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El Pueblo En Sombras
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Libro electrónico625 páginas8 horas

El Pueblo En Sombras

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Carlos Lpez Dzur ha reunido sesenta de sus relatos en una coleccin que constituye una novela El pueblo en sombras y un personaje colectivo: el Pueblo de San Sebastin del Pepino, municipio puertorriqueo fundado en 1752. Del espectro de habitantes y, entre tan distintas personalidades y clases sociales, nos lleva a conocer a una que se aplauden con empata y otras que fueron temidas. Revela momentos epocales de antes de 1898 y describe, el carcter particular de los tipos humanos segn se transforma la idiosincracia colectiva. Estos episodios, sacan de las sombras, en que cobijaron una especie de aislamiento que asfixiaba, de ambiente incestuoso, de insularismo, de genealogias y abolengos venidos a menos, de maldiciones que se cargaban de generacin en generacin como una telenovela, que le daba cierto cariz de Macondo al pueblo [Dr. Arnaldo Cruz-Malav, profesor de Literatura Comparada y director asociado del Latin American and Latino Studies Institute, de Fordham University, New York].

La novela avanza para recrear a personajes de ayer y otros ms comtemporneos que se fueron a los EE.UU., a los barrios newyorkinos y de Chicago y expone cmo fue su readpatacin o desadaptacin a su regreso. Entre los personajes del libro: Mantillita, la Beata, Don Perico, Juanito Rosa, Luisa Bottari, Chiln el Malo, Cucn Oronoz, Nano Ortiz, Cheo el Oso, Lolo Puya, Nico Chavito, Yayo el Turco, Sopanda y muchos otros.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento20 feb 2014
ISBN9781463378639
El Pueblo En Sombras
Autor

Carlos Lopez Dzur

Carlos López Dzur obtuvo un galardón poético del Chicano Literary Contest de la Universidad de California. Irvine, en 1986. Por su vivencia en la frontera mexicoamericana e interés en sus problemáticas, las revistas Voz Fronteriza, Maíze, La Guarida del Hopo, Tzentzontle, El Último Vuelo, Melquíades le publican ocasionalmente sus cuentos. El autor es puertorriqueño (nacido en San Sebastián del Pepino), graduado en la UPR, San Diego State y la Universidad de California con una M.A. en Literatura Comparada y el doctorado en filosofía contemporánea. Se le incluye en Antología de Poetas de Baja California y en Diccionario de Escritores Mexicanos del Siglo XX de Aurora Maura Ocampo de Gómez. Desde el Diccionario de Literatura Mexicana. 1988, se anota su interés por el tema migratorio. A su amor por Tijuana López da continuidad con colaboraciones en El Sótano, Letras Salvajes y otras antologías como Entresiglos: (Per}versiones en el Paraíso. Publicó varios libros de cuentos y novelas, entre ellas «Sarnas de la ira parda» (1980 y 2016), «El Pueblo en sombras» (2005), «Cuentos Osirianos para despabilados» y «Cuentos sediciosos y bolivarianos», y el que ahora presentamos con Palibrio sobre Tijuana en dolor de parto. Vivió por 3 decenios en los EE.UU.. y regresó a su país.

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    El Pueblo En Sombras - Carlos Lopez Dzur

    Copyright © 2014 por Carlos López Dzur.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   2014902422

    ISBN:   Tapa Dura                978-1-4633-7865-3

                 Tapa Blanda            978-1-4633-7864-6

                 Libro Electrónico  978-1-4633-7863-9

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    Fecha de revisión: 12/02/2014

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    Suite 200

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    ventas@palibrio.com

    524236

    ÍNDICE

    1   Guilimbo no cobrará nada

    2   La capitaleña

    3   El acto de Cobita

    4   La casa embrujada

    5   Los delirios de Belén

    6   Luisa y Chilín

    7   Ahí va Don Medi

    8   La Carlita

    9   El ingeniero

    10   El último adiós a Marcianita

    11   Don Lion el Levitante

    12   La mosca muerta y el barbero

    13   El Gringo de Cubero

    14   La sangre que se escurre

    15   Pedro el Bujarrón

    16   La muerte de Nano Ortiz

    17   Crucito el feo

    18   Reflexiones antes de la caída

    19   Las profecías de Don Lion

    20   Yayo el Turco

    21   ¿Pero pa’ qué?

    22   La paliza

    23   Mantillita

    24   La ginecóloga

    25   Celo el cuerpo de Pedro Liciaga

    26   Nico Chavito

    27   Juanito Rosa

    28   Sopanda

    29   Don Perico

    30   El pacto de los Fundadores

    31   La bacinilla de porcelana

    32   El disparo

    33   El carabalú de María Peregrina

    34   ¡Aquí viene Oppenheimer!

    35   Cento nuptialis

    36   Sabiduría de Catín La Coja

    37   Los ultrajes contra Eulalia

    38   Jimmy Meneíto

    39   Moncho Botella

    40   El fantasma de Mingo

    41   El loco Cancel

    42   Chila Cubero

    43   El patriota americano

    44   El primer héroe

    45   Los huéspedes amados, 1923

    46   Vale Santoni

    47   La ruleta rusa

    48   El derrumbamiento

    49   Por el voto, vengo a verla

    50   Cecilio, el desobediente

    51   El perro que enamoraba las hormigas

    52   Levante el corcho y gane

    53   Memorias de Genaro Eleuterio en el ‘Pueblo del Que se Joda’

    54   El día que nos pidieron cuentas

    55   El arresto de Hernán / el Brincacharcos

    56   El loro Guillé

    57   Lolo Puya

    58   El talibán boricua y Lolita

    59   Pancha Tantra

    60   «Mi corazón en el dolor tan viejo»

    61   La Fiera Santa y el poder en la madriguera

    62   Luis Ríos, 1949

    63   Figuraciones de Don Pepe Cancio

    64   Cheo el Oso

    1

    Guilimbo no cobrará nada

    En los primeros veinte años del siglo XX, se intensificaron los males que en el siglo XIX caracterizaron la explotación del jíbaro. El hambre en las familias, el maltrato del campesino, el ultraje de las niñas del peonaje, la ignorancia, la ignominia y las humillaciones, todos los males sin dejar uno, se asomaron al campo.

