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Sed De Independencia
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Sed De Independencia

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Hombre de ideas revolucionarias, hereje, sacrlego, traidor, hipcrita, libertino, astuto y calculador pero l ha actuado en nombre de la felicidad de la humanidad.
En este libro, Francisco J. Rul narra sus peripecias durante la guerra de independencia de Mxico, una poca en la que imperaba el caos, la miseria, el hambre, la destruccin y la violencia, el pensamiento liberal comenzaba a permear en una poblacin enfadada de casi trescientos aos de dominacin espaola y el virrey intentaba mantener el rgimen establecido. En el transcurso de la historia, el protagonista se ir relacionando con las altas cpulas del poder real y el insurgente, para luego descubrir que los intereses, conflictos, mentiras e intrigas que se gestan en ambos bandos le arrastran hacia un abismo del cual ser difcil sobrevivir.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento1 feb 2012
ISBN9781463318581
Sed De Independencia
Autor

Víctor Manuel López Ortega

Víctor Manuel López Ortega (Morelia, 1986). Escritor de ficción. Licenciado en Arquitectura y Candidato a Maestro en Comunicación por la Universidad Vasco de Quiroga (UVAQ). Diplomado en Teacher’s en Harmon Hall. Curso de El Tiempo de las Imágenes: Taller de procesos creativos. Conceptos y procedimientos, en la UCM de Madrid. Profesor de inglés de 2007 a 2011. Articulista desde 2011. Profesor de literatura a partir de enero de 2012. Desarrolló para la empresa Fugitive Pixel el argumento y los cutscenes del videojuego Trollum©, a la venta en iTunes desde diciembre de 2011. Sed de Independencia es la primera novela que publica. Aficionado a la lectura, escritura, viajes, cinematografía, arte, historia e investigación.

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    Vista previa del libro

    Sed De Independencia - Víctor Manuel López Ortega

    Contents

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Para mis padres, familiares, mentores y amigos:

    Magali, Miguel H. Saavedra, Catalina Ruiz, Pablo Perera,

    Javier López, Oscar Alonso, Frank Castellanos,

    Brenda Bucio, Carito Christie Poe, Guz, Ten, Jessie Piña,

    Erick Márquez, licenciado Argueta, Angie, Ivette, Jaime…

    Gracias.

    Capítulo 1

    La Visita

    << ¡Más hubiese valido que la Santa Inquisición derramase mi sangre sobre la tierra mexicana para terminar de una vez por todas con tanta humillación e injusticia, para no seguir experimentando la deshonra de no ser libre y redimirme ante los míos! Durante los treinta días y sus noches que ha durado mi cautiverio, el pan ya no me ha saciado, el agua me quema el gaznate, la sopa me sabe insípida, el fresco de la ventana ya no me orea el cuerpo y, para acrecentar mi desventura, tengo que conciliar el sueño encadenado a la cama de pies y manos. Esta incomunicación con el mundo exterior me tiene al borde de la locura, en gran medida porque ignoro en dónde están mi mujer y mi hija. Ninguno de mis custodios ha accedido a decirme, mas sé por cuál motivo todos ellos me torturan así: quieren que ceda y confiese más de lo que ya he declarado al tribunal eclesiástico y al auditor de guerra, pero mis labios están bien sellados. El resto de la verdad me la llevaré a la tumba>>.

    Corría el último día de mayo de 1816 y yo cumplía con un arraigo judicial en una casa en la calle de San José el Real, en la Ciudad de México, enfrentando diversos cargos. Pasaba de las diez de la noche, lo supe porque oí el grito del sereno que caminaba afuera, por la acera; y yo, superado por la inapetencia, no había conseguido probar bocado casi.

    Después de un juicio desfavorable y nefasto, la Santa Inquisición me había sentenciado al exilio a la isla de Cuba, lugar en donde sería encarcelado por espacio de diez años y realizaría trabajos forzados en un punto aún pendiente por definir. Asimismo, sería sujeto a un patético acto de purificación en la Plaza Mayor de la capital en el que me obligarían a cargar en la mano una vela verde y vestiría un sambenito ridículo, mis enemigos que me viesen pasar frente a la Catedral se mofarían de mí.

    Melancólico por mi situación, pensé en lo preferible que era la condena a muerte. No obstante, me consolaba saber que el recién restablecido tribunal eclesiástico de la Nueva España ya no era tan poderoso. Por eso, mi destino quedaba enteramente en manos de S.S. virrey Don Félix María Calleja, a quien solo le restaba confirmar la terrible sentencia. No obstante, yo presentía que él intuía de mí más cosas que mis inquisidores y había pospuesto su resolución final por más de diez días.

    Mi consciencia estaba tranquila y en paz con el Altísimo. Dios es testigo que lo único que yo siempre he buscado ha sido la felicidad de mis semejantes y la propia, apoyándome en el amor verdadero y los tres derechos humanos elementales: libertad, fraternidad e igualdad.

    Estaba yo abstraído en mis reflexiones cuando entró a la celda uno de mis custodios, recogió mi charola casi igual a como me la habían dejado una hora antes y me anunció que tenía una visita.

    << ¿Una visita a estas horas? ¿Quién habría querido venir hasta mi prisión a altas de la noche? ¿Para qué?>>. Entonces, decidí preguntarle al centinela de quién se trataba.

    —Su Señoría, el virrey Don Félix María Calleja, ha venido a verle y su encuentro con usted no puede postergarse más, le manda decir que a él no le importa en lo absoluto que la noche esté bien entrada.

