Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Predestinados
Predestinados
Predestinados
Libro electrónico432 páginas7 horas

Predestinados

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Qué harías si la vida te ofreciese otra oportunidad justo cuando acabas de perderlo todo. Dos ciudades, Nueva York y Tokio, dos hombres de culturas contrapuestas, y el atribulado corazón de una mujer palpitando ante su destino.

Predestinados es una novela cuya protagonista relata abiertamente su pasado, hablando sin reservas de amor y pasión, de dolor y pérdida, de amistad y de relaciones familiares, prestando especial atención a la amplia galería de personajes secundarios que la rodean y a la evolución de su concepción de la vida, al ser consciente de que está inevitablemente marcada por el destino.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento2 jun 2016
ISBN9788491125631
Predestinados

Lee más de Eva Loureiro Vilarelhe

Relacionado con Predestinados

Libros electrónicos relacionados

Romance para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Predestinados

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Predestinados - Eva Loureiro Vilarelhe

    Título original: Predestinados

    Primera edición: Junio 2016

    © 2016, Eva Loureiro Vilarelhe

    © 2016, megustaescribir

    Ctra. Nacional II, Km 599,7. 08780 Pallejà (Barcelona) España

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a Thinkstock, (http://www.thinkstock.com) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    ISBN:   Tapa Blanda   978-8-4911-2564-8

       Libro Electrónico   978-8-4911-2563-1

    a Chema, siempre

    Good morning, Sleeping Beauty, escuché nada más despertar. No necesité ni despegar los párpados para saber que Bryan estaba observándome mientras dormía, probablemente desde hacía un buen rato, como solía hacer cuando se levantaba antes que yo y no tenía que ir a trabajar. Me desperecé sonriendo, estirando brazos y piernas cuanto pude. Un par de manitas golpearon mi estómago y me encogí abriendo los ojos inmediatamente. Encontré la cara de mi hijo pegada a la mía, exclamando sin dejar de zarandearme, despierta mami, despierta, es Nochebuena. Le hice cosquillas abalanzándome sobre él, preguntándole cómo es que estaba levantado tan temprano. Ya he desayunado, mami. Me incorporé para comprobar en el reloj que eran las ocho y media, y salté de la cama directa hacia la ducha. Por el camino increpé a mi marido por no haberme avisado antes. Es Nochebuena, respondió sin inmutarse. Tengo mucho que hacer, le grité desde debajo del agua.

    Debía llevar los cuatro encargos que me quedaban por entregar antes del mediodía, y apresurarme para realizar las últimas compras. Él aprovecharía para hacer lo mismo con Benjamin, algo que debería comenzar a evitar. A sus cuatro años, vivía la vorágine de luces que anuncian la llegada de la Navidad por primera vez con algo de sentido. Estaba emocionado porque esa noche vendría Papá Noel, por la mañana iría con su padre de recados y acabarían yendo a comer a casa de los abuelos, en donde nos quedaríamos a dormir para no desvelar al pequeño de madrugada. Por qué no te organizas para dejar todo listo antes, sabía que todavía le faltaba mi regalo, ahora ya empieza a darse cuenta, le aconsejé el día anterior. No te preocupes, se queda siempre en la zona de juguetes desde donde puedo verlo, respondió encogiéndose de hombros y meneé la cabeza sin estar del todo convencida. De paso, me insistió para que contratase un servicio de reparto en lugar de llevar en persona mis trabajos, pese a estar seguro de que no lo haría.

    Cada fotografía es algo especial para mí y prefería el trato directo con mis clientes, me hacía ilusión observar sus expresiones al ver el resultado, y me pagaban en mano. Me parecía más cálido que enviar el pedido y recibir una transferencia, además, en algunos casos era el único contacto que tenía con ellos, por tanto para mí también resultaba importante saber para quién había pasado tantas horas realizando un proyecto.

    Salí de la ducha con el pelo envuelto en una toalla y me puse el albornoz, tenía demasiada hambre para pararme a vestirme antes de desayunar. Por el pasillo, el olor de las tortitas que procedía de la cocina me hizo apresurar el paso. Al entrar Bryan me ofreció un zumo de naranja, indicando que esperaba un beso a cambio. Lo besé con calma, pues no lo había hecho antes debido a la irrupción de nuestro hijo en la cama, hasta que sentí de nuevo a Ben abrazándome una pierna. Acabé el vaso de un trago y me senté en el taburete de la barra, delante de un café con leche y un plato de pancakes con mermelada. Sonreí para agradecerle a mi marido la atención, mientras el pequeño trepaba hasta acomodarse en mi regazo. Habéis desayunado ya los dos, pregunté conociendo la respuesta. Teníamos mucha hambre, admitió cogiendo el tenedor para meterme un enorme trozo de tortita recubierta de frambuesa en la boca. Cada vez te pareces más a tu padre, le dije acariciándole la nariz con un dedo, la arrugó y sus ojos, idénticos a los de mi marido, me miraron con dulzura.

