La caída del Imperio romano selló el final del Mundo Antiguo y dio paso a otra era, la Edad Media, en la que nuevos pueblos ocuparon el vacío de poder que se había producido tras la desmembración del Imperio. Así, esta supuso el ocaso de la civilización que en la Antigüedad dio forma a los pilares sobre los que se construyó Occidente, tanto en su vertiente geopolítica como cultural. A la hora de buscar en la Historia las posibles causas de dicho ocaso, encontramos señales que parecían anunciarlo en diferentes escenarios.
LA AMENAZA DE ORIENTE
A principios del siglo iii, el rey Ardacher I se había hecho con el poder en Persia, poniendo fin a un largo periodo de luchas intestinas que habían debilitado a la monarquía, circunstancia aprovechada por Roma para mantener su control sobre esa región. Ardacher inició una serie de campañas militares para extender sus dominios a costa de los territorios fronterizos con el Imperio romano. En aquel tiempo el emperador era Alejandro Severo, un joven débil dominado por su madre, Julia Mamea, mujer de fuerte carácter que con sus decisiones gobernaba Roma. El propio Alejandro Severo encarnaba algunos de los problemas que habían conducido al inicio del declive de la mayor potencia de la época. Nacido en la ciudad de Arca Cesarea, situada en lo que hoy en día es Líbano, era originario de la periferia del Imperio. Con apenas trece años había accedido al trono en el año 222, después del asesinato de su antecesor, Heliogábalo, magnicidio que ponía en evidencia la inestabilidad política del régimen. Como herencia recibió unas arcas públicas en bancarrota y un ejército descontento que sufría el retraso en el pago de las soldadas. En Oriente, los problemas no tardaron en multiplicarse. Ardacher, conociendo la debilidad de su enemigo, atacó en 230 la provincia romana de Mesopotamia. Los legionarios