Pasajeros de la vida
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La novela trata de mostrar a unos personajes que por su diversidad llevarán a cabo una empecinada lucha para intentar afrontar los avatares que les depara el destino y a otros que se dejarán llevar pasivamente por las circunstancias y se convertirán en los verdaderos pasajeros de la vida.
Con independencia del nivel económico y social en que se desenvuelva la existencia, y de los resultados personales que se obtengan, todos hacemos nuestra elección.
Aurea-Vicenta Gonzalez
Avid reader, writer.Ferviente lectora, escritora.
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Pasajeros de la vida - Aurea-Vicenta Gonzalez
PASAJEROS DE LA VIDA
Novela ficción adultos
Aurea-Vicenta Gonzalez
Registro P. Intelectual: V-772-10
©Todos los derechos reservados
Dedicado a mi hija Verónica Sanz
Capítulos
Domingos en blanco
Saludando al respetable
Demasiados líos
Entre la tierra y el mar
Callejeando
Se descubre la verdad
La voz de la sangre
Todo termina bastante bien, al menos
Volvemos cerca del mar
ACLARACIÓN
Tengo el vicio de leer y me gustan especialmente las obras de teatro; meditando sobre algunas de las creaciones más conmovedoras del autor sueco Strindberg, en las que se muestra tan conocedor del alma femenina, me acordé de una pasmosa afirmación que tuve que oír de labios de otra fémina, joven madre y trabajadora: Perder el tiempo leyendo un libro debería estar prohibido. Hacer punto y cosas así es algo práctico, pero eso, no
.
Seguramente, de haberla escuchado, el genial y contradictorio autor se habría lanzado a tejer mucho y bueno con las palabras pronunciadas por mi sorprendente interlocutora y, al cabo, estoy segura de que hubiese sido capaz de comprenderlas; yo sigo sumida en la perplejidad.
Un libro siempre aporta algo a la existencia de la persona que tiene el gusto de leerlo, tanto al que se toma en serio el oficio
de vivir como al que pasa su tiempo con indolencia.
Quiero dejar constancia de que los personajes y los nombres que aparecen en la novela son inventados por la autora y cualquier similitud con situaciones o personas reales es mera coincidencia.
Domingos en blanco. PRIMERA PARTE
Los domingos son siempre un premeditado borrón que Aurora se impone en su disciplinada y meticulosa tarea de mantenimiento y laboreo de la mente; desarrollar con profesionalidad un trabajo y tratar de ampliar sistemáticamente los conocimientos que la doten de mayor capacidad para ello es toda su aspiración en la vida. Este paréntesis semanal de dolce far niente
le suele resultar incómodo a veces, pero asume que es una pequeña e inexcusable contribución que se debe para mantener el equilibrio mental. A través de sus compañeros ha tenido el cuestionable privilegio de comprobar de cerca la devastación personal que se produce en el ser humano cuando no se acierta a detener la marcha a tiempo y uno se abisma en los vericuetos del intelecto.
Levantarse tarde, dejar a la modorra todo el tiempo que necesite para irse evaporando, desayunar sin prisas…, todo muy estudiado, muy calculado.
El único fallo de un plan tan bien urdido es que el cumplimiento del mismo abarca escasamente medio día, aunque estirando mucho del programa pueda llegarse hasta el atardecer; aun así, hay que llenar lo que resta de la jornada de forzado ocio y el resultado, tristemente, suele devenir el mismo para ella: un sentimiento de absoluto vacío.
-¿Aun no has terminado, niña? Quiero darme un baño y tú llevas tres cuartos de hora en la bañera. Verás como al final encoges y todo, ¡caramba! –Ruperta, mujer entrada en años y siempre al borde de un ataque de mal genio, no comparte la irresponsable suavidad con que Aurora afronta los días festivos; estas jornadas son siempre un desencadenante de extrema hiperactividad para su madre -. No sé para qué te molestas en levantarte, ¡ni siquiera has tomado un desayuno como Dios manda!, ¡jolines, qué cruz de mujer! –trajinando entre la encimera y el frigorífico, al oír que la puerta del cuarto del aseo se abre, sale disparada hacia la recién bañada y la abraza con enérgicos gestos y unos besos en las mejillas igual de sonoros que las palabras acabadas de pronunciar.
