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Colombia En Llamas
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Colombia En Llamas

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Colombia en Llamas es una obra que reconoce el valor patrio de los soldados de Colombia al tener que enfrentarse durante dcadas a los guerrilleros y los narcotraficantes. La trama se fundamenta en el secuestro de una mujer Sofa y de su pequeo hijo Daniel por las guerrillas y, en la bsqueda de los mismos por el esposo de la mujer y padre del nio Octavio El hombre, para lograr su objetivo crea un grupo paramilitar quien jura que si tiene que darle candela a toda la selva para encontrar a sus seres queridos, no titubeara en hacerlo.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento4 oct 2013
ISBN9781463362973
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    Colombia En Llamas - José L. Vizcaíno Carballo

    ÍNDICE

    Prólogo

    PRIMERA PARTE

    SEGUNDA PARTE

    TERCERA PARTE

    Discurso De Trinidad Estrada

    Prólogo

    Esta obra es un homenaje a esos hombres y mujeres que han perecido en el cumplimiento del deber patrio, y la misma tiene como propósito demostrar que, aun viviendo en el infierno, se puede encontrar la luz.

    Colombia, país de nuestra América que sufre la desestabilización más bestial a la que pueblo alguno es sometido ––pueblo de mujeres bellas y de hombres valientes—, lucha día a día por quitarse de encima el flagelo de los paramilitares, narcotraficantes y de las guerrillas, que han ensangrentado al país por décadas.

    Las guerrillas, queriendo asumir el poder para convertir a la nación en una tiranía comunista, al estilo de Cuba. El otro, los narcotraficantes, para controlar la producción y distribución de la droga, con el fin de destruir a la juventud. Y el resto, los paramilitares, quienes con la excusa de defender los intereses de sus amos, se han dedicado al asesinato, secuestro y extorsión.

    Estos tres flagelos han hecho de Colombia un país de militares heroicos, pues no hay día en que alguna de sus vidas se apague en los enfrentamientos con los grupos subversivos.

    Sin embargo, poco a poco, la esperanza de paz ha comenzado a surgir, aunque aún queda mucho por lograr, ya que el pueblo colombiano quiere asegurase de que nunca más, sea desgarrada por la ambición y el egoísmo de los hombres.

    Ese pueblo y su gobierno, unidos, harán posible el sueño de vivir una vida feliz. Sueño en el que cada hombre y mujer tenga el derecho de luchar por alcanzar sus anhelos, sin que sus vidas se vean truncadas por intereses mezquinos.

    Los colombianos merecen tener un país libre de toda contaminación ideológica foránea y también tener el derecho de rezarle a su Dios sin temor a perder la vida.

    Más temprano que tarde Colombia saldrá adelante, pues cuando un país está unido, no hay barreras que lo detengan para alcanzar el anhelo de todo ser humano: la paz.

    PRIMERA PARTE

    1

    Los primeros rayos del sol comenzaban a disipar la niebla que dejó la noche en el pequeño pueblo de San Timoteo, para, una vez más, dar comienzo al diario vivir de sus habitantes. Mientras la bruma se esfumaba, en las afueras del poblado yacía Chichita, acostada en un viejo y destartalado camastro, con fuertes dolores de parto; entretanto, sus gallos y gallinas seguían encaramados en los altos palos. Cada mañana —después de levantarse—, ella llenaba una palangana con granos de maíz, y de inmediato se dirigía al patio llamando a sus aves, que se desbandaban del corral.

    —Empuja un poquito más, Chichita, que ya viene —rogaba la mujer que hacía de partera.

    —¡No tengo fuerzas, no tengo fuerzas! —gritaba la otra, adolorida.

    —Tú tienes que poder. Esa criatura que vas a parir es el fruto de tus entrañas. Empuja de nuevo, que ya viene. Sigue empujando…

    En un último esfuerzo, Chichita logró sacar la criatura de su vientre; enseguida, la comadrona lo cogió en sus manos y exclamó:

    —¡Es un varón! ¡Es un varón! —sin embargo, al enseñarle el niño a la madre, se dio cuenta de que el crío apenas respiraba.

    —¡Dios mío! ¡No puede ser!

    —¿Qué le pasa a mi hijo? —preguntó Chichita, aterrada al oír la exclamación de su amiga.

    —Algo anda mal. El niño no está bien. Hay que llevarlo de inmediato a un hospital de Manizales —avisó la mujer, a la vez que ponía al recién nacido en una vieja cunita.

