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Prototipo
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Libro electrónico102 páginas1 hora

Prototipo

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Prototipo: el primer molde, quizá el modelo de un vicio, en algún caso, el de una virtud. El libro de cuentos que lleva ese título, el primero escrito por Pablo Montes (Ciudad de México, 1980), es ante todo una muestra de imaginación de su autor. De lo anecdótico de un lugar helado, el sueño fatídicamente cumplido de un huérfano sin habla, la dispa
IdiomaEspañol
EditorialEditorial Ink
Fecha de lanzamiento14 feb 2019
Prototipo
Autor

Pablo Montes Castro

Pablo Montes cursó la carrera de Derecho en la UNAM. Su ejercicio profesional como abogado le inundó el escritorio de dramáticos e intrincados asuntos, principalmente de la rama del derecho familiar, lo cual reafirmó su interés por la búsqueda de anécdotas destacadamente ajenas a los sucesos en juzgados. Luego de años de como abogado, tuvo la fortuna de integrarse al último taller de narrativa que impartió Daniel Sada, donde descubrió ciertas astucias que lo ayudaron a escribir aquellas anécdotas de su preferencia, llenas de intriga e imaginación, siendo casi el único alumno que escribía cuento en el taller del reconocido cuentista. Ha publicado en antologías, revistas y ha colaborado con recomendaciones de lecturas para la radio. Imparte clases de ajedrez en casas de cultura y particulares, y continua ejerciendo su profesión de abogado, lo cual reafirma su deleite con las anécdotas ficticias.

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    Prototipo - Pablo Montes Castro

    Temblores de la espina

    Atrapado debajo de un cúmulo de cobijas. Sus manos combatían la orden de salir del calorcito quimérico. El aire se había cristalizado en filosas hojas heladas. El gallo murió unos días después de traído, pero se sabía que era de madrugada. Nada se movía adentro sino el glacial miedo por levantarse. Lino apartaba el peso de doce cobijas, sacaba las piernas temblorosas de la cama y se ponía de pie antes de que la escarcha apareciera en su nariz. A nadie se le hubiera ocurrido desvestirse la noche anterior.

    Observar a través de la ventana: la espesura del aire que hiere, que estremece; el antes del amanecer poseído por el soplo de un Creador que se ensaña en congelar un grano del mapa terrestre. Ahí, donde no es posible otra vida que no sea una de temblores de la espina, de manos engarrotadas, de sinsabores y quebraduras. Ahí quedaban pocos. Ninguno conservaba la cordura.

    De las paredes de la casa de Lino colgaban los retratos de su familia; los mayores, muertos. Su madre, fallecida cuando él era niño: una sonrisa que negaba las penurias de vivir en Harcesca. Pero se había ido, antes de padecer miles de madrugadas más encerrada en lo inhóspito. Sus hermanos, fugados al sur, al oriente, donde el sol les tibiara la sangre. Y su padre, autor del oficio de vivir nomás midiendo la temperatura del valle. De la familia sólo quedaba, pues, Lino. Dedicado al mismo oficio. Por unos cuantos pesos. Reportar lo que el termómetro, clavado en un tronco seco, marcaba en la madrugada, a medio día, entrada la noche. El gobierno le pagaba apenas lo necesario para vivir, y unas cobijas donde envolver la osamenta.

    ¿Para qué la estadística? Porque sí, porque todo país debe tener su región más fría. Un dato para comentar en las sobremesas de las ciudades. Para decir, levantando las cejas: hay otros que sufren más frío, esto no es nada. A costa de la extinción del ánimo de unos pocos supervivientes.

    Nunca Lino puso un pie fuera del valle. Sólo sabía vivir en esa garganta que respiraba aire del norte. Quizá, si hubiera seguido a sus hermanos cuando lo llevaban a viajar, habría conocido la bondad del clima templado. No regresar. Pero su padre le hablaba de guerras e incendios propagados detrás de las montañas. De la avaricia, de la opresión de los dueños. Prefirió guardar la aventura y honrar el trabajo del viejo.

    Endurecido, la piel curtida, la mirada clavada en el centro para no tronarse las pupilas, Lino salía a leer la cifra que el antiguo termómetro marcaba. Anotarla y comunicarse por radio a una Central. Allá, juraban que Lino inventaba el número, que no se tomaría el sufrimiento de salir de madrugada a ver un menos diez, menos quince grados. Quién iba a comprobar si era cierto. Una traición al oficio y memoria de su padre habría sido, por eso Lino jamás inventó la lectura.

