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Cuentos de amor
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Libro electrónico185 páginas2 horas

Cuentos de amor

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Información de este libro electrónico

Un nuevo trabajo que llega, acompañado de una extraña oportunidad para el amor. La oscuridad anodina de una existencia rutinaria que se roza con la posibilidad de una vida distinta. Un cuento de infancia que provoca nuevas pesadillas y una historia presente que cambia el tiempo y el espacio en la eternidad disimulada de romance inofensivo.
Los Cuentos de amor se relacionan, de modo oblicuo e inseguro, con ciertos aspectos de la personalidad humana, aspectos que muestran los modos que asume la unión de almas sesgadas por un diverso valor de oscuridad. El amor que suele producir la sensación de lo fantástico, se vuelve en instancias cotidianas y sencillas, teñidas del color de la sangre y el dolor.
Última entrega de la serie que iniciaron los Cuentos de la Bestia y continuaron los Cuentos del Fantasma, los Cuentos de amor insisten en mostrar un cuadro realista que pronto se diluye en tramas torturadas y confusas. Enloquecedora emoción que arrastra las almas tanto como el odio y la venganza, las historias que resume este libro destacan, quizás sin desearlo del todo, el lado tenebroso del amor.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2019
ISBN9789874116260
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    Cuentos de amor - Melina Grisel López Calvo

    López Calvo, Melina Grisel

    Cuentos de amor / Melina Grisel López Calvo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tercero en Discordia, 2019.

    194 p. ; 20 x 14 cm.

    ISBN 978-987-4116-26-0

    1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Cuentos. I. Título.

    CDD A863

    No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor.

    ISBN 978-987-4116-26-0

    Queda hecho el depósito que marca la Ley 11.723.

    Impreso en Argentina.

    Al amor real que nos hace ser.

    De cómo te conocí

    La miró un poco sorprendida. Pero no le dijo nada cuando ella le explicó que quería quedarse un rato más, solo hasta que terminara de completar las planillas de reservas que se habían acumulado con el anuncio del feriado extra-large confirmado apenas tres días antes.

    —Todavía estoy organizando lo nuevo, y los archivos del mes pasado... —No sabía qué más agregar para justificarse, y por suerte ella la interrumpió.

    —Sí, es una lástima que no hayamos podido ordenar bien el traspaso, pero igual quedate tranquila, el lunes a primera hora viene el chico de sistemas a hacer el back-up —lo pronunció bácap, y Marcela trató de contener la sonrisa. Ella siguió:

    "Igual quedate tranquila —otra vez—, por supuesto, todo lo que necesites, yo le aviso a Hugo cuando salgo que te quedás un rato más. La verdad es que es una suerte que hayas podido empezar tan rápido, no sé qué íbamos a hacer sin recepción justo la semana pre weekend... Bueno, amor, nos vemos mañana, ¿sí?

    —Hasta mañana, señora. Y gracias de nuevo...

    —Nada de gracias y nada de señora, Mariángeles, ya te lo dije, con Mariángeles es suficiente. —La mujer saludó agitando la mano y negando con la cabeza, como diciendo faltaba más, y salió apurada hacia el pasillo acristalado, donde estaban los ascensores, acomodándose al hombro las correas de un bolso de cuero color marfil que seguramente costaría más que su primer sueldo. Marcela volvió la vista a su pantalla, y siguió leyendo.

    Creí que el lunes no llegaba nunca. Qué loco, ahora gracias a vos odio los viernes, espero que sea así hasta que nos conozcamos, no? Porque espero que lo estés pensando seriamente. Ojalá tu día haya empezado bien!

    un beso grande, el primero de la semana... B.

    Ella había contestado quince minutos después.

    Hola! Mi día empezó horrible, como todo lunes... Esto es un desastre, la vieja se pone como loca antes de los feriados largos, pero gracias a vos puedo reírme de todo.

    Otro beso,

    Marce.

    PD: sí lo pensé, y muy seriamente, como te lo prometí.

    Ya sabía que se llamaban igual. El señor Tavecchia, gerente general y marido de Mariángeles Fuentes Tavecchia, su nueva jefa, se lo había aclarado en la primera y única entrevista que le tomaron antes de contratarla.

