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Atlantis. La revelación
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Libro electrónico504 páginas10 horas

Atlantis. La revelación

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Un secreto que ha esperado miles de años bajo el mar.
El misterio de la Atlántida al fin revelado.
Trepidante thriller que combina suspenso, aventura, intriga internacional y ciencia-ficción. Todo ello para contar una historia que gira en torno a un antiguo y conocido mito, el cual ha alimentado la fantasía de la humanidad a lo largo de los siglos, en el continente perdido de la Atlántida. La historia comienza con el extraordinario descubrimiento realizado en 1945 por un submarino alemán. En cuestión de horas toda la tripulación de la nave muere en circunstancias extrañas. Sin embargo queda el diario de a bordo, donde el capitán ha consignado lo sucedido. En 2012, otro hecho desata una persecución y nos coloca frente a un drama mortal de consecuencias impredecibles.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento1 ago 2015
ISBN9786077355939
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    Atlantis. La revelación - Marcus Blake

    vez.

    PRIMERA PARTE


    1

    Junio de 2012

    La Oficina Oval de la Casa Blanca

    Las alfombras del Ala Oeste silencian las pisadas. Si tenemos en cuenta que se encuentra en el centro del mundo libre, es un lugar extrañamente tranquilo. Donde parece que sólo se murmura. Por eso, el senador S. E. Timms caminaba de un lado para otro sobre la alfombra de la antesala de la Oficina Oval sin que se le oyera. Timms, un hombre de cabello entrecano a quien le faltaban pocos años para cumplir los setenta, vestía un traje negro y un abrigo que no se había molestado en dejar en algún lado, mismo que hacía frufrú cada vez que se volvía para atravesar de nuevo la antesala. Los ojos le parpadeaban tras unos lentes de montura gruesa. Los movía sin cesar a causa de la emoción, o de los nervios, o quizá por ambos motivos. Era imposible saber por qué. Hablaba continuamente por su celular, pero su voz, aunque áspera, no elevaba el tono, y aun cuando se encontraba en el corazón de la Casa Blanca se cubría los labios con una mano, como para evitar que se los leyeran. Un hábito tal vez.

    Las secretarias del presidente estaban sentadas detrás de una mesa. Llevaban puestos auriculares y redirigían las llamadas. Un asistente estaba de pie junto a la puerta de doble hoja por la que se salía al Jardín de Rosas. La mitad de su traje gris estaba bañado por la pálida luz amarillenta que entraba por el cristal e inundaba la alfombra color crema. El asistente tenía los ojos puestos en Timms, mientras éste caminaba y hablaba por teléfono con voz áspera y baja. El asistente y las secretarias intercambiaron disimuladamente miradas de preocupación. Esto debido al tono de urgencia que empleaba Timms, y su evidente necesidad de hablar en voz baja.

    De pronto, se detuvo de manera abrupta, guardó el teléfono, echó para atrás el lateral del abrigo, apoyó una mano en el muslo, y con la otra se tocó la barbilla, perdido en sus pensamientos.

    El asistente lo observaba.

    Las secretarias lo observaban. Parecía que Timms estaba a punto de tomar una decisión.

    —Tengo que ver al presidente ¡ahora mismo! —le gritó al asistente, y, sin esperar respuesta, se dirigió a la puerta; se detuvo tan sólo un brevísimo instante para echar una ojeada por la mirilla de la Oficina Oval, luego, antes de que alguien pudiera detenerlo, entró.

    —Señor presidente —oyeron que decía—, tenemos un problema. La Agencia 08 le sigue el rastro a un objeto en rápido desplazamiento, nivel uno, por la Dorsal Mesoatlántica...

    La puerta se cerró a sus espaldas. Se hizo de nuevo el silencio.


    2

    Cuartel general de la Agencia 08,

    Edificio Thorne, Nueva York

    Olor a café, o a loción para después de afeitar. Pantallas en todas las paredes, desde los escritorios hasta los paneles a prueba de sonido del techo.

    Los operadores permanecían con el cuerpo rígido frente a las consolas. Llevaban auriculares y gritaban órdenes al sistema de reconocimiento de voz. Sus manos se movían a una velocidad trepidante sobre los teclados y pantallas táctiles. Sujetaban las tazas de café y bebían sin apartar los ojos de la pantalla que tenían enfrente; observaban con ojos de halcón las imágenes por satélite, las escaneaban y luego las borraban, las remplazaban por la siguiente. Las imágenes se movían con una rapidez tremenda a medida que se analizaban y registraban coordenadas. Los datos pasaban por las pantallas como anuncios de neón. Cuadrículas dentro de cuadrículas, imágenes escaneadas de imágenes escaneadas. Los programas de reconocimiento facial filtraban multitudes, descomponían grupos, y clasificaban, marcaban y completaban las fotografías. En otras pantallas, los operadores seguían la evolución de bloques psicodélicos de imagen térmica; algunos más vigilaban redes de seguridad e introducían conversaciones en programas de reconocimiento de palabras clave, veloces como el relámpago. Individualmente, la inteligencia de cada una de aquellas personas era inigualable, pero como un equipo, cuya misión era recuperar y procesar información, era el mejor del mundo.