    Una reunión de sufridos, disgustados, por causa del maltrato recibido, se produjo en Guajataca, un barrio del pueblo llamado Pepino en el centro oeste de Puerto Rico.

    ¡Ya no aguantaban más lo que sucedía en una finca de Cecilio Echeandía con uno de sus mayordomos! Alejandro Bernal fue su nombre. Uno de esos Bernales, emparentados con quien de su persona hubo quejas y se lo denunció con décimas de muerte, cantadas en 1898: Victorino Bernal Toledo. Muerte y venganza, por razón de la soberbia de unos pocos peninsulares, que se autoproclamaban el Pie de la Espada Blanca y, en política, realistas e isabelinos incondicionales.

    Por cuanto los latifundistas, además de enredadores y malapagas, elegían entre sus parentelas gachupinas un verdugo, el capataz incumplido y prepotente, el peonaje del campo recaudó en colecta entre vecinos un dinero para que se le diera la muerte. Duro resultaba hasta creerlo. Para que lo escucharan, hasta para los sordos se dijo:

    — No hay remedio. ¡Hay matarlo!»

    —¿Quién ha de ser el valiente que lo mate?», preguntaban entonces.

    Había que matar a Alejandro, el mayordomo. Y, como no había valor para enfrentarlo, acudieron a un brujo con la oferta.

    «¿Cuánto cobrará Guilimbo?», fue otra de las preguntas.

    Rumoran que él mata sin lesna y origina del más fuerte almendro, un árbol carcomido. Al más joven transforma en persona vetarra. Es un espíritu noctívago, brujo temido. Hombre grande, ojos azules, y vive en La Laguna, cerca del Chorro de Collazo.

    El campo, con su gente, sólo sabe ver sus pleitos propios con la mala fortuna, viéndoselas negras, sin que ninguno redima o rompa las falsías de la desesperanza. El jíbaro quiere creer, soñar y es bueno; mas pocos son sus amparos. Mas, mal que bien, alegan por ahí, entre Juncal y Cidral, que Guilimbo compadece y salva. Al fin, que le fueron con la oferta y, tras muy poca conversación, el brujo asintió y se mantuvo en lo dicho.

    No se crea que fue simple dar un paso y declarar el imperativo: «Mátalo». Casi temblaban ante Guilimbo Borrero, todo el grupito de campesinos, cuando se le tuvo en frente. Se convencieron de que el brujo atraviesa a todos con sólo su mirada.

    «Lo que me dicen de ese mayordomo es cierto. Lo sé. Guarden el dinero. Yo no voy a cobrar nada», escucharon que dijo.

    —¿Y si no cumple? —, dijo alguno con timidez.

    —Es mejor que se pague por la oferta—, agregó otro.

    —No es necesario. Cumpliré—, dijo el brujo.

    Se habían reunido en un trecho del camino que va del Juncal a Cidral. «Me voy a encargar de él», advirtió el hombre, de 5 pies, nueve pulgadas de estatura, nariz aguileña tan filosa que parecía un judío. Lo observaron. Es delgado y de pronto parece tan gentil. Vestía muy bien, con sombrero Fedora, de fibra de Panamá. Y, en fin, hasta él filosofó para ellos.

    —Es que ustedes son el pueblo penitente que en los relapsos perviven, con las manos extendidas, mientras a sus pies les pican las tarántulas, pero no digan nada. Ni digan que compraron o tramitaron un servicio mío, tarantulados por un arrebato pasajero. Ni juren que me hablaron con lenguas de tapujos, yendo y girando por coraje e impotencia como ruleta paliadota y palillo de suplicaciones.

    Marchó. El grupo se sintió más tranquilo.

    Cuando puso sus manos en la obra, Guilimbo, el brujo, consultó sus baúles. En el interior del que llamó su baúl de haceres, baúl de hacedores, vio sus cebos, huesos de animales, yerbajos, potes de mierda de boa y variedad de ungüentos y él, entre examinativo e invocante, a cada artículo o material que había guardado, lo miró con muchos ojos. A su mente vino una tarántula que le dijo este nombre: Alejandro Bernal y también escuchó el relincho de su caballo.

    Durante toda una noche de invocaciones, inventaría unos polvos mortíferos y determinó las horas en que tendrían efecto y el lugar cuando los derramara donde tendría que esparcirlos y sudaba una gota fría en su trabajo esotérico.

    Salió, al fin, rumbo a las inmediaciones del barrio Guajataca. Jineteó muy seguro de que hallaría la tarántula, la víctima invocada por él. Después de casi media hora de cabalgar, vio el caballo de Bernal, amarrado a una estaca. Guilimbo bajó del suyo y sacó de las alforjas dos puñados de los polvos y los esparció a los costados del caballo y el terreno que caminaría, al momento de irse de vuelta a su casa. Echó dos puños más de polvo, cerca de la estaca y al pie de los ijares del animalejo.

    Después se distanció y un ceferito suave sopló hacia el Oeste. Dijo para sí:

    —Viene la muerte.

    Está al llegar la desdicha de la briba, van a llorar los lloraduelos y la Mano de Dios hará justicia a la reala.

    A la siete de la noche, el mandamás de la Hacienda de Echeandía se dispuso a subir a su caballo. Y alzó la pierna derecha, con el fin de fijarla al estribo y un dolor estomacal lo sorprendió de improviso. Fueron dolores tan intensos que pensó que no podría subir a su montura.

    Pudo, tras varios intentos, sobreponerse. Montó a fin de llegar, ya pasaditas las 7:15 de la noche hasta su casa. Su prisa urgía, como si se cagara y entró a su habitación. Se quitó las botas, la camisa y comenzó a examinarse el ombligo. Todo su estómago estaba afiebrado e hinchado como nunca había visto.

