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Juicio a Dios
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Libro electrónico169 páginas2 horas

Juicio a Dios

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El dieciséis de enero de 1918, Anatoli Lunacharski, comisario de Instrucción Pública de Lenin y posterior embajador en España durante la Segunda República, acusó formalmente a Dios de genocidio y crímenes contra la Humanidad, juicio que se llevó a cabo en una vista pública donde, en el sillón de los acusados, a falta de alguien mejor, decidieron poner una Biblia. Durante cinco horas, la fiscalía bolchevique leyó las acusaciones contra Dios mientras los abogados defensores, comprados por el Estado ruso, intentaban exculparlo alegando incluso enajenación mental y demencia. Como era de esperar, después de todo ese teatro, el tribunal declaró culpable a Dios, condenándole a muerte. Pena que se ejecutaría al día siguiente cuando un pelotón de fusilamiento lanzó una serie de ráfagas de fuego al cielo.
Por toda esta serie de tropelías, el gobierno de Estados Unidos declaró en la sede de Naciones Unidas que los derechos de Dios fueron vulnerados en un juicio injusto, así que decidió juzgarle de nuevo para tratar de hacerle justicia… al menos a título póstumo. El caso le será adjudicado a John, un joven letrado que, acompañado por un misterioso erudito llamado Jason, viajará a Jerusalén para recuperar su fe, demostrar que Dios existe y exonerarlo de toda culpa. A su vuelta a New York, John no solo tendrá que enfrentarse a sus propios demonios, sino también a los testigos que la acusación irá llamando para intentar demostrar que Dios es un «amigo imaginario» y condenarlo por «omisión de socorro», ejemplificando las cuatro principales formas de ateísmo que imperan en la sociedad. Durante este viaje interior y exterior, John descubrirá quién es Jason —alguien que muchos parecen reconocer pero nadie sabe ubicar—- quién es el fiscal, pero sobre todo quién es él.
IdiomaEspañol
EditorialLid Editorial
Fecha de lanzamiento27 jul 2017
ISBN9788417044886
Juicio a Dios

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    Juicio a Dios - Manuel Fernández Muñoz

    I

    John se detuvo a un lado para atarse los cordones de las zapatillas mientras sentía cómo las gotas de lluvia caían sobre su impermeable. Central Park, a estas horas de la mañana, conserva un tímido reflejo de la magia de los bosques y colinas de Escocia aunque se encuentre en el corazón de Manhattan. A pesar de lo que muchos puedan pensar, New York no es solo la ciudad de los rascacielos, también ofrece varios espacios naturales donde un abogado puede relajarse antes del ajetreo de un largo día de trabajo… y John los conocía todos.

    A veces solía salir a correr por Brooklyn Bridge Park, a lo largo del East River, porque le gustaba ver el Carrusel de Jane, uno de los tiovivos más antiguos de la ciudad, recientemente restaurado, y a los fotógrafos aficionados esperando pacientemente la luz ideal para captar su esencia como el cazador que aguarda ver pasar a su presa antes de apretar el gatillo.

    Otras veces prefería ir al Hudson River Park, cerca de la calle 59, para distinguir a lo lejos la Estatua de la Libertad y la Isla de Ellis, donde su bisabuelo, considerado un inmigrante de tercera clase, pasó una larga cuarentena antes de poder entrar en Estados Unidos.

    Aunque su parque favorito era sin duda Riverside, entre la calle 72 y la 158, en la Upper West Side, que cuenta con una reproducción del Mausoleo de Halicarnaso y una estatua de Juana de Arco, a la que John solía mirar fijamente mientras estiraba las piernas intentando adivinar en su rostro el secreto de las voces que empujaron a la heroína francesa a levantar el asedio de Orleans. Esas voces que él también creía oír antes de aceptar cualquier caso, pero que llamaba sencillamente conciencia o intuición, sin darles la menor importancia. Sin creer, como Juana, que podrían ser la voz de Dios.

    Aunque bautizado en el seno de la Iglesia Presbiteriana, John no podía permitirse el lujo de ser creyente. Al menos no en New York… quizás en Jersey sería distinto. Habiendo visto lo que había visto: asesinatos, violaciones, pederastas, estafadores, ladrones… la fe era lo primero en perderse. Por eso no acababa de comprender por qué el señor Terry Spencer, el presidente y dueño del bufete, se había empeñado tanto en endosarle este caso.

    Terry tenía fama de ser uno de los litigantes más temidos por la fiscalía de New York. Sus sesenta años recién cumplidos le habían apartado de los tribunales, al menos físicamente, aunque su bufete, con más de cincuenta asociados, seguía siendo uno de los más respetados de todo el estado. De padre católico y madre protestante, Terry encarnaba el espíritu de emancipación propio de los años sesenta, creándose a sí mismo siguiendo la figura de John Lennon en lugar de Jesucristo, razón por la cual los más reaccionarios no dudaron en criticar que la firma de abogados Spencer fuera la encargada de la defensa de Dios.