    Tras ellos estaban tres agentes de mayor rango, dos de traje negro, uno en ropa de combate oscura, con los brazos cruzados o las manos en los bolsillos. Los de traje parecían nerviosos. Tragaron saliva. La luz se reflejaba en sus rostros ojerosos y meditabundos. A pesar del aire acondicionado, les resbalaban gotas de sudor por las sienes.

    En cambio, el hombre en ropa de combate estaba más relajado. No era operador ni jefe. Por el momento, su único papel consistía en observar sin intervenir. Pantallas, datos, lecturas. No era lo suyo. Lo suyo era hacer sufrir a la gente. Y como por ahora no había nadie en la sala a quien le hubieran autorizado lastimar, se limitaba a observar el curso de la acción. Observaba a los operadores... y a los dos agentes nerviosos y empapados en sudor.

    Y a Crowley

    Crowley, el director de la Agencia 08, el jefe de operaciones, en ese instante estaba demasiado nervioso como para quedarse quieto; iba de un lado a otro y su cuerpo se teñía del reflejo fosforescente de las pantallas cada vez que pasaba frente a ellas, una y otra vez.

    —Muestren la imagen —ordenó a uno de los hombres que estaba junto a él.

    Se transmitió la orden. Algunos dedos danzaron y la imagen captada por satélite que aparecía en la pantalla principal se volvió redundante, y la remplazó otra nueva y totalmente distinta. Transmitida desde un localizador de vigilancia submarino situado a mitad del océano, mostraba una forma borrosa bajo el agua. Era imposible distinguir de qué estructura se trataba: mecánica, humana, animal, quizás alguna otra cosa. Tan sólo sabían que se desplazaba con mucha rapidez en dirección al localizador de vigilancia, encubierta en la misma turbulencia de las aguas que provocaba su avance.

    —¿Todo está en su lugar? —preguntó Crowley y, sin esperar respuesta, prosiguió—. El presidente ha autorizado el inicio de la operación. Harán lo que yo les diga. Al pie de la letra. Esta operación es mía.

    Sí, la operación era suya. Incluso la había bautizado con una inusual torpeza no muy típica en él: Operación Entrampe.

    —Sí, señor —replicó uno de los agentes; al igual que sus compañeros, tenía la mirada dividida entre las imágenes de la pantalla central y Crowley; los agentes intercambiaron miradas nerviosas a espaldas del jefe de operaciones—. Nos han confirmado que los objetivos han pasado el relé del Sistema de Vigilancia Sónica a gran velocidad, en línea recta. Definitivamente no pueden ser rusos, van demasiado rápido. Según los datos del rastreador, ese objeto ha salido de la cuenca a más de cincuenta nudos y luego ha acelerado. Vamos a recibir imágenes en directo por satélite dentro de noventa segundos...

    —Bien —dijo Crowley—. Recuerden que los queremos vivos.

    —Pero, señor, son terroristas.

    Crowley sonrió.

    —¿Eso es lo que piensan?

    Más miradas nerviosas.

    —Señor, ellos han matado...

    —...a nadie, por el momento —les interrumpió Crowley y los hizo callar con sólo una mirada.

    Todos ellos voltearon hacia las imágenes en directo de los objetos que se acercaban más y más...


    3

    En una recóndita ensenada en la costa de Haití

    A cada lado de la ensenada los muelles sobresalían del mar como dientes torcidos. Había botes olvidados, amarrados desde hacía mucho tiempo, que se mecían suavemente sobre la corriente y se pudrían ante el implacable calor de Haití. La luz del sol danzaba sobre las aguas, nubes de insectos subían y bajaban, y lo único que rompía el silencio era el bullicio de la cercana playa de Labadee. Podría haber sido un pedacito de paraíso. Lo habría sido... de no ser por el cadáver que flotaba en el agua.

    Tres pescadores lo contemplaban en silencio. Estaban acostumbrados a dejar pasar los días en los malecones con las cañas de pescar y a calmar la sed con unas cuantas cervezas, pero en ese momento dejaron las cañas, y durante unos minutos contemplaron el cadáver que flotaba boca abajo y pasaba a la deriva junto a los postes del malecón, con los brazos y las piernas inertes sobre el agua.