    Escuchó los relinchos de su caballo. Lo había dejado atado cerca de un ventanal de la casa y se asomó a verlo brincotear, inquietamente, sobre una monterada de tarántulas. Esto se evidenció la misma noche, porque bajó con gran esfuerzo y con una antorcha encendida lo vio.

    Quiso que se calmara su caballo y, al acariciar las patas de la bestia, sentía como polvos o sarnas intensas en sus dedos y, aún sí, volvió a la cama. Sin lavarse las manos, regresó a la tarea de sobarse la panza y examinar los colores del ombligo, su hinchadura exagerada.

    A las diez de la noche, había crecido tanto la tripa tan maldita que lo asustaba, crecía sin medida, doliéndole. El médico que él mismo ordenó que se trajese llegó tarde. Se reventó su ombligo y le salieron unas pústulas sanguinolentas, derramándose como plasmas.

    A menos de dos noches de la oferta que hicieron a Guilimbo, aquel día del año ’20 se cumplió lo prometido.

    Ahora los malvados con los obreros temen a ese nombre. El del brujo. En Guajataca, otros lo bendicen en secreto, sin dejar de aterrorizarse al pensar lo que sus polvos de huesos y su herbolaria venenosa ocasionan en los verdugos.

    A más de treinta años de la muerte del brujo, a Guilimbo, el que mata o da buenaventura, aún lo invocan o dan referencias de él para fines políticos. (*)

    (*) Este es un ejemplo muy posterior a la muerte de Bernal y en el que se invocaba todavía el poder de Guilimbo, ya difunto: A ese candidato de la PAVA, no lo salva ni Guilimbo: decía Piri Márquez, en programa radial del Partido Popular, en 1970, para describir a los malos candidatos sin posibilidades de triunfo en unas elecciones.

    (*) PAVA, símbolo de jíbaro o campesino puertorriqueño, cuyo perfil tiene un sombrero de paja en la cabeza. Emblema utilizado en la bandera rojiblanca del partido (PPD, Popular Democrático).

    2

    La capitaleña

    La Capitaleña es una afrodita pandemoníaca, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por los varones de uno que otro pueblo. Cuando se cansa de la costa, invade los poblados y ruralías. No tiene un lugar en la Urania, en los Cielos que Platón divinizara. Viene por campesinos dotados. Le gustan los árboles de granadas y limas, las casas con palomares y golondrinas.

    «Es perversa», alegaron los menos.

    Se lo dijeron al juez del Pueblo del Pepino quien vive por la Calle Hostos, rumbo a Guajataca, por la salida que va hacia a Lares.

    —No es de aquí. Viene de lejos.

    La acusaron de robo.

    Ella dice que no trae un peso encima. Si algo robara, ella hurtaría más belleza y encanto de los cofres divinos. No el oro, hebras de lana dorada. Eso no le importa. Ella es la curiosidad andante, el anhelo de vivir y conocer. Es como Psique.

    Y se ha prestado a que hurguen en lo que trae. Que le pongan las manos bajo sus faldas y examinen su corpiño. Nada esconde. Camina a pie, o se sienta tras un jinete que cabalgue; ella, en las ancas, le clavará unos senos lindos, túrgidos a las espaldas de quien la transporte, no un cuchillo. Mas a todos los hechiza con el aroma de su cuerpo. Y son tan malagradecidos. No la comprenden. Se quejan más que ella.

    Como si fuera uno de sus admiradores sin pensarlo, Pedro Echeandía Vélez, a los 50 y pico de años, cuando la tuvo que juzgar a fuerza de formalidades pues había sido acusada de un hurto, dijo, no ya para sí, sino al escribano de la Corte:

    —Déjeme este caso para último. Recibí unos informes especiales que competen. Esto es más complicado que lo que ya supone.

    Por primera vez, él estaría en presencia de La Capitaleña y los ojitos verduzcos le brillaron porque una mujer, con tal belleza, de seguro habría nacido en la Isla de Citera. Sería una ninfa de las montañas. Le habían dicho que, por días y días, caminaba desde el Oriente hacia las ruralías, donde el ganado se dispersa, se compra, vende y distribuye por todo el noroeste. Y es ganado especial. Con él, estos criaderos, pastan las vaquillas y ovejillas cuya lana es de oro. Unos torillos, intensamente fecundos que, apenas al crecer, enriquecen las haciendas.

    ¿Será que esta mujer es un numen venéreo? ¿O una afrodisia grata que desafía a los pequeños ganaderos? Echeandía Vélez mintió ante el escribano. No quitó su mirada de ella. Se embelesaba.

    Lo que sucede es que la mujer le gustó. Y él está sin cónyuge. Francisca R. Font-Feliú, con quien procreara a Sebastián, Emilia, Julia y Juana, ya ha muerto. Estas niñas, sus hijas, no comprenderían que él se sienta solo en una casa inmensa, a la salida que da a Lares. Al frente, hay solo un cercado de ganado; a la distancia, toronjales y cítricos de la hacienda de Hermida. El no tiene con quién hablar. Apenas sus hijos le visitan. Se divierten con los cuidados que les brindan los tíos, sus mujeres, sus primos…

    Tiene la intución del tiempo rescatable. En la casa, queda una botella de un vino que se adquirió de España. Como la visitante, él mismo se considera una figura misteriosa. Un fantasma en el pueblo. Es lector, sabe de todo, ama los clásicos. Tiene en su mano la Balanza de la Justicia. Y acerca de La Capitaleña tendrá la última palabra. Emitirá un buen juicio. Uno como los que solía dar su padre.

    Entiéndase: él es de la cepa arcaica de Echeandía-Medina, quien tuvo su mismo nombre (Pedro Antonio, n. circa 1830) y quien fue separatista. En 1898, él renovó su rebeldía, reorganizó su conciencia. «Si no estuve con España que no crean las cañoneras de Brooke, Roosevelt y Miles, que me pasaré a su bando; yo no creo en el bizco sagastino, Zar de Barranquitas». Cuando habla del Bizco, la gente sabe que se refiere a Muñoz Rivera, padre de El Vate.