    —Espero que no te cause... eh, digamos, impresión, ¿no? Digo, como se llamaba igual... —Estaba leyendo su currículum y agregó, levantando una ceja: —Tenía tu misma edad, también, mirá vos.

    Ella había notado ya que tenían las mismas iniciales. La secretaria le había resumido el caso mientras le servía un café. Estuvo a punto de mencionarlo en tono jocoso, pero se contuvo a tiempo. Por la manera en que hablaban de ella, notó que la habían apreciado mucho y no quería quedar como una insensible o maleducada, así que solo respondió:

    —No, señor, por mí no hay problema, no soy supersticiosa ni nada, no se preocupe.

    —Carlos, ya te dije, con Carlos es suficiente. —Igual que la mujer—. No, claro, digo, mejor, porque estamos un poco apurados. ¿Vos, podrías empezar mañana, digamos? —La miraba esperanzado por encima de los anteojos, y Marcela, tratando de no sonar demasiado desesperada, le dijo:

    —Hoy mismo, si fuera necesario, señor… eh, Carlos. No hay ningún problema.

    Finalmente se quedó un rato, ese mismo día, para conocer a sus nuevos compañeros y recibir algunas indicaciones. La llevaron al escritorio en el que iba a trabajar y en el que había trabajado Marcela Reyes, su antecesora, los últimos seis años. A pesar de lo que dijo en la entrevista, al acercarse se sintió un poco rara. Estaba todo ahí, como si la persona que lo había ocupado se hubiera ausentado apenas diez minutos para ir al baño. Hasta la computadora estaba encendida, con el protector de pantalla que mostraba un fondo marino (también su favorito, que se resistía a cambiar a pesar de haber actualizado el sistema operativo por lo menos tres veces en su computadora vieja).

    Al día siguiente llegó temprano y empezó a organizar el puesto. Una de las agentes la ayudó a guardar algunas cosas que habían pertenecido a la otra Marcela, como había escuchado decir a algunos. Eso la ponía un poco nerviosa, a veces no escuchaba el otra y no sabía si hablaban de ella o no. Cuando terminaron, la chica, que se llamaba Silvia, ofreció traerle un té, ya que tendría que evitar en lo posible abandonar el escritorio. Una de sus tareas como recepcionista era la de manejar el correo general de la empresa, así que empezó revisando los mails. Descubrió que su antecesora era bastante organizada y tenía todo ordenado en carpetas, por lo que no le costó trabajo reconocer a los principales clientes, proveedores, consultores externos, y su correo privado. Estaba ahí, en un directorio llamado marcela_r. Le extrañó que ella guardara ahí sus mails personales, pero supuso que sería para escribir tranquila en el medio del trabajo diario. Su escritorio enfrentaba la puerta principal de las oficinas de la agencia y, a sus espaldas, cualquier podía ver lo que estaba leyendo en la pantalla.

    Silvia le dejó la taza y se fue apurada a su cubículo a atender el primer llamado de la mañana. Marcela empezó a leer.

    Empezaron a escribirse por trabajo. b.romano había resultado ser Benjamín Romano, gerente de una pequeña empresa proveedora de insumos informáticos que los tenía de clientes. Muy pronto el ida y vuelta de correos fue volviéndose obsesivo, por lo que entendió, a partir de una broma que ella se había permitido hacer sobre los dueños de la agencia.

    Él enseguida le propuso conocerse. Le había mandado fotos suyas y fotos de su perro Pad, un labrador dorado que trataba desesperadamente de lamer la cámara. Ella no parecía muy ansiosa, y ese miércoles por la tarde, ya sola en el piso, Marcela creyó entender por qué.

    Había otra carpeta en la máquina, con una galería de cuarenta y pico de imágenes. Marcela de cerca, Marcela de lejos, de perfil, sentada con otra chica joven que se reía. Marcela con el fondo de una playa que parecía la costa de Necochea donde ella misma veraneaba de chica. Algunas fotos estaban repetidas, con encuadres y tamaños diferentes, como si las hubiese editado en un intento de mostrar su mejor perfil. Sintió pena por ella.