    John jamás podría olvidar la mañana del briefing, cuando Terry le entregó el sumario de la defensa en el juicio contra Dios. Fue como si el mundo se detuviera.

    El día anterior había sido duro. Mientras escuchaba la lectura de los cargos contra su cliente, John no quiso perder el tiempo pensando en la que se le venía encima. Aunque estaba considerado una de las jóvenes promesas de su profesión, un juicio así podría hundir su carrera para siempre. La labor del abogado defensor no es solo convencer al juez de la inocencia del demandado, también debe garantizar que nadie sea condenado injustamente; pero en esta ocasión, además, recaía sobre sus hombros la responsabilidad de ser el garante de las esperanzas y sueños de una gran parte de la humanidad… y a veces las cosas no salen como uno quiere. Una treta de la fiscalía podría cambiar el guion y hacer tambalear el frágil castillo de naipes de su argumento de defensa.

    Saliendo a correr, John conseguía centrarse y despejar su mente. En tan solo unos días tendría que poner toda la fuerza de su ingenio en el alegato inicial para convencer al juez de que su cliente existía; y después probar su inocencia, o al menos sembrar una duda razonable.

    El mes de noviembre, en New York, es frío y gris, como los ánimos de John, como las lágrimas de Julia al soltarse de su mano y decirle adiós para irse con sus padres después de cinco años viviendo juntos. Julia quería algo más, pero John no estaba preparado. Al menos todavía no. Con este juicio se estaba jugando toda su carrera y no quería distraerse por nada ni por nadie, ni siquiera para darse cuenta de que la barriguita de Julia iba creciendo mes a mes.

    Este caso era distinto, el acusado era distinto. El dieciséis de enero de 1918, el pueblo ruso, supuestamente en representación del resto del planeta, acusó formalmente a Dios de genocidio y crímenes contra la humanidad. Anatoli Lunacharski, comisario de instrucción pública de Lenin y posterior embajador en España durante la segunda república, se creyó competente para promover y a la vez juzgar dicha tarea, que se llevó a cabo en una vista pública donde, en el sillón de los acusados, a falta de alguien mejor, decidieron poner una Biblia. Durante cinco horas, la fiscalía bolchevique leyó las acusaciones mientras los abogados defensores, comprados por el estado ruso, intentaban exculpar al procesado alegando incluso enajenación mental y demencia.

    Como era de esperar, después de toda esa pantomima, el tribunal declaró culpable a Dios, condenándole a muerte. Pena que se ejecutaría al día siguiente cuando un pelotón de fusilamiento lanzó una serie de ráfagas de fuego al cielo. Pero Lunacharski, no contento con esto, para escenificar aún más su ateísmo e intolerancia religiosa, se dedicó vehementemente a quemar y destruir conventos y monasterios, a representar procesiones donde las figuras sagradas eran ridiculizadas, así como a teatralizar simbólicas decapitaciones del Papa, obispos y otros personajes del ámbito religioso.

    Por toda esta serie de tropelías, el gobierno de Estados Unidos declaró en la sede de Naciones Unidas que los derechos de Dios habían sido vulnerados en un juicio indigno, presidido por un tribunal partidista y defendido por unos abogados igualmente poco resueltos a realizar su labor honestamente. Así que decidió juzgarle de nuevo, a pesar del tiempo transcurrido, para tratar de hacerle justicia… al menos a título póstumo.

    Ante la dificultad de encontrar un jurado imparcial, y como nadie pretendía de Dios una compensación económica, el pleito se llevaría a cabo en una vista oral sin jurado, tan solo con un juez federal, pero con la sala abierta para que las cámaras de televisión pudieran filmar el pleito en el cual se resolvería la existencia de Dios y la cuestión de su inocencia, al menos a efectos procesales.

    Las Audiencias Iniciales solían durar poco tiempo. El fiscal hacía su alegato inicial, la defensa respondía con el suyo, el juez se pronunciaba admitiendo o no las pruebas aportadas y se llamaba a los testigos. Sin embargo, nadie sabía lo que podría pasar en este caso. No había precedentes en Estados Unidos de algo similar, y puede que tampoco los hubiera después si John no conseguía que el juez admitiera la posibilidad de que Dios podía existir.

