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CAS: Cazarrecompensas Con Apoyo Sobrenatural
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Libro electrónico338 páginas4 horas

CAS: Cazarrecompensas Con Apoyo Sobrenatural

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Información de este libro electrónico

Con batallas salvajes bajo el océano y la quietud propia de los confines del espacio, este thriller paranormal te atrapará desde el capítulo uno sin pausa.

Churchill Potts es el poderoso guardián de un portal ubicado en la tierra mortal. Junto a dos compañeros guías psíquicos, rescata tesoros escondidos en vida por almas perdidas recién fallecidas y los entrega a sus descendientes.

A partir del contacto iniciado por el espíritu demoníaco del déspota más infame del siglo XX, el equipo CAS tendrá que descubrir no solo cuál es la conexión entre Adolf Hitler y el presidente de los Estados Unidos sino también por qué hay una guía espíritu en la Casa Blanca, en una carrera contrarreloj para restablecer el equilibrio entre el plano celestial y la tierra mortal antes de que el tejido mismo del universo se desgarre para siempre. Si fallan, los planes de Hitler de instaurar su Reich para dominar el mundo se harán realidad.

Descarga CAS, El retorno del Reich, antes de que sea demasiado tarde.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento16 may 2019
ISBN9781547589135
CAS: Cazarrecompensas Con Apoyo Sobrenatural

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    CAS - Robert A Webster

    -Prólogo-

    Destrucción absoluta rodeaba a una figura solitaria. De la Armada que alguna vez había dominado los océanos no quedaba más que escombros de edificios bombardeados y restos semihundidos de una flota diezmada. El hombre de pie al final del muelle de cemento estaba perdido en sus pensamientos, sus manos entrelazadas sobre la espalda. La expresión cansada y el cabello grisáceo parecían sumarle muchos más a los 56 años que en realidad tenía. Con la mirada en el océano, maldijo entre dientes.

    Mientras las explosiones retumbaban a la distancia, el hombre inhaló y llenó sus pulmones de aire cargado de sal de mar.

    ****

    Varias horas antes, el embarcadero había rebosado de actividad. Durante la noche, personal militar había descargado cajas y contenedores enormes de distintos camiones del ejército para, entre sudor y palabrotas, acarrear todo hacia un elegante submarino negro alemán de clase U-boot a la luz de la luna. Cada tanto, debían correr a los refugios al escuchar los ya familiares rugidos de los motores Merlin, que soltaban su carga mortífera sobre sus cabezas.

    Tras concluir el trabajo, los soldados agotados abordaron los camiones murmurando entre sí y fueron retirados del lugar. El olor a cordita permeaba el ambiente y una delgada capa de aceite y combustible cubría la superficie del agua que lamía los lados del muelle.

    El embarcadero por fin quedó sumido en el silencio. Unos pocos tripulantes del submarino y otros tantos oficiales de las SS, uniformados de negro, deambulaban por la pasarela.

    El oficial al mando recibió una llamada en su teléfono portátil de campaña. Ladró una orden y la actividad recomenzó: varios soldados armados de las SS reunieron a los tripulantes de la nave y los guiaron a bordo. El oficial al mando y dos subordinados permanecieron en muelle.

    Las escotillas se cerraron; los tres oficiales se acercaron al pie de la pasarela. Un Mercedes-Benz 770 negro con ventanillas tintadas se detuvo frente a ellos y los subordinados avanzaron para abrir las puertas. Un hombre y una mujer descendieron del vehículo, ante quienes ambos oficiales se cuadraron.

    El hombre ignoró a los soldados y comenzó a recorrer el muelle. Los jóvenes oficiales se miraron de reojo con los ojos bien abiertos.

    —Déjelo solo un rato, Hans —pidió la mujer—. Esta será, quizás, la última vez que vea su amado país.

    Hans Kruger, el oficial al mando, chocó sus tacones y asintió con la cabeza. Hans y la mujer charlaron unos minutos mientras contemplaban al hombre avanzar por el muelle, murmurando para sí mismo. Luego, el oficial ordenó a los dos jóvenes que escoltaran a la mujer hasta donde había caminado el hombre.

    Hans los observó marchar una corta distancia. Desenfundó su Luger y, con el arma escondida tras la espalda, se acercó al Mercedes-Benz para dar unos golpecitos en la ventanilla del conductor, quien la abrió tras ver la sonrisa del oficial. Hans le disparó en la cabeza. Tras enfundar el revólver aún tibio, Hans fue a esperar al pie de la pasarela.

