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El libro de los días
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Libro electrónico268 páginas3 horas

El libro de los días

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Información de este libro electrónico

El mundo de dos hermanos oscila entre la realidad y lugares extraños, y las personas que viven junto a ellos no pueden evitar contagiarse de esa extrañeza. Los lugares que visitan son el reflejo del lugar en el que se encuentran, los problemas que los agobian, los sueños que persiguen y las pesadillas que los atormentan. Nina y Zima se adentran en
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 may 2020
ISBN9789585623651
El libro de los días
Autor

Camila González Parra

Camila González Parra, egresada del pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central. Es autora de cuatro novelas de fantasía publicadas bajo el sello de la editorial colombiana Calixta Editores y una novela de ciencia ficción publicada por medio del portal de autopublicación de Amazon. Ha trabajado en corrección de estilo y edición de obras literarias de autores colombianos. Ha participado en las Ferias del Libro de Bogotá y Medellín desde el año 2015 hasta el año 2018 presentando sus obras.

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    El libro de los días - Camila González Parra

    NINA

    En un día normal, Nina se levantaría temprano, caminaría silenciosamente hasta el cuarto de sus padres, los asecharía con mirada felina desde la puerta, y en seguida correría y saltaría sobre la cama para aterrizar finalmente en el estómago de su padre y obligarlo a sentarse. Sus padres mirarían en todas direcciones con gesto confuso y somnoliento, ella huiría en medio de risas y buscaría resguardo en el cuarto de su hermano.

    A pesar de que era una rutina que repetía cada día, la niña jamás llegaba a cansarse de ella, más aún cuando sucedía que, a veces, sus padres la estaban esperando y emprendían una persecución por toda la casa.

    Sin embargo, esa mañana, cuando Nina saltó sobre la cama, la encontró vacía. Por un momento de desagradable sorpresa tanteó los irregulares bultos que se formaban entre las cobijas, encontrando debajo de cada uno de ellos la dureza del colchón. Aún estaba inmersa en la confusión cuando escuchó un ruido proveniente del baño que había en la habitación. Se deslizó con cuidado hacia el suelo y dio pequeños pasos hasta llegar a la puerta, la empujó y espió en el interior.

    Había vapor de agua en el aire y el espejo estaba empañado. Había una mujer en el baño inclinada sobre el suelo, recogiendo ropa. Pero aquella figura regordeta no era de su madre.

    —¿Dónde están mis papás, Renata? —preguntó la chiquilla sin poder ocultar su irritación.

    La mujer se volvió sobresaltada para después esbozar una sonrisa afable.

    —Me asustaste, mi niña. El señor y la señora Doba se fueron temprano.

    —¿A dónde? —insistió Nina.

    —Hoy es su aniversario, Nina —contestó Renata al tiempo que volvía su atención a levantar la ropa que había en el suelo—. Como tenían que trabajar, decidieron celebrarlo temprano en la mañana.

    La niña arrastró los pies hasta el cuarto de su hermano. Él también estaba fuera de la cama, pero por lo menos no se había esfumado también. Todavía tenía el cabello húmedo y este arrojaba gotas sobre el pantalón del uniforme recién planchado.

    —No están —suspiró Nina.

    —Regresan por la noche —contestó el muchacho mientras acababa de amarrarse los cordones de los zapatos—. No te preocupes —se levantó y le revolvió el cabello. La tomó de la mano y la guio al comedor. Una vez allí, la señora Miep les sirvió un desayuno humeante que olía demasiado bien.

    El aroma del chocolate mezclado con huevos guisados hizo que Nina olvidara el disgusto que le había provocado haber encontrado vacía la habitación de sus padres. Después de terminar, Nina fue arrastrada por otras dos criadas hasta su cuarto. Permitió que la vistieran a regañadientes. Cuando salió de la habitación, lista para partir junto a su hermano, encontró a la señorita Antonia Moliner, el ama de llaves, reprendiendo a su hermano por la manera descuidada como llevaba el uniforme diciéndole que el señor Zima debía vestirse bien.