    Lo observaban con el ceño fruncido, entristecidos. Seguramente habría llegado hasta allí desde alta mar. Por el aspecto que tenía se trataba de una persona de raza blanca, joven... ¿Él o ella? Costaba decirlo: el cadáver vestía jeans, tenis y camiseta. El cabello era largo y flotaba sobre el agua como un halo oscuro.

    Uno de ellos bajó un gancho y tanteó el cadáver. Este giró lánguidamente sobre el agua y quedó boca arriba. Entonces vieron que era un muchacho. Un adolescente... de diecisiete o dieciocho años, más o menos. Y, aunque su muerte debió ser espantosa, tenía los ojos cerrados y parecía hallarse en paz.

    Entonces el muchacho abrió los ojos y contempló a los tres pescadores, que ahogaron un grito y retrocedieron bruscamente. El que sujetaba el gancho se apartó con tal violencia que tropezó y cayó sobre el malecón.

    Se miraron los unos a los otros con los ojos muy abiertos, y aunque no dijeran una sola palabra todos pensaban lo mismo: aquello no era posible, el chico tenía que estar... muerto. ¿Acaso no lo habían visto flotar sobre el agua con la cara hacia abajo? No era posible que hubiera contenido la respiración durante tanto tiempo.

    Entonces uno de ellos creyó darse cuenta de lo que ocurría, apoyó las manos sobre las caderas y estalló en carcajadas ante aquella estupidez. Dijo entre risotadas que se trataba de una tomadura de pelo. El muchacho les había hecho una broma pesada. Quizás hubiera llegado hasta allí con un aqualung, o con un snorkel, eso no importaba; en cualquier caso, se había reído de ellos.

    Se asomaron al borde del malecón para reírse con él, le gritaron que ya estaba bien y le felicitaron por la travesura, pero el muchacho ya no estaba allí —se había escondido, o se había marchado a otra parte para continuar con la broma. Y rieron de la despreocupación de la juventud. Rieron con tanta fuerza que apenas si advirtieron la pequeña lancha que entraba en la ensenada, acompañada por el murmullo del motor, con una muchacha al timón.

    Se llamaba Marta Ángeles. Vio a los pescadores y no pudo evitar cierta envidia, pues, aunque joven, a sus diecisiete años no le faltaban preocupaciones. Por lo menos, no ese día. Estaba infernalmente nerviosa.

    Nadie lo habría imaginado al verla. Era experta en ocultar sus emociones. Pero ella sí lo sabía. Lo sabía por las náuseas que sentía, la manera como las manos se le deslizaban sobre el timón de la lancha, y porque tenía que resistir el impulso de morderse los labios, y eso sólo ocurría cuando estaba nerviosa.

    Al reducir la velocidad, le pareció ver algo bajo uno de los embarcaderos. Un muchacho metido en el agua que miraba a los pescadores. Le llamó la atención que fuera blanco. Un muchacho blanco de cabello largo y —a pesar de la distancia— ojos penetrantes que brillaban en las sombras. Pero, cuando miró de nuevo, se había esfumado.

    Después tuvo que concentrarse en atracar la Consuela, mientras Ren saltaba a tierra para atar amarres. Mientras su acompañante sujetaba la lancha, Marta Ángeles pensó de nuevo en lo que les esperaba.

    Trató de no pensar en la sierra mecánica.

    Los pescadores se habían equivocado con el muchacho que estaba en el embarcadero. No llevaba aqualung ni snorkel, ni había querido hacerles una broma, pero, igual que a Marta, no le faltaban preocupaciones, a pesar de su indudable juventud. Tenía sus propias inquietudes.

    Para empezar, le dolía la cabeza. El dolor le irradiaba de un golpe reciente en la parte posterior del cráneo, donde se le había empezado a formar una costra. Pero no era más que un dolor sordo y no tardaría en desaparecer. No era motivo de preocupación. No, el problema, el auténtico problema —y estaba seguro de que se reiría de ello después de un minuto, porque era algo completamente fortuito y absurdo— era que no recordaba nada. Nada de lo que le había sucedido antes de despertar en el agua. Sabía cosas, como que veía una lancha y una chica guapa que bajaba de ella; que el agua salada ayudaría a limpiarle la herida que tenía en la cabeza, y que el último disparo de la Guerra de Secesión norteamericana ocurrió el 22 de junio de 1865. Pero no recordaba nada acerca de sí mismo, eso era todo. Era como si viera el cuadro entero, luminoso y claro, pero sin aparecer en él; como si su cabeza fuera un espacio vacío —no, una habitación cerrada—, una habitación cerrada que no conseguía abrir, por mucho que lo intentara.