    Hoy el juez Echeandía Vélez será réplica de su padre. Esta mujer no es veneno moral del anexionismo, pandemonia de valores malsanos. Es sólo Psique en aras de amor, seguridad y futuro. No que dijera que la hará su esposa. Es otro cantar. Se siente solo. No es justo.

    Dijeron que La Capitaleña es mañosa y que vive lo mismo en una cueva, junto a Eros, culebrón alado, que en la cima de una montaña. Eso tendrá él que verlo y evaluarlo. Hoy la cima de la montaña será su convite. De ésto dependerá la suerte de la hembrita.

    A su comparescencia en el juzgado, se personó solita, indefensa y dijo que anhelaba volverse a su ciudad… Tiene prisa, le urge y aquí la sujetan a una dura espera. Su incertidumbre es como bajar al Hades. Es él, Pedro Antonio, quien con ella discutirá la esencia de sus vidas y pondrá solución al hecho de que nadie vaya a verlo. A él, con la lámpara de la justicia cogida del mango, hay que darle un valor. Es el juez.

    —Aquí no me comprenden—, dijo dulcemente.

    Y él, desde sus 5’.7" de estatura, su cuerpo blanco y de rostro colorado, consoló:

    —Tranquila, mujer. El día de hoy ha sido muy pesado; pero prometo que yo le haré justicia antes de irme.

    … pero, por de pronto, en Pepino, un jinete la acusó de robarle hasta el alma.

    —Es una ladrona y una puta—, se explicitó por escrito en las actas judiciales.

    —Llevo horas aquí. Estoy cansada.

    No se ablandará él con esos lloriqueos. Es al Juez Echeandía quien ella tiene enfrente. Punto.

    «Este casito déjamelo para después, casi cuando me vaya», instruyó él.

    Alegan que la Capitaleña bajó recientemente al Hades, al inframundo, y consultó los secretos que se les dio a Perséfone y Afrodita en una caja negra. Una cosa, en rigor, dijeron por cuanto es curiosa. Es una ladrona. La acusan de que robó un cúmulo abundante de belleza prohibida y confiscada que perteneció a otras deidades de la Urania.

    Ella, diosecilla mundana, mortal común y corriente, dice que la belleza allí, en cielos inefables, arquetípicos, no es necesaria; más ha de serlo aquí, en estos pueblos que visita y que son tan penetrados e invadidos por brujas y piratas. Extranjeros.

    La capitaleña dijo: «Soy realista, pragmática y, sin mis dones, vulnerable».

    La vida no es fácil sin ese don particular que posee, ser buena hembra, valiente, arriesgada, mujer de armas tomadas, aún no domada por extraños. Ha vivido entre monstruos, vaqueros, persiguidores y acaparadores del oro de las ovejas doradas y, en rigor, ha vencido. La belleza manda. Tonta no es ni quiere serlo.

    Son casi las 6:00 de la tarde y pregunta por la casa de la viuda de Juan Juliá Vergés, Doña María Castañer. Otra vez preguntó al escribano si todavia se tendrán cuartitos para rentar en lo que fuera el Hotel Juliá. No ha dormido bien en días y, en sus 25 años de edad, es la primera vez que entra a un pueblo sin que le ofrezcan una cama blanda, o una colchoneta con que echarse en un establo y sí, le urge que se pregunte a Antonia Juliá, o su madre, si es que rentan aún unas habitaciones, con agua para darse un baño.

    —¿Cuánto más será mi espera? ¿A cuánto ascenderá la multa?—, exigió como respuesta la mujer.

    A pocos minutos la pasaron a la oficina del juez y se tiró en la silla, mortificada. Se le estaba acabando la paciencia. Fue así que sus pechitos se sacudieron bajo la ceñida blusa. Provocaron un terremoto en los ojos del hombre. ¡Qué manera de sentarse! Fue visualmente excitante. Está acomodándose pausadamente. Distribuye su anatomía hermosa. El escudriña su talle, volviendo después a su dignidad y al disimulo.

    —Examiné el expediente del caso. Sé que está desesperada. La multa será grande, pero yo voy a arreglar ésto porque ha sido paciente y no quiero que vaya a la cárcel—, dijo Echeandía.

    —Se lo agradezco; haré lo que me diga. Estoy tan cansada».

    —Voy a llevarle a mi casa hoy, porque el escribano dijo que preguntó por el hotelillo cerrado de Juliá. El cansancio se le quitará con una copita de vino. Mañana, al amanecer, pago la multa, porque esta noche vendrá conmigo. Seré su anfitrión si me admite que lo sea.

    —¡Bendito sea un hombre tan bueno! —, dijo ella.

    —Yo me acuesto antes de las 12:00 de la noche, o aún más temprano. Entonces, pongámonos en camino y a probar ese vinito que he guardado.

    Y, entre discretas penumbras del atardecer, Echeandía y La Capitaleña llegaron a la casa. Pernoctaron juntos. En fin que se bebieron el vino y amanecieron sobre la misma cama. El le pagó la multa. Ella no volvió al juzgado. Se aficionaron por días a rutinas de sexo, aunque los años de él y sus potencias de macho se menguaban, porque la mujer fue insaciable y, con el tiempo de las gallinas, se cancelaba su noche. Quería soñarla en el mundo de la Afrodita Urania, la del Cielo.

    Ella practicó sus artes prácticas. Le servía su desayuno. Medio limpiaba la casa. Si bien lo surtía de sonrisas, placer, dulzura y mimos, su esencia voluptuosa comenzó a atraer a otros hombres y las palomas mensajeras iban y la comunicaban. Se acercaron los extraños cada vez que se apagaban los bombillos. En una noche, La Capitaleña en la misma casa de su anfitrión turnaba a cuatro hombres. Les entregaba sus placeres y el juecesito, ronca que te ronca.

    De modo que a sus hermanos Cecilio y Getulio llegó la noticia. En la casa de Pedro, algo sucede que no funciona bien, como debiera serlo. Es que las luces eléctricas de Echeandía originaron ciertas sospechas entre sus propios hijos. Sebastián, de veintiseis años fue con Emilia, con la edad de 24, y sorprendieron a La Capitaleña.