    Aunque, a priori, pudiera considerarse una broma de mal gusto, lo cierto es que el Juicio a Dios no había dejado indiferente a nadie. Desde que la noticia saliera a la palestra, centenares de manifestaciones marcharon en su contra a lo largo y ancho del país. Desde California, pasando por Nebraska, hasta Maine, miles de personas se reunieron portando pancartas con el lema «Es Dios quien debe juzgar a los hombres, no los hombres a Dios» y cosas similares. Los telepredicadores más fanáticos arremetían contra el gobierno día sí y día también entonando sermones viscerales, haciendo notar su profundo malestar. Los imames de las mezquitas más radicales, aliados con rabinos ultra—ortodoxos, e incluso junto con algunos clérigos y otras personalidades de la élite espiritual cerraban filas para intentar detener esa tropelía a veces incluso promoviendo actos vandálicos.

    De un día para otro, el joven abogado John Knox se había convertido en el punto de mira de innumerables periodistas y reporteros gráficos, que le seguían adonde quiera que fuera, molestándole con preguntas de todo tipo. En su buzón de correo electrónico se le amontonaban amenazas de muerte, pero también elogios de personas desconocidas que le enviaban argumentos para ayudarle en su trabajo.

    Durante los meses previos, Katherine, su pasante y ayudante personal, se había esforzado para concertarle centenares de entrevistas con interlocutores de prestigio internacional pertenecientes a las grandes religiones, los cuales le aportaron también sus puntos de vista para enriquecerle frente a la fiscalía. Todo dependería de su habilidad como orador, de la capacidad de síntesis de sus numerosos argumentos y de la solidez de las pruebas…

    II

    Una ducha caliente, huevos con beicon y un zumo de naranja recién exprimido fue todo lo que John necesitó para ponerse en marcha. A las once de la mañana había quedado con Terry para informarle de la estrategia a seguir y exponerle los puntos a tratar en su alegato inicial. De él dependería la suerte del juicio… y quizás la suya propia.

    Katherine estaba al teléfono, como siempre. John le guiñó un ojo y le puso un café de Starbucks en la mesa antes de entrar en el despacho. Suspiró profundamente, se quitó la chaqueta de su traje de tres mil dólares y se sentó en el sillón con la mirada perdida mientras encendía el ordenador. Un fugaz pensamiento le condujo a la sonrisa de Julia antes de bloquearla conscientemente. ¡No podía permitirse ninguna distracción! Tras diez minutos leyendo sus correos, la presencia de un hombre parado en la puerta le hizo levantar la cabeza. El desconocido llevaba pantalón oscuro y camisa impecablemente blanca con corbata verde de seda. Su pelo largo, recogido en una coleta, le daba un aire descuidado pero elegante.

    —¿Te importa que me siente?

    John miró sorprendido hacia la mesa de Katherine, al otro lado del cristal de metacrilato, y se sintió más tranquilo. Parecía afanada con el teléfono sin hacerle el menor caso al extraño junto a ella. Sin duda debían conocerse, de lo contrario, no le habría permitido pasar.

    —Me llamo Jason —dijo todavía desde la puerta—. El Jefe me ha pedido que te eche una mano.

    John era introvertido y muy celoso de su trabajo. Casi siempre le molestaba que algún metomentodo se le acercara. Lo veía como una invasión de su tiempo, pero con Jason no tuvo esa sensación. Además, si Terry le había contratado para ayudarle, algo bueno habría visto en él. Jason desprendía una energía acogedora que parecía envolverle. Sus ojos, profundos y oscuros, irradiaban encanto y una misteriosa alegría que invitaba a la familiaridad.

    John hizo un ademán señalándole la silla frente a él.

    —¿Y cómo puedes ayudarme… Jason?

    —Bueno —contestó mientras tomaba asiento—, sé rezar y sé agradecer.

    Escudriñando la mueca en el rostro de John, sonrió y continuó:

    —He vivido muchos años en Oriente Medio y llevo toda la vida estudiando la cultura hebrea y sus costumbres. También conozco bastante la religión cristiana y estoy muy familiarizado con el islam. Además, tengo experiencia en juicios semejantes. Estoy seguro de que podremos formar un buen equipo. ¿Has comenzado a estructurar el alegato inicial?

    John volvió su mirada a la pantalla del ordenador y abrió el archivo donde tenía el borrador. Jason sabía que de él dependería el devenir de los acontecimientos y no se anduvo por las ramas.

    —En estos días me he reunido con todo el mundo. He escuchado los argumentos de numerosos obispos, sacerdotes, rabinos, líderes musulmanes, hindúes. He estudiado sus puntos de vista y sus conjeturas. Tengo tanto material que podría escribir varios libros. Creo que no se puede estar mejor preparado.

    —¡Estupendo! —dijo Jason con cierto aire de incredulidad—. Entonces, léeme lo que puedas.

    John comenzó a repasar sus notas en voz alta. Durante los últimos meses se había estado preparando a conciencia y no le costó mucho exponer un minucioso análisis de teología, aportando datos y pruebas demoledoras a favor de la existencia de Dios, hilvanando

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