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Evadidos Del Infierno
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Libro electrónico217 páginas3 horas

Evadidos Del Infierno

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Evadidos del infierno es una novela que no pueden dejar de leer todos aquellos que odian los regmenes totalitarios. Es un espejo fiel de lo que ocurre en todos los pases que, disfrazados de democracia, sus lderes gobiernan a su antojo deteniendo a todos aquellos que no comulgan con las ideas del que impone la ley. A nuestro alrededor hay algunos de ellos, pero el que se ha llevado el primer premio es Cuba a travs de sus cincuenta y seis aos de dictadura.

En esta novela se trata de describir cmo el tesn humano deja a un lado la inercia para enfrentar peligros que pueden significar la muerte. Sin embargo estos evadidos decidieron hacer una travesa peligrosa para poder alcanzar as la ansiada libertad, y prepararse, ms tarde, para regresar a la patria con la idea de aplastar la tirana.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento15 may 2015
ISBN9781506503783
Evadidos Del Infierno
Autor

Julio César Reyes

JULIO CSAR REYES is a journalist and Uruguayan writer. He studied at the School of Journalism (Escuela Superior de Periodismo) in Buenos Aires, Argentina, at the Faculty of Humanities and Letters of the University of the Republic of Uruguay, and later graduated in News Editing at the University of Maryland, United States. He worked as Editor of Technical Reports in the Department of Regional Development of the Organization of American States (OAS) in Washington, D.C. He has also written hundreds of articles and short stories that were published in newspapers and magazines of Montevideo, Uruguay.

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    Evadidos Del Infierno - Julio César Reyes

    DEDICATORIA

    A mi amigo Emilio Bernal Labrada,

    quien me informó sobre dichos y

    costumbres cubanos y cuyas ideas

    fueron el tema para que yo

    escribiera esta novela.

    PROLOGO

    J ULIO CÉSAR REYES ha escrito una novela sobre las vicisitudes

    de un grupo de individuos que escapan de Cuba comunista, y esto, en sí mismo, deja vislumbrar lo que hace el comunismo no solo en la patria de José Martí sino en todo lugar dominado por el totalitarismo rojo. En este trabajo también se columbran las siniestras consecuencias que se derivan del empleo ignominioso de las técnicas de envilecimiento sobre el ser humano.

    En la novela de Reyes se comprueba de manera maestra la tesis irrebatible de Ernst Cassirer sobre el hecho de que la cultura humana no es en modo alguno esa cosa firmemente establecida que creíamos.

    Tucídedes, al hablar de su nuevo método histórico y contraponerlo al estilo mítico anterior dijo que su obra era una posesión perdurable, y Horacio llamó a sus poemas un monumento más duradero que el bronce, al que no destruirían los años incontables ni el correr de las edades.

    Las grandes obras maestras de la cultura humana no son eternas ni inexpugnables. Mientras las sociedades humanas por la fuerza del Estado y del Derecho puedan dominar los instintos del ser humano habrá un equilibrio que haga posible la seguridad política y el imperio de la libertad y de los demás derechos humanos. Pero cuando la Religión, el Arte, el Derecho y el Estado no pueden frenar aquellos instintos feroces que anidan en la conciencia del hombre, entonces sobreviene el caos precedido por la anarquía de la barbarie criminal. Y la novela de Reyes, al desarrollar el comportamiento de sus personajes demuestra que el ser humano en general, salvando las excepciones naturales, es ni más ni menos la bestia de que hablaba Emilio Zola y de la cual surgen los regímenes totalitarios.

    La novela de Reyes se divide en dos partes. En la primera, bajo el subtítulo de La fuga, que corresponde al título general Evadidos del infierno, relata la forma en que algunos de sus personajes pudieron escapar de Cuba huyendo del terror comunista. La segunda parte, El regreso, trata sobre el retorno a la isla de varios conjurados que sueñan con la liberación de un país que ha estado durante tantos años bajo el yugo comunista.

    Esta obra es asaz interesante. Son 20 capítulos electrizantes que se leen con avidez. El lector no suelta el libro, pues la narración de la trama es tan sugestiva que desea saber ansiosamente cómo terminará cada escena. Como buen lector de Víctor Hugo y conocedor de Hitchcock, grandes maestros del suspenso, Julio César Reyes posee el privilegio, desde el punto de vista literario, de crear dicho suspenso.