    Esperaron a que acabase de arreglarme para salir juntos, no tenían prisa, yo en cambio estaba apurada, recogí los cuatro paquetes de mi estudio y casi me olvido de la mochila. Había quedado con el primer cliente en menos de un cuarto de hora y como no cogiese el metro enseguida llegaría tarde. Me despedí de ellos en el ascensor que los llevaba al garaje, besándolos al mismo tiempo apresuradamente en la planta baja. Antes de atravesar el portal me giré y les dije adiós con la mano, Ben agitaba alegremente la suya desde los brazos de su padre.

    Llegué sólo cinco minutos tarde, así que no tuve que disculparme en exceso, un día como aquel todo eran prisas de última hora. Se trataba de un hombre de mediana edad extremadamente atento que no conocía, pero mereció la pena ver su cara de satisfacción y me dio un sobre indicando que había un pequeño aguinaldo por Navidad. Le agradecí el detalle y salí corriendo hacia mi próxima cita, no muy lejos de allí. Por el camino comprobé que la gratificación no era nada de despreciar y me alegré de haber incluido una versión a mayores en miniatura para el dueño de la empresa, pues sabía que era un viejo amigo de mi suegro.

    Llevé el siguiente encargo al domicilio particular de una anciana impedida y medio sorda. Tuve que insistir para que me abriese, hasta que pude subir a llevarle el retrato de su nieta. La señora se emocionó tanto, que no me pareció oportuno irme sin esperar a que se repusiese de la impresión, ni tampoco rechazar la taza de café que me ofreció tan amablemente mientras me hablaba de la niña de sus ojos. Cuando salí era tardísimo, menos mal que no había fijado hora para las dos últimas entregas, ya que tenía que ir a la otra punta de la ciudad. Eran para la misma entidad, uno de carácter oficial, digamos, y otro para el propio directivo que me había hecho el pedido, suponía que ambos regalos de Navidad, por lo que me apresuré a terminarlos a marchas forzadas.

    En esa ocasión fui yo la que debió esperar puesto que no se encontraba en la oficina a mi llegada, llegó media hora después disculpando su ausencia por tratarse de un asunto urgente. El paquete para la empresa ni siquiera se molestó en abrirlo, ante mi cara de asombro, y observó el suyo con tanta atención durante un par de minutos que a punto estuve de pensar que no le gustaba. Finalmente se dignó a mirarme sonriendo complacido y me entregó un par de sobres sin comentar lo que le había parecido. Tras marcharme me asaltó la duda de si me habría tomado por una simple intermediaria, ya que sólo habíamos hablado por teléfono. No le di más vueltas, cada cliente era diferente y me dirigí rápidamente a ingresar los cuatro cheques. Le envié un mensaje a Caroline para avisarla de que me retrasaría un poco, había quedado para almorzar con ella y sus hijas en nuestro sitio de costumbre enfrente de la revista, pero con la cantidad de gente que aguardaba a ser atendida delante de mí, no llegaría puntual.

    Al entrar en el local, vi que mi amiga hacía ademán al encargado para que nos sirviese. Las niñas habían empezado ya y le recriminé que no hubiese hecho lo mismo, su cortesía carecía de sentido con la confianza que teníamos, pese a que tenía que reconocer que yo haría igual, cuestión de carácter, o de educación, según se mire. Achuché a las mellizas, que me saludaron con la boca llena, la besé en la mejilla mientras las reprendía por sus modales y me saqué el abrigo, sofocada por la carrera que acababa de pegarme desde el banco, dejándome caer en la silla. Mamá, no te enfades, es Nochebuena, exclamó Susan, ella suspiró y le recriminó que sabía perfectamente que en la mesa no consentía groserías, y que debería buscarse una excusa mejor, que aquella estaba muy manida, su hija puso los ojos en blanco murmurando, mamá, por favor, y la aludida acabó por mirar hacia otro lado para que tuviésemos la fiesta en paz. Acto seguido me pusieron delante un plato de la deliciosa lasaña especialidad del restaurante, la miré sorprendida, la cena de aquella noche no iba a entrarnos después de semejante comida, se limitó a comentar que tenía hambre y lo cierto era que yo también, desde por la mañana sólo había tomado el café de la anciana que había sido tan considerada, por lo que me puse a comer con mi usual apetito.