    Luego abandonó la habitación a toda carrera en busca de ayuda y, al llegar a la puerta, vio a su amigo Iván, quien en ese momento salía de su casa, por lo que lo llamó para contarle lo sucedido.

    —Tenemos que llevar a los dos al pueblo —le advirtió.

    —Bien que le dije que fuera a parir al hospital pero, como ella es más burra que las burras, no me hizo caso. Ahora tenemos que correr para salvar al chico —señaló él.

    —Y también por ella, que perdió mucha sangre —aseguró la comadrona.

    —Voy a buscar a mi esposa: ella sí sabe mucho de estas cosas y nos puede ayudar.

    El campesino entró en su casa, y regresó a los pocos minutos, acompañado de su mujer, quien venía guiando a una mula que tiraba de un carretón.

    Con mil trabajos lograron subir a Chichita y al recién nacido al transporte, y segundos después partieron hacia el hospital, al que llegaron dos horas más tarde.

    —¿Qué pasó? —preguntó la joven enfermera que los recibió.

    —Acaba de parir, y el niño se encuentra grave —explicó el campesino.

    —Denme el bebé, y que la madre se siente en la silla de ruedas para conducirla al ginecólogo.

    —El niño está muy mal —dijo la mujer de Iván, que permaneció casi todo el viaje sin decir palabra alguna.

    Segundos después, un ayudante se alejó con Chichita. Pasada una hora, mientras la parturienta aún estaba medio adormilada, se le acercó una enfermera. Al escuchar los pasos, la convaleciente abrió los ojos.

    —Tengo malas noticias que darle, señora —anunció la recién llegada.

    —¿Qué pasó con mi nene? —preguntó Chichita muy aterrada.

    —No pudimos hacer nada por él.

    —¡Oh, Dios mío! ¡No! Si Melesio estuviera aquí… ¿Cómo le voy a decir que no pude tener a su pequeñito? —se lamentó, bañada en lágrimas.

    —Hicimos lo posible por salvarlo. Usted es joven y puede tener más hijos —agregó la otra, tratando de consolarla.

    2

    Esa mañana, en un cuarto privado del mismo hospital, una de las damas más acaudaladas de la región dio a luz a dos gemelos, una hembra y un varón, a quienes inscribieron con los nombres de Juan Carlos y Ángela María Iturralde Estévez. Varias horas más tarde, la parturienta conversaba con su esposo y la comadrona que la atendió.

    —¿Cómo se siente? —le preguntó la mujer a Emetina.

    —Muy bien, gracias a Dios.

    —Usted sí que ha tenido suerte.

    —¿A qué se refiere?

    —En la primera planta se encuentra ingresada una pobre campesina, quien tuvo un hermoso niño el cual falleció a los pocos minutos de llegar al hospital.

    —¿De qué murió el pequeño?

    —Imagínese: parió en el medio del campo sin la debida atención médica.

    Segundos después que la mujer se había retirado Emetina se dirigió a Gabino, su marido, que estaba sentado en una silla, a poca distancia.

    —Por cierto, ¿sabes cuál es su situación económica?

    —No lo sé. Desde que entré en este cuarto no me he apartado de tu lado.

    —Averígualo, si es posible. Tal vez pueda trabajar con nosotros en la hacienda —le dijo a su esposo.

    —No creo que tú te vayas a compadecer de esa desdichada, sabiendo que a ti el dolor ajeno te importa un bledo.

    —No lo hago por ella, sino por mí.

    —¿A qué te refieres? —quiso saber el hombre.

    —Yo no voy a darle el pecho a los gemelos, no estoy dispuesta a perder mi figura. Bastante hice amamantando a Venancito.

    —Ya me doy cuenta de lo que te traes entre manos —respondió él, desconcertado.

    —Ve, ve a verla y avísale que quiero hablarle.

    —Está bien. Ahora voy.

    Minutos después, regresó y le dijo a su esposa que Chichita pasaría por la hacienda tan pronto enterrara a su hijito.

    Cuando la mujer fue a visitar a doña Emetina, solo aceptó su propuesta si le permitían llevar consigo a sus aves, lo cual no fue un impedimento, por lo que la campesina aceptó el oficio de nodriza de los niños.