    Consciente de que ya no tendría nada que perder, permití que Don Félix entrase y preguntase lo que diera la gana, al fin y al cabo que yo también era libre de callar, mentir o confesar la verdad si así me placía.

    El virrey entró casi en el instante, como si hubiese brotado del piso. Cuando le tuve frente a mí, Don Félix decidió ser lo más breve que pudo, me dijo:

    —En mis manos traigo una sentencia de exilio a Cuba. Aunque pude haber enviado a un coronel para que os comunicase vuestro destino, esta vez quise ser yo mismo quien lo hiciera, puesto que no sois un vulgar reo; a pesar que vuestras acciones hayan sido de lesa majestad. He decidido condenaros a trabajos forzados por espacio de cinco años, vuestras propiedades serán confiscadas, vuestra esposa quedará en absoluta libertad para anular su matrimonio, si ella así lo decidiese, y vuestra descendencia vivirá marcada por la vergüenza de haber sido sangre de un hereje. Os pregunto, ¿Es así como queréis terminar vuestra existencia?

    Yo respondí con franqueza:

    —No, señor. Si vos me otorgáis el privilegio de elegir mi sentencia por los crímenes que presuntamente he cometido, prefiero la muerte antes de sufrir tal deshonra y heredársela a las generaciones venideras de los míos.

    El señor Calleja rió brevemente entre dientes y prosiguió su arenga externándome:

    —Os estaba poniendo a prueba. No firmaré tal cosa porque aún mantengo sospechas de que, detrás del juicio que la Inquisición os ha hecho por abrazar ideologías prohibidas y vuestra actitud anti eclesiástica, yacen delitos aún más graves sin comprobar; el más importante de ellos, alta traición a la Corona Española, por haber sido uno de los intelectuales encubiertos por el recién caído cura José María Morelos y Pavón, así como también uno de los muchos Guadalupes que apoyaron a la insurgencia con información y dinero desde la alta cúpula del poder virreinal.

    Guardé la compostura lo mejor que pude, pero por dentro sabía que Don Félix estaba a sólo un paso de enterarse de la verdad. Indudablemente, en el trascurso de esos días en los que el señor virrey desistió de firmar esa sentencia, se había dedicado a recaudar información de antiguos insurgentes que me habían denunciado. Sin que yo le contestara nada al señor virrey, Don Félix continuó sus imputaciones:

    —Deseo externaros mi casi total certeza sobre vuestra responsabilidad en dichos cargos, puesto que hay denuncias que los fiscales no han logrado aún comprobar y vos no habéis querido revelar en el tribunal. Francisco, en el nombre de vuestros servicios a la administración virreinal y mi aprecio hacia vuestra persona, os imploro por las buenas que confeséis vuestros delitos, antes de que ordene que os trasladen a la prisión de la Acordada para que os sometan a todo tipo de torturas físicas hasta que cantéis la verdad de una vez por todas. Después de un prolongado martirio en el que os dejarán irreconocible por las golpizas y castigos que os propinen, seréis condenado al garrote vil en la Plaza de la Constitución.

    Yo sabía muy bien que eran épocas de gran crisis para la Nueva España y que una sentencia de muerte por garrote sería costosa y difícilmente la llevarían a cabo, aunque su aplicación hubiera sido otra vez permitida en el virreinato. Además, no quería que me torturaran. Recordé la heroica muerte de mis amigos insurgentes, los curas Morelos y Matamoros, quienes no tuvieron reserva alguna en aceptar sus responsabilidades ante los tribunales, no fueron torturados físicamente y tampoco se arrepintieron de luchar por la independencia. Armándome de valor, tragué saliva y procedí a confesarle al virrey mi culpa:

    —Don Félix, en honor a la estimación que os tengo y de la azarosa vida que he llevado desde el momento que decidí regresar a mi patria, os diré la verdad, pero sólo a vos. Quiero contaros todo, con lujo de detalles, para que sepáis los auténticos motivos que me orillaron a actuar de la manera que lo he hecho. No pretenderé excusarme de mis delitos, sólo os pido que me escuchéis y juzguéis lo que os revelaré, si disponéis del resto de la noche para hacerlo. Por mí no hay inconveniente, para un condenado las horas del día ya dan exactamente lo mismo y no hay descanso posible que recupere mi espíritu.

    —Descuidad, Francisco. No os preocupéis por mí, que no pensaba marcharme de aquí sin vuestra confesión. La noche es joven y, si lo permitís, iremos desentrañando los acontecimientos en los que habéis estado involucrado en este tiempo —sonrió Calleja y me dio su palmada acostumbrada en el hombro.

    —Siendo así, —exclamé —cuestionad cualquier cosa, Don Félix, que hoy seré un libro abierto de secretos que pronto dejarán de serlo para vos.

    Entonces, el virrey Calleja me pidió que le contara mi historia desde el instante que había llegado a la Nueva España hasta el momento en que nos hallábamos reunidos él y yo en la misma habitación. Sin postergarlo más, comencé a narrar mis andanzas.

    Capítulo 2

    Enigmático Retorno

    Las suelas de mis botas volvieron a dejar huella sobre tierras mexicanas setenta días después de haber iniciado una travesía marítima que primero recorrió las beligerantes aguas del Océano Atlántico y después cruzó, sin mayores contratiempos, el Golfo de México. Era para mí un motivo de inmenso regocijo estar otra vez en el puerto de Veracruz porque mis ojos no le habían visto desde aquel lejano noviembre de 1804, tiempo en el que yo aún era un mancebo ingenuo y partí hacia España en búsqueda de nuevos horizontes.

