel almacén con un fuerte olor a aceite de maíz, leyendo el Corán, recitando parte de los escritos de Iban Taymiyyah, un clérigo radical que creía en la purificación del Islam. Se apoyó en la oración, estudiando el mapa por donde iba a entrar a territorio israelí, hacia donde se iba a dirigir, y cada uno de los cuidadosos pasos que daría una vez estuviera en la ciudad judía.

    A garrado del respaldo de la destartalada silla estaba parado, con un aire de orgullo napoleónico, Abdul Wali, probablemente el mejor experto en explosivos de Al-Qaeda, mirando el caminar errado del joven suicida, a quien le acababa de tejer al cuerpo una letal cantidad de explosivos con capacidad de volar un edificio de diez pisos. Este profesional de la muerte atroz y sorpresiva, era originario de Arabia Saudita, donde aún vivían sus padres. Desde sus tiempos de escuela secundaria e internado en la madraza, quedando libre solo dos viernes durante el mes para ir a visitar a los padres, se había destacado con un cerebro maquiavélico que se inclinaba reverentemente hacia la química. Además, tenía la perversa diversión de ver los cuerpecitos de ratas, gatos y perros, desmembrarse en el aire, con sus ojos mórbidos divisaba los pedazos de carnes, aún cubiertos por el pelo, caer a la distancia, acompañados de una lluvia de sangre, que en gotas multitudinarias, teñían la arena caliente de la Península Arábiga.

    El mozalbete iba cronometrando los daños que los explosivos causaban, de forma tal, que podría determinar cuantas onzas más de nitrato de celulosa, pólvora o nitroglicerina agregar en las descargas, con el fin de provocar mayores destrozos con sus fuerzas demoledoras en los alrededores.

    Abdul, durante su niñez, compartía los mimos y caricias de su anciano padre con otro hermano varón, Samir Wali, menor que él. El padre era un sexagenario procreador, quien con excesivo orgullo se pavoneaba los viernes por las tardes, después de la oración, exhibiendo sus dos hijos varones, uno en cada mano. Mostrándoles a los alelados viajeros, que admiraban por primera vez en sus vidas las altas torres de la mezquita con diseño de sombrillitas verdes y el vasto espacio abierto al sol cobrizo del desierto, con las visitas multitudinarias de los musulmanes del mundo, que tenían que prestar respeto al profeta Mahoma y solidaridad con sus hermanos de fe en la Mecca, la ciudad natal del orgulloso padre y su familia.

    Él les mostraba a los demás creyentes que Alá le había dado descendencia para continuar la labor predicadora del Profeta. Abu Wali, como era su nombre, era un musulmán convencido, cuando joven había dedicado mucho tiempo en las madrazas al aprendizaje del Hafiz, que es el estudio coherente para lograr la memorización del Libro Sagrado.

    Por eso, hoy en día, en una de las mezquitas de más importancia, se había convertido en un imán respetado, a los pies del cual no faltaban cientos de ofrendas de todo tipo después de que Abu, estando en frente de los demás fieles, los guiaba por los pasajes más sublimes, bellos y enternecedores, pero también los más hostiles, sagaces y vengativos de las palabras del Profeta.

    —Que el enviado sea testigo de vosotros—decía Abu, mirando con ojos de halcón a los demás fieles—, y que vosotros seáis testigos de los hombres.

    En lo único que el anciano padre de Abdul no había imitado al Profeta fue en el aren de mujeres, jóvenes y mayores, de las cuales acompañaron siempre al Ungido de Alá. Abu se dedicó a una sola mujer, pero se la buscó bonita y dos veces más joven que él. Era una esposa dedicada que sabía adivinar y complacer los gustos de su marido, aunque era iletrada, formando parte de ese treinta por ciento de analfabetismo femenino de Arabia Saudita, sin embargo, había mostrado ser habilidosa, madre abnegada y dispuesta, aunque nunca tuvo que hacerlo, a quitarse el pan de la boca para dárselo a sus hijos.

    Tampoco tuvo que trabajar fuera de la casa, por dos razones primordiales: no hubo la necesidad de emplearse para ningún otro hombre, gracias a que su marido le proveía todo, además, las leyes en Arabia Saudita, prohíben que las mujeres sean parte de los medios de producción. Siendo una adolescente, la atención que le prestaba al Islam era sin importancia, pero aparentaba interés porque sus padres la obligaban, la sometían a una serie de penitencias y privaciones, con la intensión que se acercara al Libro Sagrado, sin embargo, eso la alejaba más. Una vez conoció a Abu, sufrió una profunda e importante transformación, que hizo de ella una persona diferente.