    Los días recientes los datos eran crueles: cada vez más cerca del registro histórico: veintidós grados bajo cero. Su padre contaba que se sintió sordo aquella madrugada, que el aire no portaba ningún ruido, que su perro había decidido no despertar más. Unos cuarenta años pasaron, y ahora, la marca del termómetro caía por la gravedad del hielo. Al informar un dato así, tal vez pensaran que Lino se había desquiciado, igual que la última mujer que habitó Harcesca, quien apareció quemada en una hoguera dentro de su casa. O los tres hombres que quedaban, además de Lino. Ellos no temían el mentado infierno: Lo conocemos ya, si pecamos entre nosotros no tememos, no puede haber peor castigo que habitar este lugar.

    Cómo conservar la cabeza clara. Era una obsesión. Lino seguía la rutina de las medidas; y luego: cortar leña, encender una fogata, limpiar la chimenea. Andar por el camino que bordeaba las demás casas, escuchando los gritos promiscuos de los otros. Buscar la propia sombra sobre la tierra desflorada. Pululaba en el bosque de espectros. Desandaba los pasos. Los viernes, esperar las despensas traídas en una camioneta para los sobrevivientes. Los lunes, firmar el recibo cuando le enviaban el sueldo. Pero cada vez era más difícil soportar la rutina. El frío aumentaba como un rencor zarandeado, como un odio avivado por nuevas ofensas. Aplastaba las ganas de seguir respirando en Harcesca. Qué le quedaba a Lino, nada más que soportar la soledad, seguir anotando la temperatura. Ver cómo se aproximaba el último latigazo del hielo; el exterminio.

    Lino levantaba la mirada a mediodía: el sol deslucido, como si estuviera detrás de una cúpula invisible que rebotara sus brazos cálidos. O tal vez, como si el cielo fuera un mar gélido donde estuviera inmerso, enfriándose su corazón. Entonces por eso no daba consuelo, no calentaba nada. Un día iba a caerse en pedazos, no ardientes; más bien vueltos témpanos.

    En la Central, unas voces calcularon: Ahora sí será el final. Nadie quedará en Harcesca. Nunca se había visto tanta maldita ira del frío. El que nos da el reporte se habrá escapado, eso le convenía. También a los demás. No vale la pena enviarle dinero. Que la camioneta tampoco se fatigue. ¿Quién va a creernos: menos veintitantos grados? Inventemos algo razonable, que la estadística no pierda creyentes.

    Lunes, desolado. Viernes, terrorífico. Sin paga, sin comida. No quedaban borregos, o gorriones, menos víboras. Las hierbas, todas quemadas de frío. Así, imposible soportar el castigo. El abandono insufrible. Lo definitivo: la señal de radio había sido cortada. La Central se desvaneció. Entonces, a Lino le quedaban preguntas, nada más: cómo dejarse ir, cómo: ¿cerrar los ojos, apretarlos fuerte aunque amanezca? Iluso andar decenas de kilómetros hasta el poblado vecino. Observaba la imagen de su madre: confirmó, creyó hacerlo, una sabia decisión en su sonrisa: morirse a tiempo. Y los hermanos idos, y el padre que le heredó la costumbre. Había que cumplir hasta lo último el deber.

    Lino se levantó el martes. El aire apuñalaba sus mejillas. Se plantó frente al termómetro: veinte grados y medio bajo cero. Qué pasmoso destino. Aunque, antes de volver a la casa, escuchó un alarido. Sacrificaban a uno de los hombres que quedaba. Encuerado, lo aporrearon de un golpe en la nuca. Así, destazarlo, que la sangre apenas tibia, alimentara a los rapaces que se salpicaban, atragantándose. Lino hubiera vomitado más, pero no escupía sino baba helada sobre sus botas quebradizas.

    Vendrían por él. Mejor, atrancar la puerta, aunque eso significara incumplir la lectura del termómetro. Lo jamás pensado, ni por una vez. Pero, recordar que acecharían, lo iban a cazar. Si les quedaban fuerzas. Acorralado, Lino resolvió aguantar. Si los hombres rodeaban su casa, no soportarían la furia del clima. Una madrugada, por mucho, dejar de tomar el registro. Sólo así podría volver a hacerlo, cuando los otros ya no vivieran. Pero, ¿qué, de él?

    Antes de lo pensado, los cazadores se extinguieron. El

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