    La fecha exacta de mi retorno al continente americano no la recuerdo bien, pero supongo que debió haber ocurrido en los últimos días de febrero de 1813. Afortunadamente, en ese largo y agotador viaje no enfermé de ningún mal y tampoco me vi enfrentado a ningún evento que pusiera mi vida en peligro.

    Desembarqué en el puerto alrededor de las once de la mañana. Antes de pisar tierra firme fui a buscar mi equipaje y bajé por una rampa amplia de madera que me condujo hacia el muelle. A diferencia del día en que embarqué rumbo a Europa, en esa ocasión la costa se encontraba casi desértica, con muy poca gente alrededor y escasa actividad comercial a consecuencia de la revolución de independencia, iniciada por el cura de Dolores, Miguel Hidalgo y Costilla, el 16 de septiembre de 1810.

    Fui abordado, inmediatamente después de hallarme en tierra firme, por cuatro centinelas del puerto, quienes trataron de amedrentarme al mostrar una actitud poco amigable conmigo. Me hablaron con un tono de voz golpeado, preguntaron quién era yo y cuál era el motivo de mi visita. A mí no me intimidaron en absoluto, por lo tanto, tranquilamente respondí a los cuestionamientos de los custodios y me presenté con ellos diciendo:

    —Yo soy el capitán Francisco J. Rul. He venido desde York, Inglaterra, con el propósito de llegar a la Ciudad de México para entrevistarme con Vuestra Excelencia, el virrey Don Félix María Calleja. En la capital me será ofrecida una importante misión en la presente guerra civil contra los apóstatas del sur, a quienes coloquialmente vosotros denomináis insurgentes.

    Uno de los centinelas contestó, sin quitarme sus ojos de pistola de encima:

    ¿Tenéis con qué comprobar que sois esa persona que decís?

    —Por supuesto —respondí—. Guardo una carta en el bolsillo de mi camisa que prueba que lo que he dicho es verdadero. Permitid que os muestre.

    Procedí a sacar del bolsillo de mi camisa aquella misiva que meses antes había escrito mi viejo amigo de la infancia y juventud, Agustín de Iturbide. Cuando encontré dicha carta, la extraje de mis ropas con todo cuidado de no romperla, la desdoblé sutilmente —puesto que se sentía algo húmeda—, desarrugué un poco el papel, la tomé con las dos manos y se las mostré a los guardias, procurando que la intensidad del viento no me la arrebatara de las manos.

    —Hela aquí. ¿Preferís que yo personalmente os lea el contenido de la carta o queréis hacerlo vosotros?

    —Tenemos órdenes superiores de revisar la evidencia nosotros mismos. Perdonad, pero en estos tiempos no se puede confiar en nadie, —dijo otro de ellos con la misma voluntad arisca de su compañero.

    Les entregué el documento sin poner ningún tipo de resistencia y esperé con paciencia a que terminaran de leer su contenido.

    * * *

    En los primeros tres párrafos de esa carta, mi amigo Iturbide me contaba de su exitosa campaña al mando de un regimiento realista para capturar, finar a 150 rebeldes en combate y después pasar por las armas a un famoso bandolero de aquellos tiempos, apodado El Manco García, que actuaba en el Bajío de la provincia de Guanajuato, en junio de 1812. Gracias a esta hazaña, Agustín me informaba, lleno de alegría, que su popularidad se encontraba en total efervescencia entre la gente de las clases acomodadas de la Nueva España, quienes veían en su persona a un hombre entregado y valiente en el cumplimiento de su deber. El fervor de los robados terratenientes de la zona del Bajío hacia él había crecido tanto que incluso habían compuesto sonetos y canciones al nuevo héroe que había salvado sus propiedades porque, de ahora en adelante, ellos podrían dormir más tranquilos. Y no sólo había obtenido el reconocimiento de la ciudadanía y sanseacabó, Iturbide fue también ascendido de rango militar y se le nombró teniente coronel.

    En el siguiente conjunto de líneas, Agustín me ofrecía una disculpa por no haberse podido comunicar conmigo antes. Cabe destacar que había dejado de recibir correspondencia suya durante un lapso aproximado de un año y medio. Las guerras que se desarrollaban en ambas partes del mundo, tanto en América como en Europa, complicaron nuestra comunicación al grado de prácticamente extinguirla. De igual manera, perdí cualquier contacto con mis padres.

    Había vivido cuatro años en York, Inglaterra, desde mediados de 1808 hasta finales de 1812, ese fue el sitio en donde me refugié de la violenta revolución de independencia española, desatada por la invasión napoleónica en la Madre Patria. Del otro lado del océano, la Nueva España libraba su propio conflicto civil, suscitado de inicio por la presencia usurpadora de Pepe Botella al frente de la Corona, pero que gradualmente también fue adquiriendo sus propios matices.

    Retomando el tema de la carta, lo más relevante de ésta fueron los párrafos finales, en los cuales Agustín me expresaba su enorme deseo de que yo también formara parte del ejército realista que combatiría a una fuerza de insurrectos muy fuerte que amenazaba con desestabilizar el equilibrio logrado con las leyes de las Cortes de Cádiz, de reciente promulgación en España. Me ofreció un buen cargo en la milicia, con buena paga. De hecho, afirmaba que el trabajo ya era totalmente mío, que tuviera confianza en que me iría muy bien. Si tenía algo pendiente en York, me exhortaba a que lo solucionara pronto para que regresara a América a la brevedad. Me explicó claramente que mi labor estaría directamente relacionada con las altas cúpulas del poder virreinal y militar.