    —Usted es muy joven para andar con él. El puede ser su padre—, le dijo Emilia cuando lo vio besándola.

    —No es la criada como él dijo.

    —Papá, echa a esa mujer de la casa. Ella no tiene vergüenza», insistió ella.

    —No, porque yo la quiero y, no sólo éso, que mañana la llevo a la bohemia del Casino.

    Y tan enamorado estuvo Pedro Antonio que así lo hizo y ocasionó la molestia de Cecilio y Getulio porque su posición social estaba en entredicho. El no quiere casarse y no dice por qué. El escribano no se atrevió a mentir, cuando le preguntaron, si es ella la ladrona a la que se hizo un juicio. Quieren su nombre, su expediente. Van a investigar todo cuanto se rumora por las costas y en San Juan.

    Han visto luces encendidas a deshoras en la casa del juez y jinetes que salen a caballo de las cercanías. Hombres que llegan al jolgorio orgiástico con que ella se divierte cuando el pobre de Pedro Antonio duerme, abatido por un julepe de besos en tempranías de la noche.

    —¿Qué dirán los Echeandía-Arteaga si es por tu causa que no van al Casino?

    —Esto no se resuelve rezando—, dijo al fin Getulio cuando supo que, efectivamente, la Capitaleña es una prostituta, adorada en las villas costeras, deambuladora y querida por decenas de machos.

    Y le dijeron que la van a velar, noche tras noche, y van a mudar unos asesinos a la casa para que también participen en sus inquidades y fornicaciones. Y se levantará del sueño más profundo al juez Pedro Echeandía para que se desengañe y la odie.

    La Capitaleña, sólo así, bajo amenzas, huyó del pueblo. Ocho años después, aún la quería, la extrañaba, pero tras el huracán San Felipe su memoria se fue con la brisa del olvido. Y el juez ganó la Alcaldía hasta que un día, a seis meses en el cargo, él se moría y, al querer recordarla, la bendijo y dijo a Getulio, su hermano:

    —¡Buscala! ¡Que venga a verme! ¡Es que, para vivir, la necesito!

    El no lo hizo.

    3

    El acto de Cobita

    a Cristobal Castro Castellanos, alias Cobita

    Unas semanas antes de Navidad, se acudía al Casino del Pepino por la novedad de los juegos de mesa. Don Joaquín Oronoz Perochena, octagenario, ex-Alcalde entre 1893 y 1895, presidía la partida de póker más solicitada. Es un reyezuelo del azar. Mago del Bluff, manipula o convoca el dinero que no es suyo, pero nada parece que hay ilegal en lo que hace.

    El no se faja por las apuestas menores como los niños que juegan a las canicas. El desafia. Dice que el mundo puede acabarse y hay que sacar del corazón sus emociones antes que ésto suceda. Alude a una guerra permanente contra el caos.

    A la escatología católica la toma como ejemplo: La Muerte o la Resurrección, la Gloria o el Infierno. Su vocación de jugador parece muy natural, siendo un hombre como el que ha sido, prestigioso, en sus paraísillos de ingresos y seguridad. El conoce las emociones vulnerables de los otros.

    Ofrece, en medio del juego, a quien lo pide un alivio temporario. Como El Acto.

    Además, compra, vende y presta al jugar. Perdona o aniquila. Es un observador. Listo como un lince.

    Cuando un jugador sube la apuesta del contrario, éste debe igualarla, o retirarse del juego, o también reenvidar, subirla aún más. Al igualarse las apuestas, los jugadores muestran sus cartas. Don Joaquín, ¿cómo lo hará que es inderrotable? Gana con una escalera de flor real, o cinco cartas consecutivas de un mismo palo.

    El ex-Alcalde Santoni, otro jugador entre los siete, alega que la guerra del 1916, cuyos coletazos finales no acaban, lo tiene aún más sensitivo que a Oronoz Perochena. Mucho más lo está, al parecer, Cristóbal Castro, alias Cobita.

    Desde las tardes de los jueves hasta la noche del sábado, los viejos ricos de la ruralía y del Pueblo, se pleitean las suertes ante su mesa de póker y, al menos, unos miles de dólares habría que arriesgarlos para ser menos rico o salir menos pobre. Estar ante Oronoz Perochena siempre sería divertido; una racha de mala suerte suya y cumpliría los sueños de quien lo arrastró a los avernos de las pérdidas.

    —¡Jugar es un vicio divertido y lujurioso!—, dijo.

    Unos apostaban, no siempre por solvencia. Hicieron cosas por desesperación. Se discutía, en cada mano de juego una reposición de precios / deudas / adquisiciones de inmuebles, o su renegociación, si es que aún examinaban sus bolsillos, atreviéndose a soñar y darse una oportunidad, pese a los riesgos.

    En una mesa larga se sentaron, desde muy temprano: Vale Santoni, Manolo Méndez Liciaga, Francisco Gandarillas Figueroa, Francisco García Peruyero, ex Teniente de la Tercera Compania de Milicias, de San Germán, Salvador Gayá Domenech, quien se retiró a tiempo. El español Ramón Urrutia Rodríguez, quien dijo que no juega porque no tiene con qué, —me gusta ver esta locura—, agregó y Félix Prat Guzmán, hermano de Juan y José. Estos vinieron por hacer grupo, pues son amigos de Urrutia.

    Desde la muerte de Paulino Prat Valentín, los Prat visitan más el Pueblo. Husmean entre ricos, no siéndolos ya. Anhelaban saber qué es éso del Casino que ni a Mislán, el músico, ni a su vieja pariente de Mirabales (Doña Eulalia), la admitieron, siendo hija de españoles. Estuvo entonces rica y sola.

    En un día prenavideño del año 1917, ya comprenden a Urrutia: —Somos pobres; gente que no debe echar a la suerte su dinero, duramente escaseado después de muchos huracanes y del canje—. A él lo señalan como parte de una gente rebelde, caída en el ostracismo por dar su favor a movimientos pro-sociales, anti-despóticos, que claman por lo dispuesto en la política del Buen Vecino».