    Pero al final podría recordar. ¿Sería posible? Al fin y al cabo, lo que padecía era amnesia, un efecto secundario habitual después de un golpe en la cabeza, y normalmente era algo temporal. Tenía que ser paciente, no dejarse llevar por el pánico y esperar a que algo activara su memoria. Eso fue lo que resolvió hacer.

    Mientras tanto, miró a la chica. Ella vestía unos pantalones cortos deshilachados y una camisa holgada de color blanco, se había anudado el cabello hacia atrás antes de bajar de la lancha. La acompañaba un tipo mayor que ella, de cabello oscuro que le caía por delante del rostro; llevaba unos jeans y una camiseta negra con las mangas enrolladas, dejando al descubierto varios tatuajes. Y aunque ambos se movieran con desenfado, e incluso sonrieran, el muchacho advirtió que estaban angustiados por algo. Al ver que la muchacha recorría con la mirada la ensenada, se ocultó en las aguas oscuras que rodeaban los soportes, pero no dejó de observarla. Sí, estaba claro. La angustia le ensombrecía el rostro. Además, se mordía el labio.

    Cuando la lancha estuvo asegurada, se marcharon por el embarcadero y desaparecieron entre la maleza que rodeaba la ensenada. El muchacho siguió durante un rato dentro del agua y escuchó la charla de los pescadores. A juzgar por lo que se oía, habían decidido ir en busca de refrescos. Fue como si pasaran siglos, pero cuando por fin se fueron, nadó hasta el muelle y trepó sobre la madera cálida y agrietada. Se detuvo unos instantes, se vio a sí mismo y los alrededores. Vestía tenis, jeans y una camiseta blanca que le quedaba algo pequeña.

    Y se sentía... raro. Sin aliento. Aturdido. Y entonces, repentinamente, tan débil que tuvo que apoyar una rodilla en el suelo y hacer fuerza con los nudillos sobre el embarcadero, luchar contra aquella sensación y jadear para tomar aire.

    El malestar pasó. Se puso de pie sintiendo una leve náusea; se llevó las manos a la cabeza y se masajeó las sienes. Vio por primera vez la palma de su mano; tenía tatuadas tres palabras: ΛΥΤΡΩΣΗ ΔΙΑΦΩΤΙΣΗ ΣΩΤΗΡΙΑ.

    Era griego. Lo sabía. Simplemente lo sabía. Y se preguntaba cómo podía saberlo. Observó la palma de su mano con la esperanza de que así se estimulara su memoria. Pero... no. Nada.

    Sabía griego, pero no podía recordar su propio nombre. Casi sonrió ante la ironía de todo aquello.

    Porque también sabía lo que era la ironía.


    4

    Oh, vamos, se había dicho Marta poco antes, mientras junto con Ren se abría paso por el mercado en busca de un taxi. Todas las habladurías acerca de la sierra mecánica no eran más que eso... habladurías. Mitos de tipos malos. Aunque Marcon fuera el hombre más peligroso de Haití, lo más probable era que en la pared tan sólo tuviese colgada la foto de su madre, y que dejara el trabajo sucio a la gente que contrataba, como solían hacer los barones del crimen en el Caribe.

    Un aterrorizado taxista los había llevado a su destino... y, si un taxi puede escabullirse, aquél lo hizo de inmediato. Ascendieron por un largo sendero hasta una casa de paredes blancas despintadas, entre campos de cañas que se mecían al viento, y se anunciaron ante una anciana que estaba sentada en la terraza y masticaba algo; tenía un rifle automático en el regazo. La mujer los condujo hasta una gran oficina.

    Y allí estaba Marcon, sentado tras un enorme escritorio. Tenía el cabello corto y pulcro. Llevaba unas gafas de montura negra y una camisa blanca almidonada, su mirada era firme y, en la pared, a su espalda, había una sierra mecánica colgada.

    —Marta y Lorenzo Ángeles —dijo con voz profunda, y un acento que era una mezcla de francés y de creole—. Es una alegría volver a verlos.

    Era la segunda ocasión que Marta y Ren estaban ante él. La primera había sido en el funeral del padre de los muchachos. Cuando pareció que asistieron cientos, quizá miles de personas —pueblos enteros—, por no hablar de los traficantes rivales de la región, que se lanzaron miradas en el cementerio.

    —También nos alegramos de volver a verlo, señor Marcon —dijo Ren.

    Marta se dio cuenta de que Ren hablaba de modo diferente y, a pesar de sí misma, lo encontró divertido. Rondaba por allí algo del mito del hombre malo.