    Tan pronto como acabásemos de almorzar iríamos juntas de compras antes de dirigirnos a casa de sus padres, donde seguramente nos esperaría toda la familia reunida, incluidos los dos hombres de mi vida, pues todos los años éramos las últimas en llegar. Las dos jovencitas estaban nerviosas ante el bullicio de aquellas fechas y no pararon de parlotear durante todo el rato, sin dejarnos meter baza ni a su madre ni a mí con su animada conversación. Cuando nos disponíamos a salir quisieron ir al baño y en ese momento recibí una llamada, le indiqué con un gesto a mi cuñada que las esperaba fuera y me apresuré a responder. Señora Dupont, escuché que me preguntaba una voz desconocida. Nadie me llamaba así, por lo que tensé la mandíbula inconscientemente. Al recibir la noticia, el teléfono se me cayó de la mano.

    De repente se abrió la puerta. Los pasos golpearon con firmeza en el parqué. Las cortinas se descorrieron con violencia y la luz de la ventana me cegó como un cuchillo. Levántate. Era una orden. Allí estaba ella. De pie, mirándome desde sus tacones. Mi ángel de la guarda. Mi mejor amiga. Recuerdo nítidamente el primer día que la vi. Fue por casualidad. Yo había llegado a la ciudad cinco meses y medio antes, con un visado de estudiante para realizar un Curso de Posgrado de Fotografía en la Columbia. Mi beca alcanzaba para pagar la matrícula y el alquiler de un pequeño estudio de una sola estancia, con un baño diminuto y una cocina metida dentro de un armario, no era gran cosa, aunque a mí me gustaba, y me costaba de más, porque casi no me daba para llevarme mucho aparte de pasta y algo de fruta a la boca. Mentía cada vez que me preguntaban desde casa si necesitaba dinero, vendía alguna foto en el metro si andaba muy apurada, y no fue hasta el quinto mes que me di cuenta de que todavía no estaba preparada para irme. Me dediqué entonces a buscar trabajo para que no me echasen. No tenía muchas opciones, mi título de Bellas Artes de poco valía y nadie me conocía, así que me afanaba por solicitar entrevistas en todas las revistas y periódicos que podía, para ver si me contrataban como fotógrafa, con un currículum flaco en experiencia y un book demasiado artístico.

    Cuando llegué a Financial Week cerca de Wall Street, mi situación era realmente desesperada. No tenía ni idea de que estaba ante el semanario de referencia en materia empresarial y financiera de toda la Costa Este. Para mí era uno de los últimos cartuchos que me quedaban y, por el tipo de publicación del que se trataba, dudaba que requiriesen de mis servicios. Al solicitar información, me dijeron que el encargado de recursos humanos estaba con gripe y que me atendería la directora en persona. Ante mi sorpresa, su secretaria me confesó que su dedicación era un ejemplo para todo el personal. Acongojada, entré en silencio en el despacho de una mujer alta, rubia, impecablemente vestida y peinada, que estaba en ese momento ojeando mis pobres referencias. Sin levantar la vista, me comentó que le gustaban mis fotografías y estaba considerando incorporar a la redacción a alguien formado en artes plásticas. Quería darle un aire más fresco a la revista y le gustaría ponerme a prueba para ver si era capaz de llevarlo a cabo. Me dejó sin habla. Alzó la cabeza y me miró de arriba a abajo perpleja, mi aspecto descuidado me hizo sonrojar.

    Si te parece podemos ultimar los detalles durante el almuerzo, dijo consultando su reloj. Se levantó para ponerse el abrigo colgado del perchero, colocando graciosamente su melena al hacerlo y, tras coger su bolso, me instó a acompañarla. Maggie, volveré después de resolver un par de asuntos. No te preocupes, llegaré puntual para la reunión con los del sindicato. Aquella mujer de cierta edad, alta y bastante gruesa, era quien me había atendido tan cortésmente a mi llegada, tenía cierto aire de lady inglesa, más que de secretaria, la verdad, al recibirme no me hubiese extrañado que me ofreciese asiento para tomar el té con ella mientras acariciaba el gato siamés de su regazo.

    Salimos del edificio y nos dirigimos a un pequeño bistró en la acera de enfrente, un sitio concurrido y acogedor con un variado menú, en su mayoría de platos italianos. Tiempo después, me confesaría que me invitó a comer porque se asustó al ver mi cara de hambre. Me preguntó si era vegetariana o tenía algún problema de alimentación y, al responderle que no, me sugirió que tomásemos la especialidad de la casa, que era su preferida y la causante de todo aquel bullicio a esas horas. No era otra cosa que una sabrosa lasaña tan apetitosa como contundente, que le sentó de maravilla a mi necesitado estómago, pero que también impidió que tomase nada más. Durante la comida le comenté mi difícil situación y que entendería que declinase su amable ofrecimiento, ya que después de los días a prueba tendría que regresar a mi país. Ante mi asombro, respondió tranquilamente que entonces estarían dentro del nuevo contrato que firmaría esa misma tarde. Y así entré a formar parte del equipo de Caroline Dupont.