    Nada había interrumpido la tranquilidad del hombre hasta que el estridente sonido de pasos que se acercaban le hizo perder el hilo de sus pensamientos. La mujer se detuvo tras él y le apoyó una mano en el hombro con gesto consolador. Él inhaló su perfume, conocido y reconfortante.

    —Están listos para partir —murmuró ella con voz suave.

    El hombre se volvió y le sonrió. Los dos oficiales jóvenes que la habían escoltado se cuadraron y alzaron un brazo en saludo militar, con la mirada fija hacia adelante para evitar contacto visual con el hombre, quien contempló una vez más las colinas y el campo que rodeaban el lugar. Alguna vez había sido un puerto magnífico; ahora, estaba plagado de cráteres y edificios destruidos. Los imponentes trozos de metal oxidado y retorcido, desparramados sin ningún tipo de orden por todo el terreno, eran los cadáveres de lo que había sido una flota orgullosa. Los ojos se le llenaron de lágrimas: sabía que nunca más regresaría. Haciendo un esfuerzo por controlar sus emociones, el hombre caminó junto a la mujer en dirección al enorme submarino negro atrancado en medio del embarcadero medio destruido. Pasaron junto a los soldados, quienes se giraron y marcharon detrás. La nave se mecía con calma bajo las olas temblorosas de la suave marea primaveral.

    El grupo avanzó hasta el pie de la pasarela de ingreso al submarino y se detuvo frente a Hans.

    —¿Todo listo? —inquirió el hombre.

    Hans se cuadró en confirmación de que todo iba acorde al plan, con la tripulación retenida por el momento en el compartimiento delantero. El hombre echó una ojeada al coche estacionado a unos metros.

    —Buen trabajo, Oberführer —dijo—. ¿Qué hay del otro asunto?

    El oficial sacó una fotografía de su bolsillo y se la extendió. El hombre la observó unos segundos y se la pasó a la mujer, quien sonrió y la guardó en su bolso tras una mirada rápida.

    —Muy bien. Vamos, en marcha —dijo el hombre y atravesó la pasarela con la mujer. Sin mirar atrás, ingresaron a la nave por la escotilla del costado de la torre de mando.

    El Oberführer de las SS Hans Kruger era un hombre alto y corpulento. Su presencia dominaba la habitación en que entrase y causaba respeto y miedo. Aunque era bueno para liderar, su punto más fuerte era mucho más siniestro. Solo recibía órdenes de dos hombres: de su jefe, el Gruppeführer Heinrich Müller, comandante de la temida Gestapo, y del hombre que acababa de abordar el submarino.

    Hans se quedó en el muelle. Tras un momento, se acercó a los dos soldados.

    —Han servido bien a su Patria. Sus familias estarán orgullosas.

    Los jóvenes oficiales permanecieron firmes, quietos. Hans desenfundó su Luger, apoyó la punta del cañón sobre la frente de uno de los oficiales y le disparó entre los ojos. El joven murió al instante. El otro oficial se orinó pero se mantuvo firme. Solo entrecerró los ojos bajo la visera de su gorra antes de encontrar su final.

    Hans arrastró uno a uno los cuerpos sin vida hasta el coche y los depositó en el asiento trasero. Del maletero, sacó un bidón de combustible y lo derramó sobre los cadáveres y el vehículo. Retrocedió, arrojó una cerilla encendida sobre la solución inflamable y, mientras las llamas empezaban a crecer, avanzó a largos trancos por la pasarela hasta ingresar a la nave.

    El submarino se convirtió en un hervidero de actividad. Varios submarinistas se asomaron por las escotillas para recoger amarras. Otros acompañaron al capitán hasta el puente de mando, donde él ordenó a la tripulación de cubierta iniciar los preparativos para zarpar.  Era una rutina organizada, que ya había sido puesta en práctica varias veces por esa tripulación experimentada y curtida en batalla. Tras completar sus tareas, los submarinistas reingresaron a la nave. Habían visto los actos más brutales de la guerra y no les resulto difícil ignorar el Mercedes-Benz envuelto en llamas mientras preparaban la nave para regresar al mar.

    El submarino se desplazó lejos del embarcadero hacia la salida del pequeño puerto del estuario de Farge. Navegó fuera y, como una elegante ballena, se deslizó hacia aguas abiertas.