    Los logieros del Pueblo, siempre adláteres del blanquitaje, no se explica cómo gente tan bien parecida, españoles de clara extracción y ojos azules, son tan pobres.

    Mas ahí están mirando como bobos. Oronoz escruta a algunos de ellos sin creerlo. Piensa que Urrutia se lame los calderos; recuerda cuando, entre los Juarbe y los Scharrón, el viejo Prat de Mirabales elegía sus esclavos.

    —¡Qué pinta la de aquellos robustos catalanes, cachacos y esclavistas!

    Estos son otros tiempos. Urrutia lo sabe —y tú, Cobita Castro.

    Hay algo peor. En estos tiempos del Presidente Wilson, pululan las oposiciones a la Guerra y son organizadas por la IWW y en el escenario europeo, las gentes se matan como pajas y el por qué de la hecatombe se explica menos que los 8.5 millones de muertos que han sido calculados, provisionalmente; se han ido a la chatarra unos 15 millones de toneladas de acero, barcos y tanques que hoy sirven menos que 21 millones de heridos, o perdidos. El mundo se está llenando de tullidos, gente traumatizada, ineptos.

    —Es como el fin del mundo—, dijo Félix Prat. Lo miraron con lástima por hacer el comentario. Don Joaquín Oronoz levantó el entrecejo y pensó para sus adentros:

    —Mira este llorón. Está perdío en los albores del siglo.

    —No. Bebamos, comamos y gocemos—, dijo Santoni.

    —¡Vaya que dicen algo con sentido! El mundo es una lujuria. Cierto que es más aburrida si no ay dinero, muchacho», corrigió Oronoz.

    Manolo Méndez y Gandarillas comentaron en voz baja una noticia. La artillería alemana bombardeó Londres y la primera batalla de tanques tomó lugar en Cambrai. Los EE.UU. declaró la Guerra a Hungría y Austria. Allá en los campos de batalla, hay (¿quién que no lo crea?) hasta pepinianos. Dieron dos o tres nombres: Sinforoso Arocho fue uno. Un Vélez de Mirabales. Un Font del Casco Urbano.

    Una vez que se barajaron los naipes, empezaron los lances especiales. Cristóbal tenía los cinco suyos, pero no hizo movimientos, sino que dijo:

    —Ya me voy pa’la mierda, sin un peso en el bolsillo.

    —No me digas que eres más corto que las mangas de un chaleco. Regálate una última apuesta», le dijo Oronoz Perochena, de 84 años de edad, terrateniente de Perchas y quien ya estaba viudo de una las hijas de Juan Rodón.

    —Mírame. Soy valiente, arriesgado.

    —No. En verdad mi dinero voló.

    —Mira, Cobita. No me trabajes menos que los Reyes Magos. Sube a la tarima y prepárate para el acto.

    No quería admitir ante Oronoz que los Castro no tenían una riqueza sólida ni que todo se va, en un santoamén por desazones. El tiene dos o tres mujeres que visitar. Será hoy antes de regresar al campo. No quiere irse con las manos vacías. Quiere llevar a sus mujeres algún detalle. Son las damas que se monta en los güevos. El tiene que dar lo suyo.

    —La chocha no es gratis», ya lo han advertido, «aunque la verga sea grande.

    —Cobita, tú eres un Castro con vínculos con aquellos poderosos e inagotables Grau, cepa de Juan José y Francisco Castro, varones de Tenerife. Canarios que yo respeto y, mira Cristóbal, que yo a pocos de ellos, los canarios, les pongo cinco naipes en las manos para que jueguen conmigo y me ganen. Soy vasco… Unas veces se pierde y otras se gana … pero todo vuelve a nuestras manos, si nos damos la oportunidad. La esencia del hombre y su progreso es que no hay derrota final. Lo dice un vasco terco. No hay una verdad objetiva del dolor y las boqueadas, sino que hay que elegir. No hay destino, sino lo que el americano ha llamado el free-choice. Y si hay valores universales y sustentan la moral, por de pronto y para no aburrirnos, vamos a reínos un poco. ¡Hazte el acto! —, insistió Oronoz.

    —No es mala fe. Es que la decisión prudente es que me vaya, no sea que pierda más que las mangas del chaleco.

    —¿Le vas a dejar todo a tu prole, sin darte un gusto?

    —Ya se me espera—, dijo Cobita, quien vestía con botas vaqueras y sombrero tejano como todo el terrateniente que es. Es cierto que el canje de la moneda española en 1898 (al valor depreciado de la moneda americana) le redujo a mitad su fundo y la plusvalia de sus terrenos; pero, peor lo hicieron sucesivos temporales y él domó con su trabajo ese toro bravo de la lluvia y el viento.

    Sin embargo, a Cobita, por bonachón, se le envanece el rostro, colorado. La brillan los ojos verdes cuando Oronoz, partidario de los cañeros, lo asocia todavía a la competitividad agrícola, al status de los progresistas y le admiran la virilidad. En este grupillo con el que comulga, se pelean los egoístas y anti-altruístas del Pueblo con el hombre generoso y saludable del campo.

    Siquitrilladamente y no lo sabe Oronoz, él cree en ayudar a otros. No se cinga a las jibaritas por un machismo burdo. Otros no entienden la calidad de su líbido. Cobita dice que es tierno y la mujer de campo lo enciende más, con su humildad, que una riquita perfumada e inútil.

    —La de un chaleco sin mangas esa es la vida del pobre; pero usted es trabajador y Dios le dio hasta un cañón grande y suerte tuvo que no lo mandaron a Cambrai—, adujo Oronoz. Los jugadores ríen porque ya saben sobre el acto y una verga de 10 pulgadas que tiene el canario y utiliza con esa jibaritas que viven en sus fundos, arrimadas y que estarían hambrientas si no fuera por él. El suple como macho al que les falta en la cama al quedar ellas viudas o, cuando por hermosillas, vale la pena que se encapriche en ayudarlas. Un amo bien dotado puede todo. Se enchufa en la familia. De las vaginas vuelven a nacer los crios.