    Mi trabajo como fotógrafa no sólo le encantó, sino que ocasionó que fuese colaborando cada vez más en el tema gráfico de la revista, convirtiéndome en menos de un año en la responsable de toda la parte de diseño y maquetación. Mi ascenso vino acompañado de una relación de mayor proximidad con mi jefa, a pesar de no ser muy habladora sé escuchar, y su carácter abierto y desenfadado propició que acabásemos por convertimos en inseparables. En una ocasión, me reí incrédula comentando cómo era posible que una mujer como ella considerase su mejor amiga a alguien como yo, se encogió de hombros y contestó toda ufana que cuál era el problema de confiar en una perfecta desconocida, si la que lo fue desde su infancia había estado engañándola con su marido durante años. Por mucho daño que pretendieses hacerme, nunca podría ser peor de lo que ya me han hecho. Y tenía razón. Casada con su novio del instituto, un niño bien poco mayor que ella, abogado de prestigio, guapo y deportista, tuvieron a las mellizas y un par de años después decidieron ir a por otro. Y en eso estaban cuando se le cayó el mundo encima. Su vida era perfecta, hasta que se enteró de que siempre había sido una mentira.

    La que creía su mejor amiga, su compañera de aventuras desde que nació, junto a la que se sentaba en el colegio, en el instituto, y hasta con quien compartió cuarto en la universidad, a pesar de estudiar diferentes carreras, ella políticas y la otra derecho. A quien le contaba absolutamente todo y se la llevaba de vacaciones con sus padres para no tener que separarse. Con quien planificó su boda e intentaban que sus parejas accediesen cada año a ir todos juntos de viaje, para no tener que distanciarse tantos días. Ésa en quien más confiaba desde niña, era la que se tiraba a su marido antes de llamarla para contarle el último chismorreo de su bufete. Y ella tan sólo se dio cuenta por casualidad. Porque, la última vez que habló con ella, Shandy tuvo que poner el manos libres justo en el momento en el que Thomas le pedía una toalla desde la ducha. Entonces, sin dar crédito a lo que acababa de escuchar, lo llamó al móvil, y la melodía acabó por desenmascarar a su marido y a su supuesta mejor amiga. Ésos que llevaban engañándola desde que estudiaban juntos en la misma facultad.

    Sus cristalinos ojos azules, siempre dulces y amables, se empañaban como un gélido lago en invierno al recordar la traición que la había destrozado. Hacía varios años que estaba divorciada y continuaba sin ninguna intención de rehacer su vida, ocasionalmente tenía alguna efímera relación, que en realidad no pasaba de ser una aventura. Acababa escudándose en que no quería meter en casa a nadie que alterase la convivencia con sus hijas, aunque en el fondo no me podía sacar de la cabeza que era incapaz de volver a confiar plenamente en otro hombre. O quizás no se atrevía, por temor a sufrir como lo había hecho. Seguía herida y, aún siendo consciente de que tardaría en curar, no perdí la esperanza de que llegase a aparecer el caballero adecuado que una mujer como ella merecía. Porque Caroline es todo amor por los demás, me metió en su empresa y, poco a poco, fue introduciéndome en su hogar, sabiendo que estaba sola me invitaba a todas las celebraciones familiares. Después me enteraría de que sus atenciones tenían un claro objetivo, ansiaba convertirme en su cuñada. Y lo que al principio me pareció una idea descabellada, acabó por hacerse inesperadamente realidad.

    No conocí a mi padre, mi madre se quedó embarazada con dieciséis años y él salió huyendo como quien lo lleva el diablo. Mi abuelo no lo superó y se pasó toda mi infancia repitiendo que no me fiase de los hombres, que eran todos unos indeseables y que sólo querían una cosa, mientras mi abuela meneaba la cabeza, insinuando que era demasiado cría para entender aquello. En una ocasión me atreví a decirle, abuelo, si tú eres muy bueno y eres un hombre. Se rio tanto que jamás volvió a repetírmelo, pero sé que siguió pensándolo hasta el día de su muerte. Mamá dejó el instituto y se dedicó a trabajar de lo que podía tras mi nacimiento. A él no le hizo gracia, pensaba que con su sueldo del astillero era suficiente para los cuatro, sin embargo comprendía que su hija tuviese que buscarse el pan. Le hubiese gustado que continuase estudiando, por eso fue él quien me pagó la carrera, y rezaba a diario para no morirse antes de que terminase. Mi madre hizo un poco de todo, no obstante, sin formación acabó limpiando escaleras, eso sí, después de muchos esfuerzos, se independizó creando su propia empresa de limpieza, en la que contrataba a las mujeres del vecindario que también necesitaban llenar el estómago de sus pequeños.