    Los años fueron transcurriendo sin grandes acontecimientos. Todas las mañanas, después que Chichita le daba el pecho a los mellizos, salía al patio para darle de comer a sus aves, las que se habían entremezclado con las que había en la hacienda; sin embargo; no pasaba un día sin que por sus ojos corrieran las lágrimas al recordar que había perdido a su hijito. Allí estaban los tres infantes; ella veía cómo crecían, y cuando comenzaron a hablar la llamaban mamacita.

    Cuando las tres criaturas tenían entre 7 y 10 años, su padre decidió que ya era hora de que aprendieran otro idioma, por lo que un día llegó a la hacienda una mujer mayor que les fue presentada como su profesora de francés. Según su Currículum Vitae, la señora había pasado gran parte de su vida en Francia, así que hablaba la lengua a la perfección. Todos los días —antes de las seis de la tarde y durante cinco años—, la instructora les impartía clases a los niños, que aprendieron a hablar y a escribir el idioma galo sin mucha dificultad.

    3

    Veinte años después del nacimiento de Juan Carlos y de Ángela María, doce guerrilleros armados hasta los dientes caminaban sigilosos por la espesa selva. Al frente del grupo iba el Patizambo, que llevaba en su mano derecha un rifle y, enganchada en la cintura, una pistola Makarov. Hacía una hora que el grupo había salido del campamento para cumplir una misión; cada vez que escuchaban un ruido, se tiraban al suelo, y tan pronto se percataban de que no representaba peligro, continuaban la marcha.

    4

    No muy lejos, en la hacienda Las Gaviotas, don Adalberto Estrada, un hombre mayor, alto, de rostro alargado y manos fuertes, piel blanca, cabellos canosos y mirada penetrante, se encontraba en un reclinable, en la sala de su casa, viendo un partido de fútbol entre el Once Caldas e Independiente de Medellín, en compañía de su nuera Sofía y de su hijo Octavio.

    Las Gaviotas era considerada una de las fincas más importantes de la región, la cual se encuentra a unos 30 kilómetros de Manizales. Una parte de sus tierras estaba dedicada a la siembra de bananos y cafetos; la otra, a potrero para pastos de ganado vacuno y caballar de paso fino, que constituían el orgullo de la familia.

    —Papá, ya es hora de que usted deje de trabajar. Yo me puedo hacer cargo de las faenas. Lleva mucho tiempo sacrificándose por nosotros —le sugirió Octavio.

    El hombre rondaba los 35 años. Para la gente, era una copia fiel de su padre. De joven cursó estudios de veterinaria en los Estados Unidos de América y, además del español, hablaba inglés y portugués. Jovial y, según quienes lo conocían, muy simpático. Al recorrer la propiedad, casi siempre lo hacía en compañía de su hermana Esperanza.

    —Todavía estoy fuerte como para quedarme en casa. ¿No lo crees?

    —Yo no digo que se quede en casa, papá; lo que le sugiero es que disfrute un poco de la vida. Usted siempre se ha sacrificado por nosotros.

    —Él tiene razón, don Adalberto —afirmó Sofía, la esposa de Octavio—. Usted se merece unas vacaciones. ¿Por qué no visita uno de esos países que se dedican a la cría de caballos de paso fino? Tal vez pueda conseguir un buen semental para mejorar la raza.

    —Muchacha, siempre te he admirado por tu inteligencia. Sin duda que mi hijo no pudo haber tomado una mejor decisión al casarse contigo —le aseguró el anciano a su nuera.

    Sofía Bencomo Ortiz tenía 28 años, y llevaba siete de casada. Cuando apenas cumplió los 24, tuvo a su hijo Danielito. La distinguían su complexión delgada, las facciones finas y el carácter amable. Conoció a su esposo en unas vacaciones en Miami. Allí se enamoraron, y pocos meses después de que Octavio terminara su carrera y regresara a Colombia, se casaron. Además de hablar español, sabía inglés y portugués. Su padre era un conocido y acaudalado senador de la república.

    —No me sonroje, don Adalberto —dijo ella, algo apenada.

    —Pensándolo bien, ustedes tienen razón. Voy a reflexionar acerca de lo que me han propuesto. Tal vez me dé un viajecito por uno de esos países árabes cuya vida es, según se dice, un misterio —afirmó el anciano.

    5

    A esa hora, en la hacienda El Roble Blanco —no muy lejos de Las Gaviotas—, don Fernando Iturralde se encontraba sentado en un cómodo butacón, conversando con su esposa Margarita acerca del capítulo de la novela que los intrigaba.