    En una palabra, Reyes ha continuado la muy valiosa tradición del Uruguay, su patria, en materia de cultura literaria. Tienen razón las personas que han leído este magnífico trabajo al instarle a la publicación de esta obra, pues ofrece una provechosa lección para todos aquellos que no saben bien que la humanidad tiene que luchar a sangre y fuego para evitar la sangrienta tragedia del comunismo: ese comunismo feroz que engendra aquellas técnicas de envilecimiento de que hablábamos al principio, y que van desde el desgarramiento del cuerpo hasta volver loca a la gran mayoría del pueblo que sufre sus persecuciones.

    Pablo F. Lavín

    NOTA DEL AUTOR

    E STA NOVELA, CONCEBIDA hace más de treinta años, la escribí a instancias de mi amigo Emilio Bernal Labrada, cubano educado en Estados Unidos, quien fue el que creó una parte de los diversos hilos con que se ha formado la trama. Poco después Emilio me sugirió que, basándome en algunas de sus cuartillas en inglés escribiera yo la novela en español. Acepté el reto y me aboqué a la tarea de desarrollar la trama a mi manera utilizando su idea original e incluso los nombres de los personajes, pero añadiendo, naturalmente, incidentes de mi propia cosecha. Así fue cómo surgió esta novela. Emilio, en su condición de cubano educado en los Estados Unidos me asesoró sobre los asuntos, dichos y costumbres de Cuba, aunque yo he tratado en lo posible de ajustarme a un lenguaje que fuera comprensible para lectores de todas las nacionalidades que comprendan la lengua española.

    Si bien esta novela es pura ficción, no es menos cierto que podría representar uno de los muchos casos de las tristemente célebres fugas que han intentado —y todavía lo intentan— millares de cubanos, algunos de ellos con éxito, esos seres que estaban hastiados de vivir en la opresión y el oprobio. Muchos años después, los Hermanos al rescate desarrollaron una obra titánica para salvarles la vida a los balseros que continuamente quieren escapar de las costas cubanas.

    Se sabe muy bien que a principios de la década de 1960— especialmente de 1961 a 1964— hubo muchos casos de cubanos que abandonaron la patria cuando todavía podían hacerlo por avión. A ésos se les despojaba de cuantos bienes tenían, aun sus efectos personales. Un poco después, cuando suspendieron los vuelos al exterior, todos aquellos que estaban hastiados del régimen comenzaron a fugarse en botes, balsas y cualquier otro medio de transporte: la cuestión era huir. Unos lo lograron y muchos otros perecieron en el intento. Por esa época, en mi calidad de corresponsal de un diario de Montevideo, mi ciudad natal, se me presentó la oportunidad de informar sobre algunos de ellos, por lo que pude conocer de cerca la tragedia que se estaba plasmando en Cuba. En ese entonces yo trabajaba para el Departamento de Información Pública de la OEA, con sede en Washington, D.C., y al mismo tiempo cumplía mis funciones de corresponsal para el diario El Plata de Montevideo. Así fue que tuve la oportunidad de entrevistar a muchos evadidos del régimen cubano, y de esa forma escribí varias notas y reportajes que fueron publicados en Montevideo, en una época en que muchos uruguayos y otros tantos latinoamericanos todavía tenían – y aún la tienen— la venda en los ojos con respecto a la revolución cubana. No me costó trabajo comprender que los cubanos que no soportaban el odiado régimen preferían perder todos sus enseres con tal de escapar de la ignominia, abandonándolo todo para buscar nuevos horizontes en otro país en donde por lo menos pudieran pensar y opinar con libertad. Así fue cómo comenzaron a llegar a Estados Unidos grandes contingentes de cubanos, poco a poco al principio, aunque en un corto plazo los evadidos del infierno formaron legión, lo que ponía de manifiesto un tesón increíble para vencer las dificultades constituidas principalmente por la escasez de recursos y la barrera del idioma.

    Como lo dije antes, ésta es una novela de ficción; sin embargo es una ficción que pudo ser realidad, o sea que "cualquier semejanza con personas vivas o muertas no es mera coincidencia".

    Julio César Reyes

    PRIMERA PARTE

    LA FUGA

    CAPITULO I

    C ASI DOS DÍAS habían transcurrido desde que el pequeño bote equipado con motor fuera de borda zarpara de las costas habaneras, aunque para los que iban a bordo de la frágil embarcación era como si hubieran pasado dos años. El motor había fallado unas tres horas después de iniciado el viaje, y desde entonces tuvieron que seguir navegando a fuerza de remos.