    El recorrido de la casa al colegio fue casi inexistente, al igual que las primeras clases. Nina pasaba de un salón a otro sin darse cuenta de lo que estaba haciendo. Estando próximo el mediodía, se alejó del pasillo para ver más de cerca algo en medio del jardín que había llamado su atención. Caminó con cautela mientras que sus compañeras de clase se resignaban a dejar de llamarla y se alejaban por el pasillo en dirección a su última clase de la mañana.

    Nina se paró debajo de un enorme árbol cuyas hojas tenían una forma similar a pequeñas manos, las hojas secas crujieron bajo sus pies. El árbol vestía de naranja y rojo, las hojas caían eventualmente y se posaban con suavidad sobre el pasto de intenso color verde. Lo más extraño era ver a todas las demás plantas exhibiendo flores de brillantes colores y enseñando el maravilloso resurgimiento de la vida tan característico de la primavera.

    ¿Por qué habría en medio de todo ello un árbol en pleno otoño?

    Nina buscó con la mirada al jardinero. El anciano se dirigía a la caseta de madera en donde guardaba sus herramientas de trabajo. La niña corrió hasta alcanzarlo y llamó su atención.

    —Hay un árbol que está enfermo —le dijo—. Tiene las hojas secas y las está botando.

    El hombre apenas hizo un gesto de vaga sorpresa y siguió a Nina a través del jardín. La niña tuvo que detenerse y volver sobre sus pasos. Miró a su alrededor con gesto confuso y se acercó al árbol.

    —¿Dónde está? —preguntó el jardinero, al tiempo que acentuaba las arrugas que se formaban en torno a sus ojos con un gesto de enojo.

    Nina se atragantó con sus propias palabras. El mismo árbol de hojas en forma de manos estaba allí, pero en lugar de los colores del atardecer, se mostraba de brillante color verde, como todo lo demás.

    El viejo soltó un resoplido de disgusto y regresó sobre sus pasos.

    A la hora del almuerzo, la chiquilla buscó lugar junto a algunas niñas conocidas y comió en completo silencio. Buscó con la mirada a los muchachos mayores, pero aún no había ninguno en la cafetería. Paseó la mirada con gesto aburrido hasta llegar a la ventana. Sus ojos se toparon con un árbol que estaba totalmente seco. No tenía ni una brizna que saliera de entre sus ramas, estaba muerto. Por unos segundos Nina se preguntó si el árbol volvería a la normalidad si llegaba a hacer que alguien más se fijara en él.

    Soltó una leve risita y meneó la cabeza con desaprobación.

    Cuando levantó la mirada nuevamente hacia la ventana, se sobresaltó. Diminutas manchas de color blanco caían desde el cielo y se posaban sobre las ramas desnudas y el marco de la ventana. Se produjo un estruendo cuando los muchachos mayores entraron a la cafetería. Por un segundo, mientras los muchachos mantenían la puerta abierta, un paraje de color blanco se extendió en los jardines del colegio, los árboles se quedaron desnudos y las flores desaparecieron. Ellos entraron, la puerta se batió hacia atrás, el momentáneo invierno desapareció.

    Nina dirigió una mirada alarmada hacia la ventana. Ya no caía nieve que se acumulara en el marco de la ventana, el árbol que había creído seco ahora era frondoso y de color verde opaco.

    Escuchó la voz de Zima que la llamaba entre el ruido de la multitud que conversaba en la cafetería. Él le hizo un gesto con la mano para saludarla, en seguida se encaminó hacia la barra de comidas en compañía de sus compañeros. La niña no le devolvió el gesto, estaba anonadada contemplando los diminutos cristales de hielo que se derretían entre el cabello de su hermano.

    La puerta se abrió nuevamente, un sol de verano regó su calidez dentro de la cafetería. Cuando las puertas giraron hacia el otro lado, los colores cálidos afines al naranja llenaron los jardines. De nuevo se abrieron, primavera. Luego invierno. Las puertas batientes le mostraron a Nina infinidad de paisajes que pasaban de una estación a otra. Se sucedían tan rápido unos a otros que a veces podía ver nieve cayendo sobre las flores, árboles vestidos de naranja conviviendo con otros verdes.

