Hasta el fin del mundo: Liderando la misión en Sudamérica
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Este libro es el fruto de la visión de su autor, basado en sus registros personales y en el recuerdo de sus experiencias. La editorial incorporó fotos e ilustraciones porque la historia se comprende mejor cuando se lee y se contempla.
Recomendamos la lectura de esta obra. Su contenido iluminará la visión de la labor de los pioneros y en particular de la misión que desarrolló el autor de este libro. Que el esfuerzo realizado en la difusión del evangelio en épocas remotas sirva de inspiración para cada lector en nuestros días.
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Hasta el fin del mundo - Francisco Westphal
Anexo
Prólogo
¿Quién fue Frank (o Francisco) Westphal, el autor de esta obra? Sin duda que para una gran mayoría de adventistas de la actualidad es un desconocido. También es cierto que gracias a libros, videos y otros materiales producidos por la Iglesia adventista, su nombre o fotografía puede resultar familiar para algunos. Es nuestro primer pastor en Sudamérica
, dirán.
No obstante, Hasta el fin del mundo no es una autobiografía. En palabras del autor, es el relato de los inicios de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en Sudamérica, que a él le correspondió vivir personalmente. Tampoco es del todo una historia de la iglesia, sino un boceto de experiencias personales y las de otros cercanos a él. En sus propias palabras, su objetivo es transmitir alguna idea de la manera en la cual Dios ha, por Su providencia, abierto el camino a sus siervos
, en la proclamación del mensaje del segundo advenimiento.
A medida que transcurre el tiempo, es de suma importancia poseer testimonios de primera mano de lo que fueron los inicios de la Iglesia, porque el tiempo hace olvidar y borra toda huella del pasado. En este sentido, Hasta el fin del mundo es un documento histórico de gran valor, que comunica los desafíos, las circunstancias y los logros que fueron alcanzados con mucho esfuerzo y gran dependencia en la dirección y el poder de Dios. El esfuerzo de la editorial de la Universidad Adventista del Plata por producir una nueva edición actualizada e ilustrada de esta obra es digno de felicitar.
San Pablo nos desafía a no ignorar
(1 Co 10,1) la experiencia del pueblo de Dios en el pasado. Esto requiere la voluntad por recordar
, es decir, preservar esta memoria colectiva que es nuestra historia de la iglesia. A nivel individual, esto requiere conocer la historia e identificarse con estas vivencias del pasado del pueblo de Dios. San Pablo nos recuerda que las experiencias del pueblo de Dios que nos antecedió son una amonestación a estar a la altura de sus logros y a no cometer sus errores. ¡Y por sobre todo, a continuar la misión para llevarla a una conclusión feliz!
En esta época, el continente sudamericano ya no es tierra de desafío misional conducida por misioneros extranjeros de ultramar. Se ha alcanzado una cierta madurez que permite que el liderazgo y las iniciativas de la Iglesia surjan de sudamericanos formados en Sudamérica. Existe el peligro de caer en la complacencia y la autosatisfacción, lo cual sería un gran error por dos motivos. Primero, porque la tarea no ha concluido. Debemos continuar la proclamación del segundo advenimiento con la dedicación y el espíritu de sacrificio que invirtieron nuestros pioneros adventistas de fines del siglo xix e inicios del siglo xx. Segundo, porque así como recibimos el beneficio del trabajo de misioneros extranjeros en nuestras tierras, contrajimos a la vez una deuda con el resto del mundo. Sudamérica debe abrazar de lleno el desafío de continuar la tarea de la proclamación en sectores del mundo donde no se ha oído aún el mensaje de esperanza del regreso inminente de Jesucristo. Nuestro Señor nos desafió hace dos milenios a recibir el agua de vida, símbolo del evangelio transformador: Si alguien tiene sed, venga a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva
(San Juan 7,37-38). Luego de haber sido receptores del evangelio, tenemos el imperativo moral de transformarnos en canales de transmisión a otros. Este es el desafío actual de Sudamérica, que Francisco Westphal describió muy bien en el prólogo de su obra, en los siguientes términos:
Confío que [el libro] contribuya a cultivar en los que lo lean, un verdadero espíritu misionero, que ante el llamado de Dios a trabajar en este lugar o en otro, puedan ir, no con la idea de pasar momentos fáciles, sino encendidos con la fe y el propósito que los habilitará para sentirse gozosos y siempre llenos de coraje, incluso bajo pruebas y circunstancias desalentadoras.
