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Malas Lenguas
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Libro electrónico313 páginas4 horas

Malas Lenguas

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Información de este libro electrónico

Cuando deja su Francia natal para instalarse en un pueblo remoto de la costa atlántica irlandesa, Janine Marchand espera dejar atrás un pasado doloroso. Se ha cambiado el nombre y ha adoptado una nueva identidad. Pero los lugareños son curiosos y las lenguas empiezan a hablar. Para complicar aún más las cosas, inicia una relación con Mick O’Shea, un hombre bien parecido con oscuros secretos propios. Se siente atraída por él aun sabiendo que esta atracción podría dar al traste con la nueva vida que intenta forjarse. Y cuando alguien del pueblo la descubre ante la prensa, Janine tiene que tomar una decisión: huir una vez más o quedarse y afrontar su pasado.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 abr 2018
ISBN9781547524501
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    Malas Lenguas - Susanne O'Leary

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Epílogo

    Capítulo 1

    ––––––––

    Janine estaba en la terraza de detrás de la vieja casa, sentada en la posición del loto. Era un día luminoso que anunciaba la primavera, aunque las sombras ya se acercaban sigilosamente a la casa. Al anochecer, el cielo despejado dejaría una mañana con escarcha. Janine se preguntó si sobrevivirían las camelias que habían florecido en los últimos días. Todavía no se había acostumbrado a que la primavera llegara tan pronto tan al norte. Sin embargo, la corriente del golfo que recortaba la costa permitía que crecieran plantas exóticas.

    Janine cerró los ojos y repitió su mantra, intentando dejar la mente en blanco, algo que solía producirle una gran paz y serenidad. Pero ese día, no. Sentía que había algo o alguien fuera de lugar en el tranquilo jardín. Abrió los ojos y vio un movimiento detrás de los árboles al final del césped: una sombra que se acercaba. Y entonces la vio. Una niña, de piernas largas como una gacela, caminando sobre las rocas del río que había al fondo del jardín mientras canturreaba suavemente para sí misma, ajena a todo lo que la rodeaba.

    La muchacha siguió caminando. Aún no había visto a Janine y parecía absorta en sus pensamientos y lo que fuera que estuviera viendo en el lecho del río. Peces, tal vez, apareciendo y desapareciendo entre las rocas mientras nadaban río arriba para desovar.

    El graznido de un faisán entre los arbustos cercanos rompió el silencio. El sonido, parecido al de una trompeta de juguete rota, sobresaltó tanto a la niña como a la mujer. Ambas levantaron la vista y escucharon. Sus miradas se encontraron.

    La niña se quedó inmóvil, sujetándose a una rama colgante para no caerse. Miró fijamente a Janine con los ojos muy abiertos, como si intentase adivinar su estado de ánimo. Amiga o enemiga, parecía preguntarse.

    Janine sonrió.

    ―Hola ―dijo con la máxima gentileza―. ¿Quién eres? ¿Un hada que ha venido a concederme un deseo? ¿O un fantasma de otra época? Me han dicho que la torre está encantada, pero yo no me lo creo. Y sin embargo aquí estás, como una niña en una pintura antigua.

    La niña se echó el pelo hacia atrás.

    ―No soy un fantasma. Tengo los pies fríos. Los fantasmas no los tienen. ―Su voz, apenas audible a través del jardín, era suave y melódica, y su acento, claramente británico. Miró a Janine―. ¿Pero tú quién eres? No sabía que hubiera alguien viviendo en la casa de Megan. ¿Y por qué estás sentada en la terraza y no en una silla?

    Janine relajó su postura, levantó las rodillas y las rodeó con los brazos.

    ―Estaba haciendo yoga. Esa posición se llama de loto.

    La niña trepó la orilla y caminó hacia la terraza con lo cual Janine pudo verla con más claridad. Era alta y desgarbada, con pelo largo color castaño y unos enormes ojos grises en un rostro en forma de corazón. Tenía un aspecto algo solemne, poco habitual en una muchacha tan joven.

    ―¿Por qué lo haces? Esto del yoga, quiero decir.

    ―Es bueno para mí. Va bien para el cuerpo y la mente.

    La niña se instaló en el borde de la terraza.

    ―No me gustan las cosas que son buenas para mí. Suelen ser aburridas.

    ―Te has mojado los vaqueros ―observó Janine―. Y tienes los pies azulados. El agua del riachuelo debe de estar muy fría en esta época del año.

    La niña se miró los pies.

    ―Casi no los siento. Estaba siguiendo a Denis que ha bajado por el riachuelo. Seguramente perseguía a un zorro. ―Miró a Janine―. ¿Cómo te llamas?