    A mí me criaron entre algodones, no disponía de lujos y tampoco los echaba de menos, estudiaba y dibujaba mucho, algo que a los tres les encantaba, por eso hacer Bellas Artes no le pareció mal a ninguno. Con tu cabeza llegarás a donde quieras, tú termina los estudios y verás, me insistían. Cuando me concedieron la beca para venir a Nueva York no había nadie más orgulloso en el barrio. Cinco mil candidatos y se la han dado a ella, repetía mi abuelo incansable. Los Dupont me trataron con idéntica calidez a la que recibí en casa desde niña, evocando con ello los más gratos recuerdos de mi infancia pese a la evidente disparidad con el ambiente en el que había sido educada. El abuelo de Caroline se hizo a sí mismo y antes de los cuarenta ya se había convertido en un hombre rico gracias a sus negocios como intermediario de pescado fresco. Quería refinar a la familia y obligó a su hijo a estudiar leyes, Henry Dupont no tuvo más remedio que atenerse a los deseos de su padre sacrificando su pasión por el periodismo. Heredero de una fortuna, siguió con el mismo espíritu emprendedor de su progenitor, consiguiendo ser socio y más adelante propietario de uno de los bufetes de abogados más importantes de la ciudad.

    Físicamente me parezco a mi madre, sólo heredé de mi padre su piel más clara, sus rasgos afilados y sus ojos de un tono dorado como la miel. En verano la luz del sol los hace brillar a juego con los mechones de mi cabello castaño, que se vuelven más claros durante esos meses. Soy más bien baja y mi pecho es demasiado voluminoso en comparación con mi cuerpo menudo, algo que siempre he procurado ocultar usando ropa deportiva para pasar desapercibida. El hermano de Caroline era un mujeriego empedernido con especial debilidad por las modelos altas y rubias, por lo que resultaba bastante improbable que se fijase en mí. Sin embargo lo hizo la primera vez que me invitaron a pasar con ellos Acción de Gracias.

    Estrené la ropa que me había dejado mi jefa en el trabajo la víspera, como regalo de Navidad anticipado, me dijo, y se lo agradecí, puesto que en mi esquelético fondo de armario no disponía de nada que pudiese llevar a eventos como aquel. Me sentía un poco rara, aunque reconozco que me favorecía. Un simple suéter de angora de cuello vuelto en color morado y una falda negra ajustada. Caroline me conocía bien, ni se le había pasado por la imaginación comprarme zapatos de tacón y, en su lugar, los mocasines negros Tod´s me resultaron bastante cómodos. Lo que más me gustó fue el abrigo negro de lana peinada, grande y envolvente, que me arropó en aquel día invernal y que guardo con mimo para utilizarlo en ocasiones especiales. Como no tenía bolso, llamé un taxi y metí el monedero y las llaves a buen recaudo en sus enormes bolsillos.

    Cuando llegué a East Hampton me agradó el calor acogedor que se respiraba en aquella enorme mansión. Realmente allí vivía una familia. Estaban todos. Henry Dupont y su tercera esposa, Sheryl. Caroline y sus hijas, Susan y Evelyn. El primogénito de Henry, Albert y su mujer, Jessica, con sus tres hijos Henry Jr., Albert Jr. y John. Y, por supuesto, Bryan, recién separado de su mujer, andaba con otra modelo por entonces, pero nunca las llevaba a las reuniones familiares. Al principio me sentí como una intrusa, no obstante el cariñoso recibimiento del anfitrión me sirvió de estímulo para mitigar la vergüenza que me producía entrometerme en semejante fiesta íntima. De hecho, reconocer los ojos de mi amiga en los suyos me ayudó a superar el mal trago inicial de ser el centro de atención. Quiso que me sentase a su lado, curioso por conocer más detalles sobre mi vida y se dedicó a contarme tanto la suya como parte de la del resto de la familia, imagino que fue su manera de ir introduciéndome en ella, igual que intentaba hacer su hija.

    Su primera esposa era una mujer bellísima que únicamente lo quería por su dinero, pronto lo entendió y su matrimonio no duró mucho, ella intentó aferrarse a él concibiendo a Albert. Todavía le pago la pensión y no le perdono que haya criado sola a nuestro hijo, pues pese a ser un brillante abogado que sabe llevar impecablemente el bufete, es frío como su madre, me confesó en un aparte, algo que quizás mi presencia más habitual en su niñez hubiese paliado en cierta medida. Menos mal que sus hijos no son muy parecidos a él, Jessica es una mujer simple y un tanto superficial, muy agradable, eso sí, y los educa con mucho cariño, lo que es de agradecer en los tiempos que corren.