    —Cierto es—decía su madre, una anciana de figura con carne apergaminada a la cara, y un cuerpo casi en los huesos, cuando veía a la hija sumisa, ya preparada con la burka de color oscuro, parada en la puerta esperando por su prometido para ir a la mezquita—, que bragueta jala más que teta.

    El marido se sobresaltaba ruborizado, miraba para todos lados, aunque estuvieran en la casa, luego le pedía a su mujer que fuera más comedida en su modo de hablar.

    Abu, a sus dos hijos y su mujer, les daba forma como un experto alfarero, tratando de moldearlo a la semejanza del Profeta, siempre siguiendo las líneas estrictas y milimétricamente exigentes de las cinco columnas del Islam.

    La Ilaha illa Allah—sermoneaba Abu a la familia, todos en torno a la mesa después de la oración—, Muhammad rasúl Allah.

    Este imán no quería ver a los suyos irse por senderos equivocados haciendo un mal servicio a su testimonio de fe, nunca quería atestiguar que sus hijos se negaran a dar el zakat, ni que olvidaran la oración y el ayuno en tiempo del Ramadán. Aun siendo los dos hijos imberbes, faltando mucho para llegar a la pubertad, sin embargo, ayunaban a lo mejor con más privaciones que los adultos. Los tomó de las manos y los condujo por el camino al manantial, siendo la sharía su código de conducta.

    Ésta fue la principal razón que cuando los Hermanos Musulmanes infiltraron todas las madrazas de varios países islámicos, especialmente Arabia Saudita, con reclutadores en busca de sangre nueva, Abu se dejó abrazar con aquellos razonamientos radicales fundamentalistas, y él, a su vez, ciñó a su familia. Cuando Abdul se graduó de ingeniero químico, fue estimulado por el padre a que dedicara muchas horas de su tiempo libre a orar en las mezquitas, lugar de reclutamiento y adoctrinamiento de Al-Qaeda de aquel revoltijo de jóvenes profesionales que no sabían que hacer con tanto tiempo libre.

    Arabia Saudita fue fundada en el 1932, cuando el imperio Otomano se caía a pedazos, por Ibn Abdul Rahman bin Faisal Al Saud, quien se proclamó rey de una nación empobrecida. Desde entonces, este monarca, sus cuarenta y cinco hijos, sus veinte y dos esposas y sus cinco hermanos, se convirtieron en la familia real, manejaron el país como su feudo personal, convirtiéndose en ley, batuta y constitución del naciente estado, que fue cuna para el Islam. Probadamente, Arabia Saudita tiene la reserva petrolífera más grande del mundo, después de las reservas de Venezuela. Figura como el país número uno en exportación de petróleo y gas natural, sin embargo, es un territorio minusválido.

    Después que Estados Unidos descubriera el primer pozo petrolero en la Península Arábica, la cantidad de dólares se empezaron a acumular en las cuentas bancarias en el extranjero de la familia real en forma estrepitosa, llegando a alcanzar una mayor altura que las dunas de las ardientes arenas del desierto. La fortuna los asaltaba con un sorpresivo y despampanante estilo de vida, al cual no fue difícil en lo absoluto adaptarse, y se juraron que lo iban a cuidar hasta que la tumba se tragara al último de los parientes masculinos del Rey Ibn Saud.

    La perforación de pozos petroleros, la extracción y refinamiento del crudo pasaron a formar la espina dorsal de la economía del país. Pero hay una particularidad con la mayoría de los habitantes de Arabia Saudita: le tienen asco a trabajar con el estiércol del diablo, dejándole el trabajo duro y sucio a los más de seis millones de inmigrantes, formados en su mayor parte por pakistaníes, indios, jordanos y palestinos.

    Con la finalidad de conservar sus cuellos intactos por la furia popular que acusaban al Monarca, quien era el centinela de los dos lugares sagrados, de entintar el Islam con el estrafalario estilo de vida de toda la familia, sus enormes cuentas bancarias, sus influencias política y económica a nivel del globo terráqueo, y su insaciable apetito por la carne humana, sin dejar afuera a las miembros femeninas de este clan. La familia real había creado un sistema de dependencia ciudadana del estado jamás visto en ningún otro país, llegando a tener hasta un quince por ciento de desempleo entre la población trabajadora, y un veinte y ocho por ciento entre el grupo de quince a veinte y cuatro años de edad.