    ―Janine.

    ―Qué nombre más extraño. ¿Eres extranjera? ¿Por eso hablas raro? ¿Por qué vas toda de negro? ¿Ha muerto alguien? ¿Eres viuda? ―Inspiró.

    ―¡Cuántas preguntas! ―Janine sonrió a la niña―. Intentaré contestarlas. Sí, soy extranjera. Y en este momento me gusta el negro, no porque haya muerto alguien sino porque va con mi estado de ánimo. ―Janine le tendió la mano―. ¿Qué tal si nos presentamos? Me llamo Janine Marchand y soy de París. ¿Tú cómo te llamas?

    La niña soltó una risita y puso una mano fría y delgada en la de Janine.

    ―Me llamo Cornelia O’Shea. Muy encantada de conocerte.

    ―Es un nombre muy bonito.

    ―Gracias. Aunque es un poco largo. Mis amigos me llaman Nelia.

    ―Qué agradable. ¿Denis es uno de tus amigos?

    Nelia soltó otra risita deliciosa.

    ―No. Es un perro. El perro de mi tío. El negro te queda bien. Igual que esa mujer de la película, Morticia, con ese pelo negro. ¿Por qué vives aquí, si eres de París? ¿No es una de las ciudades más molonas del mundo? ¿Quién querría venir a Irlanda si puede vivir allí?

    Janine vaciló. Tenía la extraña sensación de que cualquier cosa que le contase quedaría entre las dos. Era mayor de lo que le había parecido al principio, de unos once o doce años, a punto de convertirse en mujer, esa edad mágica en la que una es consciente de todo menos de los peligros y maldades de la vida adulta.

    ―Me escondo ―dijo sin pensar.

    Nelia la miró con más interés.

    ―¿De verdad? ¿Cómo una espía? ¿O una asesina? ¿Has matado a alguien y luego has huido? ¿Te busca la policía? ¿O el Inspector Clouseau?

    Janine se rio.

    ―No. Siento decepcionarte. Es una larga historia. Me escondo porque la gente chismorrea y dice cosas desagradables sobre mí.

    ―Ah. Sé a qué te refieres. A mí también me ha pasado, eso de que la gente dijera cosas feas cuando no estaba. ―Nelia suspiró y se miró los pies con aire sombrío―. Pero aquí no me conoce nadie, así que solo se ríen de mi acento.

    ―Sí. He notado tu acento. No es de aquí.

    ―No. Soy de Inglaterra. De Birmingham. Pero mi padre es de aquí. Y mi tío. Tiene la granja que hay calle arriba.

    ―¿Vives con tu tío?

    Nelia suspiró.

    ―Sí... y su nueva esposa.

    Impulsivamente, Janine acarició el pelo sedoso de Nelia.

    ―Pareces triste. ¿Añoranza?

    Nelia dejó caer los hombros.

    ―Echo de menos a mi padre. Solo llevo aquí una semana, pero ya lo odio. Sobre todo a mi nueva tía. Y ella me odia a mí.

    ―Seguro que no.

    Nelia apartó la cabeza de la mano de Janine.

    ―Sí, lo hace. ―Se levantó de un salto―. Nadie me quiere de verdad. Ella intenta quedarse embarazada. Y cuando tenga al bebé me odiará aún más.

    Janine la miró y vio una profunda pena en sus ojos; la de no sentirse querida, que ella conocía tan bien.

    ―Las cosas, a veces, no son lo que parecen ―dijo, en un intento de consolarla―. Y es difícil saber que sienten los demás. Tu tía se acaba de casar y seguramente está intentando adaptarse a una nueva vida.

    Nelia se encogió de hombros.

    ―Ya, claro. Da igual. Me tengo que ir. Adiós. ―Se dio la vuelta, caminó lentamente por el césped y saltó al río por encima de la orilla. Subió hasta el meandro en tres gráciles pasos y desapareció entre las sombras como el hada que a Janine le había parecido al principio.

    -o-

    No podía sacarse de la cabeza la imagen de la niña. Había habido una mirada tan conmovedoramente triste en aquellos enormes ojos grises. Se parece mucho a alguien que conozco, pensó mientras se movía por la vieja casa recogiendo, preparándose un té y, finalmente, poniendo en marcha el ordenador. Pero ¿quién? Y entonces se dio cuenta. Esa niña se parece mucho a mí, a cómo era yo a su edad. Esa mirada desolada, la sospecha, su aspecto enojadizo, igual que Janine tras el suceso que destruyó su existencia confortable y segura. Entonces, la habían trasladado de un sitio a otro como si fuera un perro difícil al que nadie quería, de un familiar a otro, hasta que a los dieciséis años se había escapado a París, donde había conseguido trabajo en unos grandes almacenes mintiendo sobre su edad.