    La madre de Caroline y Bryan fue mi mayor error, un verdadero quebradero de cabeza, pero gracias a ella tengo dos hijos maravillosos. Me enamoré locamente de Helen, de su belleza, mejor dicho, era una pésima actriz con aires de grandeza y cuerpo de diosa. No pude evitarlo. Por desgracia, sus adicciones acabaron no sólo con su vida. Nunca quiso tener niños y cada embarazo fue una pesadilla. Me costaba Dios y ayuda evitar que bebiese, fumase, o se drogase durante la gestación, tenía que acabar ingresándola en una clínica para que los pequeños naciesen sin problemas. Tampoco se preocupó por ellos lo más mínimo y, después de nacer Bryan, decidí separarme. No llegamos a divorciarnos, murió de sobredosis poco después, él tenía apenas un año y su hermana tres. Su novio en aquella época era tan adicto como ella a la cocaína y no sé si se pasaron en una de sus juergas, o enloqueció al saber que estaba nuevamente embarazada. El caso es que salió de nuestras vidas para siempre y, a pesar de que sea duro reconocerlo, fue lo mejor que nos pudo haber pasado.

    Yo andaba demasiado ocupado con mi trabajo y la atención que reclamaban los dos críos, cuando apareció Sheryl en nuestras vidas. Y se hizo la luz. Ella iluminaba cualquier salón en el que entraba, bajita y menuda como era, con su preciosa melena negra ondulada y sus brillantes iris verdes, dejaba a todos boquiabiertos. Me confesaba con ese mismo resplandor en su mirada. Ella, mucho más joven que él, provenía de una acaudalada familia judía, que jamás vio con buenos ojos a aquel hombre adinerado con dos matrimonios fallidos a sus espaldas. La única mujer que no me ha querido por lo que tengo, sino por lo que soy. Bueno, tienes unos bonitos ojos azules, que fueron los que me conquistaron, intervino ella sonriendo. No me hubiese importado tener una hija con los tuyos, confesaba el que había engendrado tres con los suyos, pese a que los de Albert pareciesen fríos y acerados en comparación con los de Caroline y Bryan, o los del propio Henry. Yo misma me sorprendía reconociendo que no había confiado en unos azules hasta que conocí a su hija. Imagina cómo me hacían sentir estos tres pares mirándome dulcemente, admitía ella sonriendo, no pude resistirme y me casé con él. Y criaste a mis niños como si fuesen tuyos, querida. Son mis hijos que otros no he tenido, y espero haber sido una buena madre para ellos. Sabes que sí, la mejor, musitó Caroline posando los labios sobre sus cabellos plateados. Es cierto, es la mejor esposa del mundo y la mejor madre que pude imaginar para mis pequeños, se emocionaba al decir estas palabras cogiéndola de la mano.

    Asistía a la escena en silencio, abrumada por aquel modo de inmiscuirme en la intimidad de una familia unida por un padre ya anciano, que conservaba el vigor que le había posibilitado no cejar nunca en su empeño de mejorar la herencia recibida. Mientras dejaba en su hijo mayor el peso del bufete que él mismo había hecho grande, puso a su hija al frente de la revista que adquirió por su querencia por los medios de comunicación, pero también fue el causante de que el menor estudiase economía y finanzas para ayudarle en la dirección del consejo rector del holding que presidía, sin atender a sus deseos de ser arquitecto, negando, de igual forma que a él le fuera negada, su vocación. Simplemente por el deber de continuar haciendo grande un apellido, orgullosos de su procedencia europea que retrotraían a los tiempos de la Revolución Francesa, pese a considerarlo totalmente norteamericano, pues sus antepasados se contaban entre los primeros colonos que, con mayor o menor fortuna, llevaban asentados en la ciudad desde su fundación.

    Volví a mi apartamento con Caroline y las niñas sin la menor idea de que mi respeto y atención al escuchar las historias del viejo Dupont habían despertado el interés de su hermano. Antes de salir, le preguntó quién era yo realmente. Mi mejor amiga, ya te lo he dicho, la mujer que más te conviene para sentar la cabeza. Él sonrió, no empieces otra vez. Bryan, nos estamos haciendo mayores y tienes que darles nietos a nuestros padres, ya lo sabes. Se despidieron con un beso y la cuestión quedó en el aire.

    No volvimos a coincidir hasta después de Año Nuevo. Regresé a casa para pasar la Nochebuena con mamá, sus padres habían fallecido el año anterior y no quería que estuviese sola en esas fechas. Caroline tuvo que adelantarme parte de mi paga para poder asistir al entierro de mi abuelo. El amianto había ido minando su cuerpo del mismo modo que a tantos otros trabajadores del astillero, trabajando allí como aprendiz desde los catorce años y sin las precauciones debidas, no era de extrañar que la asbestosis acabase con él. A los seis meses de su muerte la abuela lo siguió. Según mi madre, se consumió como un pajarito al que le falta su compañero de toda la vida. En esa ocasión no tuve problemas para costearme el viaje y me dediqué a ahorrar para poder visitarla también por Navidad. Mi paulatino aumento salarial propició que pudiese enviarle dinero de vez en cuando, ella me repetía que no lo hiciese, pero me hacía sentir orgullosa intentar resarcirla de alguna manera por lo mucho que había sacrificado por mí. En cuanto podía le mandaba regalos caros, que sabía que no se podía permitir y a mí me encantaba imaginar su expresión de asombro al recibir unos zapatos maravillosos con un bolso a juego, que yo no me pondría y ella luciría ilusionada como una niña.