    El sol caía ya en el horizonte y sus rayos rojizos eran un bálsamo ahora para los fatigados tripulantes, quienes habían tenido que sufrir por espacio de varias e interminables horas el aplastante calor de aquella tarde canicular.

    Los ocupantes del bote eran siete hombres —jóvenes todos ellos—, una muchacha… y un cadáver. Sí, un cadáver de cuyo cuello se hallaba prendido uno de los tripulantes, Manuel Arango, a quien ninguno de los otros había podido separar del lado de su madre. Esta, Blanca Arango, había caído abatida por las balas asesinas de los milicianos que hicieron fuego contra la frágil embarcación al darse cuenta que en ella se encontraban varias personas con intenciones de escapar del infierno donde habían estado viviendo.

    El rostro de Manolo, pegado al de su madre, se hallaba transfigurado por el dolor. No oía ni veía nada y ni siquiera parecía darse cuenta de que se encontraba en alta mar, rodeado de sus compañeros de infortunio y abrazado desesperadamente a un cadáver que ya había comenzado a descomponerse.

    Manolo, junto a su madre muerta se hallaba hacia proa. Los otros, como si se hubieran puesto de acuerdo, estaban a popa, reunidos en confuso y apretujado montón, con los rostros ceñudos y tapándose las narices para mitigar en algo el hedor desagradable que se desprendía del cuerpo yacente a pocos pasos de ellos. En efecto, el cadáver de Blanca Arango ya había entrado en el proceso de descomposición; el penetrante olor lo invadía todo y ni siquiera la fuerte brisa marina ni el salitre del Caribe eran capaces de atenuarlo.

    Uno de los componentes del grupo, Santiago Ferro, decidió acercarse a Manolo.

    —Comprendo tu dolor, chico —comenzó diciendo—, pero es preciso que sepas aceptar el destino. El cuerpo de tu madre se está descomponiendo y no podemos continuar así.

    Las palabras de Santiago no parecieron hacer mella alguna, ya que el otro ni siquiera levantó la cabeza. Santiago volvió a insistir.

    —Manolo, Manolo —dijo zamarreándolo por los hombros—; ¡eh, Manolo! —volvió a gritar, sin cesar en el zamarreo—. ¿No oyes? ¡El cadáver ya está descompuesto y el olor es insoportable!

    Manolo levantó la cabeza y Santiago pudo darse cuenta de que la expresión del joven era la de un individuo ausente de este mundo. Se hallaba pálido y demacrado, y sus ojos, de mirada afiebrada, brillaron siniestramente en las cuencas resecas.

    —¿Y qué quieres que haga? —respondió de mal talante, con acento funesto.

    Santiago pareció turbarse ante la mirada y tono de su compañero. No obstante decidió proseguir, inflexible siempre.

    —Debemos arrojar el cadáver al mar, compréndelo.

    Al oír estas últimas palabras Manolo se sintió sacudido como si hubiera recibido una descarga eléctrica y un ramalazo de locura pareció nublar su mente. Se puso de pie de un salto y se abalanzó sobre Santiago, a quien agarró por el cuello con furia homicida.

    —¡Maldito cabrón! —gritó sin poder contenerse—. ¿Quieres darle de comer a los tiburones? Te mataré con mis propias manos y será tu cadáver el que arroje al agua.

    El bote era pequeño, de unos cuatro metros de eslora y en sus costados tenía pintado un nombre: Estrellita.

    Cuando Manolo se incorporó para abalanzarse sobre Santiago su movimiento fue tan brusco que hizo que el bote se balanceara peligrosamente. Todos comenzaron a gritar y en pocos segundos la embarcación se había convertido en un verdadero pandemónium. La muchacha, Natalia Guzmán, gritaba aterrada, mientras su novio, Wilfredo Ramírez, trataba infructuosamente de calmarla. Otros del grupo, Francisco Walsh y Víctor Viera se abalanzaron sobre Manolo, que parecía enloquecido, mientras Alberto Bueno, una especie de religioso fanático rezaba atropelladamente, con los ojos en blanco fijos en el cielo y las manos entrelazadas con un misal entre ellas. El restante componente del grupo, José Alfonso, un robusto negro que había estudiado medicina en la Universidad de La Habana decidió no intervenir en el asunto, convirtiéndose así en mero observador.

    Tras no pocos esfuerzos, Víctor y Francisco lograron separar al iracundo Manolo, que se debatía como un tigre enfurecido.