    Se puso de pie sin aún creer lo que sus ojos le estaban revelando. Caminó hacia las puertas, deseando detenerlas, pasar a través de ellas, comprobar que lo que veía era real. Los diversos colores de las cuatro estaciones iluminaban el suelo mientras ella avanzaba con paso mesurado. Llegó frente a las dos hojas de madera y estas se abrieron sin que llegara a empujarlas.

    La primavera se desvaneció. El sol de verano se esfumó y el cielo se nubló totalmente. El otoño se hizo presente, marchitando y desnudando cada tronco y cada tallo que se alzaba sobre el pasto. El invierno heló el aire y quemó las hojas que quedaban. La nieve no llegó a caer, pero el frío absorbió la vida en todas y cada una de las plantas. Un susurro de muerte recorrió los pasillos.

    Entonces, al fondo del pasillo, dos caras conocidas aparecieron. La primera era la señorita Antonia, que se apartaba el cabello grisáceo de la cara y estrujaba un pañuelo entre los dedos. La segunda cara pertenecía a un hombre de gesto amable cuyos ojos estaban devastados por la confusión. Este era Pavel Covic, un buen amigo y empleado de sus padres.

    Nina sintió que su hermano se acercaba y se detenía junto a ella. Nina alzó la mirada hacia él y escrutó su rostro, su gesto de confusión, sus ojos opacos, ¿podía ver el extraño paisaje que los rodeaba?, ¿veía la vegetación muerta, el cielo gris?, ¿podía sentir el frío? La palidez de su rostro parecía demostrarlo. Ambos avanzaron con cautela hacia los recién llegados. El semblante de Zima se transformó conforme adivinaba los sentimientos que carcomían por dentro a Pavel y la señorita Antonia.

    —¿Qué pasó? —preguntó lentamente el muchacho.

    —No es el mejor lugar para hablar, Zima —Pavel les indicó con un gesto que lo siguieran. La señorita Antonia no pudo aguantar mucho más, un sollozo ahogado se escapó entre sus labios.

    Nina siguió obedientemente a Pavel. Hurgó en el semblante de su hermano, tratando de adivinar lo que ocultaba bajo su dureza y frialdad. ¿También le preocupaban los cambios drásticos de clima?

    A su paso, el ambiente se volvía más hostil, el frío era más penetrante, las expresiones de pena y de amargura que rodeaban a la niña se acentuaban más y más.

    Mientras ingresaban a la misma camioneta negra que los había traído por la mañana, la calidez discreta de la primavera retornó a los jardines y la sinuosa neblina de muerte abandonó el lugar para seguir a Nina a lo largo de la carretera. No. No estaba siguiendo a nadie, más bien los estaba guiando hacia un lugar desconocido en el que acontecían sucesos desconocidos.

    El trecho fue largo. Se detuvieron, nadie dijo una sola palabra. Nina observó con mirada ausente a través del parabrisas. ¿Qué hacían en el hotel en el que sus padres solían cenar el día de su aniversario?

    Se trataba de una construcción de ladrillo decorada por numerosos balcones y cubierta por una enredadera de flores de colores que crecía desde el primer piso hasta el último. Las flores, aunque se las regaba todos los días, se inclinaban hacia abajo, como si estuvieran agotadas.

    Una fina capa de nieve gris empezó a acumularse en los bordes de las ventanas del carro, el silencio permaneció durante tanto tiempo que Nina se sintió capaz de escuchar con exactitud el momento en que un copo de nieve aterrizaba.

    Pavel tomo una inspiración honda y se volvió en el asiento de copiloto para enfrentar a un muchacho ceñudo, una niña ausente y un ama de llaves descompuesta.