    Excepto el capitán, toda la tripulación del puente de mando se metió bajo cubierta. Karl Viktor, capitán de corbeta, observó el paisaje mientras la nave aumentaba velocidad y dejaba atrás a su país. Desde el muelle le llegó el eco de una explosión cuando las llamas alcanzaron el tanque de combustible del Mercedes-Benz, que voló en pedazos junto a sus ocupantes muertos.

    El capitán Viktor frotó los dedos contra la goma negra que cubría el puente de mando en tanto escuchaba los bancos de batería chirriar al alcanzar los 17 nudos. Observó las olas que se abrían a los lados de la nave cuando esta cortaba la superficie del agua y se volvió para contemplar con furia la tierra y las columnas de humo negro que se alzaban en la distancia.

    «Es una nave realmente magnífica. Con una flota de estos, podríamos haber ganado la guerra», pensó, escuchando el bramido de las explosiones producto del ataque de las fuerzas aliadas contra un pueblo cercano.

    Se quitó la gorra para que la brisa marina le acariciara la cabeza y miró los calibradores.

    —Siete brazas, señor —informó el jefe de inmersión por el intercomunicador.

    —Bien. Prepárense para sumergir la nave y nivelarla a cuatro metros —ordenó el capitán.

    —Sí, señor —respondió el oficial y repitió la orden a su tripulación.

    —Abran las válvulas principales, retraigan los estabilizadores de proa y ajusten a diez grados —continuó el capitán.

    El repentino ajetreo al otro lado del intercomunicador indicó el movimiento de la tripulación.

    —Estabilizadores listos, señor —confirmó el oficial.

    El capitán dio la orden final.

    —¡Inicien la inmersión!

    Por toda la nave se oyeron las sirenas que alertaban a los ocupantes de la nave que comenzaba el descenso. Mientras los tanques de lastre arrojaban altas columnas de agua, el capitán abandonó la torre de mando, cerró la escotilla a sus espaldas y se dirigió a la sala de mando caldeada de actividad. Sabía que, además de los tesoros robados, estaban transportando seres humanos, pero no estaba seguro de quién se trataba.

    El capitán permaneció junto al periscopio hasta que el submarino se estabilizó a cuatro metros de profundidad y solo entonces revisó los calibradores.

    Hans ingresó a la sala de mando mirando con desdén el espacio reducido, que olía a sudor y grasa, y le extendió un sobre sellado al capitán.

    —Estas son sus órdenes —ladró. El capitán abrió el sobre y leyó con atención—. Está firmado por el Führer —agregó Hans. Después de leer las instrucciones, el capitán comprendió que su nave no volvería a establecer contacto con el mundo exterior.

    Agotado por la guerra, el capitán miró a Hans y comenzó a repartir órdenes entre los tripulantes encargados de la sala de mando.

    —Timonel, gire 15 grados a estribor, hacia el 3-5-0. Desciendan estabilizadores por 10 grados, inmersión a 15 metros de profundidad.

    El timonel repitió la orden en voz alta y se acomodó frente al mando del timón.

    El capitán sonrió con sorna al ver a Kruger perder el equilibrio y sostenerse de un caño de metal caliente cuando la nave comenzó el descenso. Kruger soltó el caño con gesto entre dolorido y molesto. El capitán se acercó al intercomunicador principal y ordenó a toda la tripulación dirigirse a la cámara de oficiales. De los archivos de cartas náuticas, tomó las correspondientes al destino que les había sido asignado y se retiró de la sala de mando junto a Kruger. Al pasar, vio por el rabillo del ojo a dos soldados de las SS en la cabina de comunicaciones. Estaban retirando el sistema de radio del submarino.

    La nave se inclinó hacia abajo y se deslizó bajo las frías aguas grises del mar del Norte.

    -Capítulo 1-

    Ryan se acercó tan rápido como pudo al guardián y lo tomó por los hombros para darle un sacudón.

    —¡Church! —gritó, mirándolo a los ojos desenfocados—. Church, ¿estás bien?

    Mareado, Church entrecerró los ojos al ver a Ryan y observó la habitación en la que se encontraban. Mientras volvía en sí, se limpió el vómito de los labios con una mano. Con calma, aunque no muy consciente de lo que lo rodeaba, comenzó a ordenar las cosas desparramadas sobre su escritorio.

    Ryan retrocedió y lo observó. El rostro pálido de Church recuperó poco a poco el color y el guardián dejó de tiritar.