    A la vuelta me esperaba nuestra consabida celebración de inicio del año, nuestra jefa la organizaba cada dos de enero, para empezar con fuerza, decía, y la verdad es que su energía era contagiosa. Al contrario de la cena de Navidad que nos pagaban a todos los empleados de las empresas Dupont, con toda clase de lujos y a la que debíamos asistir vestidos de etiqueta, ésta era una fiesta organizada por nosotros. Maggie confeccionaba guirnaldas recortando números pasados de la revista, que nos dedicábamos a colgar por la sala de reuniones, y adornábamos las sillas y los archivadores con figuras de papiroflexia que Mike, el jefe de redactores, hacía sin cesar desde que descubrió que su pequeño Ryan dejaba de llorar al verlo construir aquellas maravillas de papel.

    A pesar de ser poco más de una veintena de empleados, armábamos tanto escándalo como si fuésemos un ciento. No estaba permitido el alcohol, pero ayudábamos a Caroline a preparar un ponche delicioso que le había enseñado a hacer Sheryl, y colocábamos los emparedados comprados en la tienda Gourmet de la esquina en platos de cartón sobre la mesa. Hablábamos todos a la vez y reíamos a carcajadas como no hacíamos habitualmente en horas de trabajo, por lo que era una jornada de juerga que tendríamos que recuperar a marchas forzadas durante esa semana, aunque nos daba igual, porque era la mejor del año. Venían las mellizas y quien quisiera podía invitar a amigos y familiares. Algún que otro redactor aparecía con su pareja, o con sus hijos y Maggie trajo a su gato. Sabía que tenía que tener uno como buena lady inglesa, un día tendría que confesarle lo que pensaba de ella.

    Al caer la tarde, apareció Bryan por allí. Me resultó chocante el contraste entre nuestro guateque informal y su impecable traje hecho a medida, iría a un sitio elegante, seguro. Continuaba con su afición por las piernas interminables y lo acompañaba una belleza envuelta en un abrigo de piel demasiado voluminoso para su escueto cuerpo. Conversó brevemente con su hermana y las niñas y se fue, no sin antes despedirse de mí saludándome desde donde estaba esbozando una sonrisa. En ese momento tenía la boca ocupada y un vaso de cartón lleno de ponche en la mano, enrojecí de inmediato, y me limité a alzar el brazo en señal de brindis e intentar sonreír, procurando que no se me saliese disparado el trozo de atún con pan de semillas de amapola que tenía entre los dientes. La mueca debió resultar grotesca, porque se rio de buena gana durante un buen rato de camino al ascensor. Más adelante supe que ése fue el instante en que empezó a enamorarse de mí sin darse cuenta.

    Un mes después, volvió por la oficina un viernes por la mañana. Yo estaba visionando las pruebas de edición con una lente de aumento en esa misma sala, entró sin llamar y ni siquiera levanté la cabeza, pensé que sería alguien de la redacción. Caroline no está, preguntó a bocajarro, al reconocer su voz alcé la vista sorprendida. No, tuvo que salir hace un par de horas, pero estará al caer, tenemos reunión en quince minutos, afirmé consultando el reloj de la pared. Hizo un gesto de resignación con la mandíbula y, tras una breve pausa, le escuché decir si podía ir a cenar con él aquella noche. Estaba de nuevo inclinada para continuar con mi trabajo y me incorporé con un movimiento brusco. Supongo, respondí sin caer en la cuenta de lo mal que estaba sonando aquella conversación. Sin más, me dijo que pasaría a buscarme por casa de su hermana a las siete y media. Ella se ocuparía de arreglarme, claro, sin embargo me hizo gracia que lo diese por hecho. Por otro lado prefería que no viniese a la mía, continuaba viviendo en mi minúsculo apartamento de Nolita, a pesar de la insistencia de mi jefa para que me mudase. Simplemente asentí y se marchó tras sonreír cortésmente, aunque sin ganas.