    –Zima, Nina. No tengo palabras para decirles esto... —Pavel se atragantó, mostró las mismas dificultades que la señorita Moliner para mantener la compostura—. Niños... esta mañana sus padres llegaron al hotel; habían reservado una habitación. Pidieron champaña para celebrar —Pavel soltó una débil risita que se quebró de inmediato—. Cuando el mesero llegó a la puerta golpeó, nadie respondió, abrió la puerta… Niños, sus padres… Helena y Marco…

    Una tormenta se coló por las ventanas cerradas y los ductos de ventilación apagados, silbó con todas sus fuerzas en los oídos de Nina y ahogó la voz de Pavel. La niña vio los labios del hombre moviéndose con lentitud, vio su gesto que se desmoronaba poco a poco, vio a su hermano quedar pasmado y luego soltarse en medio de una locura momentánea que cesó cuando posó sus ojos sobre ella. Sus ojos ahora estaban convertidos en dos charcas, como si la nieve se hubiese posado en sus pestañas solo para derretirse con la llegada de la primavera.

    Zima abrazó a su hermana y derramó las lágrimas sobre su cabellera negra.

    —No llores, Zima. No llores —murmuró la niña a pesar del ruido de la tormenta, que se desvaneció una vez ella hubo pronunciado esas palabras. Había algo extraño que zumbaba en el fondo de sus oídos, bajaba por su garganta y se anidaba en su pecho, como una presión que la estrujaba desde dentro y le impedía hablar con claridad.

    Algo estaba mal y Nina era incapaz de descifrar qué era. Así que se limitó a bajar de la camioneta en compañía de su hermano, quien sujetaba su mano con fuerza, y caminar hacia el hotel. El edificio tenía colores otoñales y despedía un aroma dulzón, como flores, y pútrido, como las hojas que se descomponían por el agua sobre el asfalto. Una cinta amarilla los detuvo solo unos momentos mientras un policía se acercaba y la levantaba para dejarlos pasar.

    La mirada de Nina recorrió la enredadera, encontró que las flores no solo se veían agotadas, sino que, a medida que subía un piso, empezaban a marchitarse hasta que, en el piso diez, la enredadera se convertía en tallos secos que rodeaban un único balcón.

    —Nina —llamó su hermano con suavidad. Su rostro se había endurecido de nuevo—. Tengo que... tengo que subir. No me demoro, ¿vale? —Nina lo vio alejarse. Había algo parecido al miedo en sus ojos. Pavel dudó unos segundos antes de emprender la marcha tras el muchacho. La señorita Antonia se quedó junto a Nina y presionó el pañuelo contra su boca con tanta fuerza que, si abriera la boca, se lo habría tragado entero.

    La niña contempló con aire ajeno el ambiente lúgubre que la rodeaba y las caras largas que se paseaban de un lado a otro. Había pasado algo, algo malo. Pavel se los había dicho, pero ella no había podido escuchar debido a la ráfaga que tan repentinamente se había colado en la camioneta. Una y otra vez la niña alzó la mirada al balcón rodeado por flores y hojas secas, se preguntó si era esa la habitación que sus padres solían reservar para el día de su aniversario. La nieve grisácea, de la que nadie más parecía ser consciente, caía justo frente a la ventana de ese cuarto y luego se desvanecía. Como si el frío del invierno solo se hubiese hecho presente para acompañar a esa ventana solitaria.

    Hubo algo de movimiento tras la ventana, pasaron segundos, minutos, su hermano salió por la puerta del hotel. Se detuvo, su rostro se deformó como si estuviera sintiendo mucho dolor, sus rodillas cedieron y se dejó caer sobre el suelo. Nina se acercó corriendo y lo sujetó del codo, aunque ya no podía evitar la caída lo halo hacia arriba. Zima alzó sus ojos hacia ella, una tormenta estaba teniendo lugar en ellos, la furia y la agonía se mezclaban y en la batalla arrojaban hilillos de agua entre sus pestañas. El muchacho bajó la mirada, se colocó una máscara de serenidad y se levantó. Nina sintió los dedos fríos de su hermano enrollándose alrededor de su mano. De nuevo, subieron a la camioneta. Se alejaron, la sequía se quedó sobre el balcón. El frío, por otro lado, los siguió.