    —Ese fue uno muy poderoso, jefe —comentó Ryan cuando Church pareció haber vuelto a la normalidad—. Pinky y yo lo sentimos desde la sala.

    Church tosió, concentrado en Ryan, y respondió con voz temblorosa.

    —Esa fue la peor experiencia de mi vida y el espíritu más poderoso que encontré jamás.

    Ryan frunció el ceño, examinando el desastre que dominaba la habitación del portal.

    —¿Quién era? —preguntó.

    La respuesta nunca llegó. La puerta se abrió de golpe y una mujer de veintitantos años, con el cabello rubio y corto, entró con una taza en cada mano y caminó directo hacia los hombres.

    —¿Estás bien, Church? —preguntó Pinky, preocupada, y extendió un té a cada uno—. Tomen, beban esto.

    —Te lo agradezco, pero necesito algo más fuerte que un té, Pinky —comentó Church y aceptó la taza con manos temblorosas.

    —Lo sé, por eso le eché una gota de Johnny Walker —respondió Pinky con una sonrisa.

    —¡Fantástico! —exclamó Ryan, bebió un sorbo e hizo una mueca.

    —Al tuyo, no, tonto —dijo Pinky entre risitas. Sin embargo, se cortó en seco al notar algo en la esquina de la habitación.

    Church tomó un largo trago de su bebida y sintió cómo el whisky le alcanzaba la garganta y le acariciaba el esófago al bajar hacia el estómago, llenándolo de su tibieza. Exhaló, alzó su cuaderno de notas, le dio una ojeada y volvió a dejarlo sobre el escritorio. Ryan agarró el cuadernillo.

    Pinky caminó hasta el lavabo y regresó con un paño húmedo para limpiarle la cara a Church mientras Ryan repasaba las notas garabateadas en el cuadernillo y se rascaba el mentón.

    El equipo CAS se acomodó alrededor del escritorio cubierto de cosas desparramadas. Se veía como el suelo de un bar tras una pelea de borrachos un sábado por la noche.

    Church se aclaró la garganta.

    —Bien. Equipo, parece que tenemos un nuevo caso.

    Church enderezó su computadora portátil, revisó que estuviera en condiciones, la encendió e ingresó la contraseña.

    —Miren, chamuscó la pared —dijo Pinky y señaló la esquina—. Con solo verte la cara, jefe, creo que hizo más que eso. Te ves aterrado. Entendimos que era algo serio cuando el aire se enfrió y pareció encerrarnos al vacío en la sala —explicó frunciendo el ceño.

    —Entonces, ¿quién era? —inquirió Ryan y puso una sonrisita socarrona—. Dinos, ¿cuán maravilloso será el tesoro? ¿Y por qué tomaste las notas de espíritu en alemán? No las entiendo.

    —¿Es alguien que conozcamos? —preguntó Pinky.

    —La abuela Pearl nunca llegó, ¿cierto? No hay olor a coles de Bruselas —dedujo Ryan—, ni olor a nada, ahora que lo pienso.

    Church sorbió su bebida y respondió con voz débil.

    —No, Ryan. Este espíritu no traerá olor a nada —un escalofrío lo recorrió entero. Respiró profundo y continuó—. En respuesta a tus preguntas, imagino que será un tesoro bastante importante y no, la abuela Pearl no apareció. Eso es lo que me asustó.

    Church se inclinó sobre el escritorio y comenzó a escribir en la computadora.

    —Con respecto a tu otra pregunta —Church contuvo otro escalofrío—, era un espíritu alemán. ¿Lo conocemos? Sí, claro que sí.

    Un rostro apareció en la pantalla y Church hizo silencio. Giró la pantalla para que Ryan y Pinky pudieran ver la imagen antes de abrir la boca otra vez.

    —Todos hemos oído hablar de él. El mundo entero conoció a este tipo y, según el abuelo Jack, era una maldita amenaza.

    Con los ojos clavados en la pantalla, Pinky y Ryan arquearon las cejas. Church frunció el ceño.

    —Puedo sentir su preocupación —anunció—. Yo mismo estoy asustado tras encontrar un espíritu tan fuerte —Pinky y Ryan captaron el nerviosismo que teñía su voz. Incrédulos, no lograban apartar la mirada de la imagen mientras Church analizaba sus notas y anotaba las traducciones de algunas líneas de texto en otro cuadernillo. Ryan rompió el silencio.

