Sólo Para Damas
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Una historia que por el peso de su enfoque y su amplitud de perspectivas- no pierde vigencia y, conforme avanza, se vuelve ms interesante y seductora.
Ilustracin: Otto Meza
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Sólo Para Damas - Mario Martínez Alfaro
Copyright © 2012 por Mario Martínez Alfaro.
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Contents
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo I
Antonieta se levantó en la madrugada para husmear desde la ventana el momento en que sus dos vecinos se bajaban del automóvil acompañados de una mujerzuela: creyó eso por su forma atrevida de vestir y esa ‘horrible’ peluca. Odiaba a las mujeres fáciles y a los hombres que se acuestan con ellas. La solterona Antonieta —que ya se acercaba a los cuarenta—bostezó y regresó a la cama luego de que los tres entraran. A esa edad le había dicho adiós al matrimonio y a los hijos; con el tiempo se había vuelto amargada, colérica, solitaria y había desarrollado una afición enfermiza por los gatos.
Las carcajadas que se colaban por la pared la atormentaban. Se imaginaba a la desconocida en el lecho con los dos sucios hombres: ¡Qué repugnancia!
—pensaba—, mientras veía la escena en su mente: Nathan le besaba entre los muslos, mientras que Richard como bebé, se prendía de un pezón, el que pronto perdía entre los labios, así que deslizaba su boca por el cuello y lo encontraba en el lóbulo de la oreja, pero después buscaba en el aire hasta quedar de pie, fuera de la cama. Luego, Nathan, iba con sus besos más arriba y la mujerzuela explotaba de placer y en un arranque de éxtasis ella satisfacía a Richard. Antonieta se imaginaba a la falsa rubia gozando con los hombres y claro, también el cuerpo desnudo de Nathan. Ella lo conocía y el de Richard: los había visto sobre el muro que separa ambos jardines atrás de la casa, oculta detrás de una planta. Ocurría que después de una noche de lujuria, a la mañana siguiente los vecinos se deshacían de la mujer con quien habían fornicado y luego de la despedida salían al jardín en calzoncillos, riendo de forma escandalosa para mostrarse sus miembros y comentar que les ardía de tanta fricción. Conocía esos musculosos pectorales, esos perfectos abdómenes y la sonrisa libidinosa de ambos.
Ahí estaba Antonieta a las dos de la madrugada, escuchando los gritos de gozo; incluso podía percibir a través de la pared el jadeo de los hombres. De la repulsión pasó a la excitación sexual y a continuación a la masturbación. Siempre lo mismo, en vano trataba de imaginar otras cosas que le impidieran pensar en los vecinos: fingía preocuparse porque no tenía alimento para sus gatos, pero era falso, la alacena estaba llena con bolsas de Gati
; que no había pagado la factura de la energía eléctrica, pero no había por qué apurarse, se vencería dentro de una semana. La del agua, dentro de cinco días. No existía pretexto para censurar a su imaginación. Entonces cedía ante el rumor de al lado y la mente obtenía licencia para proyectar todo lo que quisiera: no era la falsa rubia la que gritaba de placer, sino ella, Antonieta, la que pedía más y más. Pero no ¡Ella no era la falsa rubia!, así que mordía la cobija para ahogar el placer.
Al otro lado, Nathan y Richard ponían esmero en la cama para hacer realidad todas las fantasías de su cliente, la que debido al alcohol y al despecho no estaba consciente de sus acciones. Despecho que la obligó a pagar a dos desconocidos y aventurarse a ir a la casa de ellos, pero esa era su elección, el momento de la venganza había llegado. La mujer quería mordidas, que le apretaran el cuello, que le dieran palmadas en las nalgas y quizá más de algún azote, no importaba el mañana, no quería pensar en las consecuencias: aparecería en casa sin dar mayores explicaciones y cuando el marido insistiera le contaría toda la verdad en su cara, sin tapujos. Éste agacharía la cabeza sin autoridad moral para censurarla. Antonieta se había equivocado en juzgar a la desconocida: lejos de ser una fácil
, se trataba de una aburrida y distinguida ama de casa, madre de dos hijos universitarios y esposa de un brillante abogado. Ella respondió a un anuncio en el periódico donde los dos hombres ofrecían sus servicios.
—Pegame en la nalga ¡Duro! mordeme la oreja, chupame el cuello, mordeme las chiches ¡Oh sí! ¡Así, así! ¡Aughhh! —decía hundida en la embriaguez y en las fantasías sexuales que jamás confesó a su aburrido y frío marido. Richard, desnudo, observaba a Nathan cómo le hacía el amor. Ambos se conocieron en la universidad cuando cursaron materias comunes. Desde entonces surgió una gran amistad y confianza más allá de lo normal, ni siquiera como la de hermanos, porque los hermanos no comparten una mujer al mismo tiempo. Ahora eran profesionales, pero las juergas de los años de rebeldía no pensaban dejarlas; además, estaban solteros, hermosos y ganaban bien. Tenían la combinación perfecta que les acercaba a la felicidad; sin embargo, ésta sería una fórmula peligrosa.
Habían rentado una casa en una zona de clase media en San Salvador la que utilizaban para dar rienda suelta a su lujuria con cuanta mujer se les pusiera enfrente. Llevaban una doble vida: de lunes a viernes, la de ejemplares ciudadanos, orgullo de sus madres y otra, los fines de semana, llena de vicios y de sexo. Richard era doctor en medicina y miembro de un exclusivo consultorio especializado en obstetricia, al cual acudía más de alguna mujer con el sólo pretexto de coquetearle. Nathan como abogado, trabajaba en un prestigioso bufete. Ningún compañero de ambos podría identificarlos en las noches de fin de semana: de pulcros y sosos profesionales con anteojos de aros gruesos, gabacha blanca o traje formal, pasaban a ser ardientes gigolós
. ¿Quién los podría reconocer con el cabello pegado al cuero con gel, camisas negras ajustadas, aretes en ambas orejas, gafas de color amarillo transparente y pantalones color negro casuales? Nadie.
Antonieta por supuesto ignoraba que sus vecinos tuvieran una imagen distinta a la que ella miraba sobre el muro en las mañanas de fin de semana, pasaba la mayor parte del tiempo enclaustrada en su casa. Odiaba al mundo, a la gente, a su fallecida madre y no dudaba en mostrar desprecio a los residentes del vecindario, quienes la miraban con curiosidad y pensaban que estaba a un solo paso de volverse loca. Su aislamiento incluyó guardar el televisor, la radio y todo electrodoméstico, incluso el teléfono, que le hiciera recordar que afuera había muchas mujeres felizmente casadas con preciosos hijos y amantísimos esposos. Su atrofiada esperanza por tener un marido se había convertido en pura lujuria, último recurso de la naturaleza para conseguir que se reprodujera. Estaba al acecho cada madrugada de sábado y domingo en espera de que sus vecinos arribaran a casa, incluso acomodó