    —Don Félix, usted viene hoy por primera vez al Casino; pero mire este hombre que mucho nos recuerda al fundador de Mirabales, a Josef Vélez y a Nicasia y a don Manuel, amigo protegido por la cepa de los González de Mirabal y los Segarra. ¡Vea al buen Cobita Castro, por quien vamos a juntar una plata para que apueste y cumpla su viaje anual con los camellos! El se cree, por triste, un rey mago que no va a llegar al viaje… ¡Usted presenciará lo mismo que en los tiempos de su parentela, Vélez Prat y Cadafalch! Se va a recordar de todo aquello que admiraron porque España nos dio a todos, por ser buenos cristianos, el don de amar al necesitado, nos dio la libido, no lo olvide…

    —Lo está perdiendo todo, don Joaquín. ¿No vio que se ha quejado?—, dijo Prat.

    Oronoz es un experto con las non sequitur, falsas premisas que se asocian al vacío, a nada procedente.

    —Yo no entendí eso. Se va a la mierda porque de pronto no tiene un peso en el bolsillo; pero, si la mierda es pobreza, él no quiere la mierda y él no es pobre; tiene mujercitas por ahí que lo admiran y no solo porque esperan una bolsa de alimentos del colmado. El es uno de esos que llaman altruístas comechochitos; pero, riqueza tiene y, más que una vez, le protegí sus fincas, se las aposté al riesgo de que no me completara el acto, ni me pagara lo que debe.

    —Ya, don Joaquín. No me averguence con sus explicaciones… Quiero llevarme cincuenta pesos. Perdí aquí lo que vendí en la Plaza del Mercado y me quiero retirar, con su permiso y sin su enojo.

    —Lo que pasa es que no hícíste el acto y no avisaste a tiempo. Abrimos una apuesta y a todos nos retaste, con cinco cartas del valet para arriba. Eso como jugador no se hace—, lo corrigió.

    —Fue un bluff.

    Supo entonces que tendría que complacer al viejo y no enojarlo. De Oronoz, siempre necesitará, si no hoy, mañana. Y se fue a la tarima. Todos se voltearon a observar lo que haría después. Al fin, se decidió por ejecutar el acto más íntimo y admirado del Casino. Cobita se abrió el pantalón. Por de pronto, iba a puñetearse. Santoni se levantó, ya al verlo decidido, y fue a un comedor aledaño, al fondo, cercano de la barrita de los tragos y le trajo dos platos de porcelana. Dos platos soperos, duros, que parecían una bandeja por lo grandes.

    —¡Cobita, dedica este acto al viejo de Los Vélez!—, le aconsejó Gandarillas.

    —¿A Paché, el amo? ¿O al esclavo Pedro el Potro?—, inquirió García. Lanzó una puya negrera.

    —¡Concéntrate, tú no hagas caso!», quiso atenuar Oronoz lo mortificado que quedaron los Prat con la alusión al esclavo que barrió con la dicha y la integridad de los mirabaleños.

    Lo que importa es que ese riejo crezca. Que el canario pague con ese buen espectáculo lo que debe (negarse a envidar sus naipes) y se vaya del Casino, bien inspirado para dar sus consabidas fornicaciones en Pueblo y campo, con el aplauso de sus amigastros.

    —¡Ya ni soñamos hacer cosas como ésas!—, dijeron los más viejos.

    —No soñamos—, balbuceó uno de los jugadores.

    —Abran bien los ojos. Ahí les va Cobita. El Canario.

    —Estoy listo— dijo Castro y se puso, con el pene erecto y pulsátil, a la vista de los jugadores.

    —Veánlo. Dios me lo ha dado.

    Lo tomó, fijándolo sobre un plato de porcelana, lo levantó y dio un cantazo con éste que hendió en cuatro o cinco pedazos la dura porcelana. No había perdido esa precisión del golpe ni la dura fortaleza del miembro.

    —¡Qué fuetaso, Cobita!

    —¡Hombrazo! —, lo felicitó Oronoz.

    Le dejó unos 50 dólares en la mesa.

    —Me voy a la guerra—, dijo. Tomó su sombrero vaquero y los $50 y se fue del Casino porque lo esperaba una mujer y le iba a dar unos fuetasos, piernas adentro.

    —¡A gozar, matador! —, lo despidieron.

    4

    La casa embrujada

    El Imparcial, antiguo y desaparecido periódico de Puerto Rico, dedicó al asunto por semanas muy detallados reportajes. En la Calle del Bacalao, en el Sector Pueblo de Pepino, hay una casa embrujada.

    Las cucharas vuelan por el aire. En la cocina las ollas y calderos se destapan solitas. Como petardos, saltan de la cazuela en que hierven las habichuelas negras y las coloradas. Se disparan contra setos y plafones, golpean la frente de quien observa el hecho. Los frijoles parecen moscas que zumban y danzan. Se arreglan sobre las mesas con formas jeroglíficas que dan mensajes, vejámenes verbales: «Todas son putas en esta casa. Cuernú. Vamos a comerte el culo».

    La familia, dueña de la casa, a los primeros indicios del fenómeno, está aterrada. Ya han dejado la casa. Sacaron y empaquetaron los cuchillos y los tenedores; todo cuanto pueda ser un arma blanca, proyectil movido por espíritus, se guardó. Nada puede colgar de un clavo. Ni un cacharro ni un cucharón. Hay brisas endemoniadas que arrancan las cortinas. Sartenes que giran desde el eje del mango.

    Desde un balcón, vecino de la casa, un viejo sonríe. Se atraca, con sus miradas, el espectáculo en pleno.

    —Esto parece ya Las Patronales, dijo.

    El pícaro, presumido y bochinchoso, mira a la distancia que la prensa ha llegado. Van a completar unos documentales fotográficos. Anotan todo lo que ven: grupos de noveleros que huyen cuando una ola de habichuelas voladoras les espanta de la cercanía de la cocina y les corrió hasta la calle, pegándole a algunos mirones en las frentes.