    —No lo entiendo, jefe. ¿Por qué ahora? —Ryan señaló la pantalla—. Lleva muerto más de 60 años.

    Church alzó la vista de las notas e inclinó hacia adelante.

    —Lo que me asustó no fue solo quién o qué era —anunció, dándole golpecitos al rostro en la pantalla—. Debemos preocuparnos también por el destinatario que está buscando.

    Church deslizó sus notas sobre la mesa hacia Pinky y Ryan, quienes miraron con curiosidad y ahogaron un grito al leer el nombre que había remarcado. Un silencio pasmado se extendió durante varios segundos mientras ambos miraban a la pantalla, al nombre escrito en el papel y a la pantalla de nuevo.

    Pinky se inclinó y señaló la pantalla.

    —¿Cuál es la conexión y cómo es posible que se concretara? —inquirió.

    —No lo sé. Eso es lo que tenemos que averiguar —respondió Church, golpeteando rítmicamente los dedos sobre el escritorio. Frunció el ceño y habló entre los labios apretados—. No es la primera vez que uno de estos demonios viene aquí. Sé de un encuentro que se dio hace siglos con un diabolus en este mismo portal —temblando, le echó una ojeada al pentagrama pintado en el piso de madera en la esquina de la habitación—. Hace pocos años, hubo un encuentro con otro diabolus en el mundo de los espíritus. Sospecho que se trató del mismo que acabo de conocer.

    Ryan hizo una mueca desconcertada.

    —¿Qué es un diabolus?

    —Les explicaré luego —murmuró Church, caminando hacia la caja fuerte para retirar un libro grueso y muy antiguo, con tapas forradas en cuero. Regresó a su asiento y lo apoyó sobre el escritorio—. Déjenme descifrar todas mis notas y volver a leer el diario —pidió.

    Church abrió el libro y comenzó a pasar las frágiles páginas en busca de la sección que le interesaba.

    —No me gusta este caso, jefe. Hay algo que no se siente bien. ¿Tenemos que investigarlo? —preguntó Ryan, inquieto, mirando a Pinky.

    —Quizás un sándwich de jamón y queso te ayude —comentó Pinky con una sonrisa, en un intento por aligerar la tensión en el aire. Sabía que Ryan haría cualquier cosa si la recompensa era comestible.

    —Pues, ¿por qué no lo dijiste antes? —bromeó Ryan—. ¿Cuándo empezamos? —preguntó tratando de esconder sus nervios, sin éxito.

    Church los observó un momento. Sabiendo a qué se enfrentaban tras un encuentro tan poderoso, él también estaba asustado. Había leído en el diario cuáles eran los peligros de cruzarse con un diabolus y, después de lo que acababa de experimentar, no quería arriesgar la seguridad de su equipo. Aunque se veían tranquilos, Church podía sentir el miedo que emanaban y comprendió que ninguno de los tres estaba listo para un caso de tal calibre. Cerró el libro, se apoyó sobre el escritorio y anunció con una sonrisa:

    —De acuerdo, no investigaremos este caso.

    Pinky suspiró, aliviada.

    —¿Podemos hacer eso? —preguntó Ryan. La decisión de Church le agradaba pero la duda le mordisqueaba la consciencia.

    Church alzó las manos pero no tuvo tiempo de responder antes de ver la brillante columna de luz azulada que aparecía en una esquina de la habitación. Un aroma familiar llenó el espacio y Ryan olfateó con interés.

    —Coles de Bruselas. La abuela Pearl llegó.

    -Capítulo 2-

    El equipo CAS vivía en una cabaña con techos de paja, construida en el siglo XVI, en un claro en medio de una zona boscosa a las afueras de Clifton Moor, cerca de la ciudad de York. La aislada cabaña pertenecía a Churchill Potts hijo, quien la había heredado de sus abuelos, Pearl y Jack Potts. La cabaña había sido propiedad de la familia Potts por varias generaciones y, aunque a simple vista parecía digna de un cuento de los hermanos Grimm, guardaba un secreto extraordinario.

    ****

    A mediados del siglo XVI, un hombre inglés adinerado llamado Robert Potts había ordenado construir la cabaña en un punto específico y apartado del pueblo. Tal decisión había resultado ideal tanto para Robert y su familia como para los habitantes de los pueblos aledaños, quienes creían que Robert era un hechicero y lo querían tan lejos como fuera posible.