    —Nuestro padre nos habló mucho de usted —añadió Ren.

    Marcos entrecerró los párpados. Con ese gesto daba a entender que Jorge Ángeles había sido un gran hombre al que se le extrañaba, pero también que había pasado tiempo desde su muerte. Y que las cosas habían cambiado.

    Luego, después de un momento de silencio en el que este acuerdo implícito quedó bien asentado, abrió los ojos. Volvió a contemplarlos con mirada fría e inexpresiva, como un tiburón, y por fin dijo lo que tanto había temido Marta.

    —Tengo una propuesta para ustedes.

    Marta había temido aquellas palabras porque la noche anterior pasó un rato sentada con Ren en la terraza de la casa que compartían en Baracoa, y había meditado sobre sus propios planes. Quería terminar sus estudios y luego empezar una carrera, una carrera profesional de verdad, que no implicara registros en aduanas, arrestos en la frontera ni la muerte bajo los disparos de contrabandistas rivales. En el mundo de la medicina, como enfermera, e incluso como médico. Marcharse de Cuba. Aprender. Luego regresar con todo sus conocimientos y aplicarlos. Por supuesto, ambos sabían que Marcon quería hacerles una oferta. Así actuaban los hombres como él. Pero Marta había tomado a Ren de la mano y le había pedido que, cualquiera que fuera la oferta, le jurara que diría que no. Iban a dejar aquel juego y vivirían dentro de la ley.

    Durante años, su padre había transportado antigüedades por el Golfo de México, pero después de que su esposa, la madre de ambos, muriera de tuberculosis —una muerte que pudo haberse evitado muy fácilmente si Cuba hubiera tenido los medicamentos apropiados—, la vida de su padre cambió de rumbo. En vez de antigüedades, empezó a introducir en Cuba medicamentos de contrabando. Había consagrado el resto de su vida a impedir muertes similares.

    Después de que el padre también muriera, Ren y Marta habían continuado con los transportes, siempre conscientes de que nuevos contrabandistas entraban en el negocio, traficantes más importantes, más implacables. Hombres como Víctor Marcon, cuya prioridad no era ayudar al pueblo de Cuba, sino llenarse los bolsillos. Utilizando todos los medios necesarios para ese fin. Aquellos hombres no se habían limitado a mirarse unos a otros en el cementerio; habían investigado las rutas de Jorge. Ambos muchachos habían empleado buena parte de los dos años transcurridos desde la muerte de su padre en rechazar amistosas ofertas de ayuda, que inevitablemente les hacían por respeto hacia Jorge. Un hombre que se había hecho un nombre en la región —la reputación de alguien que había ayudado a las personas—, así que la estrategia habitual de apoderarse de las rutas, sin más, estaba fuera de discusión. Los contrabandistas de la zona necesitaban la protección clandestina de los pueblos; arriesgarse a perder ese apoyo no era una buena idea. Ren y Marta disfrutaron de un tipo especial de protección.

    Al menos, durante un tiempo. Pero esa época había pasado.

    —Nos va a pedir que transportemos drogas y llevemos inmigrantes —había dicho Marta—. Tráfico de personas, Ren. ¿De verdad quieres hacer algo sí?

    —Pues claro que no —le había contestado él.

    —Eso es lo que Marcon nos va a pedir. Querrá que hagamos todo lo que papá detestaba. Por eso queríamos salir de todo eso.

    —Pero no es buena idea mearle sus planes, Marta.

    —Oh, vamos —se burló ella—. No creerás la tontería esa de las sierras mecánicas, ¿verdad?

    En ese momento Marcon les preguntaba qué les parecería una ampliación de sus operaciones. La mirada de Marta iba de Marcon a la sierra mecánica —lo que se veía en la hoja era herrumbre, seguro. No era sangre, ¿o sí?—, ella casi podía ver la indecisión que emanaba de Ren. Se daba cuenta de su dilema: su hermano era un hombre de buen corazón, pero había maneras de engañarse uno mismo y llegar a creer que el tráfico de personas estaba bien, que era un modo de ayudar a otros a tener una vida mejor, y que les serviría como medio para continuar con las importaciones de medicinas a la isla.

    Quizá Ren hubiera tenido esas mismas conversaciones consigo mismo. Quizá pensara en el dinero que podía ganar, suficiente para cambiar la casucha junto al río en Baracoa por una casa de las buenas en La Habana. Quizá pensara que estaba bien que Marta dejara aquella vida y terminara sus estudios —podría obtener un visado de salida—, pero que su caso era distinto. Porque el gobierno cubano no concedía visados de salida a exconvictos.