    Me quedé petrificada. En lugar de una primera cita, parecía la última de una pareja que quiere zanjar su relación de una manera civilizada. No sé cuánto estuve en el limbo, porque volví a la realidad cuando Caroline entró corriendo por la puerta abalanzándose sobre mí para abrazarme. Por fin, por fin, exclamaba casi gritando, lo he conseguido. Ante mi cara de estupor, me explicó que llevaba tiempo intentando convencer a su hermano para que saliese conmigo. Y yo no tengo nada que decir al respecto, ya veo. Mujer, es un hombre maravilloso, y tú eres la más indicada para que se reforme y se deje de andar golfeando con esas insípidas escuálidas. Me reí. Eres de lo que no hay. Venga, a ti también te vendrá bien una cita. No has tenido ninguna desde que te conozco, a que no. La conversación quedó para más tarde, porque comenzaba a llegar el resto del equipo de edición para la revisión semanal.

    Poco después de las siete estaba acabando de maquillarme en el baño de su preciosa habitación. Las niñas soltaban risitas nerviosas cada vez que se asomaban por la puerta, se estaban haciendo mayores y les hacía gracia que su tío fuese a venir a buscarme. Supongo que les parecería tan inverosímil como a mí. Lista, dijo ladeando mi barbilla suavemente con una mano y dando los últimos retoques a mi colorete con una brocha en la otra. Toma, lleva esto en el bolso para empolvarte la nariz si te salen brillos. Mis ojos abiertos como platos al entregarme el estuche cuadrado de Chanel, le indicaron que en toda mi vida no había tenido nada semejante entre mis manos. Bueno, tú llévalo y mírate al espejo del tocador, si te ves algo raro, te echas un poco con la esponja, y sino también, por si acaso, remató dudando de si sabría cuándo utilizar los polvos sueltos. Procuré levantarme de la silla concentrada en no tropezar, siguiendo los consejos que me había dado. Acababa de estar media hora practicando por el pasillo, para caminar lo más recta posible y no torcerme un tobillo, mientras ella estrechaba con imperdibles el vestido que tenía puesto. Desistimos del par de Manolo´s que escogió en un principio, por tratarse de unas sandalias con demasiado tacón, y nos decantamos por otros descalzos por el talón, de tacón fino, aunque no tan alto. Me preguntaba cuánto dinero llevaba encima y me aterraba la idea de estropear algo de lo que me había prestado. Tuvimos que amoldar a mi figura más menuda uno de sus vestidos negros y, a pesar de quedarme bastante más largo que a ella, me favorecía. No quise llevar la gargantilla de brillantes que pretendía que me pusiese, pero no me consintió negarme a unos sencillos pendientes muy bonitos, que se me acababan enganchando en la melena por la falta de costumbre. Como calzo menor número pidió los zapatos en su tienda preferida, cogiendo varios pares para probar cuáles me quedaban mejor, o con cuáles era capaz de andar, a mi entender. Me entregó su cartera de mano favorita, no lleves dinero, pagará él, comentó haciéndome sonrojar, deja sitio para las llaves, el maquillaje y la barra de labios. Me gustaba observar cómo se ocupaba de mí, estaba más ilusionada que yo con todo aquello y la dejé hacer. No pudimos salir antes del trabajo para prepararme y la hora se nos echaba encima. Vamos, mi hermano es puntual, dijo recogiendo el arsenal de cremas y pinceles que había desplegado un cuarto de hora antes.

    Cuando me miré al espejo no me reconocí, parpadeé y supe que era yo quien me miraba. No me disgustaba la imagen que aparecía ante mí, pese a que no me emocionaba verme así vestida. Parecía otra persona usurpando mi cuerpo. Ella no estaba muy conforme con que llevase el abrigo que me había regalado, no le entusiasmaba que fuese toda de negro. Su idea era dejarme un vestido rojo vaporoso suyo que le encantaba, pero me quedaba demasiado grande y no habíamos tenido oportunidad de comprarme otro, escoger el calzado ocupó el limitado tiempo del que disponíamos. Me dejó el pelo suelto porque era como lo llevaba habitualmente y le gustaba, dándome un toque con el rizador para apartar los mechones de delante de la cara, resultaba natural y me favorecía. La sombra de ojos y el rímel me agrandaban los ojos y por eso me resultaba extraño, aún encima, no paraba de parpadear porque me pesaban las pestañas. Deja de comerte la barra de labios, me riñó como a una cría. Ambas sonreímos y me recordó, ve al baño después de cenar para volver a pintártelos. Arrugué la nariz con disgusto y aprovechó para decir que también la empolvase. No pude evitar reírme. Llamaron a la puerta y se apresuró a darme el visto bueno definitivo, me deseó suerte y me lanzó un beso para no estropear el maquillaje, bajando a toda prisa visiblemente excitada. La seguí a cierta distancia, las niñas se le colgaron del cuello nada más abrir, un escalofrío me recorrió la espalda en cuanto lo vi entrar, me ponía nerviosa saber que iba a estar

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1