    Tras la decapitación del rey Carlos I y el fin de la guerra civil, Inglaterra estaba sumida en el caos. El gobierno del país había quedado en manos de Cromwell y sus seguidores, quienes imponían creencias profundamente puritanas, y el pueblo inglés estaba aterrado y confundido. El miedo había sentado las bases para la organización de cruzadas religiosas amparadas por el gobierno, que aspiraban a eliminar a aquellos considerados herejes. Las brujas y los hechiceros se convirtieron en armas del terror. Así surgieron de los «cazadores de brujas», individuos que recorrían el país a cambio de un jugoso sueldo pagado por el gobierno para desterrar a las fuerzas oscuras que, decían, se manifestaban en forma humana.

    Robert pertenecía a una familia rica y respetada. Había combatido durante la guerra civil inglesa como oficial de infantería bajo el mando de Oliver Cromwell. Su padre era pastor en la Abadía de York y, tras presenciar incontables batallas sangrientas, Robert supo que deseaba seguir el ejemplo de su padre y servir a Dios como miembro del clero. Cuando la guerra vio su fin, regresó a York con 17 años y su padre utilizó su influencia y sus conexiones para conseguirle un puesto dentro de la Abadía.

    Durante toda su infancia, Robert había sufrido dolores de cabeza y había oído voces incoherentes cuando nadie lo rodeaba, en especial en el campo de batalla, pero siempre había preferido ignorarlo ya que no podía descifrar por qué le sucedía y temía que lo tildaran de maldito si buscaba ayuda. Era un joven delgado y la piel pálida le daba un aspecto fantasmal.

    Todo cambió cuando cumplió 18 años: los dolores de cabeza se convirtieron en jaquecas y el volumen de las voces creció. Seguía siendo un escándalo de ruidos, pero de pronto podía escuchar pedidos de auxilio y podía sentir la desesperación. Todo parecía bañado en luz blanca excepto él mismo, de quien se desprendía luz de todos los colores del arcoíris. Robert, aterrado, se convenció de que era un hechicero y comenzó a temer por su vida. De un día a otro cambió completamente, se aisló, dejó de participar del clero y de cumplir con sus tareas. Pasaba los días solo en su habitación, lo cual preocupaba a sus padres de intachable reputación.

    Robert salía casi todas las noches a caminar las calles empedradas, cubiertas de neblina, de la ciudad de York. Merodeaba entre el bullicio y la actividad constantes de los vendedores ambulantes, los artistas callejeros y los clientes de las tabernas. Pese a ser tan diferentes de la crianza privilegiada y religiosa en la que había crecido, las calles lo tentaban. Sabía que encontraría algo allí, aunque no sabía con exactitud qué.

    Durante una de esas excursiones nocturnas fue que conoció a Elizabeth.

    —¿Quieres probar un sabroso mondongo con cebollas, Robert? —invitó Elizabeth con una sonrisa desde un pequeño puesto callejero.

    —¿Qué? —exclamó Robert, sorprendido de que una muchacha a quien jamás había visto supiera su nombre. El aura que la rodeaba era color carmesí y le indicaba que ella también era diferente.

    Cada noche, Robert iba a visitar a la hermosa joven de cabello castaño a su puesto. Sus mejillas sonrosadas parecían brillar en su piel pálida. Elizabeth, de casi 19 años, impulsó el coqueteo y le pidió a él que la invitara en una cita, algo impensable en aquellos días, que podría haberla llevado a la cárcel o incluso peor. Fascinado, Robert no pudo evitar enamorarse perdidamente.

    —Somos especiales, mi amor —ella solía decirle—. Somos los Elegidos. Cuando encontremos nuestro portal, tú serás el guardián y yo tu guía, y juntos nos convertiremos en ángeles.

    Sus palabras siempre confundían a Robert, pero él aceptaba su comportamiento extraño porque la amaba y quería casarse con ella. Sus padres no se lo permitieron hasta que Robert anunció que Elizabeth estaba embarazada y entonces, aunque indignados, aceptaron el matrimonio. Era inimaginable que el niño naciera en el pecado de sus padres. Algo así destruiría la reputación de la familia, y además no querían causar la ira del tío de Robert. Mathew Hopkins era un hombre aterrador, conocido en toda Inglaterra como el más experto cazador de brujas. Robert y Elizabeth se casaron de inmediato y comenzaron su vida juntos en una cabaña de piedra ubicada dentro de la propiedad de sus padres.

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