    En verdad que me entusiasmé con la idea de emprender una aventura diferente. Aunque resolví no aceptar formalmente la misión todavía, prometí que arribaría a la Ciudad de México inmediatamente para enterarme bien a bien de qué se trataba el trabajo. Corría el día 12 de septiembre de 1812 cuando la carta llegó a mis manos y la leí. Me hallaba en la víspera de los 30 años de edad y todavía seguía soltero. De hecho, me había sentido de tres décadas desde mi cumpleaños anterior y eso me había dejado muy meditabundo con respecto a qué tan satisfactoriamente había yo alcanzado mis proyectos de notoriedad y fortuna hasta ese momento. Mi desdicha era grande: no me creía triunfador, sino todo lo contrario. Pensaba que mi vida había caído en la monotonía, había fracasado en mi ilusión de convertirme en un artista consumado y, además, albergaba esperanzas de regresar a la Nueva España para desposarme pronto con una bella compatriota.

    De cierto modo, me aterraba la idea de fallecer pronto sin conocer la dicha de formar un hogar. No obstante, me reconfortaba leer a Hesíodo, autor de Los Trabajos y los Días en el siglo VIII a. C. De acuerdo a él, la edad ideal para que un varón se desposara se situaba antes de los treinta o no muchos años después, de preferencia con una virgen de quince. Para este sabio de la antigüedad, había que saber escoger la ocasión. ¡Y qué mejor ocasión para encontrar el verdadero amor que regresando a casa!

    De pronto, olvidé la infelicidad que siempre me había causado dedicarme a la carrera de las armas. Ya no podía soportar tanta frustración en el alma. No olvidaba que había estado demasiado cerca del sepulcro en una ocasión, ocho años atrás estuve a punto de morir de paludismo a causa de una picadura de mosquito a la que al principio no presté mayor importancia y, una semana más tarde, poco faltó para que dicho padecimiento acabara con mis días. Por esta razón, la idea de la muerte tenía un lugar más o menos preponderante en mi pensamiento. Había descubierto en carne propia lo frágiles que somos los seres humanos.

    * * *

    Cuando los soldados del puerto terminaron de leer detenidamente la carta, me dijeron en un tono de voz más amigable que desde hacía cuatro días me había estado esperando una cuadrilla de militares uniformados con instrucciones de trasladarme a la Ciudad de México para que yo me entrevistara con mi amigo Iturbide y el brigadier Félix María Calleja del Rey—recientemente nombrado virrey de la Nueva España— personaje que tenía fama de ser despiadado y cruel con casi todas las personas que trataba.

    Antes de conocer al virrey, esos hombres me conducirían al Fuerte de San Juan de Ulúa para entrevistarme con el capitán del bastión y conocer al general que tendría la misión de escoltarme hasta la capital. Uno de los dos custodios con quienes hablé, se ofreció a acompañarme para que me pusiera a disposición de los militares realistas que me esperaban en el puerto y me ayudó a cargar una de las dos maletas que llevaba.

    Mientras caminábamos, seguí admirando el edén que me rodeaba. En la tierra se formaban arenales que alcanzaban grandes alturas. La costa estaba rodeada por hermosos robles y palmeras, cuyas ramas se movían violentamente a causa del viento. La coloración del agua del océano era verde, aunque a veces se mirara azul. El clima en el puerto era bastante húmedo y, desde el momento en que vi la luz de día, sentí cómo las ropas que vestía se adherían a mi piel y mi cabello se encrespaba. Eran comienzos de año, razón por la cual no hacía calor en el puerto.

    A los pocos minutos de recorrido a pie, arribé al cuartel militar ubicado en el Fuerte de San Juan de Ulúa. Caminamos porque yo así lo quise. La gente que se encargó de darme la bienvenida en el muelle sugirió que hiciéramos el trayecto en un caballo o un carruaje, pero yo no había tenido la oportunidad de salir a estirar las piernas durante poco más de dos meses y anhelaba disfrutar el ambiente sin estar en medio de turbulencias que me hicieran sentir mareado.

    San Juan de Ulúa es una pequeña isla ubicada frente a las costas del Golfo de México y el puerto de Veracruz. El lugar era temido tanto por propios como por extraños por las leyendas negras que de él se contaban y tuve oportunidad de escuchar estando en Europa, en la voz de algunos presos políticos que lograron escapar con vida. Cabe subrayar que eran realmente pocas las personas que lo conseguían, debido a las condiciones infrahumanas en las que se mantenía a los reos. Los reclusos eran introducidos en las tinajas, pequeñas celdas frías y húmedas, poseedoras de un intenso olor salobre en las que la mayoría de los prisioneros enfermaban pronto de las vías respiratorias e irremediablemente fallecían padeciendo los dolores más tremendos.

    El aura siniestra que rodeaba al edificio me estremecía. No obstante, yo sabía perfectamente que mi entrada a San Juan de Ulúa no tenía el propósito de un encarcelamiento, sino de encuentro con uno de los altos mandos del ejército realista. De hecho, el área de la fortaleza que yo conocí ese día tenía un aspecto bastante normal, como si los reos tratados como escoria infrahumana no existieran.

    Fui introduciéndome al fuerte por un costado. Desde ahí podía observarse una imponente torre. Mientras andaba, quedé maravillado al observar que la piedra con la que el edificio había sido puesto en pie había fue extraída del fondo marino, de los arrecifes de coral. Los colores de las paredes variaban entre tonalidades grisáceas, verdosas y amarillentas. Mientras subía los escalones que me darían entrada al sitio, pude tocar la rugosa textura de los muros con las yemas de los dedos y recorrer con el tacto los surcos naturales que dichos arrecifes formaban. Era por su monumentalidad, materiales e inexpugnabilidad, que el baluarte me resultaba encantador en demasía, aunque tampoco lograba olvidarme de su lado oscuro.