Sergio Becerra
Profesor de Historia de la Iglesia
Director del Centro de Investigación White, Argentina
Prefacio
Desde mi retorno a los Estados Unidos, después de treinta años de trabajo misionero en América del Sur, muchos me han preguntado acerca de los comienzos de nuestra obra en ese continente. Estaban familiarizados, hasta cierto punto, con la historia de la Misión del Lago Titicaca y sus derivaciones, porque esta —una obra tan maravillosa que puede constituir realmente un milagro de las misiones modernas— ha llegado a ser mucho más conocida que el trabajo tanto más extenso logrado por las misiones adventistas del séptimo día entre los otros pueblos del continente olvidado.
Tuve el privilegio de ser el primer pastor ordenado de la Iglesia Adventista del Séptimo Día que trabajó en América del Sur; que bautizó los primeros conversos, exceptuando unos pocos bautizados en forma irregular; que organizó las primeras iglesias; y que fue testigo del establecimiento de nuestra obra en distintas partes del continente, como también su crecimiento en los años subsiguientes.
Esta narración no pretende ser una historia completa de nuestro trabajo en ese campo, sino meramente un esbozo de experiencias personales y de otras, de las cuales tuve conocimiento inmediato. El propósito es transmitir una idea de la manera en la que Dios, por medio de sus providencias, abrió el camino para sus siervos. Y confío en que ayudará a cultivar, en quienes lo lean, el verdadero espíritu misionero, para que si ellos, a su vez, fueran llamados por Dios a este o a cualquier otro campo misionero, puedan ir, no con el objetivo de pasarla bien, sino imbuidos con una fe y el propósito que les permita estar siempre alegres y llenos de valor aún bajo las circunstancias más difíciles y desalentadoras.
Francisco H. Westphal
1
Nuestras primeras experiencias como misioneros en el extranjero
Pastor Francisco Westphal y su familia
Fue en el año 1894 que la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día nos invitó, a mi esposa y a mí, a ir como misioneros a la Argentina, América del Sur
.
Fue en el año 1894 que la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día nos invitó, a mi esposa y a mí, a ir como misioneros a la Argentina, América del Sur. Habían llegado noticias a nuestra sede central de unos colonos ruso-alemanes que habían aceptado nuestra fe mientras estuvieron un tiempo en el estado de Kansas. Posteriormente, regresaron a la Argentina, y allí suscitaron un gran interés por la verdad entre sus vecinos compatriotas. Escribieron a la Asociación General, solicitando un pastor de habla alemana, y fue en respuesta a esta solicitud que fuimos enviados.
El 18 de julio de ese año, mi esposa, un hijo y una hija bebé nos embarcamos hacia aquel país. Esto fue muchos años antes de que el tráfico entre el norte y el sur de América fuera tal que justificara el establecimiento de líneas directas de barcos a vapor, y la única manera de llegar a Argentina era navegar a Inglaterra y reembarcar desde allí. El viaje desde Nueva York a Southampton, Inglaterra, lo realizamos a bordo del vapor París. Apenas tuvimos tiempo de hacer una rápida visita a Londres, y entonces nos vimos obligados a regresar al día siguiente a fin de comenzar nuestro viaje a Sudamérica.
Navío S. S. París
Esta parte de nuestro viaje lo realizamos a bordo del vapor Magdalena. En camino, nos detuvimos por algunas horas en La Pallice, Francia, y también en Lisboa, Portugal, y la isla árida de San Vicente, del grupo del Cabo Verde, cerca de la costa oeste de África. Tuvimos que cruzar el Atlántico antes de arribar a nuestro siguiente puerto, que fue el de Pernambuco, Brasil. Luego de una parada en Bahía, llegamos al hermoso puerto de Río de Janeiro.
Comienzos en Río de Janeiro
Hasta ese punto de nuestro viaje, habíamos gozado de la compañía del hermano de mi esposa, W. H. Thurston y su esposa, quienes habían sido enviados como misioneros de sostén propio para trabajar en Brasil. El Sr. Thurston y yo bajamos del barco el primer día que estuvimos en el puerto y caminamos por la ciudad. Regresamos luego al barco y los Thurston pasaron la noche a bordo. A la mañana siguiente, después de permanecer cuanto pudieron antes de despedirse, una de las pequeñas embarcaciones los llevó a tierra. Los saludamos con el pañuelo mientras los tuvimos a la vista. Cuando desembarcaron, trataron de encontrar un hotel adecuado donde parar, pero como no abían nada de portugués, el idioma de Brasil, no podían comunicar a nadie sus necesidades, así que esperaron allí en el muelle todo el día. El sobrecargo de nuestro buque estuvo en tierra ese día, y cuando regresó, justo antes de que partiéramos al atardecer, me dijo que los había visto parados allí todavía. Sin embargo, al fin se acercó alguien que podía hablar algunas palabras de inglés y bondadosamente los llevó a un hotel donde podían alojarse con toda confianza.