    En la sala sólo se oía el murmullo seco y metálico de un ventilador en el techo. Ren trataba de hilar sus palabras. Hasta que por fin surgieron.

    —Se lo agradecemos, señor Marcon —empezó a decir—. Nuestra respuesta es...

    Va a decir que sí.

    Marta sintió pánico.

    —No, gracias, señor Marcon —farfulló la joven.

    Eran las primeras palabras que decía desde que habían entrado y todos los ojos se volvieron hacia ella. Marta sintió que Ren la vio con rabia, pero ella no hizo caso; en cambio, sintió que los colores le subían a las mejillas, al tiempo que los dos guardias se ponían tensos.

    No era una palabra desconocida en aquella sala.

    Marcon apoyó los codos sobre la mesa, juntó las yemas de los dedos y respondió:

    —¿Has dicho... no?

    —Bueno, no es que no, señor Marcon —respondió—. Quiero decir... lo que quiero decir es... —y se esforzó por voltear hacia la sierra mecánica, sin que se notara demasiado que se esforzaba por no verla—. Es que nuestro padre nos hizo jurar que jamás transportaríamos una carga humana.

    En realidad, nunca lo había hecho. Pero tampoco habría sido necesario. Sin embargo, Marta se sentía como si un gran cartel de neón le colgara sobre la cabeza y dijera en letras luminosas: ¡Mentira! ¡Esto es una gran mentira!

    — A Ren y a mí nos hizo jurar eso sobre la tumba de nuestra madre.

    No era verdad.

    ¡Mentira! ¡Gordísima mentira!

    Marcon miró a Marta y luego a Ren.

    —¿Ésa es su decisión?

    El ventilador continuaba con su metálico sonsonete. Marta contenía el aliento y esperaba la respuesta de su hermano.

    —Sí, señor Marcon —dijo Ren.

    Fue como si los dos guardias que estaban al otro extremo de la sala se quedaran congelados. El rostro de Marcon era inescrutable.

    —Ya veo —dijo por fin—. Pero, de todos modos, ¿tienen pensado seguir trabajando en las rutas? Y transportar... —dijo la palabra con desprecio suficiente como para que se dieran cuenta de lo que pensaba de su tráfico de pequeño volumen y escaso beneficio—medicamentos.

    Y esta vez fue Ren quien intervino.

    —Sí, señor Marcon, como lo hacía mi padre.

    Marta se puso tensa. Oh, Ren, no. No era eso lo que habían acordado. Le echó una mirada de soslayo y él la devolvió con ojos llenos de rabia. Estupendo. Pensó ella. Estupendo. Pero lo vas a hacer tú solo. Y la muchacha, a su vez, le lanzó una mirada que esperó fuera horrible.

    Marcon los observó y los señaló alternativamente con el dedo.

    —Algo me dice que su sociedad se está disolviendo, ¿eh?

    —Pienso que es posible que tenga razón, señor Marcon —contestó Ren con voz firme.

    —Entonces, es contigo con quien tengo que hablar —le dijo Marcon a Ren—. Tengo otra cosa, algo de gran valor, y me gustaría que te hicieras cargo...

    Marta sintió una opresión en el pecho. Se dio cuenta que los había manipulado. Lo único que había hecho Marcon era dividir y vencer.

    El tipo hizo un gesto y uno de sus hombres se acercó a un archivero herrumbroso, abrió un cajón y sacó una mochila pequeña, tejida a mano, y se la arrojó a Ren, quien la atrapó al vuelo. Dentro había un objeto voluminoso, y Marta sintió un nudo en el estómago. Pensó que Marcon no les permitiría marcharse tan fácilmente. Un hombre como Marcon, una vez que te ha clavado las garras, no te deja marchar. Marta se dio cuenta del movimiento de su propia cabeza, y de que estaba a punto de abrir la boca para decir muchas gracias, señor Marcon, pero preferirían esperar a que llegara el dinero, de acuerdo con lo acordado con su padre, cuando...

    —Llévaselo a Outfit en Miami —explicó Marcon—y cóbrale no menos de setenta mil... —entonces hizo una pausa para reforzar el efecto—, y puedes quedártelos como pago.

    Marta contuvo el aliento.


    5

    Cuartel general de la Agencia 08, Edificio Thorne, Nueva York

    Todo había salido mal. Los operadores lo sabían. Los dos agentes de traje lo sabían. El agente en ropa de combate, aunque más relajado, también lo sabía.

    Pero quien lo sabía mejor que nadie era Crowley: la Operación Entrampe estaba saliendo mal. Horriblemente mal.