    Otros hay que se persignan delante de la casa embrujada. La mayoría ni se atreve a recoger del piso un solo grano de habichuelas marca diablo que ya dieron en su blanco y caen al suelo, ya inmóviles. Temen que el fufú se les pase, se les meta en el cuerpo y ocurra un mal de ojo.

    —Esto es bilongo con macanda. Si recojo una habichuela del suelo se me sala la suerte—, dijo un hombre negro en medio del gentío.

    Esperan al hijo mayor de la familia. Vendrá de Chicago, con su esposa y sus críos. Envió el cablegrama: Vendré mañana. Lo alarmaron ese año de 1957. En un círculo de oración que preside el Padre Aponte, la familia Sotomayor se siente protegida. El vecindario de Pueblo Nuevo y Stalingrado, ya compra estampitas, con santos protectores y compadece a la niña más linda de los Sotomayores. Es la adolescente a quien, desde 1956, Augusto Torres Velez no le pierde pie ni pisada. Le hace sombra, mosconeándola.

    El es el pirotécnico más exitoso de la región norte de la isla de Puerto Rico. Está en su época de gloria y sus fuegos artificiales lo enriquecen. Es el mejor pagado y crece su clientela en otros pueblos.

    En San Sebastián del Pepino, el arte pirotécnico data del siglo XIX. Desde 1860 se practica y surgió entre la negrada de los viejos Alberty. Estos enseñaron a una cepa de Rivera, de la que proviene Alejo, Guillo y Carlos El Soco. Uno, Carlos, perdió un brazo por el lago Guajataca y otro, tiene el brazo tullido, tras un accidente por el mar de Aguadilla al pescar con cohetes de bomba.

    Ahora Augusto Torres es el maestro, aunque dijeron que el trigueño Ché Pelao realmente lo fue. Aprendió el arte. Los hijos de Augusto aprenden el oficio y, con su voz ladina y sus viciosos gestos, Carlos El Soco, el beduíno ya dijo a quien conoce: —Mire, señor, yo no sé cómo se embrujó la casa. No me metan en ésto. Nada tengo que ver.

    Y puede que tenga razón.

    —Eso es cosa de Augusto.

    Esa niña linda que él ha visto crecer ya se le hizo obsesión. La quiere y la piropea cada vez que puede. Mucha saliva ha gastado y la muchacha se ha atrevido mandarlo pa’l carajo, vistiendo de groserías su boca apetecida. Torres entendió una tarde la centella de odio que había en su mirada; el culebreo de escapada de su paso. No han valido esos bolerasos abre-venas que él pone en su toscadisco para que ella los escuche; temas como La Copa Rota, Perfidia, Insaciable, los que cantara Felipe Rodríguez, inspirado por desdenes de Marta Romero.

    El se cree sensitivo. Oye al trío Los Panchos.

    Su musiquería no sirve de nada. Mildred Sotomayor lo deja con la baba en las quijadas. «Y eso no se vale con Augusto», se autoconduele. Por eso le ha mandado esa presencia del coraje, la proyección astral de su alma adolorida. Si ella le quita el sueño, que tampoco duerma su familia; mientras le quede este despecho por el escarnio que le hizo. Atará la casa al Demonio pelú, al que llama Azazel, el Cabro, y de la única manera que les desembrujara la casa es que ella venga, con su padre, y éste se la ofrezca como sacrificio.

    Cada vez que él se topa con el padre, quisiera hablarle como un amigo y soltar el trapo, francamente. Debido a que Canda, su mujer, lo tiene cansado, malatendido y frustrado, él reconstruiría su vida: —A veces pienso quie me conformaría con que su nena Mildred se sentara mal y me enseñara unos masitos de la panty, un pedacito de verijas, ay que se le salieran unos pelitos entre el borde; ay, si yo pudiera tocarla y echarle un palo… Con eso me conformaría, si es que piensa que soy viejo y que no me pueda querer según pasara el tiempo y, fíjese que, si se tratara de Canda, o de que todavía estoy casado, a Mildred yo le compraré otra casa donde me diga. La vestiré; la haré mi querida, cubierta de lujos. ¡Más que una querida será una reina! Es que estoy solo y Mildred me gustó… A Canda la dejé, pues no es justo que esté gastando y gastando y uno al verla se espante, porque no se maquilla. Esa chancletuda no limpia la casa, no cocina, no atiende a 3 nenes que me parió. Si algo me cocina, no tiene sabor. Tampoco me lava ni plancha, pero siempre gastando, gastando, ¿en qué? … y tiene el banco vira’o para su beneficio, no para la casa ni para mi alegría. Soy un infeliz.

    Cuando echó este cuento al Viejo Sotomayor, el padre, lo odió más y la pretendida (Mildred, como se llama) lo buscó para insultarlo.

    —¡Qué barullo se formó por la nena y yo la apoyo si lo que dijo a usted fue ‘viejo cagao, váyase pa’ carajo’. Así que no me la moleste, bochinchoso.

    —Pues al carajo viejo se me van to’s juntos porque no los voy a dejar que duerman en paz ni un momento. Las Fiestas Patronales y mis cohetes bochinchosos las van a tener dentro de su casa.

    ¿Cómo es que estos cohetes son distintos?

    Dicen que Augusto, ya no trabaja sus artificios pirotécnicos con santos, sí con diablos. En seis o siete ocasiones, se personó a la casa el confirmador del embrujo, quien llamó a quien lo hizo, si es cierto que fue el cohetero, un «genio de habichuelas marca diablo»; pero aseguró que él limpiará el sitio. —Acabaré con ésto como que mi nombre es Victor ‘Paco’ Domenech», oyente del quid divinum gracias a Tres Guardianes o Guías del Astral que lo orientan.

    Cuando Domenech llegaba desde Moca, con aquella voz grave de ultratumba, con su sombrero de ala ancha, su guayabera blanca, y un cuadro de respaldo de otras ocho o diez mediumnidades, vestidas con sus túnicas de nívea pureza, Augusto Torres se asomaba al balcón, como quien irá a un gran

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