    Una pesada y gruesa reja de fierro fue elevándose lentamente para permitirme el paso. Atravesé un oscuro zaguán con un techo abovedado que me condujo a un amplísimo patio central. Ahí observé una especie de casco de hacienda que tenía una fachada neoclásica flanqueada por varias arquerías de piedra que se prolongaban por una distancia bastante considerable. Entré a la zona de la fortaleza que parecía la más elegante.

    Ingresé al comedor destinado a los altos mandos. Ahí los militares me saludaron cordialmente y me ofrecieron algo de comer. Miré el reloj de oro que se encontraba encima de una repisa y era la una y media de la tarde —aproveché la ocasión para ajustar mi reloj de bolsillo al instante—. Recordé que en York yo solía tener la segunda colación del día alrededor de dicha hora. Hacia mis adentros agradecí que todavía esas costumbres europeas que había adquirido no sufrieran cambios. Acepté la invitación sin meditarlo porque estaba muy hambriento y mi digestión había sufrido trastornos notorios durante los sesenta y tantos días que duró la travesía de regreso a las Américas.

    Enseguida, ocupé una de las sillas situadas en torno a una gran mesa y me fue servida una mojarra frita, acompañada por agua pura de excelente calidad extraída de los aljibes de la fortaleza de San Juan de Ulúa, la cual era, por cierto, para uso exclusivo de los empleados del bastión. Tuve conocimiento de ello porque un coronel que se encontraba de pie me advirtió del gran peligro que cualquier habitante corría de contraer la fiebre amarilla si bebía el vital líquido en la ciudad de Veracruz. El agua que se consumía en la urbe era de lluvia y se captaba en médanos, pozos o cisternas defectuosas. Si acaso, nada más servía para lavar ropa, aunque también podía causar infecciones en la piel.

    Al escuchar esto, no pude evitar preguntarme a mí mismo en silencio:

    <>

    La mesa estaba hecha de madera de roble y tenía espacio para catorce personas. La elegante vajilla de porcelana seguía el modelo de la cebolla, mejor conocida como Zwiebelmuster, había sido importada de Meissen, Alemania. La cubertería tampoco era local, provenía de Sheffield, Inglaterra —pueblo que desde hace siglos se ha caracterizado en la producción de dichos artículos—. Ya no quise continuar investigando las procedencias de los demás elementos (el mantel, las sillas, los candiles, los espejos, los candelabros y otros adornos) porque estaba seguro que también serían de la más alta calidad y, por ende, muy costosos. Concluí atinadamente que los altos mandos militares de San Juan de Ulúa vivían como reyes sin corona.

    No comería yo solo. Apenas tomé asiento cuando me presentaron a quien se le había encomendado la misión de escoltarme durante mi viaje a la Ciudad de México, el coronel gachupín Lope Madrigal de los Santos, hombre que aparentaba tener sólo algunos años menos que yo. Madrigal era robusto de carnes, de buena estatura, tez blanca, cara ovalada, la mandíbula muy crecida, pómulos huesudos, manos pesadas, ojos pequeños color azul cielo, nariz ligeramente aguileña, labios gruesos, barba y bigote cautelosamente rasurados, cabello castaño corto y cabellera lacia abundante. Sin embargo, él no era arrogante como la mayoría de los generales que ostentaban tal rango y siempre se portó amable y servicial conmigo. También se unió a la colación el capitán de la fortaleza, un señor de origen asturiano de aproximadamente 60 años de edad, llamado Juan Sánchez de Cisneros, gran amigo del señor Calleja y militar de amplia experiencia en el Reino de la Nueva España. Me acompañaron también un fraile dominico y otros militares de cuyos nombres y rangos no he logrado acordarme ya. Para nada se trató el tópico de la rebelión de los insurgentes en el territorio durante mi estancia en el comedor.

    Para mi traslado a la capital se había preparado anticipadamente una carroza tirada por dos caballos. Madrigal y yo recibimos instrucciones de vestirnos de civiles para pasar desapercibidos entre los asaltantes y los acérrimos enemigos de la patria. A toda costa debíamos evitar avanzar por Córdoba y Jalapa, pues esas tierras estaban sublevadas y podríamos ser brutalmente atacados si los rebeldes nos identificaban como miembros del ejército del rey. Transitaríamos por Orizaba —recuperada por los realistas en el mes de noviembre de 1812— para arribar a Puebla de los Ángeles y desde ahí avanzar hacia la Ciudad de México.

    El tramo más crítico del camino se hallaba entre las Intendencias de Veracruz y Puebla. Una vez superada esa zona, el resto del viaje sería menos arriesgado. Del mismo modo, como medida de seguridad nos asignaron armas varias a cada uno para utilizarlas en nuestra defensa personal: sable, revólver y navaja; también fui provisto de una incómoda cota de arillos metálicos forrada con una capa de algodón y otra de piel para evitar que fuese herido por impactos de bala o estocadas. El capitán Sánchez me indicó que no me la retirase nunca, porque eso podría salvarme la vida en alguna ocasión.

    Al final de mi primera jornada en la Nueva España, me dispuse a pernoctar en una confortable celda destinada para militares en el Fuerte de San Juan de Ulúa a partir de las siete y media de la tarde. Si acaso era verdad que se oían sollozos, gritos y lamentos en los calabozos, al menos yo no escuché absolutamente nada; tal vez se debió al efecto de los anchos muros de la construcción o quizás porque casi siempre que duermo lo hago tan profundamente que pierdo consciencia de todo lo que ocurre a mi alrededor. Esa noche no fue la excepción, tuve un sueño totalmente reparador a causa del cansancio natural de un largo viaje.