    No era linda, y entendió su miedo a conocerlo personalmente. Dejó de extrañarle que no le hubiese pasado el celular siquiera cuando él le mandó el suyo pidiéndole que hablaran por lo menos por WhatsApp. No puedo estar mirando el celular a cada rato, le había escrito. Que ya la habían retado por eso.

    Se sobresaltó cuando Hugo, el guardia nocturno, abrió la puerta y la saludó:

    —Buenas noches, señorita...

    —Eh, buenas noches, Marcela, soy yo.

    —Sí, ya me informaron. ¿Todavía acá?

    Ya me informaron. Tanta relevancia por una coincidencia intrascendente estaba empezando a incomodarla. Se obligó a sonreír.

    —Sí, igual en un ratito ya me voy. Como se viene el fin de semana largo...

    Le hizo un gesto con la mano, como si no necesitara explicaciones. Le dijo que lo llamara al 113 si necesitaba algo.

    —Gracias, Hugo, igual en un rato ya me voy —repitió, y el hombre se fue.

    Volvió a la pantalla, y siguió leyendo con avidez. Ella había accedido al fin, y habían quedado en encontrarse el sábado 11. Justo el día en que... No puede ser.

    Abrió el calendario para confirmar la fecha y comprobó que tenía razón.

    —Pero entonces... —dijo en voz alta, sin darse cuenta, mientras levantaba la vista y miraba sin ver el pasillo de los ascensores. Solo había dos luces encendidas, una sobre cada doble par de puertas que la hicieron pensar en los pasillos de un hospital.

    Iba a encontrarse con él cuando murió. Marcela se la imaginó por un momento, caminando nerviosa y feliz a la vez, sosteniendo el ramo de fresias blancas que llevaría para que Benjamín pudiese reconocerla. Miró hacia la esquina derecha del escritorio, donde estaba el pequeño florero lleno de fresias blancas que se renovaban todos los días sin falta. Las flores parecían resplandecer en la penumbra de la oficina iluminada a medias, y se estremeció.

    Recordó la cara de Tavecchia cuando le contaba la historia. Mientras limpiaba los lentes de sus anteojos con un pañuelo descartable, le decía:

    —Muy triste, sí, pobrecita. Ella estaba cruzando bien, con el semáforo, digo, pero al tipo parece que le fallaron los frenos... O eso dijo, me contó la mamá en el velatorio, porque la policía lo detuvo igual, no sé. Eran las diez de la mañana pero parecía que estaba tomado, igual no sé. Pobre mujer, era hija única...

    A partir del lunes los mensajes se acumulaban en la bandeja de entrada. Eran cortos, y los leyó rápido aunque la mano que manejaba el mouse le temblaba cada vez más. Parecía más triste que enojado. El primero decía:

    Hola... Bueno, me quedé esperándote una hora, y bueno, espero que no te haya pasado algo, pero por favor, decime algo. Si te arrepentiste, si es eso aunque sea. beso.

    Tres días después suplicaba una línea, algo para no estar tan, tan preocupado. Le contaba que había intentado llamarla a la empresa una vez, a pesar de que ella le había pedido que por favor no lo hiciera, y que había cortado cansado de escuchar la musiquita de espera. Marcela lo imaginó sentado, sosteniendo el tubo alejado de la oreja y actualizando inútilmente la bandeja de entrada. Un pitido fuerte la hizo saltar en la silla, y enseguida el penetrante olor de la vainilla inundó el ambiente. Se le revolvió el estómago. Un nuevo correo apareció entonces y sintió que se le aceleraba el pulso.

    Extraño leerte. Quería que lo sepas.

    Marcela se levantó y dio unos pasos en la oscuridad de la recepción vacía. Tenía las manos frías de mantenerlas quietas sobre el teclado y el mouse, y trató de calentárselas apretándolas bajo los brazos cruzados.