-Bueno, vale, mamá, ¡ya está bien! Me vas a marchitar el rostro con tanta zalamería – protesta riendo la muchacha que en cuanto cumplió los treinta años se agarró, con decisión inamovible y esperanzas de permanencia, al imaginario listón de ese cumpleaños y según se encuentre de humor puede moverse con comodidad en la amplia horquilla de la cifra aparentando una edad en ambas direcciones; ahora sigue el infantil juego de Ruperta, más que complacida y realmente parece muy joven.
-¿Desayunamos, cariño?
-¡Claro, mami! ¿Querrías venir conmigo a leer al parque después de bañarte? Tengo dos novelitas espléndidas.
-¿Estás loca? ¡Domingo y a leer en el parque! Niña, no sé a quién sales tú…; a ver, a ver: a tu padre; noooo, y a mí, menos todavía –mientras sirve a su hija la humeante taza del desayuno que acaba de preparar, Ruperta la mira, sonriente, y se apresta a complacerla repitiendo la escena de forzado teatro que todos los festivos se representa en la cocina-. Veamos las posibilidades de que disponemos hoy para quitarte los libros de entre las manos –toma asiento frente a su hija y, recitando con enfática entonación, comienza a enumerar, cual letanía-. A ver, tenemos…, cuadros de Sorolla; matiné de cine en chino con la película subtitulada en inglés en Ca Sento; Romeo y Julieta interpretada por marionetas en la galería del centro comercial; visita guiada y gratuita a las catacumbas con la proyección del último montaje sicodélico de Pepín Serra al terminar el recorrido; competición libre de ajedrez amateur en la Avenida de las Rotondas; degustación de chocolate artesano en la plaza de los Apóstoles hasta el mediodía; concierto de campanas interpretado al unísono por todas las parroquias y templos de Termas para las dos de la tarde –ante las sinceras carcajadas de Aurora, corta en seco el monólogo y dedica, realmente enfadada, toda su atención al desayuno que tiene delante y que empieza a enfriarse, acabándolo a una velocidad pasmosa.
Un solecito pizpireto va alcanzando con sus luminosos rayos los rincones oscuros de la habitación más bonita de la casa.
-Vale, mamá, no te enfades, mujer –la joven entona la disculpa habitual acompañándola con la infalible receta que siempre le da resultado: acariciar la mano maternal que, a su contacto, indefectiblemente, reacciona como si le hubieran dado cuerda al decaído ánimo y no hubiese sucedido nada perturbador.
-Bueno, pues tú te lo pierdes, ¿sabes? A mí, hasta me haría gracia completar el circuito festivo-educativo antes de la hora de comer…, ya veremos hasta dónde alcanzan mis fuerzas pues para la tarde tenemos un concierto estupendo tu tía Pipa y yo –se levanta y estampa un beso en la húmeda cabeza de la joven, recoge el servicio de mesa y tras depositarlo en el fregadero, lanza un beso al aire en dirección a su hija y abandona la estancia.
La muchacha deja que se vaya sin pronunciar palabra ni molestar las meditaciones a las que, sin duda, estará entregada la mente materna; seguro que a media mañana ya ha tenido la resistencia suficiente para liquidar de la imaginaria lista que se ha impuesto más de la mitad de sus metas. A ella le resulta sorprendente tanto afán de movimiento en una mujer que permanece seis días a la semana, tan de buen grado y sin quejas, cumpliendo dos tandas de cinco horas en su puesto de trabajo cada día laboral, sentada delante de un ordenador muy veterano y terriblemente lento, parapetada tras el pulido y añejo mostrador de la Biblioteca Municipal de Termas, atendiendo al público con una alegría y resistencia encomiables.