    —Para mí, el muchacho se va a casar con la hija de Gonzalo

    —aventuró la anciana.

    Margarita era una señora con muchos años de vida, pero aún conservaba su mente muy clara. Cada vez que se le antojaba algo, Fernando la complacía, ya que la seguía amando igual que el día en que se casaron. Sin embargo, siempre que ella recordaba la trágica muerte de su hijo Gabino en un accidente automovilístico, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

    —No, yo no creo que esos muchachos se casen; acuérdese que los padres de la joven se oponen al matrimonio —aseveró el hombre.

    6

    Mientras doña Margarita y don Fernando continuaban arreglando la historia de la novela a su antojo, en una de las habitaciones de los altos de la mansión se encontraba Venancio —el mayor de los tres hijos de Emetina—, inmerso en los estudios. En pocos días se graduaría en licenciatura agronómica. Tenía 23 años; era alto, de cabellos tupidos y frente ancha. La más de las veces cubría sus ojos con un par de gafas oscuras, y vestía ropa sencilla, aunque de marca. Era un excelente estudiante, buen hijo, nieto y hermano.

    Una parte de la hacienda El Roble Blanco estaba sembrada de rosas, las famosas Madeimoselle Margarite, destinadas al mercado de Miami y Europa. En la otra se criaba ganado vacuno, y en uno de los extremos, rodeado de una arboleda, había un centro de investigaciones botánicas equipado con los adelantos científicos más modernos. Allí cultivaban las orquídeas más bellas del mundo, y se construían las instalaciones para crear un banco de semillas de la flora del país.

    Mientras Venancio continuaba estudiando, en las afueras de la mansión, Leandro Lagarde, el capataz de la hacienda, conversaba con Emetina. En ese momento llegaron los mellizos Ángela María y Juan Carlos, quienes le dieron un beso a su madre y saludaron al encargado.

    Hacía varios años que Emetina Estévez Fernández había enviudado. Era una mujer alta, de cabellos cortitos, pintados de castaño claro, y de carácter muy dominante, y sobre todo; muy hábil en los negocios. A comienzos de la década de los 40 del siglo pasado, sus padres lograron escapar de la persecución nazi en Polonia, logrando refugiarse en la Argentina. Al poco tiempo cambiaron de identidad, pues decían ser polacos judíos, lo que en cierta forma era verdad. Cinco años después emigraron una vez más, hasta establecerse en Colombia, y al año nació ella.

    —¿Cómo les fue en la ciudad? —preguntó Emetina a sus hijos.

    —De lo mejor, mamá. Nos divertimos muchísimo en la feria de Manizales —respondió la joven.

    —¿Se puede saber de qué están conversando? —preguntó Juan Carlos.

    —Le explicaba a tu mamá los nuevos proyectos que tengo para mejorar la producción de la hacienda —dijo el capataz.

    —¿Qué proyectos son esos? —indagó Ángela María.

    —Mañana, con más tiempo, nos reuniremos con Lagarde. Él nos podrá explicar con lujo de detalles sus planes. Además, me gustaría que Venancio estuviera presente.

    —Como usted diga, mamá.

    La joven tenía 20 años, ojos azules y cabellos rubios. Quienes la conocían, la adoraban. Era una muchacha muy atenta y servicial. Siempre que estaba a su alcance, ayudaba a cuanta persona acudiera a ella. Muchas veces recorría la hacienda en compañía de su querido hermano Juan Carlos; en esas oportunidades llevaba pantalones y camisa, pero en las fiestas deslumbraba por su belleza y buen gusto en el vestir.

    —Hasta mañana, Lagarde —se despidió Emetina.

    —Voy a acompañar al capataz hasta el albergue de los campesinos: quiero charlar con ellos —le dijo Juan Carlos.

    —Está bien, hijo, pero no demores —le pidió su madre, al tiempo que entraba en la vivienda.

    Los dos hombres dirigieron sus pasos hacia las barracas. Al llegar comenzaron a hablar con algunos de los trabajadores que se encontraban allí, contando historietas de sus vidas o haciendo chistes.

    Juan Carlos era un joven alto, de cabellos rubios y largos, y ojos azules; su piel era igual de blanca que la de su hermana Ángela María.

    7

    Mientras tanto, a cientos de kilómetros, en el salón de espera del aeropuerto Internacional de Miami, cuatro personas estaban a punto de abordar el avión que los

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