    Capítulo 3

    Readaptación A Mi Tierra

    A la mañana siguiente emprendí el camino hacia la Ciudad de México, acompañado por el general Lope Madrigal. A consecuencia de todos los años que había vivido alejado de la Nueva España, carecía de conocimientos para llegar a mi destino por mi propia cuenta. Afortunadamente, Madrigal conocía perfectamente la dirección a seguir. Desde el comienzo del viaje me propuse entablar amistad con él. Tan pronto como entramos en la ciudad de Veracruz, le pregunté:

    ¿Sois de estas tierras?

    Madrigal me contestó:

    —No, señor Rul. Nací en Alcalá de Henares, pero mis padres migraron a América cuando yo tenía seis años de edad. Me crié en Cuernavaca. Mi familia posee una pequeña granja a las afueras de la ciudad. Siempre hallé rutinaria la vida del campo, sacrificada y aburrida; yo no quería hacerme cargo de los negocios de mi padre cuando él muriera. Entonces, decidí entrar a la milicia a la edad de 17 años. Al año recibí órdenes firmadas por el virrey Iturrigaray de ir a la Ciudad de México para completar mi formación. Cuando aún no estallaba la revolución, marché a un poblado colindante al sureste con la capital para hacerme cargo de aprehender criminales, básicamente indios revoltosos que trabajan en las haciendas de la zona, y permanecí ahí hasta hace poco más de un año.

    — ¿Detenciones de indios vivaces? Me extraña, porque ellos por lo general han mantenido siempre una conducta sumisa ante los designios reales, se supone que no son problemáticos en absoluto. Por cierto, ¿En dónde estuvisteis haciendo eso? —pregunté con curiosidad.

    —Me resulta odioso revelar el nombre del lugar, así que os imploro no indagar —respondió Madrigal con cierto aire de hostilidad.

    —De acuerdo, no os cuestionaré más —repliqué—. Pero, ¿cómo fue que llegasteis al puerto de Veracruz?

    —Supliqué al virrey Venegas, por medio de una carta, que me cambiara de plaza a la brevedad. Ocurrieron cosas ajenas a mi voluntad en ese pueblo que prefiero no mencionaros nunca, ni a vos ni a nadie. Es por eso que ahora me habéis visto custodiando el Fuerte de San Juan de Ulúa, renuente a volver a poner un pie en la capital. ¿Y vos, de dónde venís? ¿Sois castellano o manchego?

    Reí discretamente al darme cuenta que Madrigal no había descubierto que yo era un americano. Decidí no engañarle y procedí a contarle sobre mi origen y familia. Comencé mi historia más o menos así, omitiendo todas aquellas verdades que fueran comprometedoras, las cuales ya no he creído necesario ocultar:

    —Mi nombre es Francisco Ignacio José Martín García Conde y Casa Rul de Tello y Tabera, nacido en la muy noble y real ciudad de Valladolid de Michoacán, el día 16 de diciembre del año de Nuestro Señor de 1782. Mi padre fue el Coronel Diego García Conde y Casa Rul, un ilustre militar español que estuvo al mando del Regimiento Provincial de Infantería de Valladolid a finales del siglo pasado (s. XVIII) y, por tal motivo, durante muchos años hizo especial hincapié en que yo también formara parte de las fuerzas armadas de la ciudad.

    Al principio, negarme a sus designios me fue imposible, puesto que fui el único hijo del matrimonio de mis padres. Gracias a las huestes, mi familia vivía decorosamente en una buena casa ubicada a unos cuantos pasos de la Catedral, pero distábamos de ser los más ricos de la urbe porque mi progenitor no había desarrollado —fuera del ámbito militar— las habilidades necesarias que hacen a un buen animal político. No obstante, mis padres se codeaban a menudo con las alcurnias más altas de Valladolid, Guanajuato, San Luis Potosí, Querétaro y sus alrededores. El ejército vallisoletano era una fuerza emergente que a finales del siglo XVIII iba ganando terreno paulatinamente sobre el clero y contaba ya con importantes privilegios. La iglesia seguía manteniendo la preponderancia en la vida económico – política de la ciudad, pero comenzaba a mostrar evidentes signos de decadencia desde aquellos lejanos días de aparente paz.

    Como señalé antes, mi progenitor siempre estuvo convencido de que la prosperidad económica y el verdadero prestigio social únicamente radicaba en dedicarse a la milicia. Sin embargo, para infortunio de ambos, sucedió que yo nunca tuve real vocación para eso. La principal causa que yo atribuyo para explicar esta negativa mía de complacer a mi padre fue el hecho de haber tenido una esforzada instrucción básica impartida en mi propia casa —mi madre jamás quiso enviarme a la escuela con los demás niños de mi edad porque ella no quería que ningún maestro me maltratara. Nací zurdo—. Íñigo San Román, un afamado profesor europeo egresado de la antiquísima Universidad de Salamanca, me enseñó a valorar el conocimiento científico, la filosofía y las bellas artes como las armas más preciadas que el hombre podía utilizar para trascender en la vida.

    Por la influencia que ese maestro había ejercido en mi pensamiento desde que era un infante y por la forma en la cual el arte y la lectura me ayudaban a evadir mi soledad y la inmensa necesidad que sentía de hacerme escuchar, la mayor ambición que tuve en mi juventud fue convertirme en un afamado artista. Anhelaba seguir los pasos del gran Bramante en la arquitectura, pintar la figura humana tan naturalmente como Velázquez o Tiziano, esculpir el mármol con la destreza y el realismo de Miguel Ángel Buonarroti o de Gian Lorenzo Bernini.