    Janine se quedó de pie frente a la ventana, mirando al mar. Se preguntó, ponderó, como tantas veces antes, cómo sería su vida si no hubiera sido descubierta en esos grandes almacenes de París por un cazatalentos de una agencia de modelos de Nueva York y no se hubiera mudado a Manhattan; si no hubiera desfilado por la pasarela, con Steve entre el público, en una época en la que él buscaba una esposa trofeo; si no se hubiera dejado seducir por su dinero y su poder y no se hubiera casado al cabo de solo seis meses. Probablemente sería la esposa de algún funcionario francés, con dos coma cuatro niños, y se pasaría los días trabajando en alguna horrible oficina tras arrastrar a los niños a la guardería. Aburrida, pero al menos habría tenido libertad, no habría estado atada a un hombre cruel y vengativo que pensaba que ella le pertenecía; que hacía que sus espías la siguieran a todas partes. Pero, una vez, le había engañado. Aquí, en esta parte remota de Irlanda, jamás me encontrarán, pensó. La pista se enfrió en Londres. Aquí nadie sabe quién soy.

    Llamaron a la puerta. Como siempre, se sobresaltó. ¿Cuándo dejaré de tener miedo? Se preguntó. ¿Cuándo dejaré de pensar que una llamada a la puerta significa que me han encontrado?

    Capítulo 2

    ––––––––

    ―¿Sí? ―Janine estudió a la mujer que había en el umbral de la puerta con recelo. Alta, con el pelo recogido en una coleta pelirroja y vestida con un forro polar verde, vaqueros y botas de montaña, tenía una belleza que habría llamado la atención en cualquier ciudad.

    La mujer parecía ligeramente incómoda bajo la fría mirada de Janine. Se aclaró la garganta.

    ―Hola, soy Megan. Su arrendadora.

    Janine se relajó.

    ―Sí, claro. Perdone... una pérdida de memoria temporal. ―Abrió más la puerta―. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Es por el alquiler? Acabo de ordenar la transferencia desde Internet así que debería llegarle muy pronto.

    ―No estoy aquí por el alquiler. He venido a preguntarle si a visto a una jovencita. Mi sobrina. Mide como metro sesenta, tiene los ojos grises y pelo largo castaño. Iba con vaqueros y una sudadera azul con capucha. ―Megan inspiró.

    Fue en ese momento cuando Janine vio el pánico en los ojos marrones y la palidez del rostro de Megan.

    ―¿Se refiere a Nelia?

    ―Sí ―resolló Megan―. ¿La ha visto? ¿Ha venido aquí?

    ―Sí, ha estado aquí

    ―Gracias a Dios ―suspiró Megan―. ¿Cuándo ha venido? ¿Sabe dónde ha ido después?

    De pronto, Janine se sintió mal por Megan. Era obvio que estaba turbada. Le puso la mano en el brazo.

    ―No se preocupe. Está bien. Bajaba por el riachuelo y me ha visto en la terraza. Hemos hablado un rato y se ha ido por donde ha venido. Seguro que cuando regrese la encuentra en casa.

    Megan soltó un largo suspiro.

    ―Qué alivio. Estaba tan preocupada.

    Janine abrió la puerta completamente.

    ―Pero pase. Iba a hacer café. ¿No quiere una taza?

    Megan dio un paso atrás.

    ―No, no puedo. Tengo que volver y ver si Nelia...

    ―¿Por qué no la deja un rato sola? ¿Le da un poco de espacio? Parecía algo nerviosa.

    ―Pero yo... mi marido... la granja...

    ―Esto segura de por un rato que se las arreglará. ¿Por qué no le llama, le dice que se queda a tomar un café conmigo y le pregunta si su sobrina ha llegado?

    Megan vaciló.

    ―Bueno... de acuerdo, gracias. Será un placer.

    Très bien. ―Janine abrió el paso desde el porche hasta el salón―. Por favor, siéntese. Acabo de encender el fuego. Voy a hacer el café.

    ―Gracias. ―Megan se sentó en el borde de sofá azul y paseó la mirada por la habitación con curiosidad―. Me gusta cómo la ha decorado. Me temo que era algo aburrida, pero tuve que amueblarla con lo más básico que encontré en IKEA ya que tenía que llevarme mis cosas a mi nuevo hogar. Pensé que era mejor dejar un lienzo en blanco y dar la oportunidad de expresar su personalidad a los inquilinos. Y está claro que usted lo ha hecho.