W. H. Thurston
El hermano Albert. B. Stauffer ya había vendido algunos libros en otras partes de Brasil antes de que el hermano Thurston fuera enviado a Río de Janeiro para vender nuestra literatura y de esta manera mantenerse a sí mismo. Pero como en ese tiempo no teníamos literatura en idioma portugués, tenía solo libros en inglés para ofrecer, y por supuesto, de estos podía vender unos pocos, ya que apenas había unas cincuenta familias de habla inglesa en la ciudad. Pronto había gastado toda la pequeña reserva de dinero que tenía consigo, dejándolo a él y su esposa en apuros tan serios que por varios días casi no tuvieron qué comer. En esta situación extrema, sin embargo, mientras todavía trabajaba en la ciudad de Río de Janeiro, un caballero que había asistido a una reunión donde habló el hermano Thurston, le preguntó si necesitaba dinero. Al responderle sí
, el extraño le dio una suma considerable de dinero con la que pudo comprar alimentos. Lo hizo una segunda vez, lo cual mantuvo a los Thurston hasta que pudieron conseguir ayuda de la Junta Misionera en los Estados Unidos. El Departamento de Misiones en el Extranjero no estaba tan bien organizado entonces como ahora, así que los misioneros que iban a tierras distantes no estaban tan bien atendidos.
La ciudad de Río de Janeiro tenía en ese tiempo casi un millón de habitantes. Era muy común la fiebre amarilla porque no se sabía entonces que esta enfermedad se transmite por la picadura de una cierta clase de mosquito. El Sr. Thurston contrajo esta enfermedad y estuvo muy mal, pero finalmente se recuperó y fue instrumento en las manos del Señor para abrir nuestra obra en la república de Brasil.
R. B. Craig
Cómo comenzó la obra en Argentina
Mi familia y yo nos vimos obligados a dejar a los Thurston para enfrentar solos sus dificultades desconocidas mientras continuábamos nuestro viaje a Buenos Aires, la capital de la República Argentina. Desembarcamos en la ciudad de La Plata un día frío y sombrío, después de un mes de viaje continuo. Las nubes bajas oscurecían el cielo y el viento azotaba la llovizna de aquí para allá. Sin embargo, fuimos más afortunados que los Thurston en nuestra llegada, porque alguien nos estaba esperando, el hermano R. B. Craig. Era un colportor que había llegado el año anterior para ayudar con la obra de Elwin W. Snyder, Clair A. Nowlen y A. B. Stauffer, que habían llegado a Argentina en 1891. Él nos ayudó a pasar nuestro equipaje por la aduana y luego nos acompañó en el tren a Buenos Aires, donde recibimos una cálida bienvenida a su hogar.
Permanecí en Buenos Aires solamente una semana para acomodar a mi familia, y luego partí hacia el lugar desde donde habían enviado a la Junta Misionera la solicitud de un pastor.
Era medianoche cuando arribamos al puerto de Diamante, sobre el río Paraná, donde debía desembarcar. Esperaba confiadamente que algunos de los amigos a quienes había escrito anunciando mi llegada estuvieran allí para recibirme, pero en esto me llevé un chasco. Había unas pocas casas en el puerto mismo, y la ciudad estaba sobre una colina a cierta distancia, a la cual se accedía por un camino oscuro y serpenteante.
Barco de vapor Berna
No había medios para trasladar mi equipaje a la ciudad, excepto un carruaje solitario. Tomé mis maletas y me subí, pero el caballero a cargo del mismo pareció ofenderse por mi acción, y me habló con locuacidad en castellano. Por mi parte, también hablé bastante, pero él no me entendía, ni yo a él, y finalmente comenzó a subir la colina hacia la ciudad conmigo y mi equipaje. Afortunadamente, me llevó a un hotel donde pasé la noche. Más adelante descubrí que él había ido al puerto en el carro para encontrarse con su esposa e hijos, que habían arribado en el mismo vapor que yo, lo cual explica por qué no había demostrado mucho entusiasmo acerca de llevarme como su pasajero.
Al día siguiente, encontré a un hombre que hablaba alemán, con quien pude hacer algunas averiguaciones. Le pregunté si había algún adventista del séptimo día en ese vecindario.
—Oh, sí —contestó—. Hay un gran número.
(En realidad no había muchos, pero unas pocas familias de fieles guardadores del sábado ejercen tal influencia en una comunidad que parecen ser una multitud para los no adventistas. El sábado es una marca realmente.). Luego me invitó a quedarme en su casa esa noche, y al día siguiente salir a encontrar a los colonos adventistas. Acepté la invitación gustosamente, y salimos en un carro cargado de heno tirado por cuatro caballos que galoparon la mayor parte del camino. Realmente manejan con furia