    El corazón seguía latiéndole fuerte, retumbándole en el pecho y los oídos. Volvió a sentarse, respiró profundo un par de veces y sin pensarlo más, seleccionó el botón de Responder. Escribió:

    Antes que nada perdoname. Tuve que viajar con mi mamá a Necochea, falleció una amiga suya de la infancia y la tuve que acompañar, yo conozco a la familia de chica y no pude hacértelo saber a tiempo.

    Lo envió y siguió escribiendo un nuevo mensaje. Antes de llegar a enviárselo, él ya le había contestado.

    MARILINA RECIBE UNA FLOR

    Le gustaba pensar que era una mujer metódica. Satisfecha de haber resuelto ciertas cuestiones cotidianas de una manera simple y racional, que le permitía dedicar su tiempo a otros problemas, más importantes que el qué me pongo . La ropa, ese pequeño gran asunto que para una mujer podía llegar a convertirse en origen de conflictos y traumas recurrentes, para ella era un tema superado. Profesora de Historia, trabajaba de lunes a viernes en dos colegios secundarios, y había creado un sistema para evitar incordio semejante cada comienzo de jornada, a las seis de la mañana. Cada día tenía asignado un color, y por eso en las noches apenas perdía un par de minutos preparando el conjunto del día siguiente. Siempre y cuando, por supuesto, no hubiese armado el domingo a la tarde un conjunto de conjuntos combinados en cinco perchas ordenadas, sobre cinco pares de zapatos impecables.

    Su día favorito, aunque nunca supo por qué, era el martes. Entonces usaba su color preferido, el verde. Los lunes, negro. Simple, elegante y en armonía con el fastidioso malhumor que todo ser humano experimenta a lo largo de las primeras horas del día. Los miércoles, marrón (se permitía todas las gamas, hasta algún tono hueso en verano). Los jueves, azul.

    Solo los viernes variaba el sistema. Durante el día, para ir a trabajar, usaba prendas de color rosa, en primavera y otoño, y bordó en invierno. A la noche, cuando salía, rojo y hasta en los zapatos, si podía. Los fines de semana los pasaba en su casa, a lo sumo visitaba a alguna amiga y para eso bastaban conjuntos deportivos de color gris oscuro, o jeans gastados y zapatillas blancas de lona.

    Saludó, mientras acomodaba sus cosas sobre el escritorio:

    —Buen día, chicos, ¿cómo pasaron el fin de semana? —La mayoría contestó a desgana, pero varios no le sacaban la vista de encima a la carpeta de cartón azul que había dejado a un costado y cuchicheaban entre sí. Algunos, sentados al fondo, aprovechaban la mala iluminación del aula para seguir cabeceando.

    —¿Profe, trajiste las pruebas? —le preguntó una de las chicas de la primera fila. Ante la palabra pruebas y el tono estridente de Soledad García, varias cabezas giraron hacia ella o se enderezaron de golpe.

    —Sí, acá las tengo, ya las reparto, un segundo. Bastante bien, eh... La verdad me sorprendieron, sobre todo en algunos casos —buscó por el fondo y agregó, mientras se acercaba con las hojas en la mano—: Perea, si seguimos así confío en que este año no nos vamos a ver en diciembre... ¡Muy bien! —le dijo con una sonrisa mientras le devolvía la prueba corregida primero que nadie. Perea, el aludido, sonreía de oreja a oreja.

    La mañana transcurrió como siempre, sin demasiado alboroto. No era la profesora favorita ni tampoco la más odiada. Los chicos le tenían afecto porque nunca gritaba, rara vez imponía castigos y no daba mucho para estudiar. Era justa cuando ponía las notas, y a veces, aunque fuera por un rato, hasta lograba interesarlos en los temas que veían en clase. No era ni tan joven ni tan linda como para que los varones suspiraran por ella y las chicas la envidiaran, ni tampoco tenía la personalidad apropiada para convertirse en el modelo de nadie. No era compinche de sus alumnos ni quería serlo tampoco. Solo una vez había participado de un viaje de estudios, y si bien lo recordaba con cariño porque allí había empezado a intimar con Sara, no había sentido el menor deseo de repetir la experiencia.

    La docencia era su trabajo y lo realizaba a conciencia. Volcaba su propio

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