    Janine se detuvo en el umbral.

    ―Oh, solo traje algunas cositas que conseguí en París.

    ―¿París? ―preguntó Megan, algo confundida―. Estas cosas parecen venir más bien de Marruecos. ―Hizo un amplio gesto con la mano―. Es decir, el chal, los pequeños cuencos de cerámica y los abalorios. Y ese póster... a mí me parece muy de África del Norte. Es muy bonito y, curiosamente, pega muy bien con la casa.

    ―Bueno ―dijo Janine, con ligereza―. Este estilo está muy en boga en París en estos momentos.

    ―Ah, ¿sí? Estuve allí hace poco en un viaje de trabajo. No recuerdo haber visto esta temática marroquí en las tiendas.

    ―Es sobre todo un tema para diseño de interiores. No sería muy visible en las tiendas de venta al por menor. ―Janine empezaba a arrepentirse de haber invitado a Megan a entrar. Era demasiado astuta, difícil de engañar y puede que algo chismosa―. ¿Viaje de trabajo? ―preguntó―. ¿A qué se dedica?

    ―Moda ―respondió Megan―. Es un negocio online. Consejos de moda. Estilismo. Trucos de maquillaje y las últimas tendencias. Este tipo de cosas. También organizo sesiones de fotos de bodas o de moda, principalmente en esta finca. La ruina, las montañas y las playas son marcos maravillosos. Pero si no me equivoco eso ya se lo dije. En el contrato de alquiler está estipulado que puedo usar la finca para ese fin.

    ―Siempre y cuando avise con tiempo, sí, accedí a ello.

    ―Sí, lo hizo.

    ―Será mejor que le dé ese café, y supongo que quiere llamar a su marido ¿no?

    Megan sacó el móvil del bolsillo.

    ―Sí, tengo que hacerlo.

    En la cocina, Janine se ocupó con la máquina de expreso mientras Megan mantenía una conversación murmurada al teléfono.

    Janine llevó la bandeja con el café al salón y encontró a Megan paseando por la habitación, estudiando las fotos y baratijas. Se sobresaltó y se le cayó una foto enmarcada cuando Janine dejó la bandeja en la mesa de centro ruidosamente.

    ―Perdón. Se me ha caído la foto. ―Megan la recogió y la miró―. Me ha llamado la atención por lo bonito que es el marco. Plata martillada. Precioso. ¿Quién es el hombre que hay en la punta de la pirámide? Es una foto fantástica, pero es difícil distinguir...

    Janine le quitó la foto de las manos.

    ―No es nadie. Es una foto que encontré en una revista. Iba bien con el marco así que la puse en él.

    ―Es perfecta para este marco. Y el hombre... tan guapo. Crean un bonito elemento decorativo.

    Janine devolvió la foto al estante.

    ―Sí. Eso es lo que pensé. ¿Café? Espero que le guste fuerte.

    Megan tomó un sorbo de la diminuta taza.

    ―Muy bueno. Café francés de verdad, como en París.

    ―Así ¿su sobrina ha llegado a casa? ¿Está bien?

    ―Oh, sí. Ha llegado hace cinco minutos. Estoy muy enfadada con ella ¿sabe? Voy a tener que hablar seriamente con ella cuando llegue a casa. No puede seguir marchándose así, sin decir nada.

    Janine meneó la cabeza.

    ―Yo no lo haría.

    Megan frunció el ceño.

    ―¿Por qué no? Sé que soy nueva en esto, pero tiene que entender que hay normas y que cuando le apetezca salir a dar una vuelta nos lo tiene que decir.

    Janine se sentó en el sofá junto a Megan.

    ―Sí, pero para ella, usted también es nueva. Necesita saber que usted... que al menos ella le gusta. Que no la considera un estorbo y una carga.

    Megan dejó la taza vacía en la bandeja.

    ―Pero lo es. ¿Cómo se sentiría usted si de golpe le soltasen encima una niña de doce años, sin previo aviso? Y en su noche de bodas, ¡por Dios! Mi cuñado entró sin llamar cuando estábamos... bueno, ya sabe.

    Janine no pudo evitar sonreír al imaginarse la escena.

    Oh, la, la, ya veo.

    Megan se sonrojó y asintió.

    ―Sí. No conocía a Mick. No vino a la boda, pero ahí estaba con esa niña, y nosotros, desnudos. En el sofá, frente al fuego. Fue muy embarazoso. Joder, yo no sabía a dónde mirar.