    Mantuve en mente que sólo tenía una oportunidad para realizar mi máximo sueño y las academias nada más aceptaban sangre joven en sus aulas. Estaba perfectamente consciente que si envejecía algunos años más, sin duda perdería la ocasión de alcanzar la felicidad que me daría el dedicarme profesionalmente a lo que más me satisficiera. No quería que llegara el final mis días y la muerte me encontrara abatido en mi alcoba, hundido en la más cruel de las amarguras. Además, la carrera de las armas resultaba completamente deshumanizante para mí y creía firmemente que ésta destruía las existencias, tanto de los hombres que sucumbían en combate como de los sujetos que permanecían entre los vivos para contarla… si acaso la cordura les daba tregua para tal momento.

    Precisamente fue la aspiración de convertirme en un artista profesional la razón por la cual me decidí a renunciar a la milicia a la tardía edad de 18 años y trasladarme a la Real Academia de San Carlos de la Ciudad de México con el propósito de estudiar arquitectura, pintura y escultura, siendo alumno, profundo admirador y buen amigo del ilustre maestro Don Manuel Tolsá.

    Troya y Roma ardieron el día que mi padre se enteró de mis intenciones de abandonar la milicia para convertirme en bachiller y estalló más en cólera cuando le expresé que mi deseo era trasladarme a la Real Academia de San Carlos en México. La confesión se dio en el comedor de la casa, en un día de verano del año de 1800, mientras los tres nos reuníamos en familia para compartir la segunda colación.

    De inmediato, el semblante de mi progenitor se tornó rojo, se levantó de la mesa y arrojó la servilleta de tela que tenía entre sus piernas al suelo. Montó en ira ciega, se precipitó para sujetarme fuertemente del cuello de la camisa, me levantó abruptamente de mi asiento y me miró fijamente a los ojos, sus pupilas casi se mezclaban con las mías. Mi madre decidió no intervenir y recogió los platos para llevarlos a la cocina. En el comedor sólo quedamos mi padre y yo. El hecho de enfrentarle me tenía temblando de miedo. Durante mis primeros años había aprendido a temerle, más que amarle.

    — ¿Has perdido el juicio? ¿Qué es lo que te propones?, —gritó mi padre —. Parece que desobedeces mis planes con el único propósito de enfadarme. ¿Para qué quieres adiestrarte en el arte, si ya eres todo un experto en el arte de provocarme una indigestión? Eres un loco, un insensato y un mocoso imberbe que nada sabe de la vida.

    Yo me definí, entre tartamudeos, como un arrojado cuando de cumplir mis planes de vida se trataba y negué actuar con la intención de molestar a nadie, porque lo que estaba en juego era mi propio destino. Tuve la osadía de decirle a mi padre que mis decisiones vocacionales no eran de su incumbencia puesto que mi vida no le pertenecía a él, ni siquiera porque él me había engendrado. En respuesta, mi progenitor me recordó lo mucho que él se había esforzado por brindarme una educación esmerada, satisfacer mis necesidades básicas, darme lujos y comodidades, y que en cambio yo era un malagradecido que no sabía preciar sus sacrificios y me atrevía de desobedecerle.

    Abandonar la casa de mis padres no fue una acción en absoluto fácil, mas yo me las ingenié para no dejar mis propósitos sobre la mesa nada más y le escribí a un familiar que tenía en la capital del virreinato para que me apoyara con dinero, comida y alojamiento.

    Hasta el último minuto, mi padre intentó persuadirme para que no dejara la carrera de las armas. Trató de hacerme ver los grandes privilegios que en ese entonces yo disfrutaba por el sólo hecho de pertenecer al Regimiento, el principal de ellos era el fuero, y lo perdería en caso de dedicarme a otra cosa. Exclamaba una y otra vez, en todos los tonos que halló posibles, que el futuro económico más próspero al que podría yo aspirar emanaba de ahí. Ciertamente tenía muchos beneficios ser soldado, comenzando por el atractivo erótico y la respetabilidad que el oficio otorgaba frente al sexo opuesto, pero lo más importante era el triunfo social que la milicia representaba para un muchacho criollo como yo. Siendo teniente o coronel, un americano podía aspirar a ostentar por lo menos un poco de autoridad y este cambio era relativamente reciente. Además, mi padre decía que no era necesario dedicarle muchas horas del día a la práctica militar, bastaba con unas pocas horas en la mañana y después me quedaría toda la tarde libre para descansar, hacer amistades, relaciones sociales o estudiar mis ciencias del corazón con cero razón, como él les llamaba despectivamente a todas las bellas artes.

    Pese a las constantes descalificaciones y amenazas de mi progenitor que consistían en dejar de apoyarme económicamente y no ayudarme en absolutamente nada, en caso de que yo obrara en contra de sus planes de vida para mí, decidí desafiarle e irme de casa tan pronto logré superar un difícil periodo de confusión de un mes, la cual fue provocada por los argumentos nocivos que todos mi conocidos me daban para que me quedase en Valladolid. Había hecho algunos ahorros durante tres años y Don Sancho Tabera, un tío materno que era canónigo en la Catedral de México, tenía las mejores intenciones de ayudarme en cualquier cosa que yo necesitara. De hecho, él personalmente fue a recogerme a casa para conducirme a la Ciudad de México y evitar así que me convirtiera en objeto de hurtos y engaños al ser un provinciano nuevo en la capital.