    Llegaron a la descomunal casa de montones de habitaciones y estilo colonial. Nina no alcanzó a entrar. Pasó por el costado de la casa y fue a sentarse en un columpio que colgaba de la rama más baja del roble que se alzaba en la mitad del jardín. Comprobó que allí las estaciones no habían decidido jugar a cambiarse repentinamente. Aún. Las flores de colores brillantes y el pasto de un reluciente verde quedaron cubiertos por una fina neblina, ese extraño frío que venía siguiéndolos desde el momento en que Pavel había llegado al colegio.

    Se escuchó un revuelo en el interior de la casa. Su tío, Boris Bilos, acababa de llegar. No hacía falta que se asomara a la puerta para verlo salir de un auto negro con aires de arrogancia, ni siquiera tenía que escuchar su voz grave, calma y de matices altaneros para saber que había llegado. Él solía levantar un alboroto una vez ponía un pie sobre la tierra.

    Nina sabía que los empleados de su casa le temían y que la señorita Antonia se sentía desagradada con su presencia. Zima odiaba profundamente a Boris y nunca se molestó en esconderlo, a pesar de que la mayoría procuraba no mostrar emoción alguna frente a este hombre de acostumbrado trato cruel.

    La niña, por su parte, no sabía qué sentir respecto a su tío. Ella lo consideraba tonto, torpe, y por ello perdonaba casi todo lo que hacía con una silenciosa mirada condescendiente, una mirada que, curiosamente, él temía. Nunca le dirigía la palabra a su sobrina menor, prefería usar sus palabras envenenadas en contra de los demás miembros de la familia, especialmente en su hermana, Helena.

    La voz de Boris se alzó entre las paredes de la casa con la particular serenidad con la que solía hablar. A través de las ventanas, la niña vio la figura descomunal de su tío ingresar a la sala y aguardar impacientemente a la llegada de los demás. Zima apareció discretamente y se deslizó entre la habitación con los brazos cruzados y una clara mueca de desprecio. Sin embargo, esa mueca carecía de la pasión con la que el muchacho exhibía la aversión que sentía hacia su tío, las fuerzas le estaban fallando. Poco tiempo pasó antes de que Pavel ingresara y cerrara la puerta. Pidió a Boris tomar asiento para luego sentarse frente a él.

    —¿Han llamado a los abogados? —fue la primera pregunta pronunciada en la habitación. Zima se quedó helado— Tengo entendido que mi hermana y Marco ya habían redactado su testamento en caso de que se presentara una eventualidad.

    —Boris, por favor, ten un poco más de tacto —le pidió Pavel al tiempo que levantaba un brazo para atajar un movimiento hostil por parte de Zima.

    —Me disculpo —Boris hizo un gesto para quitarle importancia. Nina adivinó una sonrisa en el rostro de su tío—. ¿Han llamado a la funeraria, entonces?

    Esta vez Pavel fue incapaz de retener a Zima, este avanzó con gesto amenazante hacia Boris. El hombre se puso de pie, para dejar en claro la diferencia de estatura que distanciaba sus ojos crueles del gesto iracundo del muchacho.

    —Fuera de mi casa —siseó Zima.

    —Parece que alguien ya le echó una mirada al testamento.

    Lo que sucedió después fue confuso. Nina dejó de ver la figura de su tío, su hermano desapareció también, se escucharon golpes. Pavel se puso de pie, llamó a los gritos al jardinero. Entre ambos retuvieron a Zima y lo apartaron hacia atrás. Zima no dejó de gritar e injuriar mientras que el jardinero lo arrastraba fuera de la sala. Pavel cerró la puerta y Boris apareció nuevamente a la vista. Se pasó una mano por la cabeza para regresar algunos mechones sueltos a su lugar; colocó un pañuelo sobre su labio, lo miró ceñudo.

    La conversación continuó, pero Nina no se quedó a escuchar, fue en busca de su hermano que justo en ese momento salía por la puerta principal. Creó un estruendo que vibró por toda la casa al cerrar de un portazo.

    Cuando la niña extendió una mano para rozar el brazo de Zima, este respondió instintivamente con un gesto brusco. Cuando se encontró con los inmensos e inocentes ojos de su hermana, cambió su mirada hostil.

    —Perdona, Nina —soltó lentamente un suspiro. Nina de nuevo vio copos de nieve

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