    Janine no pudo evitar reírse.

    ―Seguro que él tampoco.

    ―Oh, sí que lo sabía. Y miró. Pero como yo había bebido bastante champán, se me escapó una risita y eso rompió el hielo.

    ―¿Entonces ese Mick es el padre de Nelia? Una niña guapa, desde mi punto de vista.

    ―Muy guapa. Será una mujer despampanante. Ya puedo ver como se acercan los problemas.

    ―¿Y su cuñado quiere que ustedes la adopten?

    Megan se encogió de hombros.

    ―No lo sé. Su madre le dejó a Nelia a su cargo porque ella no la podía cuidar. Él no sabía que existía hasta hace un año. Pero no podía negar que es su padre. Son clavados.

    ―¿Y no la puede cuidar?

    ―Es difícil. Mick viaja constantemente por su trabajo, así que creo que quiere que la niña viva con nosotros, al menos durante un tiempo. Empezará a ir a la escuela del pueblo la semana que viene.

    Pauvre petite. Es demasiado a lo que hacer frente. Abandonada por su madre y ahora también por su padre. Y tener que instalarse con gente a la que no conoce en un sitio extraño. El hecho de que se acaben de casar la hace sentir definitivamente de trop. Y la semana que viene será la nueva en el colegio.

    Megan suspiró.

    ―Sí, supongo que ahora mismo la vida no es fácil para ella. Pero ¿es culpa mía? Lo hago lo mejor que puedo, pero sigue muy irritable. Se comporta como si me odiase.

    ―Su madre la dejó tirada. Así que dirige su enfado a la única mujer de su entorno. No es justo, pero es bastante habitual.

    Megan parecía irritada.

    ―Disculpe la pregunta, pero ¿es usted psicóloga o algo así?

    ―No. Pero pasé por algo muy similar cuando tenía la edad de su sobrina.

    ―Ya veo. ―Megan se levantó―. Me tengo que ir. Gracias por el café.

    ―De nada. Espero no haberla ofendido.

    ―No, para nada. Sé que solo intentaba ayudar.

    Janine acompañó a Megan a la puerta.

    ―Me ha encantado conocerla. Espero que volverá a venir algún día.

    ―Gracias. Lo haré ―respondió Megan educadamente.

    ―No soy una persona muy gregaria ―dijo Janine―. Y la razón por la que paso el invierno aquí es que necesito un poco de paz y soledad. No puedo entrar en detalles, pero he pasado por mucho últimamente. Cosas que han causado heridas que requerirán de mucho tiempo para sanar. ―Las palabras habían salido antes de que Janine pudiera detenerlas. Por qué he dicho eso, pensó. ¿Por qué le he contado estas cosas a una completa extraña? Pero cuando sus miradas se encontraron, lo supo. Había comprensión, afinidad, o tal vez solo fuera compasión, en los ojos de Megan. Fuera lo que fuera, le proporcionó a Janine una sensación de seguridad. Supo que podía confiar en esa mujer.

    Megan le tocó el brazo.

    ―Lo siento. Espero que encuentre esa paz que busca. Y por favor, no se preocupe. Jamás contaría chismes sobre usted ni sobre lo que me ha contado.

    ―Sé que no lo haría ―replicó Janine―. Y si alguien le pregunta...

    Megan le guiñó un ojo.

    ―No sabré ni su nombre.

    Cuando Megan se hubo ido, Janine recogió las tazas del café. Cogió el marco de plata y miró la foto. No debería tenerla aquí, pensó. Pero me gusta mirarle, mirar a Jake en lo alto de Keops, con los brazos abiertos como si estuviera a punto de echar a volar. Oh, Jake, qué loca aventura tuvimos. ¿Te volveré a ver algún día? Una vez más, su mente voló hacia aquella época, hacia Jake y cómo había empezado todo.

    -o-

    El yate de Steve había amarrado en Saint Tropez tarde, una noche calurosa de julio. Hicieron lo de siempre: fueron a los locales nocturnos, y luego durmieron hasta el mediodía. El día siguiente lo pasaron comprando, tomando copas y ofreciendo una cena a magnates de la industria naviera. Esa noche, cuando la conversación de negocios se hizo demasiado aburrida y las bromas demasiado desagradables, Janine se retiró discretamente a su camarote con la excusa de un dolor de cabeza. Había llegado el momento de irse. Ya no lo soportaba más; no aguantaba ser su esclava, ser mujer florero, ni ser la anfitriona de sus viejos y gordos amigos corruptos que le miraban el cuerpo con lujuria y a menudo la tocaban de manera que le daban nauseas. Tenía que

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