    Durante varios años no sentí ni el menor arrepentimiento por haberme ido de casa. Pasé una estancia realmente agradable en la Academia y ¡cómo no disfrutar si mi más grande aspiración estaba al fin cumpliéndose! Ansiaba que llegara la mañana siguiente para aprender más y ser cada vez mejor artista, deseaba superarme en todos los aspectos. Había jornadas consecutivas en las que conciliar el sueño era prácticamente imposible, debido al éxtasis que sentía por materializar las ideas que ya tenía gestándose en mi mente.

    Sin embargo, no permanecería mucho tiempo en la capital después de concluir mis estudios en la Real Academia de San Carlos. A causa de la tremenda bancarrota en la cual se declaró el virreinato de la Nueva España en el año de 1804 y, considerando que mi país ya no podía ofrecerme más crecimiento profesional, juzgué prudente emigrar al Viejo Continente para continuar con mi formación artística y filosófica. Si corría con suerte, encontraría a un mecenas por aquellas tierras que me descubriera, me llevara a vivir con él y patrocinara las obras que me harían famoso e inmortal.

    Otra vez más, mis padres estuvieron en contra de mi decisión y, como mi progenitor lo hiciera años atrás, volvió a intentar hacerme desistir de mis planes diciéndome:

    —España no está ni económica ni políticamente mejor que aquí. Todo el reino enfrenta una terrible crisis. Los revolucionarios franceses y su emperador, Napoleón I, han puesto en jaque a la religión católica apostólica romana desde que éstos se revelaron ante su rey, Luis XVI, y le decapitaron por supuesta traición a los ideales de la revolución, inaugurando así un periodo oscuro en donde han imperado el terror y el vicio. No contentos con ello, pretenden que toda Europa vaya, del mismo modo que ellos, a los meros infiernos.

    A esto, yo intenté serenarme y respondí:

    —Lo sé, padre. Puede que tengas razón pero, al menos España mantiene su economía más o menos estable a expensas de sus exportaciones monopólicas a la América. A sus vasallos les prohíben manufacturar muchos productos. En la Nueva España no hay progreso ni oportunidades para los americanos. Estoy convencido que esta colonia ya no tiene absolutamente nada más que ofrecer a mi desarrollo profesional y personal. Además, ¿Qué me dices de la inseguridad que vivimos?, ¡esta es una tierra de nadie!

    Parecía que mi padre hacía esfuerzos sobrehumanos para no levantarme la voz y siguió en su intento por persuadirme, sólo que en esta ocasión fue más hiriente, como acostumbraba ponerse cuando no tenía éxito a la primera vez:

    —Tú no quieres comprender nuestros argumentos, ¡no escuchas de razones! Eres testarudo, ¿verdad? ¡Haces oídos sordos y ojos ciegos a lo que te estoy diciendo! Nada más soporto todas las tonterías que dices sólo por el cariño tan grande que te tengo y porque entiendo que aún eres muy joven e ingenuo. Si nosotros nos oponemos a que vivas fuera de América, no es porque tengamos intenciones de cortarte las alas, sino porque sabemos que Europa es muy peligrosa y únicamente sufrirás. Siéndole fiel a mi rol de padre, pretendo protegerte de los males de nuestro tiempo, pero es demasiado evidente que tú eres aún más obstinado que los potros sin domar. Ignoras muchas cosas, jovencito. ¡Ya es justo que dejes de comportarte como un niño caprichoso y te conviertas en un hombre! España está al borde de la guerra civil o de ser invadida de nuevo por sus eternas naciones enemigas, ya sea por Francia o por Inglaterra. Además, date cuenta que tú eres un criollo. Nada tienes que estar haciendo allá. Europa no fue hecha a la medida de los americanos, es un medio altamente excluyente y cerrado, vas a fracasar en grande porque la discriminación en el viejo continente es mucha.

    Esas palabras mancillaron mi orgullo y en lugar de desanimarme en mis propósitos, los reforzaron, porque yo creía firmemente tener las facultades mentales suficientes para enfrentar a cualquier europeo. A las observaciones de mi padre, yo respondí:

    —Este deseo que siento no es ningún capricho banal y no concibo reprimirlo por más tiempo. La vida es un constante desafío y uno se debe enfrentar a ella con determinación. Por favor, crean en mí. Sé que el camino de la fama es muy difícil, pero yo estoy dispuesto a enfrentar todos los riesgos. Lo único que pido de ustedes, es su bendición y oraciones para que todo vaya bien.

    Mi padre se veía furioso, a punto de perder la paciencia y ponerme una mano encima. Yo, por primera vez en la vida, no le tenía miedo y, si para lograr mis objetivos era necesario soportar uno que otro golpe, estaba dispuesto a resistirlos con honor. Sin embargo, mi madre intervino para decir:

    —Tranquilícense los dos. Diego, permite que nuestro hijo se equivoque. Tal vez eso sea lo que él necesita. Únicamente así comprenderá las razones que tú acertadamente le has expuesto. Si Francisco quiere alejarse de nuestro lado para ver el mundo con sus propios ojos, no se lo impidas. Te recuerdo que tú también abandonaste la casa de tus padres cuando contabas con treinta años de edad para probar fama y fortuna en la Nueva España y tuviste éxito.

    Mi padre reconoció que mi madre tenía la verdad en sus palabras, sin embargo dijo:

    —Sí, Brígida. Reconozco que parcialmente tienes razón y digo que no ha lugar un punto de comparación porque yo abandoné a mis padres en busca de fortuna pero, en efecto fue toda una proeza cuando decidí venir a América. Además, yo ya era un adulto. Tampoco debes olvidar que

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