    —¿Te has vuelto loco? —gritó el primero—. ¿Qué carajo te pasa que no puedes contenerte? ¿Es que quieres aumentar más aún nuestra desgracia?

    Santiago, que por un momento pareció ver que la parca lo había envuelto en sus brazos descarnados, se dejó caer en el fondo del bote presa de terrible malestar. Su rostro, que había estado muy pálido un rato antes, mostraba ahora un peligroso color rojizo-violado.

    Francico se encaró con Manolo.

    —Santiago tenía razón —dijo—; no es posible que prosigamos así. El cuerpo de tu madre…

    —Ella era cristiana —interrumpió Manolo con vehemencia— y quiero darle cristiana sepultura. No hacerlo así sería inhumano.

    —Más inhumano es mantenerla en esta forma, permitiendo que este condenado calor la destruya ante nuestros propios ojos — respondió Francisco en tono firme y decidido.

    —La enterraremos en cuanto lleguemos a la Florida —atinó a decir Manolo con un hilo de voz.

    —No sabemos cuándo será eso —terció Víctor—; ni siquiera sabemos si lograremos llegar. Créeme Manolo —prosiguió con tono más suave ahora—, el océano es la sepultura de las víctimas que tienen la desgracia de morir en alta mar. Es el destino, y así hay que comprenderlo.

    El fanático religioso se acercó también, decidido a meter baza en el asunto.

    —Es cierto, Manolo —dijo abrazándolo—; es la ley de Dios y

    debe ser respetada —agregó santiguándose aparatosamente.

    Manolo agachó la cabeza acongojado pero dispuesto ya a aceptar el destino.

    —Está bien, amigos —dijo—. Por favor encárguense ustedes de esa tarea. Y tú, Santiago —agregó compungido—, perdóname.

    El fanático religioso enarboló su misal y comenzó a rezar furiosamente… interminablemente, sin miras de acabar nunca. Los otros, viendo que los minutos pasaban sin que el metido a sacerdote terminara con sus oraciones, comenzaron a mirarse angustiados. Finalmente uno de ellos, Víctor, decidió tirarle de la manga de la camisa. De esa manera terminó el responso ofrecido a la infortunada Blanca Arango, y segundos más tarde sus despojos mortales hendían las cálidas aguas del Caribe, que le servirían de tumba hasta que los voraces tiburones dieran cuenta de ellos.

    CAPITULO II

    M ANOLO HABÍA QUEDADO sumamente pensativo después de la fúnebre y casi insólita ceremonia de unos minutos antes. El sol habíase ocultado ya por completo en el horizonte, pero aún reinaba claridad suficiente como para ver a sus compañeros y estudiar sus fisonomías.

    Sentado a popa, un poco separado de los demás, se hallaba la figura imponente del negro José Alfonso, con su mirada fija en el agua y su mente enfrascada en quién sabe qué pensamientos. Tenía el codo derecho apoyado en la rodilla del mismo lado, con el puño de su diestra sosteniendo el mentón, al estilo de El Pensador, de Rodin, con la única diferencia de que en este caso se trataba de una estatua de ébano vestida con pantalón y camisa.

    A la derecha del negro se hallaba Alberto Bueno. El fanático religioso, prosiguiendo con su inveterada costumbre, oraba y oraba sin cesar como si se encontrara en el altar de una iglesia dirigiéndose a sus penitentes. De vez en cuando agitaba sus brazos furiosamente, posesionándose de su papel, y por momentos daba la impresión de que saltaría por la borda.

    —¡Impíos, impíos!… ¿Por qué lo habéis hecho? —gritaba exaltado. Luego miraba al cielo y ponía los ojos en blanco—. Perdonad a los pecadores —murmuraba con unción.

    Un poco más allá se encontraban Santiago y Francisco. Manolo clavó la vista en el primero y sintió por él infinita pena al pensar que por poco lo había matado esa tarde. Era un buen muchacho y sentía verdadero afecto por él. En cuanto a Francisco, era su amigo de la infancia y compañeros inseparables desde la época de estudiantes. Un poco más separados de los demás se hallaban Wilfredo y Natalia, estrechamente abrazados, casi formando una sola figura. Se besaban de cuando en cuando, olvidados de todos, como si estuvieran realizando un viaje de placer.

    Por fin Manolo clavó la vista en Víctor Viera, quien se hallaba, a su vez, observando atentamente a la joven pareja, especialmente a Natalia.

    Un tipo de facetas muy definidas

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