En Termas hay poca cosas que Aurora pueda considerar una distracción digna de ella, y aunque existieran, es consciente de que, salvo el trabajo, nada logra atraerla de verdad. Su madre, siempre al acecho de cualquier posible entretenimiento, se informa concienzudamente a lo largo de la semana de todas las posibilidades que se ofrezcan en la ciudad y es capaz de recitárselas, gustosa, y hasta de sobreponerse a los cada vez más fuertes y frecuentes ataques de crispación que la acometen y que no auguran nada bueno para la salud de la mujer; cabe la posibilidad de que el mal del siglo haya puesto sitio a la mente materna pero ella no tiene el valor de afrontar el asunto y tomar las riendas de éste posible problema llevándola a un especialista para que le realicen las pruebas necesarias y descartar o confirmar sus sospechas. Se maldice por ello, como le pasa ahora, pero deja que se pudra antes de germinar la incipiente semilla de diligencia que aparece en su conciencia; ni siquiera ha tenido el empuje suficiente para planteárselo a Ruperta y oír de sus labios si es consciente de la amenaza que parece cernerse sobre ella.
Mientras está lavando los tazones y las cucharillas, suena con reiteración el estridente timbre de la puerta.
-Voy, voy. Ya abro, por favor, deja de pulsar el timbre –casi grita la joven yendo hacia la entrada del piso, creyendo que es su tía Pipa, a la que no esperan hasta la tarde.
-¡Buenos días, señora! ¿Vive aquí doña Ruperta Cusí? –dos agentes uniformados de policía nacional, tras dedicarle el preceptivo saludo, se destocan de las gorras sosteniéndolas expertamente bajo el brazo.
-Sí, claro, pasen ustedes –contesta la chica, retirándose de la entrada y abriendo completamente la puerta de la casa-. Por aquí, se le ruego –indica, con la mano, el camino hacia la cocina tras cerrar a conciencia y apagar la luz de la entrada.
-Hemos venido, señora, a pedirle que lea esta hojita y nos dé su opinión –le dice el agente masculino, tendiéndole un folio doblado-. Esperamos de usted una ayuda para esclarecer el asunto; lamento mucho tener que molestarla en día festivo, doña Ruperta.
-No, no, perdone, agente, Ruperta es mi madre; debe haber una equivocación.
-¡Ah!, por favor, se lo ruego, devuélvame el papel –el guardia lo retoma de las manos de Aurora, agarrándolo con violento gesto y, con voz algo menos amistosa, la interpela-. ¿Usted es? Haga el favor de identificarse.
-¡Vaya!, lo siento, no quería inmiscuirme en los asuntos de mi madre, pero, es que está en la ducha. Soy Aurora, Aurora Peter Cusí, hija de Ruperta Cusí.
-Si somos inoportunos, podemos esperar en la escalera. Dado que la madre de usted está en la casa, según nos dice, saldremos fuera –habla, por vez primera, la agente femenina, en un tono expertamente conciliador.
-¿Pipa, eres tú? Enseguida salgo, querida, un momentito, cielo, sólo me falta peinarme; hoy no tengo ganas de bañito me he conformado con una ducha rapidita –se oye, con proximidad creciente, la voz de Ruperta Cusí-. ¡Eh, voilà!, chica, no sabía que me ibas a acompañar en la peregrinación matinal.
Al abrirse la puerta del cuarto de baño, la mujer se sobresalta y titubea ante la inesperada visión de unos uniformes y, sobre todo, de la expresión consternada que aprecia en el rostro de su hija.
Los agentes, haciéndose cargo rápidamente del momento de confusión intervienen muy bien orquestados.
-Tranquila, señora –habla el hombre-. Somos el agente López y la sargento Ruiz, de la comisaría del distrito cuatro. Su hija ha sido tan amable de dejarnos pasar. Si puede usted atendernos dos minutos, le estaríamos muy agradecidos, doña Ruperta.
-No se alarme, señora, no sucede nada malo, le doy mi palabra –afirma, con convicción, la mujer uniformada.
-¡Ah!, bueno, vale. No se preocupen, agentes –les responde la madre de Aurora-. ¿No querrían sentarse? Por favor, se lo ruego –indica, con voz amable, las sillas de la cocina-. Como pueden ver he de vestirme un poquito más. ¿Y tú, hija, por qué no haces algo de café mientras me adecento y obsequias a nuestros invitados? ¿Les parece bien, señora Ruiz y señor López? –sin esperar respuesta, la mujer toma carrerilla por el pasillo que conduce a su habitación y cierra dando un enérgico portazo.
-Lo siento, mamá es así –dice Aurora, un poco abochornada y