    La imagen borrosa que habían visto en la pantalla central quedó por unos preciosos instantes al alcance de Crowley. La habían localizado a primera hora de aquella mañana, cuando el Sistema de Vigilancia Sónica activó la alerta. Habían procesado vectores y coordenadas: una embarcación no identificada se desplazaba a máxima velocidad, parecía haber emergido de súbito hacia la mitad de la cuenca de la Dorsal Mesoatlántica, aproximadamente en paralelo con el Caribe.

    La alerta había activado el plan integral de contingencias de la Agencia. La Operación Entrampe, tan querida por Crowley, se había puesto en marcha; el objeto que viajaba por el mar había quedado a la vista, y Crowley lo había tenido a su alcance. Lo había tenido a su alcance. Tan cerca que casi había podido saborearlo.

    Y luego había desaparecido.

    Y después —como si el desastre no hubiera sido suficiente— había intervenido la marina. Había resultado que el objeto se movía en dirección al navío USS Ingram, el cual patrullaba el Atlántico, y algún cabrón en traje blanco había sido presa del pánico, había imaginado que el objeto no identificado era hostil, y ordenó una acción preventiva. Crowley había gritado hasta quedar ronco para que se abortara el ataque. Pero, tan pronto como tuvo a su alcance el objeto, el Ingram había mandado el helicóptero para que disparara un torpedo Mark 54 modificado.

    Detonó frente a las costas de Puerto Rico y todas las señales se interrumpieron. La pantalla central se congeló. Por unos instantes, lo único que apareció en ella fue una imagen pixelada imposible de identificar, un contorno indefinido, inmóvil. Luego la conexión se interrumpió y la pantalla se llenó de estática furiosa y vibrante.

    Los operadores se pusieron a trabajar. Los nerviosos agentes se mordían el interior de los labios y angustiados miraban de reojo a Crowley, quien se limitaba a contemplar incrédulo el revoltijo de la pantalla central, boquiabierto, con las mejillas pálidas. Las palabrotas tomaban forma en sus labios, pero no llegaba a pronunciarlas, como si aún no se hubiera inventado una obscenidad capaz de transmitir todo el espectro de sus emociones.

    —Dime que la marina tiene filmaciones tomadas desde el torpedo —exclamaba. Se volvió hacia uno de los nerviosos agentes—. Gilwell: dime eso. Por lo menos dime eso.

    Gilwell era el técnico de la Agencia; los operadores estaban a su cargo. En ese momento se encontraba entre ellos y les daba órdenes, feliz de poder escapar de la órbita de Crowley, aunque sólo fuera por un instante.

    —Ahora lo estamos confirmando, señor —fue su respuesta.

    Pasaron unos minutos de irritación mientras una agencia consultaba a la otra; y entonces la pantalla central se iluminó y retrocedieron el video —un cuarto de hora— hasta el momento en el que habían tenido confirmación visual de la actividad en el Atlántico. Crowley todavía pensaba que las cosas saldrían bien, y que estaba a punto de supervisar la correcta ejecución de la Operación Entrampe.

    Entonces apareció... el objeto —u objetos— vistos desde un ángulo algo distinto del anterior, el de un torpedo que se acercaba a toda velocidad. La imagen explotó y Crowley se vio obligado a revivir aquel instante.

    —Pásenlo de nuevo —ordenó entre dientes— y deténganlo. Congelen la imagen.

    La imagen se quedó inmóvil.

    —¿Qué es lo que vemos, Phibbs? —le preguntó al segundo de los sudorosos agentes.

    Phibbs, el especialista en biología marina de la Agencia, se aclaró la garganta.

    —Es difícil decirlo, señor.

    Crowley le lanzó una mirada fulminante.

    —¿Y qué tal si lo intentas? Y si empezaras por decirme si es o no algo que reconozcas, ¿eh?

    Phibbs bizqueó en un esfuerzo por ver bien la imagen.

    —¿Y bien? —insistió Crowley—. ¿Parece humano? ¿Acuático?

    —No, y tampoco parece un artefacto militar.

    —No parece un artefacto militar de la Tierra —le corrigió Crowley—. No parece un artefacto militar humano.

    —Ciertamente parece que se trata de un navío de alguna especie.

    —¿Puedes mejorar la imagen, Gilwell?

    —Negativo, señor. A menos que quiera ver una pantalla llena de pixeles.

    —De acuerdo, Gilwell, volvamos a intentarlo. ¿Puedes mejorar esa imagen?

    —¿Quiere usted ver una pantalla llena de pixeles, señor?

    —Quiero que lo hagas como los de CSI, los de la serie de televisión.

    —No se puede hacer, señor. Lo que está viendo es la mejor imagen que se puede obtener desde un torpedo híbrido ligero Mark 54 modificado yendo a cien nudos.