    El gobierno Saudita tiene la gran piedra que cargar en el ascenso matinal y los descensos vespertinos de los días, suministrando servicios casi regalados de agua, teléfono, electricidad y prestamos hipotecarios ridículamente cómodos a una población de casi veinte y siete millones. No solamente el sistema de salud, sino también a todos los niveles la educación es gratuita. Un cheque enviado por la familia real persigue a los jóvenes sauditas que salen a estudiar al extranjero, dejando al ciudadano común con casi ninguna obligación.

    Los jóvenes, por consiguiente, después de graduarse de la escuela superior, incluso, de la secundaria, su lugar preferido es en las mezquitas, donde se abandonan al estudio del Islam, sin preguntas, sin explicaciones, radicalizan sus pensamientos y sirven de carne de cañón para las organizaciones islámicas militantes.

    Aún con todos esos mimos de parte de la familia real para con los extremistas, la lista de actos de terror dentro de Arabia Saudita empezó a crecer desde la tierra al cielo. El blanco más blando para el terror, fueron los occidentales civiles expatriados ligados a la industria del estiércol del diablo. Después de masacrar a los politeístas, como ellos les llamaban, pasaron a reprimir con proyectiles y explosivos todo aquello que rebajara en lo más mínimo la ideología de los muyahidín. Todos aquellos actos de barbarie, afrentosos para cualquier sano juicio, se hacían solo para hablar con un lenguaje en reproche mudo en contra de la transculturización, que según los fanáticos, la familia real llevaba al país a pasos agigantados alejándose del Corán, tiznando al Islam.

    Las organizaciones radicales con miles de soldados con ansias de ver su propia sangre derramada en el frente de batalla, y otros miles más esperando ser reclutados, jóvenes energéticos, con un nivel de compromiso con el Profeta que se desbordaba frente a sus niveles de testosteronas, las cuales se desperdiciaban sin darle su uso natural con una novia, una esposa, o en el más desesperado de los casos, con una prostituta. Ya que sus maestros, consejeros, imanes y guías espirituales, no les daban otro espacio en sus vidas que no fuera comer el Corán, respirar el Islam y soñar con el Profeta.

    Con un nivel de alarmante esquizofrenia contagiosa, se inició la cacería de brujas para exterminar en una aplastante derrota a los molestosos insectos politeístas occidentales que infestaban el estado musulmán, que tiene dos de los lugares más sagrados y venerados por los islamitas. Con rabia y odioso deseo de ver muertos a esos fastidiosos piojos, que con su sola presencia, ofendían al Profeta.

    Sin embargo, esos insectos habían dejado sus países, el terruño donde aún permanecían enterrados sus ombligos, y los primeros cabellos que les cortaron fueron expuestos al viento, para que este los deshojara y los esparciera a diestra y siniestra, se habían ido a vivir y llevar todo lo que ellos eran, todo lo que sabían para Arabia Saudita, y hacer el trabajo que los habitantes del Tercer Estado Islámico no querían hacer.

    El primero en caer fue Robert Dent, un empleado de doce años con la BAE System, padre de familia de 37 años. Una calurosa mitad de semana cuando el británico, urgido por la falta de tiempo por su trabajo en la empresa, y su enorme deseo de comprar un regalo para la graduación escolar de su hija esa noche, se confundió en el lento y atestado tráfico de las calles de Granada, distrito de Riad, capital del Reino.

    Mientras esperaba el cambio de semáforo, oliendo el aire contaminado que salía de los mofles de los carros adyacentes, como una serpiente venenosa preparándose para la estocada final, de la ventana derecha de un Peugeot gris sucio y sin brillo, con tantos golpes en el cuerpo como si hubiera salido de una pelea de autos, emergió el cañón negro y corto de una venerable Makarov, una pistola semi automática de diseño ruso, con cuerpo, postura y elegancia.

    La cacha era marrón, y la mano firme que la sostenía era negra. Estas pistolas, después del hundimiento de la Unión Soviética, los mercaderes mortales las vendieron como pan caliente a los extremistas religiosos. Inicialmente hizo dos disparos a través del vidrio abierto del Mazda blanco, los dos restantes fogonazos fueron innecesarios, ya que el primero le desprendió parte de la tapa de los sesos,

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