    Crowley miró con odio al encargado de tecnología.

    —Esa... llamémosle embarcación... ¿dónde está ahora?

    —La explosión hizo que perdiéramos contacto con el Sistema de Vigilancia Sónica, señor —respondió Gilwell—. En estos momentos no podemos localizarla.

    Crowley frunció el ceño.

    —Pues más te vale que la encuentres. Envía ahora mismo un equipo y que exploren la zona, que exploren todo el puto océano si es necesario. Tienen que encontrarla.


    6

    Un mercado lleno de turistas en Haití

    El muchacho había dejado atrás los embarcaderos y había llegado al mercado. El bullicio, los colores y los olores lo aturdían. Comida exquisita, camisetas obscenas, productos de cuero y llaveros, todo lo que un turista puede llegar a desear estaba a la venta en puestos alineados sin ningún orden, protegidos del sol por sombrillas de colores vivos y abigarradas telas que aleteaban con la brisa. Los turistas se paseaban entre la gente del lugar; los ruidosos y persistentes vendedores callejeros los abordaban; mujeres cargadas de bolsas caminaban a paso rápido entre los visitantes; los comerciantes se afanaban con los cestos y tres hombres sentados tocaban tambores, dando ritmo al clamor de vendedores y clientes, al gimoteo de los ciclomotores y a la estridencia de las bocinas.

    El muchacho se detuvo y contempló las multitudes que iban de un lado para otro. Aún no recordaba nada. Aún llamaba a una puerta cerrada y le pedía a su memoria que saliera a jugar. Y cuando la recobrara, ¿regresaría a cuentagotas, como una sucesión de fugaces vislumbres? ¿O regresaría como una gran descarga de información, como la nieve que se cae de un tejado? Había albergado la esperanza de que el mercado le resultara familiar, o que uno de los vendedores le dijera: ¡Ah, estás ahí!

    Pero no hubo suerte.

    Escudriñó los rostros de la multitud y se preguntó: ¿Y si busco a un policía?. No llevaba nada encima: ni cartera, ni documentación, ni teléfono, ni dinero. Nada. Tal vez le hubieran robado, y de ahí el golpe en la cabeza. ¿Y si se había caído de un bote y tenía que encontrar a un operador turístico, o a un socorrista? ¿Qué hace la gente cuando quiere que la encuentren?

    Había que evitar el pánico. Ya le vendría la memoria. No tardaría en reírse de lo que le había ocurrido. Se felicitaría por no haberse alterado. Mientras tanto, tendría que seguir buscando. ¿Qué? Lo sabría cuando lo encontrara.

    Echó a andar por el mercado y entonces, de pronto, se dio cuenta de que un niño venía corriendo hacia él, cargado de cinturones.

    —Hola, jefe —gritó el niño, haciéndose oír pese a los tambores; debía de tener ocho o nueve años y lucía una amplia sonrisa—. ¿Habla inglés? ¿Francés? ¿Creole?

    El niño se detuvo, porque advirtió que el muchacho había cerrado instintivamente el puño. Quería ocultar las palabras escritas en la palma. Miró al niño y abrió la boca para hablar, cuando se percató que ni siquiera sabía en qué idioma hablaría. Ni siquiera recordaba el sonido de su propia voz.

    El niño le miró con apremio.

    —¿Jefe?

    —Yo hablo... —los tambores se detuvieron—, inglés.

    —Ah. Es americano, ¿eh?

    —No, no lo sé. Quizá. Mi acento es americano, ¿no?

    El niño asintió vigorosamente con la cabeza.

    —Sin duda. Usted es americano. ¿De dónde es, señor?

    Buena pregunta.

    —No lo sé.

    El niño estaba desconcertado, pero no dejó de sonreír.

    —¿No lo sabe?

    —Estaba en el mar y...

    —¿Usted nadaba? ¿Ha venido en barco?

    Quizá sí. Como si fuera una respuesta, sintió punzadas en la nuca.

    —No estoy seguro. ¿Sabes si ha habido algún accidente con algún barco?

    El niño parecía no saber nada.

    —¿Si un barco se ha hundido? —preguntó—. ¿Si alguien se ha caído de un barco? —volvió a sonreír—. ¡Usted se ha caído de un barco!

    —No lo sé. Puede ser.

    —Entonces necesita un cinturón. ¡Un cinturón de seguridad! —gritó el niño entre risas.

    Así no iba a llegar a ninguna parte.

    —Gracias, pero ya tengo cinturón. Gracias —dijo.

    El niño le miró a la cintura, donde no había ningún cinturón, meneó la cabeza y se marchó en busca de otras presas.

    De nuevo solo, el muchacho siguió adelante

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